01 may 2019 / 04 jun 2019 23:47
Este artículo es un intento por establecer algunos referentes que permitan ubicar un fenómeno particular dentro de la industria editorial mexicana, así como prefigurar sus prácticas editoriales. Trazar esta constelación no es tarea sencilla, puesto que, como se verá más adelante, la homogeneidad es uno de los criterios que en este caso no aplican, ya que la producción de objetos editoriales artesanales se caracteriza, desde el argumento que sostiene este análisis, por la experimentación y la versatilidad.
El panorama tiene como retícula un plano cartesiano, el cual está compuesto por un eje temporal y uno espacial, metáfora visual que nos permitirá proyectar un sector muy particular dentro del campo de las industrias culturales; este marcaje territorial, a pesar de que sus lindes no son estrictos, ni están formalmente definidos, permite establecer un terreno por el cual navegar y así explorar el espacio en busca de los elementos que aproximen una idea de lo que es lo artesanal y su relación con las publicaciones, sobre todo con los libros.
Este argumento oscila entre una dualidad conceptual fundamental, que contrapone dos triadas, y que prefiguran lo artesanal en tanto objetos y prácticas. Un antagonismo simbólico se genera a priori entre lo que comúnmente se entiende por una pieza artesanal, que imagina un objeto manufacturado, y en consecuencia es de alguna manera único, y también que ha sido elaborado con técnicas análogas (y por ello también, vinculado al arte objetual de las culturas tradicionales); sin embargo, puesto que de origen son productos para el consumo mercantil, que capitalizan una manifestación plástica y técnica de su cultura local, con el desarrollo tecnológico la artesanía se ha acercado, a veces demasiado, a los procesos productivos mecanizados y masivos de la gran industria, subordinándose a las condiciones globalizantes que esto implica. En todo caso, es innegable que tanto los objetos como el entendimiento del concepto de la artesanía han cambiado, y sus productores y consumidores continuamente eligen posiciones y median en ese intercambio simbólico.
Cualquiera que sea nuestra posición dentro del campo editorial, un buen punto de partida es asumir la existencia de dos definiciones de lo que es la producción artesanal: una estrecha (restringida a la manufactura, procesos análogos y objetos únicos) y una amplia (nuevas formas entender y combinar la tradición, sus símbolos y su técnica con los nuevos procesos tecnológicos para la elaboración de objetos, ya sea de consumo masivo o limitado); con ello, se intenta definir también que este análisis comienza ubicado en la definición estrecha y que la intención es avanzar gradualmente hacia su amplitud, que es la que impera en el mercado actual y que, finalmente, justifica esta aproximación.
A lo largo del documento se utiliza en varios momentos el término hacedores, y se refiere a cierto perfil de los editores, hombres y mujeres, que toman una actitud artesanal ante su práctica, más allá de las características finales del producto. Los hacedores se diferencian de los editores (en un sentido básico de la palabra, de los que se entiende, son aquellas personas que se dedican a la selección y gestión de publicaciones), en cuanto a su involucramiento con los libros que producen, y en gran parte de los procesos comerciales. Son artesanos del libro no sólo por su capacidad técnica para la configuración de una pieza editorial, sino por su actitud ante el trabajo al definir la personalidad de su proyecto editorial, así como al integrar y coordinar un argumento con dimensión visual, textual y material.
Asimismo, es pertinente perfilar desde ahora la importancia de cómo los objetos interactúan con las personas, especialmente en un caso como en la tripleta que conforman los libros artesanales, sus hacedores y sus lectores, tan dependientes unos de los otros. Esto quiere decir que los libros-artesanía son objetos que operan, al menos, en dos dimensiones, entre lo funcional y lo decorativo, y en ese sentido argumentan (los productores artesanales) apelando tanto hacia la afectividad como a la necesidad de poseer un objeto, un concepto, a un autor o a una obra. Sucede así una suerte de personalización de los objetos, donde tanto quienes hacen los libros se encarnan en ellos, como lo hacen sus lectores al adquirirlos. Puesto que el acto de lectura de estos objetos no es sólo textual, sino que apela a una sensibilidad y atención interactiva por parte de su lector, el lenguaje del libro artesanal suma del diseño (función comunicativa) y del arte (función expresiva) para configurar una propuesta que va más allá del libro convencional, el que aquí se entiende como aquel que no va más allá de su definición: un volumen de hojas de papel encuadernadas. Se trata de considerar este nivel base (siguiendo a Roland Barthes, una suerte de grado cero de la expresión productiva), de manera que los objetos editoriales cumplan con su objetivo y función primera (difusión, educación, conservación), y a partir de ahí indagar en lo que se puede lograr a través de sus dimensiones expresivas.
Finalmente, a manera de asideros que permitan tener un referente o puntos de comparación entre los momentos históricos y los ejemplos de la práctica editorial, se exponen seis criterios que es preciso considerar en todo momento, puesto que atraviesan el plano que se analiza: el tamaño del proyecto (en dos dimensiones, el número de participantes en los procesos editoriales y la capacidad de inversión); el precio de venta de los libros (que está determinado por los materiales, procesos y acabados de los objetos, y por la cantidad de los mismos que se comercializan); los procesos productivos, sobre todo en el sentido de qué tan manuales o análogos son, en contraposición con los procesos mecánicos industrializados; la movilidad de los libros en cuanto a su capacidad de tener presencia y en consecuencia lograr ventas; y el grado de experimentación en todos los niveles de la práctica editorial, como el diseño gráfico y material, o la formulación de estrategias para la socialización de las publicaciones.
Libros y edición artesanal, definición y puntos de partida
Desde la segunda mitad de siglo xx sobrevino globalmente un proceso de transformación integral de los sistemas para la generación y consumo de productos culturales, entre ellos la edición y sus derivados. La democratización de los procesos productivos, gracias a las revoluciones tecnológicas, ha propiciado la aparición de proyectos que han decidido apostar comercialmente por los libros artesanales, es decir, que experimentan con los materiales y soportes. En ocasiones los libros artesanales se asemejan a un libro convencional, respetando sus tradicionales partes: el contenido textual, la secuencia de navegación y lectura o la lógica de la página; pero a veces no. Parte del atractivo de estas obras radica en el misterio que se esconde detrás de su transgresión a la convención de lo que los libros son o “deben ser”.
La edición y producción de libros artesanales es un acto de nostalgia por los oficios del pasado, con una mirada puesta en el presente, pues ha implicado repensar el objeto, reinventar el concepto y sus criterios de valoración. En una época de digitalización masiva como la que se vive, lo artesanal se valoriza por su autenticidad y establece una apuesta alternativa a la del libro convencional y la lectura en dispositivos digitales. Para entender al libro artesanal es necesario definir lo que es la artesanía, el diseño artesanal y su consumo. Los objetos artesanales son aquellos que nacen como resultado de un proceso creativo, que son elaborados mediante técnicas tradicionales y manuales, cuya función oscila entre la utilidad y la contemplación estética. Genéricamente, lo artesanal nace en oposición a lo industrial, que “deshumaniza” los objetos mediante su producción mecánica y seriada, sin olvidar que hasta la técnica y herramienta más novedosa eventualmente pasa a ser artesanal, en tanto antiguas, análogas, tradicionales. Como concepto en el imaginario colectivo, la artesanía se vincula a un referente de folclor popular, sobre todo el de las culturas indígenas, apreciación que varía dependiendo de los usuarios, su familiaridad con los objetos, las culturas y los contextos en cuestión. En la actualidad, a la par de esa noción que prevalece y que en muchos casos demerita el valor del trabajo, aprovechándose de la necesidad de los productores, se ha desarrollado una noción renovada que vincula los criterios comerciales y culturales con la tecnología y las artes manuales. Ahora bien, el valor artesanal también se consigue al lograr las cualidades estéticas con base en la creatividad y mediante la versátil aplicación de materiales y procesos técnicos modernos a una producción limitada.
Un libro es artesanal porque enfatiza su materialidad, su proceso de elaboración, su unicidad, su particularidad, su diferencia, características que dimensionan el valor material, económico y simbólico. Para su confección, los hacedores –editores-productores cuya labor trasciende la curaduría y coordinación de la publicación– recurren a técnicas tradicionales de las artes del libro (impresión, caligrafía, decoración de papeles o encuadernación, por ejemplo), pero también a la combinación de éstas con recursos tecnológicos de última generación (barnices, corte láser, grabados con polímeros, impresión directa o digital de alta gama); lo nuevo y lo viejo, la innovación y la tradición se juntan en función de una publicación que enfatiza su dimensión plástica. En ese sentido, en el caso de lo editorial, artesanal significa explotar los recursos textuales, visuales y el paratexto que configuran la obra, y proponer una mecánica y vestimenta que le sean pertinentes, mediante la procuración de formatos y materiales que susciten la interactividad con su receptor, pues son objetos orientados a un público sensible. Bajo esta lógica, el criterio estético y la consecuente definición de las características del objeto las instituyen sus fabricantes, que en muchos casos es un editor multitarea; pero el valor se lo asigna el usuario, quien lo compra y quien interactúa con él, lo asimila y le da un sentido.
