Los españoles trajeron a América una larga tradición poética entroncada con los cantares de gesta, la lírica trovadoresca, galaicoportuguesa y mozárabe, toda ella enriquecida por la veta popular. Esta tradición, en su vertiente lírica, se nutrió durante el siglo xvi de la poesía italianista que renovó su contenido, métrica y estilo. El amor, la naturaleza y los mitos greco-latinos eran los temas de moda; el endecasílabo se convirtió en el metro preferido para expresar el nuevo estilo elaborado con metáforas artificiosas y elegantes. En el estudio de la lírica conviene puntualizar que los primeros versos castellanos escuchados en América como parte de una tradición oral, fueron muestras de la poesía popular, en especial villancicos, coplas y versiones de antiguos romances traídos por los conquistadores, modificados ahora para reflejar disímiles situaciones.[1] En este sentido vale recordar el romance citado por Bernal Díaz del Castillo (1496-1584) en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568; publicada en 1632):
En Tacuba está Cortés
con su escuadrón esforzado
triste estaba y muy penoso,
triste y con gran cuidado
una mano en la mejilla
y la otra en el costado [...]
(cap. cxlv).
Estos versos, posiblemente los primeros compuestos en castellano en México, describen la preocupación de Hernán Cortés (1485?-1547) después de su derrota de la Noche Triste (1521) y a la vez muestran la agilidad de la poesía popular para incorporar nuevos temas.
Los comienzos de la lírica novohispana
Las formas de la poesía culta, con los metros y tipos estróficos importados de Italia y castellanizados en España por Boscán y Garcilaso de la Vega, pronto se impusieron en América y se expresaron por medio de un lirismo muy influido por la retórica petrarquista. La asimilación en las colonias de los productos culturales más descollantes de Europa fue sin duda rapidísima, pues, junto a poetas nacidos en España y trasladados a ultramar (recordemos a Juan de la Cueva [1543-1610] y Gutierre de Cetina [1530?-1605?]), se consignan muy temprano otros nacidos en América. Siguiendo la tradición peninsular, los certámenes literarios, las celebraciones y las tertulias en torno a virreyes y mecenas, ayudaron a promover el interés por la poesía –Bernardo de Balbuena (ca. 1562-1627), en su “Carta al Arcediano [Antonio de Ávila y Cadena]”, recuerda varios celebrados en México donde él mismo recibió premios.[2] Como apuntara Irving A. Leonard,[3] para la incipiente aristocracia virreinal los torneos literarios ofrecían ocasión para reunirse y manifestar sus criterios y preferencias literarias. Poetas y poetastros coloniales veían estas justas como una vía para alcanzar fama y reconocimiento dentro de círculos cortesanos virreinales; escritas en latín y castellano, muchas de sus composiciones, si bien galardonadas en estos concursos, han quedado sepultadas en el olvido.
La celebración de efemérides, la llegada de autoridades virreinales, la exaltación al trono de un nuevo soberano, una victoria contra los enemigos, nacimientos, matrimonios y funerales reales, eran ocasiones de reunión para las cuales los poetas componían versos (véase Bravo). De estas tempranas celebraciones en la Nueva España del siglo xvi han quedado varios testimonios, entre los cuales sólo mencionaré el Túmulo imperial de la gran ciudad de México (1560).[4] Publicado en esa ciudad en la imprenta de Antonio de Espinosa, esta recopilación del humanista español Francisco Cervantes de Salazar (1513-1575) describe los funerales con que la Nueva España, por mandato del virrey Luis de Velasco (1550-1564), honró a Carlos v, fallecido el 21 de septiembre de 1558. Cervantes de Salazar consignó diez composiciones en “ottava rima”, cuatro sonetos y algunos poemas en latín atribuidos a diversas plumas. Ciertas composiciones del Túmulo, como ha señalado José Pascual Buxó, adoptan las nuevas tendencias italianizantes (el endecasílabo, la ottava rima) y están matizadas por la filosofía renacentista (por ejemplo, la Muerte es vencida por España).[5] Todo ello es notable por mostrar la rapidez del proceso de aculturación en la capital mexicana. Estas tempranas actividades asimismo confirman las menciones elogiosas, casi siempre hiperbólicas, a autores coloniales de la época, abundantes en obras a manera de catálogo. Como muestra: de Cervantes “El canto de Calíope” (La Galatea, 1585), y de Lope de Vega el Laurel de Apolo (1630). Del gran número de versificadores dan cuenta las compilaciones reunidas hacia fines del siglo xvi. Entre ellas resaltan Flores de baria poesía (1577)[6] y Silva de poesía (ca. 1597). El manuscrito de este último florilegio compilado entre 1585 y 1597 contiene sonetos renacentistas, poemas descriptivos, dedicatorias en verso, varias cartas didácticas y un largo poema satírico[7] del madrileño Eugenio de Salazar y Alarcón (1530?-1605?), oidor de la Audiencia de Santo Domingo, fiscal en Guatemala y posteriormente oidor de la Audiencia de México (1581-1598). Los poemas recogidos en la Silva confirman la aceptación de las formas italianas y de la retórica petrarquista en el Nuevo Mundo.
Como es de esperarse, los prominentes centros virreinales, en particular México y Lima, contaron con el mayor número de cultivadores del nuevo verso. En la capital novohispana sobresalen el poeta y comediógrafo español Fernán González de Eslava (1533?-1601?)[8] y el primer vate de lengua castellana nacido en América de quien se conserva obra, Francisco de Terrazas (1525?-1600). Del primero se recuerda la “Canción a Nuestra Señora” donde alaba la belleza y espiritualidad de una Virgen morena,
Y si os quiere por esposa
Dios, para hazernos bien,
dezid, morena graciosa,
“Nigra soy, mas soy hermosa,
hijas de Ierusalén”
Ideo dilexit me Rex
(en Frenk, p. 323).
La producción literaria del segundo confirma cuán hábilmente manejó el soneto, el terceto y la octava. Terrazas demostró estar muy cómodo dentro de la tradición petrarquista como lo evidencia el primer cuarteto de su soneto más citado: “Dejad las hebras de oro ensortijado / que el ánima me tienen enlazada, / y volved a la nieve no pisada / lo blanco de esas rosas matizado”.[9]
Pronto la conquista y los beneficios que de ella se esperaban se convirtieron en móvil de reacciones interesadas. Por eso no tardan en aparecer en las capitales virreinales manifestaciones de poesía satírica. En principio, esta modalidad fue alimentada por los reclamos de los mismos conquistadores contra la Corona; después fue nutrida por protestas ante injustas recompensas otorgadas por los jefes inmediatos y por vitriólicos ataques indicadores de los primeros resentimientos entre peninsulares y criollos. En un trabajo póstumo, Alfredo A. Roggiano dio a conocer un poema satírico de Eugenio de Salazar y Alarcón incluido en la ya mencionada Silva de poesía.[10] Compuesto por “788 endecasílabos dispuestos en cuartetas consonantadas” este poema lleva por título “Satyra por símiles y comparaciones contra los abusos de la Corte” y cumple con las funciones de la sátira clásica al exponer problemas y reclamar pronta solución (Roggiano, 1992, pp. 355-357). Basándose en la fecha de este florilegio compilado entre 1585 y 1597, este crítico propuso que la sátira se cultivó en México antes que en el Perú (1992, pp. 355-356). Tres sonetos anónimos escritos en México probablemente a fines del primer siglo colonial y conservados en la Sumaria historia de las cosas de Nueva España (ca. 1601-1604) de Baltasar Dorantes de Salazar, recopilación donde también sobrevivieron los fragmentos del poema épico Nuevo Mundo y Conquista (ca. 1580) de Francisco de Terrazas (véase Davis), reflejan la temprana escisión entre criollos y españoles. Uno de ellos, “Viene de España por la mar salobre”, es representativo de estas composiciones por la forma directa en que la voz lírica se burla del rápido encumbramiento de los “chapetones” o españoles recién llegados a México:
Viene de España por la mar salobrea nuestro mexicano domicilio
un hombre tosco, sin algún auxilio,
de salud falto y de dinero pobre.Y luego que caudal y ánimo cobre,le aplican en su bárbaro concilio
otros como él, de César y Virgilio
las dos coronas de laurel y robre.[11]Y el otro, que agujetas y alfileresvendía por las calles [en España], ya es un Conde
en calidad, y en cantidad Fúcar:Y abomina después el lugar [México] dondeadquirió estimación, gusto y haberes,
y tiraba la jábega en Sanlúcar.[12]
Como la mayor parte de esta poesía fue anónima y de circulación clandestina, apenas han quedado unas pocas muestras y menos nombres de autores. A esta modalidad se asocia el nombre de Mateo Rosas de Oquendo (1539?-1612?), un bardo viajero que pasó por muy distintos lugares del Nuevo Mundo (Córdoba del Tucumán, Lima, México) y cuya obra poética se dio a conocer en 1906, cuando Antonio Paz y Meliá publicó algunos versos suyos encontrados en un cartapacio de la Biblioteca Nacional en Madrid. La importancia de su no muy extensa producción literaria radica en su hábil manejo de la lengua popular y culta para describir ácidamente el Nuevo Mundo. Tanto en sus poemas satíricos ligados a México (“¡Ay, señora Juana!”, por ejemplo)[13] y Perú (Sátira a las cosas que pasan en el Pirú, año de 1598),[14] Rosas de Oquendo muestra una habilidad para superar la tradición, desplazar la anécdota y construir una realidad por medio del artificio verbal.