Los proyectos pueden experimentar con diversas técnicas de impresión, como el mimeógrafo manual, los tipos móviles, las fotocopias, el collage, el grabado litográfico, la serigrafía, el esténcil, entre muchas otras técnicas; o recurrir a tecnología digital u offset y sus variadas opciones, según sea necesario. La encuadernación es otro factor de diferencia, pues los hacedores se decantan por estructuras de lo más variadas: cosidos, pegados, perforados, grapados, plegados, etc. La estructura física busca integrar soporte y contenidos de manera tal que la expresividad de los materiales acapare la atención. Los acabados son especialmente significativos pues en muchos casos enarbolan el criterio seductor que implica el valor agregado, lo que pone en relieve al libro artesanal en comparación con otros. Camisas, troqueles, cintillos, suajes, pop-ups, texturas y relieves, cajas o accesorios de tela, cartón, piel, plástico, madera o cualquier material manipulable, son parte de la gama de opciones que encuentran su límite sólo en la imaginación y capacidad del hacedor, o de sus colaboradores. Cada uno de estos momentos, que implican posturas y decisiones, de una o más personas, se encarna en el libro, resultado de un proceso profundo de reflexión y experimentación en cuanto diseño, manufactura y estrategia de marketing, factores que definen la obra editorial y su personalidad.
De tal suerte, dentro del campo de las industrias culturales, los proyectos artesanales ostentan una posición que vive alternativamente como una apuesta por la innovación, la libertad y el juego. Los espacios de gestión, producción y circulación de estos libros se despliegan artesanalmente en el sentido de que son procesos y estrategias particulares, casi manufacturadas. Las relaciones que se establecen entre los agentes y sus objetos se ven reflejadas en las obras resultantes, y el carácter artesanal permanece como un atributo vinculante entre los sujetos que participan en el intercambio bibliófilo, así como en su papel de editores, escritores, traductores, correctores, diseñadores, libreros o lectores.
En el siglo xviii, momento de la explosión industrial, no existía México como nación ni América Latina; se puede decir entonces que la revolución tecnológica mexicana comenzó en el siglo xx. Fue gracias a la creación y al desarrollo de otras industrias (como la acerera, cementera, ferroviaria o textil) que México se encontró con la dinámica comercial global. El libro y la producción editorial formaron parte de esa internacionalización.
El proceso de la industrialización en México fecundó también la semilla de las industrias culturales, que de acuerdo con Néstor García Canclini son “el conjunto de actividades de producción, comercialización y comunicación en gran escala de mensajes y bienes culturales que favorecen la difusión masiva de la información y el entretenimiento, y el acceso de las mayorías a los productos. Son el sector más dinámico del desarrollo social y económico de la cultura, el que atrae más inversiones, genera mayor número de empleos e influye a audiencias más amplias”.[1]
Aunque la invención de la prensa plana en el siglo xvi podría considerarse el inicio de una incipiente industrialización de la cultura, ciertamente serían necesarias varias otras innovaciones tecnológicas (papel, transporte, medios publicitarios) y la consolidación de los modelos educativos en occidente durante los siglos xix y xx para configurar una suerte de industria editorial tal y como la conocemos actualmente. Además, la masividad de la información va asociada a la urbanización, al acceso a la educación y a los bienes materiales. Por ello las industrias culturales, como la editorial, enfatiza Canclini “son medios portadores de significados que dan sentido a las conductas, cohesionan o dividen a las sociedades”,[2] es decir, son un fenómeno mediante el cual una sociedad sincretiza y otorga materialidad a su identidad.
Perfilar un fenómeno editorial localmente permite definir el posicionamiento de los proyectos dentro del campo en el que conviven, lo que arroja luz sobre los escenarios inmediatos a partir de su capacidad de incidencia, y así entender mejor sus particularidades. En el México actual, la labor editorial se puede clasificar, grosso modo, en la producción institucional y la de la iniciativa privada. Entre los primeros se cuentan todos los documentos impresos o digitales elaborados bajo la coordinación o financiamiento de las instituciones: el Estado, con todas sus dependencias y su producción; y las universidades, que como generadoras de conocimiento producen para uso interno y para la difusión externa. Por su parte, la empresa editorial común evolucionó bajo el modelo capitalista, el cual permitió a algunos crecer exponencialmente al margen de la mayoría. En la actualidad se pueden identificar cuatro tipos de proyectos en la edición privada mexicana: 1) las empresas extranjeras, conglomerados trasnacionales que se instalaron en el territorio nacional, como Grupo Planeta o Penguin Random House; 2) aquellos proyectos que aterrizaron en el país con capital extranjero, pero se constituyeron como empresas mexicanas, como editorial Era, Joaquín Mortiz o Sexto Piso; 3) las empresas nacionales como Editorial Castillo, Grupo Editorial Patria, Fernández Editores o Siglo xxi; 4) y el modelo constituido por una pléyade de pequeños emprendimientos cuyas características como su nivel de producción y de venta las difumina entre la numeralia.
Como parte de esta polarización, en cuestiones de marketing editorial ha funcionado la etiqueta de los “independientes”, porque permite agrupar y definir proyectos que antes eran sombras y nombres difusos. Aquella etiqueta incluye libros y editores que voluntaria o condicionadamente escapan a los principales espacios de comercialización, sus sellos, autores y librerías; es, sobre todo, un término que responde a una postura ética y estética respecto de los recursos y el financiamiento. Sin embargo, esta misma autodefinición que proclama la independencia resulta problemática para su análisis sociohistórico, pues en un contexto macro no existe tal. En realidad, cada uno de los esfuerzos participa, de acuerdo con su tamaño y capacidad económica, de un modelo interdependiente en el sistema de las industrias culturales: las hay grandes, medianas y pequeñas, lo que se relaciona directamente con su capacidad de adquisición de contenidos, la cantidad y calidad de la producción y la posibilidad de distribuir y tener presencia en puntos de venta. Por ello, plantear una contraposición entre grupos editoriales y las editoriales independientes parecería un poco apresurado, pues no se puede echar en el mismo saco ni a unas ni a otras, ya que en general son radicalmente heterogéneas.
Asimismo, la industria editorial observa a sus participantes sobre todo con base en su capacidad económica y el tamaño de su producción, sea ésta reflejada en tirajes, tamaño del personal involucrado, puntos de venta o en facturación anual. Bajo la clasificación de pequeña edición se engloba toda una serie de emprendimientos que coinciden en tamaño y que comulgan un catálogo de estrategias de acción concretas. Una perspectiva inmediata y reduccionista como ésta condiciona el campo a una realidad bidimensional entre grandes y pequeñas editoriales, donde la labor de un puñado de empresas se pone en evidencia por los capitales que mueven, mientras la mayoría de las pequeñas son intermitentes, efímeras, casi invisibles. Un poco más de profundidad revela una cantidad de matices dentro de un sistema de sistemas donde los proyectos sí tienden a agruparse por tamaño, pero sobre todo por afinidades. Es éste un espacio donde aparecen propuestas transdisciplinarias que para definirlas ya no basta lo grande y lo pequeño, pues su tamaño y sus esfuerzos son relativos y se adecúan a sus intereses, desde los grandes corporativos a las nanoeditoriales personalísimas. Es con base en el análisis de las prácticas particulares y las condiciones estructurales que la voluntad de una comunidad transgeneracional ha resultado en la proliferación de iniciativas que insisten en publicar, contra corriente, propuestas que a su criterio faltan en el mercado.
La edición institucional, la universitaria y la privada –de todos los tamaños– integran una industria local mexicana, en la que cada uno de los emprendimientos alcanza diferentes grados de visibilidad e incidencia que dependen de sus estrategias editoriales y comerciales. Además de editores y autores, al campo editorial lo integran otros múltiples agentes mediadores, como los gestores, agentes literarios, impresores, distribuidores, libreros y, por supuesto, los compradores, sean estos lectores o no. En un ecosistema como éste, a lo largo del tiempo, han surgido movimientos creativos artísticos y literarios condicionados por las coyunturas sociales y políticas, que han nutrido y concretado diversas propuestas editoriales que apuestan por el libro y las prácticas artesanales, consecuencia tanto de las influencias externas como de la muy fértil experiencia creativa local.
Antecedentes
El carácter artesanal en la edición es una apuesta mercantil que está ligada al taller y a sus productores, cuyos libros son el resultado de un ejercicio individual o colectivo dirigido a un público con un modelo de pensamiento similar al de su editor. Para entender el modelo de trabajo artesanal contemporáneo vale la pena observar algunos ejemplos que hicieron camino en la historia de las publicaciones y cuyas experiencias, a lo largo del tiempo, de manera directa o no, fueron moldeando las propuestas actuales. La práctica artesanal en la edición surge en el momento en el que se consolida la producción mecanizada en serie y los editores se ven en la disyuntiva de cómo producir, si recurrir a la fábrica o buscar el amparo de las sombras del taller.
El arte tipográfico y la encuadernación fina son los antecedentes más destacados de la producción artesanal de libros. Durante la época colonial mexicana destacaron impresores como Antonio de Espinosa, Cornelio Adrián César o Juan Ruiz, además de Enrico Martínez y Pedro Balli, como tempranos impulsores de la encuadernación. La gestación de encuadernadores se vio truncada hacia el siglo xix cuando el todavía editor-impresor, con la revolución industrial, dio prioridad al libro informativo sobre el libro de arte. Como la encuadernación no era reconocida como un oficio gremial, no quedan suficientes registros de aquellos que realizaron este arte, a diferencia de los impresores, de los que en muchos casos se conocen detalles y pormenores de su vida. El modelo de producción de la máquina industrial introdujo manuales que explicaban los procesos mecánicos y sus tiempos, pero imponía un modelo que eliminaba todo el potencial poético del acto creativo. Más libros en menos tiempo y por un menor costo, suena a una apuesta ganadora. Con el objetivo de llegar al mayor público posible, se sacrificaron los acabados suntuosos, los materiales finos y las estructuras elaboradas. De la mano de las nuevas tecnologías, y en concordancia con la evolución que experimentaba la generación de productos culturales y sus prácticas productivas y de consumo, puede entenderse que iniciaba una nueva era. Por su parte, las artes del libro se convirtieron en oficios, adaptándose a las necesidades y demandas de un mercado siempre cambiante, pero que en su mayoría tendía a privilegiar la cantidad sobre la calidad y el detalle. Fueron contados aquellos impresores, grabadores y encuadernadores que, con un interés artístico que supeditaba al comercial, defenderían sus convenciones en cuanto a la producción y la valoración de los objetos. Francisco Díaz de León, Miguel N. Lira, Luis Vargas Rea y Alexandre Stols son artistas que aplicaron su técnica y creatividad a la creación de obras editoriales, cuyo trabajo refleja la evolución de una práctica camaleónica, resultado de un paulatino proceso de recuperación de las antiguas artes del libro, que se desarrollaba a la par de la producción masiva e industrializada.
Nutridos por las vanguardias, en la primera mitad del siglo xx destacaron movimientos artísticos como el Movimiento Muralista Mexicano (1920), el Estridentismo (1921), el Grupo de Artistas Independientes 30-30 (1928), la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (1934) y el Taller de Gráfica Popular (1937), movimientos que además de la producción gráfica y pictórica difundieron exhaustivamente su ideología mediante producción impresa. Gradualmente, en algunos sectores el sentimiento nacionalista permeó la producción cultural, gráfica y literaria e incorporó motivos, objetos y materiales del México tradicional; contados libros optaron por el uso de soportes como el papel amate o textiles bordados con iconografía indígena. Aquel sincretismo, sumado al trabajo colaborativo entre escritores, editores y artistas plásticos, y entre sus filiaciones estéticas y medios productivos, fue lo que permitió la experimentación con géneros y soportes, que dio paso, por ejemplo, a la conglomeración de importantes grupos de escritores como el Ateneo de la Juventud, a inicios del siglo; los Contemporáneos en la primera mitad del siglo xx; la Generación de Medio Siglo, una suerte de bisagra entre las generaciones anteriores y la Generación de la Onda y el Crack en la segunda mitad.
Asimismo, con la transición hacia el nuevo milenio, una nueva revolución tecnológica, manifiesta en el abaratamiento de las tecnologías de la producción editorial y en la aparición de una nueva dimensión de comunicación digital, ha abierto más puertas de las que se supondría podría haber cerrado. Esta transformación ha desplazado, democratizado y personalizado la capacidad productiva, lo que se refleja en la aparición de más iniciativas que editan y publican para públicos cada vez más específicos. Es la continua segmentación de los mercados y la especialización de su oferta la que siempre ha propiciado que los autores, editores, hacedores y artistas, determinados por la adhesión o ruptura con las tradiciones, reinventen sus prácticas para incorporarse activamente al mercado.
Los proyectos mencionados a continuación se convirtieron en las bases referentes de este tipo de prácticas editoriales porque abrieron camino a otros editores y encauzaron al público lector mexicano en una cultura del objeto bibliográfico. Si bien la filiación con las características no es estricta, es un trazo a lo largo de proyectos que impulsan la experimentación, favorecen las técnicas tradicionales y enfatizan de algún modo las características materiales en su producción. Obstinados en la difusión de los buenos contenidos, de los artistas jóvenes, de los nuevos movimientos y de la experimentación continua, y siempre con base en su círculo social inmediato, estos son proyectos que dieron origen o encarnan el modelo de edición.
Siguiendo los criterios antes establecidos (tamaño, tiraje, producción, precio, movilidad y experimentación), que en mayor o menor medida caracterizan la producción editorial, con sus particularidades en el caso de la artesanal, podemos identificar cómo estos se combinan de manera indistinta a lo largo de la historia del siglo xx, y en lo que va del xxi, la que se puede fragmentar en cuatro momentos manejables, los que a su vez parecen adscribirse a una tendencia productiva. La revisión progresiva de momentos históricos permite rastrear los reacomodos dentro del campo editorial y revelan cómo la edición y producción del libro artesanal han evolucionado con la aparición de cada nueva tecnología productiva o espacio de interacción.
Periodo de gestación: 1920-1950
Si durante la época colonial hasta el siglo xx los editores locales eran más bien impresores, es decir, técnicos que ofrecían sus servicios y cobraban por publicar libros (no se hacía el trabajo de identificar un público, hacer una selección ni procurar un catálogo, sino que se producía bajo demanda conforme la oportunidad lo ameritaba), en este periodo dio inicio el trabajo editorial moderno en México, entendido no sólo como la impresión aislada, sino la selección y publicación de autores y títulos de acuerdo con una identidad específica.
Desde los albores del siglo pasado y hasta casi la mitad del mismo se reconoce un periodo de gestación del campo editorial que se caracterizó por ser extrovertido e inclusivo; la apertura y el crecimiento perfilan la coyuntura que imperó durante esta primera estación, que abarca tres décadas de la primera mitad del siglo xx, tiempo en el cual México experimentó un periodo de intensa tecnificación e industrialización.
En consecuencia, el trabajo editorial de esta época se decantó por una producción mayormente industrial, la que se materializó en tirajes amplios que permitieron una gran movilidad, esto debido, en parte, a los precios moderados que mantenían las publicaciones al alcance de un mayor espectro poblacional. Resultado de las intensas campañas de alfabetización impulsadas por José Vasconcelos, y de la gran demanda de contenidos provocada por la Revolución Mexicana recién terminada, la difusión de los productos impresos se volcó hacia lo masivo. Durante este periodo los proyectos editoriales aprovecharon la producción a gran escala para redimensionar y proyectar al libro como el símbolo, fetiche y estandarte de la cultura y la educación.
Los emprendimientos de la época se caracterizaron por iniciar pequeñas iniciativas, individuales y colectivas, que con el tiempo adquirieron el carácter de empresa, con los objetivos, estructura y mecanismos que ello implica. Además de su amplitud, otra característica que sobresale durante este periodo es la intensa experimentación y versatilidad gráfica, manifiesta en las obras publicadas, las que expresan y hacen evidente la enorme influencia de las vanguardias europeas en pleno sincretismo con la estética local.
Considerando que estos proyectos se apoyaron fundamentalmente en el entonces novedoso sistema de producción masiva y mecanizada, es discutible su inclusión y consideración como editoriales artesanales, pero en el caso de los proyectos ejemplificados, son iniciativas que aprovecharon esta gran plataforma para difundir su práctica experimental al nivel del concepto y el diseño de las publicaciones. Estos editores y sus libros, Ediciones Botas, Editorial Cvltvra (radicadas en la ciudad de México) y las publicaciones del movimiento estridentista (cuyos miembros oscilaban entre la capital y Xalapa, a la que también llamaban “Estridentópolis”) destacan por ser ejercicios editoriales que en mayor o menor medida resuenan con las características de la labor artesanal en la edición.
En México, uno de los primeros ejemplos de una empresa consolidada para la gestión de un modelo editorial es Ediciones Botas, proyecto impulsado por el librero español Andrés Botas, que después de probar con algunos otros artículos vendió libros, y que finalmente se convirtió en casa editora. La empresa publicó libros de distintos géneros, pero destacó por su propuesta literaria, que incluyó a escritores mexicanos de la talla de Alfonso Reyes, Mariano Azuela o José Vasconcelos, además de traducciones de autores internacionales como Paul Bourget, Anatole France, Paul Verlaine y Eça de Queiroz, entre otros.
Una de las características sobresalientes de la editorial, y la que más interesa aquí, fueron las portadas de sus libros, en las que se detecta una innegable influencia del arte europeo. Los libros de Botas, con sus formas y sus colores, transgredieron todas las convenciones gráficas de la época, empezaron la ruta de la experimentación y abrieron las puertas a artistas locales que harían diseño aplicado. Desde tratamientos cubistas o futuristas, pasando por el art déco, hasta composiciones expresionistas, todas ellas adaptadas al carácter e identidad nacional, el diseño de Botas supo imprimir un inconfundible carácter mexicano y muchas de las ilustraciones fueron realizadas con grabados en madera, técnica que renacía en México durante los años veinte. El bajo costo y la fuerza expresiva que permitía esta técnica la convirtieron en la herramienta para los jóvenes artistas que transformaban integralmente el diseño editorial.