En México la vida cultural centrada en la corte virreinal era sofisticada e intensa; abundaban las tertulias palaciegas y los certámenes poéticos auspiciados por el mecenas de turno. El hermoso paisaje, la variada flora y fauna, la heterogénea población y las riquezas acumuladas en la capital novohispana, invitaban a ensayar la poesía descriptiva. Ésta se convirtió, desde muy temprano, en una modalidad constante, primero del México colonial y después del republicano. La preocupación por el paisaje y el paisanaje contribuirá a delinear la patria mexicana y cohesionar a los criollos en torno al cantado espacio geográfico.[15] El sevillano Juan de la Cueva, conocido precursor del teatro de Lope de Vega, escribió en México en tercetos endecasílabos su “Epístola al licenciado Laurencio Sánchez de Obregón”, primer corregidor de esa ciudad. Allí pondera la belleza de la capital novohispana, la dulzura de las frutas tropicales y las exóticas comidas, “mil cosas / de que carece España, que son tales, / al gusto y a la vista deleitosas”.[16] Algún tiempo después el ya citado oidor y poeta madrileño Eugenio de Salazar y Alarcón, describe, en octavas reales salpicadas con ejemplos de la flora y fauna novohispanas, la laguna de México. En esta composición va pasando de una artificiosa visión clásico-renacentista del paisaje, a una impresión más inmediata de la naturaleza americana. Un decantado producto de esta actitud laudatorio-descriptiva habría de darse muy pronto en Grandeza mexicana (1604) de Bernardo de Balbuena, obra estudiada dentro del temprano Barroco. Tal ponderación del nuevo continente –estas alabanzas se dan tanto en México como en Perú–[17] va unida a una velada invitación a las musas a establecerse en América; siglos después, en su “Alocución a la poesía”, el poeta y ensayista venezolano Andrés Bello (1781-1865) las convidará abiertamente a dejar Europa por América, retomando así la vieja aspiración de los bardos coloniales.
En el siglo xvi la vida religiosa en la colonia tuvo caracteres muy singulares. El esfuerzo de conversión avanzado por campañas de catequización y extirpación de idolatrías tantas veces sangrientas, la urgencia de aprender las lenguas nativas, la redacción de diccionarios y catecismos en idiomas indígenas, la representación de dramas religiosos que aprovecharon tradiciones escénicas nativas, la recolección de mitos y creencias impulsada por las órdenes religiosas, dejó menos tiempo para la meditación y el recogimiento. Así, en México la lírica religiosa apareció más definida hacia fines de la centuria. Sirvan de muestra de estas inquietudes dos poemas en metro de estancia (versos de siete y once sílabas)[18] de Fernando de Córdoba Bocanegra (1565-1589) conservados en la Vida (1617) del autor escrita por el fraile mercedario Alonso Remón (1561-1632),[19] un contemporáneo suyo. Sin embargo, conviene destacar en seguida que, en el próximo siglo, la lírica sagrada ocupará un sitial cimero al incorporar a su repertorio el tema de la aparición de la mexicana Virgen de Guadalupe, advocación promovida y favorecida por los criollos.
Para compendiar el desarrollo del proceso histórico-poético del siglo xvi novohispano, debe recordarse que desde muy temprano los aficionados a la lírica se reunieron en torno a virreyes y mecenas; también participaron en certámenes y celebraciones con composiciones en torno a un tema propuesto o encargadas para ocasiones especiales. De ahí el carácter mecánico de muchos de estos versos y su pronto paso al olvido. La dependencia de estos vates del modelo peninsular y del mecenas local reafirma su condición excéntrica, su circunstancia de escritores coloniales. Si bien de los poetas de aquella época inicial apenas se conservan escasos versos, breves menciones y algunos nombres, las tendencias presentes en esta centuria (la descriptiva, la satírica, la religiosa) continuarán en la siguiente, matizadas por preocupaciones y aspiraciones de sujetos sociales, particularmente del grupo criollo, empeñados en la exaltación de la Nueva España. Comenzará entonces el trabajo creador que dará paso a voces singulares y culminará en la obra de sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) (véanse Sabat de Rivers y Glantz). Mas, como veremos, la monja mexicana compartió la palestra lírica con otros vates novohispanos quienes, como ella, leían a los principales maestros peninsulares y se aprovecharon del estilo más apreciado entonces –el Barroco– para expresar sus aspiraciones y configurar poéticamente a la patria mexicana.
El Barroco de Indias y la Nueva España
La influencia descollante del Barroco tanto en las letras como en las artes del Nuevo Mundo, ha sido ampliamente comentada por críticos de arte y literatura. Para entender su auge en España y su difusión en Nueva España conviene recordar su carácter de movimiento de renovación a través del cual los escritores aspiraban a crear un lenguaje poético de gran riqueza metafórica. En España el periodo barroco (1580-1700) abarcó más de un siglo y coincidió históricamente con la época en que el país dejó de ser primera potencia –la Armada Invencible fue derrotada (por los ingleses y el mal tiempo)– en 1588. Predominó entonces un espíritu de desengaño y pesimismo alimentado por la ineficacia administrativa, los diversos conflictos bélicos y la grave situación económica. La literatura de este periodo se caracterizó por los contrastes violentos, una marcada preocupación por la renovación lingüística y una visión agónica y desengañada de la vida propiciada por las ideas de la Contrarreforma y afirmada en parte por el corto promedio de vida –25 años. Dentro del Barroco pueden distinguirse dos tendencias principales: la culterana y la conceptista. Como los culteranos sostenían que solamente un pequeño grupo de personas podía apreciar la literatura, se dirigían a los conocedores de las letras clásicas, a los estudiosos capaces de entender el vocabulario latinizante, las oscuras alusiones mitológicas, las metáforas difíciles y las oraciones caracterizadas por una desusada sintaxis. Estos escritores, al introducir cultismos y neologismos en el lenguaje poético, enriquecieron la lengua literaria. Si los culteranos hacían hincapié en el léxico y la sintaxis, los conceptistas se concentraban en expresar ideas ingeniosas, “agudezas” que, como en los escritos de Francisco de Quevedo (1580-1645), transformaban a personajes, ideas y objetos. En el Barroco español predominó el culto a la palabra, la nota exótica, el matiz pesimista y el énfasis en la forma con el fin de recrear lo conocido de modo nuevo y sorprendente. Entre los más destacados cultivadores peninsulares de esta tendencia se encuentran: en poesía, Luis de Góngora y Argote (1561-1627); en teatro, Pedro Calderón de la Barca (1600-1681); en prosa, Baltasar Gracián (1601-1658); y en varios géneros Francisco de Quevedo.
Si bien la primera edición de la obra de Góngora no se publicó hasta 1627, hay evidencia de que escritos tempranos suyos tanto como sus textos más brillantes e imitados, Soledades (1613) y Fábula de Polifemo y Galatea (1613), circularon en forma manuscrita en ambos lados del Atlántico.[20] En efecto, el Barroco llegó a América a través 1] de escritores peninsulares que expresaban sus ideas estéticas en tertulias y en academias literarias (por ejemplo, Mateo Alemán [1547-1614?] se trasladó a México en 1608 y aquí murió); 2] de la representación dramática de las obras de Lope de Vega, Calderón y Tirso de Molina (este último residió en Santo Domingo una temporada); y 3] de los libros enviados por comerciantes sevillanos o traídos por viajeros españoles.[21] En América la escritura barroca fue marcada por la presencia de indígenas y africanos, la coexistencia de diversas tendencias literarias, la distancia de la metrópoli y el general proceso de hibridación; tal mezcla dio por resultado un producto cultural difícil de caracterizar, y al cual el ensayista venezolano Mariano Picón Salas (1901-1965) en su clásico libro De la conquista a la independencia. Tres siglos de historia cultural hispanoamericana (1944), denominó “Barroco de Indias”.
Algunos estudiosos han planteado que las expresiones artísticas de los antiguos americanos llevaban en sí modalidades coincidentes con el Barroco europeo: el movimiento, la tensión, la ruptura del equilibrio y la tendencia a la ornamentación. La desrealización ocurría entonces porque el artífice y el cantor indígenas no deseaban imitar o reproducir la realidad sino desentrañar lo profundo e intangible (“ver no sólo las caras, sino también los corazones”, como cantara un anónimo poeta mexica). Particularmente el arte, ya plástico ya verbal, de las culturas azteca y maya, remite a un lenguaje transformador, sometido a sus propias leyes y por lo tanto autónomo. Asimismo, al Nuevo Mundo llegaron los esclavos africanos procedentes de culturas ágrafas donde la palabra ocupaba un lugar privilegiado y el saber se transmitía oralmente. La presencia indígena tanto como la negra contribuyeron a darle vigencia en el mapa cultural novohispano –y americano– a un pasado conservado por medio de la oralidad y de los mitos. Las prácticas religiosas sincréticas, los disímiles cantos y bailes transmitidos por este mundo subterráneo, resisten y a la vez marcan la cultura hegemónica; ellos remiten a un territorio inasible, donde lo real –el horror de la travesía transatlántica, del trabajo forzado, de la desculturación– era momentáneamente transformado y subvertido por la magia del verbo. Propenso el Barroco a representar las heterogéneas facetas de la realidad y atraído por lo exótico o singular, en América muchos de sus cultores incluyeron motivos indígenas y africanos, imitaron el habla acriollada de las castas e incorporaron muestras de los idiomas nativos a su discurso poético. La coexistencia de culturas disímiles, la amalgama de diversas tendencias literarias así como los nuevos sujetos sociales (véase Moraña) que tomaron la pluma para dejar constancia de su persona, circunstancia y expectativa en un contexto tan singular, contribuyeron a alterar los modelos peninsulares y le otorgaron al Barroco de Indias un carácter sincrético.[22]
No es casual entonces que sor Juana Inés de la Cruz, la figura cimera del Barroco mexicano, haya incorporado en sus escritos manifestaciones culturales indígenas y africanas de la Nueva España del siglo xvii –recordemos, por ejemplo, la loa del auto sacramental El divino Narciso donde la monja se aprovechó magistralmente de un rito religioso azteca para prestigiar creencias nahuas, evocar la Eucaristía y ligar indisolublemente las culturas azteca e ibérica hallándoles puntos convergentes en sus creencias religiosas. Igualmente, los negros aparecen como actores en seis de los doce juegos completos de villancicos escritos por la Décima Musa y en cinco de los atribuidos a ella por Alfonso Méndez Plancarte. A primera vista estos personajes que cantan y bailan parecen ser simples figuras humorísticas incluidas para añadir una nota exótica y festiva a estas composiciones, tal y como lo hacían Quevedo y Góngora en la Península siguiendo el gusto por lo novedoso impuesto por la estética Barroca. Sin embargo, en el caso de México son necesarias otras precisiones. Como observó Mónica Mansour, ni el indígena ni el africano era un tipo extraño en el abigarrado mundo colonial novohispano.[23] Su presencia en los villancicos de la Décima Musa así como el uso de onomatopeyas, la repetición de vocablos, el empleo de preguntas y respuestas y de aliteraciones, les otorgan carácter bailable a estas composiciones. La entrega a la diversión asumida por estos personajes postula el abandono al trabajo, el rechazo al régimen laboral impuesto por los amos y, en última instancia, la negación de los principios reguladores de la sociedad novohispana. Esta entrega al ritmo y a la música se constituye también en vía de retorno, aun a través del ritual católico, a lo ancestral. La antigua tradición que el coloniaje intenta borrar para así lograr la homogeneización, paradójicamente marca e hibridiza los nuevos productos culturales. Vista así, esta escritura aparece doblemente barroca: interiormente, por el trabajo desrealizador de la palabra; exteriormente, por el carnavalesco despliegue donde la representación de muchas etnias, de diversos registros lingüísticos y variados estamentos sociales expone el signo disyuntivo de la sociedad colonial.