Fundada por Julio Torri y Agustín Loera y Chávez, con Editorial Cvltvra nació un proyecto independiente impulsado por un grupo de amigos que compartían el gusto por la literatura. Fue un proyecto que introdujo a México la obra de Rubén Darío, Marcel Schwob y Friedrich Nietzsche, e impulsó a autores jóvenes mexicanos que posteriormente se convertirían en plumas prominentes como Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, Efrén Rebolledo o Carlos Pellicer.
Aconsejados por el Dr. Atl, adquirieron su propio equipo de impresión, con lo que además de producir las publicaciones propias se extendieron a imprimir material ajeno (paradójicamente, siguiendo el sentido opuesto al que había dictado la historia de la producción impresa). En un momento de gran innovación técnica, ésta fue una apuesta arriesgada, pues les representó integrar su sistema de producción al nuevo modelo económico y cultural mexicano. Así, Cvltvra se estableció como el medio idóneo para difundir literatura de calidad, donde participó la esfera intelectual mexicana que dirigió las riendas culturales del país durante el siglo xx.
Las publicaciones de Cvltvra destacaron, sobre todo, por su propuesta gráfica y plástica, que juega activamente con el espacio, la forma y la tipografía, y que revelan la influencia del avant-garde europeo. Jorge Enciso, Diego Rivera y Ernesto García Cabral, entre otros tantos artistas gráficos, aportaron su arte para portadas e interiores. Cvltvra quiso ser una editorial de élite y para ello impuso estrategias económicas basadas en la calidad de los contenidos y los acabados, su diseño, sus precios y su distribución. Visualmente, aunque no en sus procesos productivos, las publicaciones buscan integrar la personalidad del movimiento inglés Arts and Crafts, pues en la propuesta gráfica se advierte cierta inclinación hacia ello.
Los movimientos de vanguardia surgieron en Europa como una declaración de libertad expresiva y experimentación por parte de sus sociedades; fueron un planteamiento que abordó la renovación del arte y su función social mediante recursos que transgredieron los sistemas establecidos en el imaginario colectivo. América Latina recibió la influencia y generó sus propios ismos. El estridentismo fue el movimiento particular que arraigó en México durante un breve periodo en la primera mitad del siglo xx, materializado especialmente en la producción literaria y plástica, pero que durante su vigencia los artistas se dedicaron a difundir editorialmente.
La práctica editorial estridentista produjo tres tipos de materiales, casi todos financiados con recursos de los propios editores y poetas: los manifiestos, las revistas y los libros, publicaciones en las que se experimentó prominentemente con la forma tipográfica y la iconografía de la modernidad. Por ejemplo, Manuel Maples Arce publicó Actual n° 1 (1921), el primero de una serie de manifiestos impresos en hojas volantes con gran juego espacial y tipográfico; el segundo se publicaría en Puebla, el tercero en Zacatecas y el cuarto en Ciudad Victoria en 1926, los cuales reflejan una lógica constructiva de la identidad del movimiento. Las revistas Irradiador (1923), Horizonte (1926) y Crisol (1929) constituyeron medios de difusión de mayor regularidad y alcance que los manifiestos. En cuanto a los libros, la producción distingue dos momentos: el primero que incluye a la recién mencionada Cvltvra y las Ediciones estridentistas; el segundo se ubica en Xalapa, que se convirtió en el centro del movimiento, donde Germán List Arzubide editó algunos números de la revista Horizonte, además de libros bajo el sello Ediciones del Horizonte, con el apoyo del gobierno local.
Las características de los libros incluyeron diseños de portada muy llamativos elaborados por artistas plásticos de la talla de Fermín Revueltas, Diego Rivera y Ramón Alva de la Canal. Se trabajaba con ilustraciones, grabados y fotografía en experimentos con la forma y composición tipográfica. También ensayaron con los formatos y materiales de impresión, los colores y acabados, como solapas y viñetas a varias tintas.
Periodo de consolidación: 1950-1980
Posteriormente, entre las décadas de los cincuenta y los ochenta, la conceptualización de “lo artesanal” y la producción de los libros entró en un periodo de consolidación, cuando, gracias al contexto social, la experimentación se volcó a los medios de reproducción y a los materiales. Éste fue el tiempo de los hacedores, cuando un sector de los editores y artistas decidieron asumir el control de lo que producían y difundían. La apropiación del poder productivo fue una condición que determinó esta segunda fase, pues conforme las tecnologías para la producción editorial se volvieron más accesibles y las opciones técnicas se multiplicaron, los proyectos editoriales buscaron explotar lo mejor de cada medio, técnica y material a su alcance para proveer a los objetos de ese añadido que hace sus libros únicos, con los más variados resultados.
Esta mutación con la que empieza a asomarse “lo artesanal” entre la producción local pudo deberse a que nuevos actores comenzaron a involucrarse en la edición. Cada vez más autores literarios y artistas plásticos aprendieron la técnica y los procesos, y se dedicaron a materializar sus inquietudes culturales en objetos de todos los tipos y calidades. La explosión de nuevos emprendimientos, muchos de ellos individuales, permitió que estos nuevos editores experimentaran y llevaran su ejercicio artístico, poético y plástico al espacio editorial, al territorio del libro. Nombres y perfiles como el Juan José Arreola, Vicente Rojo, Felipe Ehrenberg, Ulises Carrión, Ámbar Past, Elena Jordana, Juan Pascoe, Federico Campbell o Raúl Renán se agrupan en un pelotón de hacedores de libros, no necesariamente cercanos entre ellos. Así se puede aventurar también que durante esta faceta se dio una descentralización de la producción editorial mexicana, que se salió del núcleo capitalino y se volvió de alcance nacional e internacional. Algunos de ellos, en tanto artistas, buscaban la forma de mover su obra editorial en el terreno del arte, así las galerías y colecciones se volvieron también espacios de circulación del libro mexicano. Con muchos menos libros producidos la movilidad potencial de los mismos también se reduce, al tiempo que aumenta el valor simbólico de los objetos. La experimentación y consecuente variabilidad en los procesos de producción se refleja en los precios y la disponibilidad de las obras, que son difíciles de conseguir, puesto que muchas de ellas ni siquiera salen a la venta por moverse en círculos exclusivos.
Una de las principales características de este periodo fue la reducción exponencial de los tirajes en beneficio de la producción manual, limitada y análoga. Durante este periodo se experimentó intensivamente con técnicas de reproducción como el mimeógrafo, la fotocopia y el esténcil, además de buscarse alternativas para la distribución de las publicaciones y la obra artística, como el correo o la entrega mano a mano. Los artistas experimentaron activamente con el libro como soporte de su práctica creativa y con el concepto mismo de lo que es editar, y cuya obra en colectivo revela los cambios que ha pasado la forma de entender la práctica editorial. A la larga, la mayoría de estos emprendimientos se convirtieron en empresas de diferentes índoles, aunque todos ellos pequeños, y vale destacar la continuidad de algunos hasta la actualidad. No obstante, la organización y el modelo de producción de estas iniciativas ha variado con el tiempo y han manifestado diferentes intereses y características productivas, por lo que incluso hoy sería difícil establecer algún grado de su maduración.
A manera de ejemplos, vale recuperar el trabajo de Juan José Arreola, en trabajo colectivo con Jorge Hernández Campos, Henrique González Casanova y Ernesto Mejía Sánchez como editores de Los Presentes (1951), pequeño sello editorial de mitad de siglo que sentó un precedente en la práctica editorial. Diseñadas por Alí Chumacero, se publicaron algunas primeras obras de las que serían plumas prominentes (Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Augusto Monterroso, Rubén Bonifaz Nuño o Jaime García Terrés), en un formato muy sencillo y casero. Plaquettes de tiraje reducido nutrieron la primera etapa de Los Presentes; la segunda serie inició en 1954, bajo otra dirección, y se extendió hasta los cien títulos, libros impresos en formato de un octavo, ya con más de páginas, estos sí cosidos y encuadernados.
Vale también destacar de este periodo los bookwork del poeta “posmexicano” Ulises Carrión (Ephemera, El arte nuevo de hacer libros [1974]), así como toda su obra visual y teórica sobre el arte, además de su impulso intempestivo de la experimentación visual, el arte postal, y de los espacios dedicados a los libros de artista, como su librería en Amsterdam, Other Books and so; Las Ediciones del Mendrugo (1973) de la poeta argentina Elena Jordana, que en pequeños libros de cartón, impresos con sellos y mimeógrafo, publicó y distribuyó internacionalmente a autores de la talla de Octavio Paz, Ernesto Sábato y Nicanor Parra; el arrojado trabajo de Felipe Ehrenberg, maestro imprentero que desarrolló una amplia trayectoria como artista gráfico y editor tanto en México como en los circuitos artísticos de Europa (Fluxus [1972], Beau Geste Press [1969], Manual del editor con huaraches [1979]); o los Papeles de Estraza (1976) de Antonio Castañeda, poeta xalapeño que difundió la obra de múltiples poetas jóvenes (Francisco Hernández, Socorro León Femat, Agustín Monsreal) en pequeños folletos muy sencillos manufacturados e impresos en papel estraza.