La recepción y la persistencia del Barroco en la literatura hispanoamericana pueden calibrarse mejor si se toman en cuenta: 1] la tardía defensa de Góngora hecha por el autor cuzqueño Juan de Espinosa Medrano (1632?-1688); 2] el matiz barroco de manifestaciones culturales contemporáneas, y 3] el debate acerca de su carácter, impacto y proliferación en la colonia suscitado en diversos círculos críticos. Espinosa Medrano (véase Rivers y Cevallos), también conocido como “El Lunarejo”, escribió el Apologético en favor de don Luis de Góngora, Príncipe de los poetas líricos de España (1662), en respuesta a un ataque lanzado años atrás al poeta cordobés por el bardo portugués Manuel Faria y Souza (1590-1649).[24] Al hacerlo, este lejano admirador de Góngora produjo una enérgica defensa de la autonomía de la palabra en la creación del lenguaje poético. Se remonta el escritor cuzqueño a la etimología de “verso” para destacar que, por definición, indica “revolver los términos, invertir el estilo y entreverar las voces” (ed. de González Boixo, 1997, p. 42). Que haya defendido a Góngora años después del ataque de Faria y Souza, y que lo haya hecho con tal vehemencia y despliegue de erudición, muestra tanto su condición de escritor colonial como la vitalidad del Barroco en América. Varios son los críticos que han caracterizado obras narrativas del decenio de los sesenta y setenta del pasado siglo, con el adjetivo barroco o neobarroco. Son muy conocidos los planteamientos en esta dirección de Alejo Carpentier (1904-1980), José Lezama Lima (1910-1976), Octavio Paz (1914-1998) y Severo Sarduy (1937-1993). Este último se valió del rótulo “barroco de revolución” para definir un tipo de escritura liberadora, prolija y sensual cuyo modelo más descollante lo ejemplificaría la obra de su compatriota Lezama Lima.[25]
Desde una vertiente opuesta, otros estudiosos[26] destacan el carácter foráneo de esta escuela y explican cómo el Barroco se utilizó en Indias para reafirmar la ideología de la cultura hegemónica en tanto la colonización se intensificaba por la letra. Asimismo, reconociendo la habilidad de los escritores criollos para asimilar y resemantizar los signos de esta nueva escuela, se ha puntualizado la doble andadura del Barroco en América: los autores de esta orilla atlántica lo aprovecharon para insertar en narraciones, dramas, poemas y ensayos los símbolos más resaltantes y las preocupaciones centrales de una cultura cuya diferencia perfilaban cada vez con mayor ardor.[27] Por su parte, Georgina Sabat de Rivers matiza acertadamente estos argumentos. Siguiendo al crítico uruguayo Ángel Rama (1926-1983), le otorga suma importancia a la “ciudad letrada” –la urbe desde donde el variopinto sujeto colonial–, entre mundos y culturas disímiles, emite un discurso columpiado entre la alabanza y la queja.[28] Esta peculiar palabra americana y criolla, explica Sabat de Rivers, ofrece expresiones antihegemónicas y una visión del Nuevo Mundo como espacio no sólo diverso, sino superior al peninsular. La exaltación de lo americano dará lugar a un espíritu comunitario, a un incipiente nacionalismo –o a un sentimiento de diferencia, de nueva identidad– marcado por la permanente tensión entre la metrópoli y las capitales coloniales; la tensión se resume poéticamente en el anhelo de sustituir a Europa por América, y en convertir a esta última en el nuevo y óptimo hogar de las musas.[29] Así, para comprender los variados matices de la lírica novohispana del siglo xvii, ésta debe enmarcarse en el contexto del debate sobre el Barroco. Tal debate muestra las tensiones de una cultura en proceso de autovalidación, cuya larga andadura convoca los múltiples matices de una realidad colonial representada literariamente por sujetos, en su mayoría criollos, con ambiciones y preparaciones disímiles. En México, como ya han observado entre otros Dorothy Schons y José Pascual Buxó, los seguidores de los escritores peninsulares más apreciados, en particular de Góngora, dominaron muy pronto la temática y los recursos estilísticos barrocos.[30] Los poetas novohispanos, como otros vates coloniales, aspiraban a parangonarse con los maestros españoles más admirados; desplegando una cultura letrada fundamentada en los clásicos y mostrando un apto manejo de la forma, querían imitar y superar a los autores europeos. Por lo tanto, para apreciar las diferentes direcciones y los variados acentos de la lírica novohispana del siglo xvii interesa destacar por qué sus principales voces privilegiaron la representación del espacio urbano, de incidentes de conflicto social, de la devoción a la Virgen de Guadalupe y del pasado indígena; y cómo los nuevos sujetos encontraron idónea la estética barroca para otorgarles presencia poética a signos cuya interpretación fluctuaba según el variopinto público y la circunstancia colonial.
La configuración del espacio urbano: Bernardo de Balbuena y María de Estrada Medinilla
A partir del poder de la palabra –que remite tanto a los esfuerzos avanzados por Góngora de transformar la poética renacentista, como a los trabajos de quienes escriben desde el ámbito colonial y dados a excesos en su afán de originalidad–, se convoca el nombre de Bernardo de Balbuena, español que viajó muy joven a México, y posteriormente fue abad de Jamaica y obispo de Puerto Rico. Tal es la importancia de su obra que, en juicio quizá exagerado, el crítico español Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana (1911) hace datar el nacimiento de la poesía escrita en lengua española en América a partir de su Grandeza mexicana,[31] pues allí se recrea y convierte en asunto poético la ciudad de México. Sin duda, Balbuena debe su fama literaria a esta larga composición en tercetos endecasílabos y una octava real introductoria, y no a su épica, El Bernardo o victoria de Roncesvalles (Madrid, 1624; véase Davis) ni a su novela pastoril Siglo de Oro en las selvas de Erífile (Madrid, 1624; véase González Boixo), ambas publicadas tardíamente, pero comenzadas antes de 1602. Es pertinente mencionar su Compendio apologético en alabanza de la poesía, publicado junto a Grandeza mexicana en 1604. Este “arte” (véase Rivers y Cevallos) destaca la importancia del poeta y de la poesía citando una serie de pasajes eruditos de varias tradiciones, desde las Sagradas Escrituras hasta autores contemporáneos españoles y mexicanos. Por un lado, ofrece una muestra de la cultura literaria de Balbuena; por otro, destaca la disyuntiva del escritor colonial, ansioso de desplegar su conocimiento para mostrarse igual o superior a sus coetáneos peninsulares, conseguir fama a través de las letras, e integrarse así a círculos humanísticos.[32] Más importante, sin embargo, es subrayar cómo en este Compendio el autor reconoce la autonomía del lenguaje poético:
La elegancia de las palabras, la propriedad de la lengua, las suaves y hermosas traslaciones, los modos agudos, galanos y nuevos de decir; la copia, abundancia, claridad, altivez, el delicado estilo; lo ordinario y común dicho por modo particular y extraordinario, y lo que más es, las cosas extraordinarias, nuevas y difíciles por modo ordinario y fácil, todo es de la jurisdicción del poeta, ...[33]
Como ha observado José Rabasa, la capacidad de desfamiliarización del lenguaje poético señalada por Balbuena lo conecta con el Barroco y la modernidad: con lo primero, a través de la acumulación de objetos e imágenes; con lo segundo, por la libertad artística propuesta en su caracterización de las múltiples posibilidades del instrumento lingüístico.[34]
Bernardo de Balbuena escribe Grandeza mexicana a petición de Isabel de Tovar y Guzmán, dama interesada en una descripción de la capital novohispana pues allá se dirigía a profesar en un convento. La voz lírica detalla el plan de la obra en la octava inaugural:
De la famosa México el asiento,
origen y grandeza de edificios,
caballos, calles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
primavera inmortal y sus indicios,
gobierno ilustre, religión y Estado,
todo en este discurso está cifrado (p. 37).
Así, cada uno de los ocho “capítulos” de la “epístola” en respuesta a la petición de la encumbrada dama, sigue el tema anunciado en los versos iniciales; un noveno canto resumirá todo lo anterior. En el contexto humanístico europeo, el laus civitatis o alabanza a la ciudad como centro cultural no es extraño; tampoco lo es en el mexicano donde, como ya se ha observado, Bernal Díaz del Castillo, Juan de la Cueva, Francisco Cervantes de Salazar[35] y Eugenio de Salazar, entre otros, habían cantado en prosa y verso, y con diferente acento y propósito, las bondades de la capital virreinal.[36] Dentro de esta tradición se sitúa Balbuena al alabar los aspectos más notables de México, “la ciudad más rica, / que el mundo goza en cuanto el sol rodea” (i, p. 38). En ella, en contraste con la pobre aldea, es posible hallarlo todo si se tiene caudal: “¿Quién jamás supo aquí de día malo, / teniendo qué gastar? ¿Quién con dineros / halló a su gusto estorbo ni intervalo?” (IV, p. 70).
Balbuena, aunque no se detiene en ello,[37] alude al pasado pre-hispánico de México al mencionar “el prolijo viaje, las quimeras / del principio del águila y la tuna / que trae por armas hoy en sus banderas” tanto como la “potencia” y singulares circunstancias que convirtieron a la ciudad en el centro del imperio azteca (ii, p. 49). La voz lírica caracteriza a la capital novohispana como “cielo del mundo, / pues cría la mayor [beldad] que goza el suelo” (v, p. 79). Encomia igualmente a la España imperial y su civilización impuesta en el antiguo territorio azteca, y a la vez destaca la contribución de México a esa gloria: las flotas de España y de la China (el galeón de Manila) viajan anualmente a la Península cargadas de las “sobras” mexicanas (ix, p. 110). A través del recurso barroco del sobrepujamiento, la representación de la ciudad adquiere un carácter singular. Muy de acuerdo con las ambiciones de algunos criollos e indianos, la capital novohispana se ubica en una situación de superioridad hacia la metrópoli:
que yo en México estoy a mi contento,
adonde si hay salud en cuerpo y alma,
ninguna cosa falta al pensamiento.