Taller Leñateros (1975), fundado por la poeta etérea Ámbar Past, con la posterior ayuda de Maruch Mendes, quien actualmente administra el proyecto, que durante la segunda mitad del siglo xx forjó y difundió una propuesta editorial experimental y atrevida desde los Altos de Chiapas. Leñateros, además de producir la revista literaria La Jícara (1973), materializó cantos y poesía maya (Conjuros y ebriedades, cantos de mujeres mayas [1997]) en piezas editoriales de materiales manufacturados por las artesanas comunitarias e impresos con diferentes técnicas análogas.
Periodo de proyección: 1980-2000
La combinación de sistemas de producción y de las plataformas de comunicación llevaría a las iniciativas editoriales al periodo de proyección, a partir de los ochenta y hasta fin del siglo, en el que tanto el mercado como las formas de consumo cambiaban drástica y fugazmente. A partir de este momento, los proyectos asumen y profesan una suerte de producción semi artesanal, que combina los medios análogos y digitales pertinentes, según el caso, para materializar su argumento.
Durante esta fase, la coyuntura estuvo determinada por la integración de los procesos productivos, de los soportes y las plataformas comunicativas. El fin del milenio trajo consigo reacomodos estructurales en las dinámicas de la elaboración, comercialización y consumo de los objetos culturales, los que obligaron a los proyectos editoriales a repensar su labor. Si cada vez más cualquiera puede crear y publicar, es responsabilidad de los editores ponderar lo que se edita mientras se eligen estrategias para difundir la obra y rentabilizar la actividad (en caso de que el enfoque sea empresarial); por su parte, el libro de artista y sus creadores formalizaban su presencia en los circuitos comerciales, acercando los espacios de la edición y del arte, creando nuevos territorios para el diálogo entre distintas disciplinas.
Las variables del trabajo y su contraste demuestran cierto grado de afianzamiento en la conceptualización de libro como objeto editorial y como obra artística, y ello se debe tal vez a que ahora, más que nunca, cada vez más opciones están a la mano para la materialización de una publicación. Los procesos productivos revelan su carácter semi artesanal, es decir, que implican una combinación de técnicas, en las que prevalecen y destacan los procesos manuales y los tirajes limitados sobre los digitales y masivos, con libros cuyas características van desde lo más tradicional a lo más experimental.
Además de la continuación de varios de los proyectos iniciados en el periodo anterior, nuevas propuestas llegaron a renovar la oferta, ya acercándose a una tradición, ya rompiendo con ellas y planteando nuevas vetas creativas. En este periodo destaca la creciente incorporación de los artistas a la producción de libros, a veces como publicaciones, a veces como libros de artista. En esta línea, Martha Hellion (también editora de Beau Geste Press y artista multidisciplinaria), Magali Lara y Francisco Toledo son artistas plásticos y visuales que encontraron en el objeto libro un receptáculo más para su ímpetu creativo, un ejercicio que les implicó incorporar técnicas nuevas y nuevos usos de las antiguas, lo que se sumó a un proceso de fragmentación del milenario objeto libro y deconstrucción de la idea que lo sostiene.
Asimismo, los artistas Gabriel Macotela y Yani Pecanins impulsaron dos proyectos muy destacados, Cocina, Ediciones Mimeográficas (1980) que, como su nombre lo indica, aprovechó la copiadora manual para corporeizar una selecta propuesta editorial (Paso de Peatones [1977], Alberto Huerta, Vicente Rojo, Marcos Kurtycz, Santiago Rebolledo) y El Archivero, su heredero directo, que en tanto foro y galería, ofrecía un espacio de exhibición de los objetos y encuentro de otros proyectos afines, como Tres Sirenas (Carmen Boullosa), El Tendedero (Alicia García Bergua), Ediciones Pirata o La Tinta Morada.
Otros proyectos que vale la pena destacar son los del poeta y editor Raúl Renán, con las plaquettes de La Máquina Eléctrica (1978) y Papeles (1974), suplemento de experimentación lírica y visual; y La Máquina de Escribir (1977), con Federico Campbell a la cabeza, que editó y publicó, en ediciones modestas impresas en offset, a las generaciones de poetas y cuentistas de los ochenta (Juan Villoro, Adolfo Castañón, Evodio Escalante). Durante este periodo, gran parte del movimiento y actividad artística y literaria, que atraen a la editorial, se concentró en la ciudad de México, como lo revelan estos ejemplos.
De este periodo habría que mencionar dos proyectos que, aunque disímiles en cuanto a perfil y a sus acabados y tirajes, ambos recuperan y difunden la producción análoga más antigua, la impresión con tipos móviles. Por un lado el Taller Martín Pescador (1981), dirigido por el sonero y tipógrafo mexicoamericano Juan Pascoe, que consolidó un proyecto que integra la más fina actualización del arte tipográfico, y que desde Tacámbaro, en Michoacán, ha publicado plaquettes de circulación limitada con la obra de importantes escritores (José Luis Rivas, Francisco Hinojosa, Fabio Morábito, Gabriel García Márquez, entre otros). El otro proyecto es Taller Ditoria (1990), iniciativa del pintor Roberto Rébora –con Jorge Jiménez, Josué Ramírez y José Clemente Orozco; poco después se integraría al grupo Gilberto Moctezuma–, que defendió con sus publicaciones que las técnicas tradicionales no están peleadas con el arte contemporáneo y la calidad editorial. Vigente entre 2009-2013 estuvo la Colección del Semáforo, impulsada por Clemente Orozco y Helena Aldana, que se desarrolló en Guadalajara, en una especie de extensión de Taller Ditoria, con domicilio en Ciudad de México, en sus respectivas producciones individuales y simultáneas. A lo largo de su existencia desde 1995, colaboradores como Marco Perilli, María Teresa Gerard, Gabriela Pérez y Lourdes García han contribuido al desarrollo y el posicionamiento del proyecto y un modelo editorial más grande; con tirajes medios y mayor presencia en librerías y ferias, han materializado la obra de importantes creadores (Ulises Carrión, Stéphane Mallarmé, Juan Gelman, Gabriel Zaid, Gerardo Deniz o Eduardo Milán) en hermosos libros manufacturados e impresos en tipografía, consolidándose así como un sello referente entre la bibliografía de la poesía mexicana.
Finalmente, en este periodo operó también el proyecto Papeles Privados (1981), editorial impulsada por el poeta, pintor y editor Mario del Valle, en Xalapa, que mediante piezas bilingües que combinan obra lírica y plástica (Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Cesare Pavese), presenta una oferta de carácter arrojado y calidad superlativa, con una amplia experimentación en cuanto a técnicas de impresión, desde tipos móviles o linotipo, el offset, la serigrafía o el grabado calcográfico, así como encuadernaciones y cajas con materiales varios y acabados exquisitos.
Periodo de ampliación: 2000-2019
Finalmente, el periodo de ampliación, que incluye las primeras dos décadas del siglo xxi, representa un momento en el que los proyectos editoriales, como todos los proyectos productivos del ámbito cultural, replantean sus estrategias, alineándolas con sus necesidades e intereses y tratan de ubicar el punto preciso desde donde incidir. Gracias al desarrollo tecnológico, exacerbado en esta época digital, que ha implicado un abaratamiento y la casi personalización de la infraestructura que permite la composición e impresión de materiales editoriales, lo que fuera una práctica exclusiva y de gran simbolismo en la era medieval, y luego un oficio especializado que necesitaba conocimientos y aptitudes técnicas específicas, se ha liberado, deconstruido y democratizado como nunca antes.
Para lograr cierto orden dentro de un crisol de iniciativas con perfiles tan diferentes, a continuación se agrupan algunas editoriales que han trabajado durante este periodo. El orden de presentación de estos proyectos está planteado para agruparlos no por orden cronológico, sino por su tipo de tiraje (grandes y pequeños), y por su afinidad temática o de estilo. Es discutible iniciar este listado de editoriales con aquellas que más se alejan de la manufactura y los procesos de producción análogos, pero, si tomamos como partida la definición amplia de lo artesanal, en los procesos industriales y mecanizados podemos encontrar grandes ejemplos que defienden el argumento, más allá de si los proyectos se autodenominen como artesanales o no.
Arquine (2000) es un proyecto editorial, dirigido por Miquel Adriá y Andrea Griborio, dedicado a la difusión de la cultura arquitectónica, que vincula y atiende a un mercado interesados y relacionados con el diseño, las ciudades y su construcción, la ingeniería, el arte y la decoración, y que materializa revistas y libros. Desde la ciudad de México, han configurado una selección de libros monográficos, guías, propuestas de teoría arquitectónica, o compilaciones de ensayos, depositados en objetos elaborados mediante una combinación de técnicas y procesos que resultan tanto en libros convencionales como arriesgados ejercicios de experimentación y juego sensorial, con los que desplazan los significados contenidos y amplían su carga simbólica.