Ríndase el mundo, ofrézcale la palma,
confiese que es la flor de las ciudades,
golfo de bienes y de males calma (iv, p. 72).
Dentro de esta retórica se debe releer el debatido terceto, “entre el menudo aljófar que a su arena / y a tu gusto entresaca el indio feo, / y por tributo dél tus flotas llena” (ix, p. 122). ¿Podría esta imagen degradante del indígena que tanto contrasta con las glorias imperiales y la belleza citadina, justipreciarse de otro modo? ¿Acaso la voz lírica insinúa que las riquezas contribuidas por México al engrandecimiento de la Corona española dependen de la labor indígena? Si así fuera, este terceto incorporaría al indígena a la cornucopia mexicana al señalar su contribución al imperio –sin su trabajo no hay riquezas–. El “indio feo” se configuraría entonces, aunque visto como objeto y en términos de su beneficio al imperio, como el más valioso tesoro de la Nueva España porque sin él no sería posible “entresacar” las riquezas mexicanas. El lógico corolario de esta asunción sería: las autoridades virreinales –el “Gobierno ilustre” descrito en el capítulo vii– son responsables de cuidar las riquezas tanto materiales como humanas de la Nueva España. ¿Insinúa el hablante lírico la idoneidad de Balbuena como funcionario virreinal capaz de llevar adelante ésta y otras empresas?
Precisamente, el cuarto “capítulo” está dedicado a exaltar a los ingenios de México nacidos o afincados allí. Se refuta así a quienes voceaban su marca de inferioridad ya por un nacimiento en el Nuevo Mundo, ya por la posibilidad de la mezcla racial, ya por el impacto de la geografía y el clima en el carácter e inteligencia de quienes vivían en América. El sujeto lírico cancela estas críticas cuando alaba y eleva a los habitantes de la capital:
aquí hallará más hombres eminentes
en toda ciencia y todas facultades,
que arenas lleva el Gange en sus corrientes;
monstruos en perfección de habilidades
y en las letras humanas y divinas
eternos rastreadores de verdades.
Préciense las escuelas salmantinas,
las de Alcalá, Lovaina y las de Atenas,
de sus letras y ciencias peregrinas;
préciense de tener las aulas llenas
de más borlas, que bien será posible,
mas no en letras mejores ni tan buenas;
que cuanto llega a ser inteligible,
cuanto un entendimiento humano encierra,
y con su luz se puede hacer visible,
los gallardos ingenios desta tierra
lo alcanzan, sutilizan y perciben
en dulce paz o en amigable guerra (iv, p. 73).
México alberga abundantes ingenios –“más [...] / que arenas lleva el Gange”– cuya aptitud para las letras humanas y divinas sobrepasa a los integrantes de los claustros universitarios más afamados de Europa. De tal encumbramiento se desprende lo siguiente: si encontramos en la capital a lo más granado del orbe, estos sujetos y sus productos culturales, o sea letras y leyes, son intelectualmente iguales, y hasta superiores, a los de la Península. A ingenios tan singulares les correspondería gobernar porque su conocimiento de lo europeo y lo americano los capacita para desentrañar los signos de esa nueva realidad –desde el indio “feo” hasta la “primavera inmortal”– cifrados en el poema de Balbuena.
La preferencia de Balbuena por el detalle ornamental, la riqueza de las descripciones y la profusión de la hipérbole, reflejan una fuerte voluntad de originalidad, o sea, de olvidar la “historia” para lograr la “invención verosímil” tal y como anunció el mismo autor en el prólogo de El Bernardo (véase Davis). Como explicó Ángel Rama, en Balbuena encontramos una escritura “de lleno entregada a la visión interior”.[38] La obra del abad de Jamaica y obispo de Puerto Rico es representativa de un esfuerzo consciente de afinar el instrumento lingüístico para, a través de él, recrear un espacio urbano motivo de orgullo para el señor criollo evocado aquí por la voz lírica y, mucho después, en el moderno debate sobre el tema, por el escritor cubano Lezama Lima en su ensayo “La curiosidad barroca” recogido en La expresión americana (1957). Precisamente por la desbocada grandeza concitada por la representación verbal, México, capital americana y periférica, se muestra apta para remplazar a Madrid, centro europeo y metropolitano. Asimismo, por su comprobada habilidad y singular preparación, los ingenios que habitan y cantan tal ciudad merecen regirla. Bernardo de Balbuena emerge así como candidato ideal para recibir la recompensa y el reconocimiento regios. Como “todo” en el discurso de Grandeza mexicana “está cifrado”, o sea, compendiado o en clave,[39] no sería desacertado proponer que éste, aunque soterradamente, refleja la ambición de letrados ya criollos, ya indianos, ya seglares, ya religiosos, ansiosos de recibir mercedes ultramarinas e identificarse con un espacio geográfico digno de admiración. Todo ello ayudaría a explicar el gusto por las alabanzas a las ciudades virreinales, en particular a la capital novohispana, así como el encumbramiento de sus habitantes. Igualmente dilucidaría la osadía de la voz lírica al representar y cantar una polis mexicana superior a la villa y corte madrileña, y habitada por sujetos más brillantes que los alumnos y profesores de Salamanca, Alcalá, Lovaina y Atenas.
En esta misma vena escribió doña María de Estrada Medinilla (¿?-¿?), precursora de sor Juana Inés de la Cruz, la “Relación escrita a una religiosa prima suya [...] de la feliz entrada en México [...] del marqués de Villena”, ocurrida el 28 de agosto de 1640.[40] Compuesta en pareados de siete y once sílabas, los 400 versos van dedicados a una prima, probablemente monja de clausura a quien le era imposible asistir a los festejos en honor del nuevo y linajudo virrey. La voz lírica describe con orgullo la belleza de las mujeres que asoman por las ventanas para ver el desfile:
Era cada ventana
Jardín de Venus, templo de Diana,
Y desmintiendo Floras,
Venciendo mayos y afrentando Auroras,
La más pobre azotea
Desprecio de la copia de Amaltea
[ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ]
En fin, todo es riqueza,
Todo hermosura, todo gentileza[41] (pp. 127-128).
Tal opulencia y hermosura bien puede ser envidia hasta de los jardines babilonios. Este sentimiento de orgullo se evidencia continuamente, por ejemplo, cuando la voz lírica nota “la gran nobleza mexicana / Mostrando en su grandeza/ Que es muy hijo el valor de la nobleza” (p. 127), para así recalcar que esta nobleza la ganaron quienes participaron en la conquista;[42] ahora sus descendientes le dan la bienvenida al nuevo virrey y contribuyen a la gloria de México y de España. Mas, la nobleza mexicana es tan digna de admiración que bien puede remplazar a la española.[43] Como lo hizo el sujeto lírico de Grandeza mexicana, el de la “Relación” muestra su orgullo al describir a los representantes de la universidad como un “vistoso ramillete” donde está cifrado:
Lo raro y lo diverso
De la Universidad y el universo,
Compendio mexicano
Emulación famosa del romano
En quien se ve cifrada
La nobleza y lealtad más celebrada [...] (p. 129)
También compara a los magistrados mexicanos con Pompilio y Licurgo, respectivamente un gobernante y un legislador ejemplares. Más allá del boato del desfile y la belleza de los edificios, se perfila una exaltación no sólo del entorno físico, sino de valores perdurables, centrales en el manejo de los negocios públicos y representados todos ellos en los acrisolados súbditos de la capital novohispana. Esta exaltación de lo mexicano y lo americano reaparece en la ponderación de las bellas fachadas del arco triunfal donde, como señaló Josefina Muriel, los modernos, o sea, los pintores coetáneos, han superado a los antiguos porque lo ingenioso es característico de América (p. 132).[44] Tal alabanza se reafirma en los versos finales donde el sujeto lírico explica: “Y aunque el verlas te inquiete, / Mayores fiestas México promete: / Máscaras, toros, cañas / Que puedan celebrarse en las Españas” (p. 135).
La “Relación” ofrece una serie de comentarios que denotan una mirada pormenorizada a las circunstancias así como un deseo de afirmar la visión femenina del hablante lírico,[45] por ejemplo, la referencia a la necesidad de salir sin guardainfante (p. 126), a su reacción al ver pasar al virrey (p. 131) y a los piropos de las damas al verlo (p. 132). Igualmente sugerente es la descripción del aguacero y del calor por dar entrada, aun a través de su barroquismo, a una visión verista del ambiente un tanto apartada de la retórica paisajista tan gustada por la poesía europea de entonces:
[...], cuando el cielo armado
De ímpetus transparentes,
El curso desató de sus corrientes,
Y a fuerza de raudales
Las calles fueron montes de cristales.
Y es verdad manifiesta
Que ni aun aquesto pudo aguar la fiesta;
Porque menos ufano
Cesó Neptuno y presidió Vulcano;
Pues a furias de aguas
Alquitranes resisten de sus fraguas (pp. 134-135).
Tanto Balbuena como Estrada Medinilla exaltan la ciudad y ponderan a sus habitantes representando una polis lejana que, desde la periferia, compite dignamente con el centro metropolitano. Empero, la visión muy personal de la segunda, marcada por un decantado barroquismo tanto como por la incorporación de giros populares, nos aproxima más a ese abigarrado mundo cuya complejidad ambos poetas intentaron captar.
La poetización de los conflictos criollos: Luis de Sandoval y Zapata
De los conflictos entre los estamentos que pugnaban por afirmarse en la capital novohispana, dan cuenta los tres sonetos recogidos a comienzos del siglo en la Sumaria relación de las cosas de la Nueva España de Baltasar Dorantes de Carranza.[46] Estos versos particularizan los resentimientos entre criollos y españoles, problemática acentuada a lo largo del siglo xvii cuando los puestos en la administración colonial se otorgaron a los más dadivosos peninsulares mientras los criollos iban aumentando en número y afirmando la conciencia de su diferencia. La Relación fúnebre a la infeliz, trágica muerte de dos caballeros (1664?), romance de Luis de Sandoval y Zapata (1624?-1671),[47] se ocupa de uno de los acontecimientos más reveladores de esta escisión: la conspiración de 1565 de los hermanos Ávila contra la Corona española, la decapitación de sus líderes y el exilio de Martín Cortés (ca. 1530-ca. 1589), segundo marqués del Valle de Oaxaca. Antes de pasar a comentar la composición, conviene situar al autor y contextualizar los hechos históricos dramatizados en la Relación.
Luis de Sandoval y Zapata nació en México, en el seno de una familia de conquistadores; en 1634 ingresó al Seminario de San Ildefonso de esa ciudad. Fue considerado por un coetáneo, el sacerdote Francisco de Florencia (1620-1695), un “excelente filósofo, teólogo, historiador y político, y de un espíritu poético tan alto, que pudo, si no exceder, igualar a los mayores de su edad”.[48] Si bien su lírica toca temas amorosos, religiosos y filosóficos, por mucho tiempo el autor debió su renombre a un soneto dedicado a la Virgen de Guadalupe, “A la transubstanciación admirable de las rosas en la peregrina imagen de Nuestra Señora de Guadalupe”. Gracias a los esfuerzos de Alfonso Méndez Plancarte, quien en 1937 dio a conocer veintinueve sonetos de Sandoval, y de José Pascual Buxó,[49] autor de un estudio preliminar que acompaña su edición de la obra del bardo, es posible leer y estudiar con mayor exactitud la poesía de vate tan representativo del apogeo del Barroco mexicano. “A una cómica difunta” está entre sus sonetos más notables:
Aquí yace la púrpura dormida;
aquí, el garbo, el gracejo, la hermosura,
la voz de aquel clarín de la hermosura
donde templó sus números la vida.
Trompa de amor para la lid convida
el clarín de su música blandura,
hoy aprisiona en la tiniebla oscura
tantas sonoras almas una herida.
La representación, la vida airosa
te debieron los versos, y más cierta;
tan bien fingiste amante, helada, esquiva,
que hasta la muerte se quedó dudosa
si la representaste como muerta
o si la padeciste como viva.[50]
La composición destaca dos temas muy caros al Barroco: lo perecedero de la belleza y el engaño de los sentidos. La alegre vida de la actriz ha terminado; su voz y ella misma son prisioneras de la oscuridad. En el segundo y muy original terceto, la voz lírica le rinde homenaje a la actriz al proponer, en un juego barroco, que ni la misma muerte tuvo la certeza de si la cómica había fallecido o si fingía su muerte –la representación teatral dentro de la verbal.
Diferente en cuanto a temática y métrica es la Relación fúnebre de Sandoval y Zapata, romance sobre un suceso que causó gran impacto en los círculos criollos. La Relación recrea, mucho después de ocurridos los hechos históricos, la reacción de este estamento en 1565 ante leyes dadas por la Corona para limitar el traspaso de encomiendas por entonces en manos de hijos y nietos de conquistadores. Al ver amenazados poder y fortuna, un sector criollo decidió rebelarse contra el Rey y solicitar la ayuda de Martín Cortés, quien después de una larga estancia en España había regresado a México en 1562. Entre los líderes de esta conspiración conocida como la “conjuración del marqués”, estaban dos prominentes criollos, Alonso de Ávila y su hermano Gil González Dávila. Los planes eran sencillos: asesinar a los tres jueces de la Audiencia, y cederle a Martín Cortés el gobierno de la Nueva España. Según la documentación histórica, las indiscreciones de los conspiradores así como la indecisión del joven Cortés le dieron oportunidad a la Audiencia para apresar, juzgar y condenar a muerte a los hermanos Ávila;[51] el presunto “rey” fue enviado a España, multado y condenado a servicio militar. Si bien Martín Cortés protestó su inocencia y fue perdonado años después, nunca regresó a México.[52]
Sandoval y Zapata, casi cien años más tarde, recrea poéticamente estos hechos expresando, como apuntó Octavio Paz, “los agravios” del grupo criollo.[53] En el romance, la voz lírica invoca a Melpómene, musa de la tragedia, para rescatar del olvido lo ocurrido. La Fama tampoco permanecerá indiferente: “Porque sus lenguas, / en sus ecos inmortales, / organizan mis cadencias”.[54] El poema alaba a Cortés y destaca las hazañas de los conquistadores a la vez que contrasta la vida regalada de los hermanos Ávila con su presente desgracia. Al atribuirle el fatal desenlace a la pasión, la envidia y la indignación –”¡Qué apriesa acusa la envidia/ y la indignación qué apriesa / sabe fulminar la muerte / contra la misma inocencia!” (p. 71)–, el sujeto lírico critica la celeridad del proceso, reitera la inocencia de los acusados y a la vez clama por la justicia divina. El poema da detallada cuenta de las varias maneras en que los Ávila fueron humillados (prendidos por un caballero de poca monta, vestidos de bayeta, precariamente defendidos, sumariamente juzgados y decapitados, sus casas derribadas, sus bienes confiscados, su traición fijada en un padrón). Visualizando el trágico futuro, en una imagen muy del Barroco, los ojos de los condenados se convierten en “Nubes fúnebres” y “sustituyen [...] / con el llanto que despeñan / las sílabas de la voz / con dos cristalinas lenguas” (p. 73).
Por su gráfico verismo sobresalen los versos que describen la decapitación y mutilación de los cuerpos (p. 74). La maldición de la consorte de uno de los hermanos abre un modesto espacio para una voz femenina cuyo único recurso para vengar al marido deshonrado es la palabra:
“¡Oh, Alonso de Ávila ! ¿Quién
con impiedad tan sangrienta
separó la dulce unión
que en tan finos lazos era
de nuestro amor la bisagra?