Algunos libros de Travesías Media (2001) son también una experiencia en sí mismos. Ésta es una empresa enfocada en el turismo que crea libros de promoción de lugares que destacan por su confección y diseño. Crónicas de viaje, reseñas de marcas y tendencias, y una gran selección fotográfica de productos, integrados a un soporte que juguetón enfatiza su materialidad, conforman una propuesta editorial única en México. Éste es un muy buen ejemplo de la experimentación con el diseño y los materiales aplicada a los procesos de producción editorial masiva, y con un público muy definido, atento a una oferta lejana a los espacios tradicionales del libro.
También están las editoriales de libros de arte, como RM (1999), de los hermanos Javier y Ramón Reverté, que es un proyecto ya referente en la publicación de este tipo de arte y operan con sedes en España y México. En su catálogo coexisten libros de arquitectura, muralismo, diseño gráfico, arte político, arte urbano y photobooks. En muchos de esos libros, la experimentación con los materiales se concreta en libros sensoriales que explayan el argumento contenido. La propuesta gráfica y plástica de muchos importantes artistas contemporáneos, como Graciela Iturbide, Carlos Amorales, Luis Barragán o Yvonne Venegas, han encontrado cabida en las páginas de RM, con tirajes medios y grandes, y de producción industrial y mecánica.
Damián Ortega y Olga Rodríguez dirigen y coordinan Alias (2007), una editorial especializada en teoría del arte, donde publican libros con un grado alto de experimentación material con los papeles, colores y estructuras, así como con producción mecanizada y masiva. Con la obra de grandes artistas tanto del medio internacional (Marcel Duchamp, John Cage, Helio Oiticica) como del local (Gabriel Orozco, Melquiades Herrera) han logrado integrar una oferta de gran atractivo y pertinencia. Estos proyectos, considerando sus amplios tirajes, han desarrollado estrategias comerciales que les han permitido acercar sus libros a su público y de esa forma, en mayor o menor medida, consolidarse empresarialmente.
Por su parte, encontramos a las pequeñas editoriales autogestivas, que tienen la capacidad de producir localmente, sobre todo los procesos de impresión (y a veces la encuadernación). En la actualidad, una de las máquinas impresoras favoritas de los editores y artistas son las copiadoras autómaticas (risografía), tecnología verde de impresión en frío que ha permitido a algunos de estos proyectos apropiarse de sus procesos de reproducción, con la experimentación y la creatividad aplicada que ello significa. Gato Negro (2013) (impulsada por los diseñadores León Muñoz, Juan Pablo López y Andrea García) es una editorial que publica libros híbridos, de tirajes medios, que exploran géneros entre la fotografía, la poesía y el discurso político, y que mediante una propuesta gráfica atrevida y singular (con libros con la obra de artistas como Abraham Cruzvillegas, Nirvana Paz, Dani Zelko, Alexander Buhler) se ha consolidado como una voz relevante entre las publicaciones de libros de arte contemporáneo, gracias a su presencia tanto en librerías como en galerías, encuentros de arte y ferias especializadas.
La diseñadora y librera Selva Hernández gestionó e impulsó Ediciones Acapulco (2011-2017), proyecto en el que con un pequeño equipo plasmó un estilo editorial de gran presencia. Seis colecciones integran una propuesta de combina la expresión lírica, la narrativa y la ilustración, con ediciones risográficas de tirajes diferenciados (entre los sencillos y los especiales, que incluyen características o elementos que les agregan valor), y con encuadernación y acabados que, si bien producidos industrialmente, enfatizan la unicidad de los objetos. Durante su tiempo de existencia, Acapulco consolidó un amplio catálogo que incluye a los escritores Ashauri López, Mónica Nepote y Sergio Loo, los que conviven con ilustradores como Alejandro Magallanes o el Dr. Alderete, entre otros.
La Duplicadora (2015), de Emmanuel García y Vanesa López, es un proyecto editorial que tiene por motivo la reimpresión de catálogos y libros antiguos, la actualización de obra artística anteriormente publicada, así como la selección y publicación de ediciones contemporáneas. Entre los títulos publicados por este proyecto se encuentra la obra de artistas como Yani Pecanins, Mardonio Carballo, Demián Flores o Melecio Galván, piezas que en la socialización de su propuesta editorial encuentran cabida tanto en galerías como en librerías. Además de la intensa experimentación con papeles y colores que les permite sus máquinas impresoras, la encuadernación es también versátil y propositiva, con juegos sensoriales con sus materiales, secuencias y estructuras.
Fuera de la capital, también con capacidad de producción interna, pero basada en otro tipo de reproducción, mucho más antigua y de tradición, está Impronta Casa Editora (2014), de Guadalajara, que es heredera de la tradición editorial tapatía. Desde el occidente mexicano Clemente Orozco y Carlos Armenta difunden una selección de ensayo (Henry David Thoreau, Charles Baudelaire, William Morris o Julián Herbert) en libros tipográficos, es decir, impreso con tipos móviles y linotipia, con tirajes medios. Es un proyecto integral, pues Impronta, además de albergar la editorial y ser un taller abierto al público, tiene una librería, una galería de arte y una cafetería.
Por su parte, An.Alfa.Beta (2015) es un proyecto de Monterrey cuya propuesta de publicación, con Lejaím Gómez, Frank Blanco y Alejandro Vázquez a la cabeza, destaca entre la nueva oferta de libros artesanales, con libros de tiros medios y producción bajo demanda. Con ediciones impresas en una máquina offset A.B. Dick 360, serigrafía y manufactura caseras, su modelo les permite una impresión de volumen a bajo costo, mediante las cuales difunden piezas de ensayo y ficción tanto de autores jóvenes locales (José Luis Valdez, Agustín Calvo o José Pulido) como de plumas de la gran literatura universal (Edgar Allan Poe o William Blake).
La Dïéresis Editorial Artesanal (2009) es el espacio donde Emiliano Álvarez y Anaïs Abreu recrean su experiencia poética en la práctica editorial. Este proyecto reivindica al libro objeto en su dimensión comercial y aprovecha el acto de lectura para la integración de una experiencia sensible. Sus libros han sido cajas, papalotes, con ventanas y cintas, así como presentan secuencias y materiales múltiples, donde la forma y el contenido del libro dialogan felizmente. Los tirajes limitados se han convertido en objetos de colección, con un creciente catálogo que cuenta con autores clásicos (Emily Dickinson, Virginia Woolf, sor Juana o Lope de Vega) y contemporáneos (David Huerta, Francisco Segovia, Víctor Cabrera), de los cuales muchos están agotados.
Asimismo, Ediciones y Punto (2012-2016) fue un proyecto editorial morelense, con Miguel Lecumberri y Lucero García en la dirección, que durante su existencia difundió libros artesanales de ficción, poesía y ensayo, con algunos libros sencillos en rústica, pero algunos otros en formatos muy creativos y originales. La experimentación con las estructuras y los materiales que las componen, sobre todo en los libros de poesía, convierte a los objetos en una manifestación poética que sus lectores empiezan a leer desde la manipulación, mucho antes de enfrentarse al texto y su canto. La obra de autores como Iliana Vargas, Max Ramos, Adriana Dorantes o Catherine Rousselet encontró en estos libros un vehículo que de manera elocuente viste a la expresión lírica para el encuentro e interacción con sus lectores.
Entre las divergentes, se encuentran las editoriales cartoneras, que son proyectos editoriales que, como su nombre lo indica, trabajan fundamentalmente con cartón de diferentes tipos y calidades (recordemos aquí el trabajo de Jordana y del Taller Leñateros, antecedentes de cuando no existía un nombre específico para este tipo de trabajo). En este perfil de publicaciones podemos mencionar la mutante Editorial 2.0.2.0., impulsada por Yaxkin Melchy y Andrés González, y que en su devenir ha mutado de rostro, de forma, de nombre y de concepto. 2.0.2.0 ha publicado la poesía de autores mexicanos (Karen Márquez, Jonathan Curiel o David Meza) y extranjeros (Enrique Verástegui, Ámbar Past, Pedro Favaron), en hermosos y elegantes libros sobre cartón. También se puede mencionar a La Cartonera Cuernavaca (2008), con Danny Hurpin y Nayeli Sánchez, un proyecto morelense único por su modelo de gestión, pues hacen partícipes del diseño y confección de los libros a personas de todas las edades y perfiles. Esta producción colectiva, que mediante el collage y la pintura materializa una propuesta artística en cada pieza, vuelven tanto su elaboración como su lectura una experiencia particular. Han publicado ficción, poesía, teatro, ensayo y literatura infantil. A su catálogo han incorporado talento local como Javier Sicilia, Mario Santiago Papasquiaro y Mario Bellatín, y extranjero, como Marcelo Texeira o Rémi Blanchard. Similar a este perfil podemos hablar de Pensaré Cartoneras (2015), un proyecto de un colectivo feminista “de pensamiento político reciclable” radicado en los altos de Chiapas, con una clara inclinación por la incidencia política en el espacio social. Esta editorial se ha propuesto difundir textos ensayísticos de contracultura, autonomía y decolonialidad en libros, fanzines y plaquettes de manufactura fácil y económica, lo que los vuelve más ágiles para su circulación. Los tirajes limitados de las editoriales cartoneras no han restringido su movilidad, pues en los tres casos han logrado difundir la obra editorial en diferentes regiones de habla hispana, como España o América Latina, gracias a las redes que vinculan a los pequeños editores, por afinidad temática, estética o material, y que les han permitido trasladar sus argumentos, propuestas artísticas y editoriales en espacios (por ejemplo: exposiciones, congresos, talleres o ferias del libro) que trascienden los límites nacionales.