¿Cuál fue el aleve tirano
que con villana fiereza
salpicó el cuchillo limpio
con tiernas púrpuras muertas?
¿Cuál fue? ¡Oh malhaya el golpe,
el brazo tirano muera!
Una víbora de lumbre
con veneno de centellas
la región del aire vibre,
porque a sus ímpetus muera.
Un rayo, porque a su golpe
impulsos y vida pierda” [...] (p. 77).
Su queja introduce, en contraste con el desdichado presente, el tema de la anterior felicidad conyugal, dando lugar a una reflexión íntima, paralela a la meditación sobre la consecuencia social de la muerte de Ávila.
La injusta decisión de las autoridades virreinales es resentida por todos:
En sollozos y gemido
todo México lamenta
esta temprana desdicha
esta lástima [de] muerte (pp. 74-75).
De este modo la voz lírica destaca el impacto de la desatinada sentencia y separa el sentir de los mexicanos del de los peninsulares.[55] El conocido motivo de la cambiante fortuna, retomado con ahínco por el Barroco, tampoco falta en el poema. Lo que más llama la atención, sin embargo, es el reiterado cuestionamiento de la “justicia” del caso:
Conoceremos quién tuvo
la culpa en esta sentencia,
si el desvalido acusado
que casi fue sin defensa
al cadalso o el ministro
que con intrépida priesa,
mal atento a los descargos,
por dos vidas atropella (p. 76).
Y otra vez: “Tres togas son las que dieron / por culpada la que piensa / fue inocencia mucho pueblo” (p. 76). Este cuestionamiento llega a su apoteosis cuando el hablante lírico distancia al soberano español y sus consejeros de la decisión de la Audiencia novohispana al declarar “con su clemencia” inocentes a los hermanos, y a la vez proponer que, con la anuencia del Rey, se borren las letras del infame padrón para así restaurar el honor de los Ávila. Al acudir al soberano, el sujeto lírico subraya el acierto de la justicia real en contraste con la virreinal donde jueces guiados por la ira y la envidia obran como malos funcionarios y por lo tanto merecen ser relevados de sus cargos y castigados por la Corona.
No es casual que Sandoval y Zapata, como criollo que escribe con evidente conciencia de pertenecer a este grupo, retome poéticamente un episodio histórico tan central de la vida novohispana, ni tampoco que la voz lírica recalque la nobleza e inocencia de los Ávila. Sin embargo, como observó Pascual Buxó, el meollo jurídico-temático del romance es la crítica a los magistrados. El poema convoca un episodio de la historia colonial para aludir a un problema muy vigente en el siglo xvii: la necesidad de nombrar funcionarios aptos. ¿Y quiénes sino los criollos, tratados tan injustamente según el poema de Sandoval y Zapata, serían los más aptos para ocupar estos puestos? Así, la Relación muestra tanto la profundidad y continuidad de los conflictos que atenazaron a la sociedad novohispana, como la maestría lírica de su autor quien se valió de un metro tradicional –el romance– y de la retórica del Barroco para darle vigencia a un acontecimiento histórico de singular importancia para su grupo. Es de esperarse que próximas investigaciones de archivo ofrezcan otras muestras de esta poesía que, por su candente temática, circuló oralmente o en forma manuscrita, o figuró en procesos jurídicos.
Religión y nación: La representación de la Virgen de Guadalupe
Durante el siglo xvii la poesía religiosa se cultivó en Nueva España, ya en certámenes dedicados a la Inmaculada Concepción, al Corpus Christi o a los santos, ya por encargo, ya respondiendo a devociones individuales. Entre los que escribieron poesía de temática religiosa sobresalen: el fraile agustino Miguel de Guevara (1585?-1646?) quien compuso “Levántame, Señor, que estoy caído”, un delicado soneto estructurado a base de contrastes; Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), obispo de Puebla (1640-1654) y decimoséptimo virrey de Nueva España (1642), autor de poemas y tratados de mística en prosa y verso donde campea la influencia de san Juan de la Cruz;[56] Agustín de Salazar y Torres (1642-1675), poeta y dramaturgo español, educado y radicado en México hasta los veinte años, cuya variada obra fue parcialmente recopilada y publicada en Madrid respectivamente en 1681 y 1694 con el título de Cítara de Apolo; y el catedrático y canónigo José de la Llana cuya canción a san Francisco de Borja fue premiada con dos “candeleros de plata” en el certamen patrocinado por la Compañía de Jesús (1672) en honor a la canonización del duque de Gandía, el fundador de la orden. La primera estrofa de su alegórica apoteosis de Hércules reitera la continuada influencia de Góngora en la Nueva España:
Rubio el cabello undoso
y de estrellas espléndidas vestido,
aliento sonoroso,
luciente rueda, círculo torcido,
en Carro –honor del viento–
Alcides deja el árido elemento
(Méndez Plancarte), 1944, p. 139).
De la Llana imita, según lo exige el “asunto” del concurso, una canción del admirado cordobés dedicada a los marqueses de Ayamonte cuyo primer verso comienza: “Verde el cabello undoso ...”. El tema del concurso donde también se les pedía a los poetas novohispanos la “misteriosa majestad” de los versos del autor español, revela la persistencia del legado gongorino en la Nueva España.[57]
Conviene precisar en seguida que durante el siglo xvii el afán catequizador de las órdenes religiosas y el clero secular cedió a intereses diversos: la fundación de conventos y monasterios, la participación en la educación de la élite novohispana, el celo inquisitorial, la influencia en la corte virreinal, la promoción de cultos locales, la identificación, beatificación y canonización de ejemplares monjas y frailes. Las dos últimas tareas son claves para entender la vida religiosa colonial y la naciente cultura criolla del siglo xvii. En efecto, la aceptación por parte de Roma de milagros y santos americanos representaba, entre otras cosas, la elevación de los católicos nacidos en estos territorios y la confirmación de que el Nuevo Mundo era tierra elegida por la Providencia divina para el florecimiento de las virtudes cristianas.[58] Las “vidas” de frailes y monjas, cuya publicación con frecuencia subvencionaron familiares o protectores pudientes con el propósito de lograr beatificaciones y eventuales canonizaciones, muestran con cuánta seriedad priores y abadesas, confesores y obispos, se dieron a la tarea de presentarle a Roma perfectos candidatos a los altares. No debe sorprender entonces que la capital novohispana celebrara con gran júbilo la beatificación en 1668 de santa Rosa de Lima (1586-1617), la primera santa americana, canonizada algunos años después (1671). La relación de estas festividades de un testigo presencial confirma la fastuosidad de la celebración y su singular importancia para las autoridades y el público.[59]
En ese mismo siglo la religiosidad novohispana tuvo la oportunidad de afirmar un culto local, la devoción a la Virgen de Guadalupe, cuyo apogeo marcará indeleblemente la historia y cultura mexicanas.[60] Según la leyenda, la Virgen María se le apareció en cuatro ocasiones al indio Juan Diego, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, y pidió ser reverenciada en una iglesia en el cerro del Tepeyac.[61] Cuando Juan de Zumárraga, el primer obispo de México (1528-1547), le pidió a Juan Diego una confirmación, la Virgen le ordenó recoger rosas en ese cerro y llevarlas en su tilma a Zumárraga. Juan Diego abrió el ropaje en presencia del obispo y presentó las flores; se vio entonces la imagen de la Virgen grabada en su tilma. Los historiadores han comprobado que el relato del milagro lo comenzó a propagar Miguel Sánchez, un admirado predicador criollo, con la publicación en México de su libro, Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe (1648). Un año después, con el propósito de dar a conocer el culto entre la población nativa, Luis Lasso de la Vega, otro sacerdote criollo, divulgó una versión en náhuatl conocida como Nican Mopohua (“Aquí se cuenta ...”), erróneamente atribuida al erudito indígena Antonio Valeriano (¿?-1604). La devoción a la Virgen de Guadalupe pronto se propagó entre los criollos –recordemos que para mediados del siglo xvii buena parte del clero pertenecía a este grupo– quienes entendieron su aparición como una gracia especial de la Providencia divina a México y como símbolo de la valía de sus habitantes. Estimaron los novohispanos que tal dádiva divina, o sea, la aparición de la Virgen, los singularizaba y elevaba hasta hacerlos superiores a los nacidos en la Península. Así, el culto guadalupano sirvió para cohesionar a diversos sujetos sociales en torno al milagro y reafirmar la pertenencia del conjunto a la patria mexicana.