Perspectivas y desafíos de la edición artesanal
De manera general, a pesar de las diferencias entre las editoriales mencionadas en cualquiera de los criterios, algunas muy evidentes y que las ubican en posiciones extremas dentro del plano, hay algunos otros elementos que son compartidos por todos los proyectos. Estas particularidades dentro de su práctica editorial tienen que ver con aquellas apuestas por la socialización de su oferta y sus productos, determinados por el momento histórico particular que se vive.
A lo largo del tiempo, tras pasar por periodos transitorios entre las opciones a veces extremas que ha desarrollado la producción editorial (una dinámica histórico social compartida por lo menos con casi toda América Latina), la conceptualización de lo artesanal y su aplicación a las publicaciones ha fraguado una idea que vincula la práctica editorial más con la actitud de sus actores que únicamente por la materialidad de los objetos. Un movimiento transfronterizo se manifiesta en la integración multidisciplinar de inquietudes que buscan hacer del objeto libro el portador de su argumento, y así las posibilidades crecen potencialmente de la mano del músculo económico y el instinto de experimentación, pero sobre todo de la intención que justifica a estos libros en el espacio público. Esta nueva forma de entender lo artesanal implica la proyección de sus hacedores en los objetos, lo que materializa piezas que son cercanas a sus creadores, y posteriormente a sus consumidores, que apelan a los sentidos, al fetiche bibliófilo y que son capaces de generar y transmitir afectos. En ese sentido, lo artesanal ha dejado atrás un perfil único caracterizado por una uniformidad en cuanto a sus características de confección y los materiales utilizados. Prevalece, por supuesto, la producción manual, limitada, análoga, que ha consolidado un público –es decir, un mercado– que valora esas características, pero, al mismo tiempo, dicha inquietud por los libros que enfatizan su materialidad ha resultado atractiva y rentable para las editoriales que apuestan por los grandes tirajes. Durante su proceso creativo al diseñar una obra editorial (no sólo el diseño gráfico, sino en el sentido amplio del término), y con ello al definir sus características materiales, los editores se apoyan para la producción en una gama de recursos que se combinan. Esta alquimia entre los capitales económico, material y social, aplicados a los diferentes procesos, resulta en libros que personalizan y encarnan a sus hacedores, mediante la combinación de una producción interna y la contratada de manera externa. Así se han ampliado los alcances al combinar activamente los recursos productivos (análogos o industriales) de acuerdo con el perfil de cada editor, sello editorial, artista visual o hacedor de libros, en cuánto a qué procesos (edición, diseño, cuidado, impresión, producción o venta) quiere y puede resolver personalmente, y cuáles solicitar a terceros.
En todo caso, históricamente, la caracterización de los libros ha implicado la integración de múltiples técnicas de producción, manuales e industriales, para la elaboración de libros, cajas, estuches o carpetas, que experimentan con sus costuras, papeles, estructuras y secuencias; que portan material impreso mediante procesos digitales, offset, serigrafía, grabado, mimeografía, fotocopia, risografía o tipos móviles, entre otras; y que pueden ser adornados con hilos, grabados, dorados, gofrados, cortes láser, ventanas, utilizando gran posibilidad de telas, papeles, cartones, plásticos, madera, pieles y muchos tipos de acabados con todo material susceptible a configurar un objeto libro. Si este repaso por tecnologías y materiales implica voltear al pasado y rescatar los procesos productivos que se han utilizado, y que en el presente se actualizan intempestivamente, cabe preguntarse qué depara el futuro y cómo continuará la integración técnica, enfatizando la materialidad de los objetos pero aprovechando las particularidades y alcances de la dimensión digital.
La práctica artesanal de las editoriales mexicanas es reflejo de una evolución que se ha ido adecuando a las condiciones sociales y mercantiles de un espacio local, las cuales ayudan a configurarlo mediante su ejercicio como productor y difusor de objetos culturales. Algunos elementos que de alguna manera hermanan a los proyectos mexicanos, porque son factores que se repiten en los diferentes momentos históricos, no pueden definir la forma mexicana de hacer libros artesanales, pero sí dónde están ubicados los cimientos para la producción de este tipo de libros en México. La creatividad es un insumo muy importante que caracteriza y proyecta a las editoriales artesanales y puede rastrearse en tres acciones concretas: la edición artesanal apuesta por la materialidad y el diseño de los objetos para implantar una identidad diferencial y ampliar conceptualmente la obra. Las posibilidades de argumentación material responden a la propuesta editorial, que a su vez se ajustan a la capacidad económica. Para ello se recurre a una gama de estrategias de producción que permiten materializar las ideas mediante una combinación de tecnologías, ya sea industriales, ya caseras y manuales. La materialidad de los libros establece una diferencia simbólica y económica respecto al libro convencional, factor de diferencia que logra la identificación visual y la eventual relación afectiva entre lectores y objetos.
En segundo término, ha sido fundamental la vinculación entre agentes del campo, pues ésta se materializa en la organización y participación en eventos, lecturas, talleres, ferias, tertulias y demás instancias donde las comunidades se actualizan en la relación personal, cara a cara. Son estos canales de venta privilegiados los que, igual que la modalidad en línea, ayudan a la intermediación tradicional con los libreros y sus distribuidores (en el caso de los que apuestan por los puntos de venta), lo cual permite una mayor difusión y alcance de la obra, y beneficios para autores, editores y lectores. La participación de las casas editoras y comunidades lectoras en los eventos es y será una práctica fundamental para la difusión y capitalización del proyecto editorial.
Un tercer punto, si se recuerdan las definiciones estrechas y amplias de la edición artesanal, sugiere una paradoja relativa a los libros que enfatizan su materialidad y su desempeño dentro de la dimensión digital. En México, como sucede en general con las voces dentro de la industria del libro, la modalidad artesanal entiende al internet como un elemento central del nuevo quehacer editorial, al que le da un uso utilitario y empresarial. Se trata de aprovechar la web como un espacio de promoción, canal de venta, sitio de interfaz con los lectores y espacio complementario de publicación. El uso de las redes sociales, páginas web y blogs, además de la posibilidad de difundir los textos impresos, son discursos transmedia inherentes a la nueva dinámica social digital, que los proyectos editoriales pueden aprovechar en mayor o menor medida para satisfacer sus necesidades e intereses. Asimismo, la integración de estrategias para lograr la salida de los libros, combinando la presencia en librerías afines y la venta directa en ferias y actividades especializadas, implica la personalización de los hacedores en su práctica editorial.
Geográficamente, la producción de libros artesanales ha estado centralizada en la ciudad de México, como gran parte de la producción cultural, debido a la gravitación que ejercen los grandes capitales sobre la población, al crear mercados e industrias, que tarde o temprano derivan en movimientos, entre ellos los culturales y los editoriales. Esto no ha impedido que múltiples proyectos surjan o se afiancen en otras ciudades y regiones, como lo demuestran tanto los ejemplos como todos los otros proyectos existentes. La combinación de las estrategias mencionadas ha permitido, con diferentes niveles de éxito, crear un espacio simbólico al que pertenecen todas las editoriales que así lo asumen, y que se materializa en espacios del libro (librerías, bibliotecas, ferias, talleres, colecciones, galerías) que dan vida a los proyectos.
Una vez trazado el eje de los momentos históricos y dispuestos los ejemplos prácticos en el espacio, que ha permitido generar una imagen visual de la distribución y colocación de los actores en el campo, a continuación se recuperan los criterios inicialmente establecidos, mediante los cuales se puede caracterizar las propuestas editoriales y así valorar su perfil. Una vez más, la dualidad básica permite segmentar una totalidad en porciones manejables, para ubicar los ejemplos y usarlos como referencia, misma división que se va diluyendo conforme las diferencias desaparecen, o las afinidades toman relevancia.
Tamaño de la empresa
En México hay todo tipo de proyectos editoriales. Aunque hay editoriales que producen libros artesanales que pertenecen a la gran industria, la mayoría que se reconocen y autodenominan como tal pertenecen al espacio de la pequeña. Aunque son los menos, hay algunos proyectos que trabajan con el modelo de la gran editorial, con tirajes medios y grandes, dirigidos a un público masivo (o pensar en proyectos editoriales de libros convencionales que ocasionalmente pueden optar por una edición de lujo, algún tiraje limitado o la experimentación mediante sus soportes) sin embargo, en casi todos los casos el equipo de trabajo es reducido (Entre estos proyectos podemos recuperar, en el orden de los periodos históricos, a: Botas, Cvltvra, las publicaciones estridentistas, la Máquina Eléctrica, Ditoria, Arquine, Travesías, RM, Alias, Impronta o Gato Negro). Por su parte, dentro de la pequeña edición hay variedad: existen desde los proyectos nano, unipersonales, hasta colectivos extensivos y en constante transformación (Los Presentes, Beau Geste Press, El Mendrugo, La Máquina Eléctrica, Taller Martín Pescador, Papeles de Estraza, Papeles Privados, Acapulco, Ediciones y Punto, La Dïéresis, 2.0.2.0., La Duplicadora, An.Alfa.Beta o las cartoneras). El tamaño es importante para la autodefinición como proyecto artesanal, pues se entiende que menos agentes asumirán más tareas, o se tendrá que delegar el trabajo, contratado o no.
Tiraje
La decisión de la cantidad de ejemplares que se han de imprimir está directamente ligada al factor anterior, así como a su capacidad de inversión, los medios o procesos involucrados, y la capacidad e interés de hacer circular los objetos. En México hay proyectos artesanales de tirajes cortos, muy cuidados y costosos, y los hay baratos y extensivos. Comparados con los números de la producción de los libros convencionales, los tirajes artesanales son mucho menores, aspecto que limita la movilidad pero acelera la salida de los objetos y el regreso de la inversión, que eventualmente puede dar continuidad a una dinámica autogestiva.
Procesos productivos
El libro artesanal mexicano puede presumir una amplia y diversa gama de técnicas y procesos para su confección y decoración. Desde la centenaria, compleja y dedicada impresión con tipos móviles, las encuadernaciones en piel y madera, doradas y gofradas, o la elaboración y decoración de papeles de gran especialidad; hasta la producción casera, ágil y eléctrica, que combina todo tipo de materiales y técnicas de impresión, reproducción, estructuras y embalajes para hacer circular materiales editoriales. Asimismo, como lo demuestra la cantidad de ejemplos que hacen tirajes medios y grandes, varios son los que recurren a la gran imprenta y su tecnología mecanizada para concretar su propuesta comunicativa. En todo caso, es la correcta interpretación y proyección de una obra la que define el soporte y las características del mismo, a partir de las que se hace una selección de técnicas que soporten la argumentación estética y material, y que sean acordes con la identidad editorial y a la capacidad de inversión.
Precios
Puesto que los procesos productivos de los libros pueden ser muy extremos, los precios del libro artesanal en el espacio comercial mexicano también pueden variar mucho. Si bien este factor depende en gran parte del cómo se elabora (asumiendo que un mayor número de ejemplares permite bajar los precios de venta), depende mucho más del dónde se vende, o a quién se quiere vender, criterio que asigna el precio de los libros y un perfil a sus compradores. Entre el facsimilar manufacturado de colección y el fanzine fotocopiado habrá muchas diferencias de intención, producción, alcance y público, incluso dentro de los catálogos de las mismas editoriales. En consecuencia, el acomodo de los proyectos ejemplo se desarrolla acorde a su tamaño, que puede o no ser determinante para el músculo financiero, el que determina los procesos productivos a los que pueden acceder y, asimismo, determina los precios.
Movilidad
La dualidad de los proyectos de edición artesanal en México se manifiesta también en su movilidad, entre las editoriales de grandes alcances y aquellas de exposición reducida, lo que depende sobre todo de los tirajes y la capacidad de distribución, que permitirían alcanzar más puntos de venta, sean estos pequeños o grandes. En este sentido, el perfil de las librerías también importa, ya que dependiendo de ello será más o menos posible negociar el porcentaje de la comisión por gestión de librería, de acuerdo con el tamaño y perfil de la misma, así como posibles afinidades temáticas. Por lo tanto, es posible encontrar los libros artesanales de muchas de las editoriales mencionadas en múltiples espacios del libro, sobre todo en los especializados, los que alojan a los proyectos de acuerdo con su perfil comercial, estético, temático o material. Por su parte, la oferta de las pequeñas editoriales suele estar limitada a la exposición de los mismos en diferentes ferias y eventos, poco a poco se adhieren a las librerías o distribuidores afines. Además, la comunidad gremial de pequeñas y grandes editoriales, artesanos del libro y autores, junto con las librerías es fundamental, pues los espacios físicos que a partir de esta socialización se generan son el espacio de encuentro fundamental, parte del habitus que las contiene y configura su identidad. Incluso, gracias a la conectividad y al escaparate que representan las redes sociales, los sitios web y las tiendas virtuales, la proyección de las obras y autores se ha multiplicado exponencialmente.
Experimentación
La artesanía, como el arte y el diseño tienen una base común en el juego. Las editoriales artesanales en México usan la experimentación como argumento tácito, aunque ésta se pueda concretar a los niveles más disímiles. Aplicaciones al diseño, estrategias de marketing, innovación temática o de autores, cualquier decisión es una apuesta que puede ser más o menos arriesgada. Se experimenta porque se tiene poco que perder y mucho que ganar, en un espacio de mercado en el que los objetos culturales y artísticos compiten entre sí; y porque son proyectos cuya identidad editorial se enfatiza en su diferencia del libro convencional. Mucho depende también de los contenidos publicados y el interés que estos puedan despertar, sumados a un soporte y propuesta estética particular, entre un público en su mayoría reducido, por ser especializado. Éste es, el impulso creativo experimental y su aplicación a la configuración de un objeto de igual valor simbólico y comercial, la premisa fundamental que define este fenómeno cultural y su modelo de producción de objetos, y que es parte de las industrias creativas, donde todos los proyectos editoriales citados (y los que no, pero que igualmente son parte fundamental de esta colectividad interdependiente) confluyen y dialogan, a veces con lenguajes hermanados, otras tantas, acercándose y conociéndose por primera vez.
Afortunadamente, como la experimentación es el insumo básico que soporta estas iniciativas y expresiones de la cultura, sea cual sea el devenir tecnológico y su técnica aplicada para la producción y difusión de materiales editoriales, siempre habrá rutas creativas para establecer la comunicación entre públicos afines.
Globalmente, así como en México, se vive en un espacio comercial saturado, lleno de publicidad, donde una oferta invasiva desborda el consumo general y particular. Ésta dinámica absorbe la industria del libro, donde claramente se producen más de lo que se compran, y de lo que se lee. La supuesta muerte del libro impreso hace tiempo fue superada, pues se imprime más que nunca, y ésta no llegará hasta que la escasez de papel resulte una amenaza real; por el contrario, marejadas de nuevos títulos y sus autores se publican continuamente y las obras se difunden, impresas o digitales, de manera masiva o limitada, legal o ilegalmente. Si Zaid tenía razón, y efectivamente vivimos en un mundo que se preocupa más por producir que por consumir, ¿qué motiva la producción de más libros? ¿no hay ya demasiados? Un lector de secundaria sobre sus libros de texto, un agotado encuadernador a media producción de un largo tiraje o un agente de ventas de cambaceo podrán tener respuestas distintas a estas preguntas. Los hacedores de libros no han creído nunca que haya demasiados, puesto que conciben su producción como una práctica creativa en sí misma, un impulso que en diferentes medidas intentan profesionalizar, capitalizar y volver sostenible. ¿Hay ya demasiada música en la historia de la humanidad, o un exceso de obras plásticas, o de películas? Tal vez, y sin embargo, en tanto necesidad del espíritu, los artistas seguirán invirtiendo en ello porque es lo que divierte a su intelecto e impulsa su existencia, y los inversionistas porque existe un mercado que lo justifica. Así como puede juzgarse que en el espacio social colectivo existe un ruido de fondo permanente a lo que también podemos llamar música, o al hablar del exceso de películas, o del amplísimo desperdicio que implican las toneladas de papel en libros que nunca se leerán, o si se considera el diseño aplicado a todas las áreas de la vida, es innegable la creciente polifonía y el exceso de objetos que se vuelven productos. ¿Hacia dónde van los libros y la práctica editorial que los concibe, materializa y difunde? ¿Cómo evolucionará el perfil de los editores, y las características de los objetos editoriales? Cabe esperar la continuidad de las tendencias, en tanto aparición, evolución y desaparición de proyectos, de acuerdo con los macro movimientos del campo social y los acontecimientos individuales en el espacio doméstico.
Mención especial merecen todas las personas involucradas en el muy amplio ecosistema de las publicaciones y que en conjunto configuran un espacio que mueve mucho más que capitales económicos y simbólicos. Se asume también que la selección de los proyectos ejemplificados en los periodos históricos no excluye a todo un corpus de iniciativas editoriales que de una u otra manera se ven reflejadas en las prácticas de las que sí son mencionadas; por el contrario, se concluye con el convencimiento de que es necesaria una cartografía mucho más profunda que permita ir más allá del esbozo que este documento representa, y una tipología que nos permita conocer a detalle los libros que estamos haciendo y consumiendo.
Todos los factores descritos configuran un escenario del que los participantes del circuito del libro son igualmente responsables. Parece conveniente asumir una actitud profesional y reflexiva, así como económica y culturalmente responsable. Porque una industria “sana” no lo es por igualitaria, sino por equitativa, donde cada proyecto puede competir y destacar por sus argumentos. En el mundo de lo ideal, el Estado sería el responsable de propiciar las condiciones para el desarrollo de las industrias culturales y todos los empresarios competirían justamente. Pero en el espacio de lo político y lo comercial no hay “hubieras” ni ideales, y el rendimiento y la rentabilidad dictan. Hay poco margen de maniobra y es el momento de tomar decisiones.
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