Como era de esperarse, la Virgen de Guadalupe y sus símbolos (las rosas, el cerro, la tilma) pronto se convirtieron en materia poética. La alabanza a ella y al suelo donde se produjo el milagro se funden con frecuencia en muchas de las composiciones de este tema. Por ejemplo, el músico y poeta Ambrosio de Solís Aguirre en su “Altar de N. Sra. la Antigua” (1652) ofrece en octavas una alabanza de la capital novohispana y de la Virgen de Guadalupe, a quien llama “criolla mexicana”. La voz lírica expresa su admiración caracterizando a México como “... ilustre / patria venturosa, / de Religión y de lealtad dechado, / sola pudieras dar materia honrosa / a mejor pluma, a canto más limado ...” (Méndez Plancarte, 1944, p. 86) y pasa a compararla con Roma por su religiosidad, y con Atenas por su saber. El poema describe el portento guadalupano y detalla las características de la “Imagen Santa”. Todo ello contribuiría a destacar las bondades de un suelo patrio merecedor del milagro como cuanto a fijar la imagen y atributos de la Virgen de Guadalupe y su devoción. Uno de los constantes cantores de la Guadalupana fue el criollo Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700). En 1662 este joven postulante a la orden ignaciana compuso Primavera indiana, poema sacro-histórico, idea de María Santísima de Guadalupe. Copiada de flores, composición en octavas reales donde el autor invoca la ayuda de Calíope, musa de la poesía épica y de la elocuencia, para tratar asunto tan serio. Cuando Primavera indiana se publicó en 1668 tuvo el honor de ser la primera pieza poética de largo aliento dedicada a la Virgen de Guadalupe.[62] En su anteriormente citada Historia de la poesía hispanoamericana, Menéndez Pelayo juzgó esta primicia duramente: sus difíciles endecasílabos le quitaron “las ganas de leer lo demás” (vol. 1, p. 64). Propongo que el poema del sabio polígrafo no es deleznable; al contrario, merece nuestra atención como representativo de un discurso poético religioso motivado por la devoción a la Virgen de Guadalupe, símbolo de identidad de la naciente patria mexicana.
Primavera indiana contrasta el mes invernal (diciembre) en que ocurre la aparición y la singular primavera (las rosas en el árido cerro), portento ocurrido gracias a la Virgen. El poeta convierte las estaciones del año en símbolos que muestran la grandiosidad y universalidad del milagro: en México el invierno del paganismo es vencido por la primavera cristiana representada por la Virgen y sus rosas. Entonces, esa “Primavera” cumple dos propósitos: marca el auge del cristianismo en América y augura el de la nueva patria mexicana. Así, el ángel o “Inteligencia” llega a México donde anuncia por qué aparecerá allí la Virgen,
xxxvi
Termina el vuelo donde yace altiva
La gran Tenochtitlan en áureo trono,
Selva de plumas del Copil cautiva
De su grandeza real es real abono:
Al huepil, y Quetzal da estimativa
El oro, cuyas máquinas perdono,
Y en discurso más dulce, que prolixo,
Formó palabras y razones dixo.
[…]
xli
Ahora pues la Celsitud divina
En sacro consistorio soberano,
Te levanta a la esfera cristalina,
Que empaña astuto el Heresiarcha vano:
Sube México pues, sube que dina
Tu inocencia te aclama de la mano
De aquel, por quien al orbe ya te induces
Pisando rayos, y vistiendo luces.
xlii
El desvelo de Dios, la gran MARÍA
Se presenta a tus Reynos dilatados
Aurora bella de la luz, que embía
El Sol, que brilla en solios estrellados:
Alto don, porque ya se jacta día
La alta noche, en que estavas con errados
Dictámenes, si en ciegas ilusiones
Ibas sin freno a pálidas regiones.[63]
Es de notar el empleo de voces en lengua náhuatl[64] y la referencia a la grandeza de Tenochtitlan, todo ello matizado con metáforas coloristas y alusiones a plumas y pájaros representativos de la cultura indígena. La inocente México, en comparación con las naciones protestantes de Europa mencionadas en estrofas anteriores, ha dejado atrás la “alta noche” del paganismo: de la aparición de la Virgen renacerá una patria orgullosa y luminosa; con la Guadalupana como guía, subirán México y sus habitantes a “la esfera cristalina” de la fe y la salvación.
Varias estrofas relatan el milagro en imágenes muy logradas: por ejemplo, la tilma de Juan Diego se convierte en “portátil primavera” (lvi, p. 61); la Virgen es “Soberana Pandora de las flores” (lviii, p. 62). Asimismo, el indio, representante aquí de México y su gente, se describe como “Pobre” pero merecedor del don divino porque “la inocencia más que en los erguidos / Cedros, se alverga en el inculto robre” (xlvi, p. 58); o sea, en quien, como el roble, tiene mayor capacidad de resistencia, en contraste con el cedro, más oloroso y bello pero más débil.[65] Como hiciera Solís de Aguirre en su ya comentado poema, Primavera indiana reitera en metáforas coloristas la iconografía de la Virgen:
xl
En púrpura la Túnica se enciende,
Rojo campo a las líneas relevadas,
Que el oro finge quando más se enciende
O en las sombras fallece retiradas:
Del Manto azul el estrellado pende
Flamante cielo, cuyas remontadas
Lucientes llamas fingen en la tierra
Ardores bellos, que el Olympo encierra (p. 63).
La penúltima octava invita, como ha apuntado Sabat de Rivers, a aceptar la belleza del milagro y de la Virgen como un don divino, sin necesidad de averiguaciones científicas:
lxxviii
Basta pluma, reprime el affectuoso
Conato heroyco de tu vuelo ardiente,
Rémora sea al curso presuroso
De tanta Reyna el resplandor fulgente:
Pues será si pretendes, este hermoso
Prodigio, investigar irreverente
Querer escudriñarle al oro venas,
Al cielo rayos, o a la mar arenas (p. 69).
Atendiendo a la juventud del autor, la temprana fecha de publicación, el giro teológico del milagro, y, en particular, al evidente engrandecimiento patrio como cuanto al desplazamiento del poder religioso de Madrid a México, el poema merece ocupar un puesto importante en la lírica y en la historia cultural del siglo xvii novohispano.
En 1680, año en que fue nombrado Cosmógrafo Real de la Nueva España, Sigüenza y Góngora, incide en el tema al dar a la estampa Glorias de Querétaro en la nueva congregación eclesiástica María Santísima de Guadalupe. Esta canción de quince estrofas en metro de estancia (ocho versos de siete y once sílabas en rima consonante), premiada en un certamen poético de ese año, incluye estrofas de Oriental planeta evangélico, otra composición suya terminada en 1668 y publicada en 1700.[66] En “Glorias” la voz lírica celebra la inauguración del nuevo templo en honor de la Virgen y alaba al arzobispo y virrey de Nueva España, fray Payo Enríquez de Rivera (1673-1680), protector de Sigüenza y promotor de esa edificación. Se describen nuevamente las bondades de la Virgen y de su novel santuario:
vii
Este que a la memoria
Dulce es trofeo, mármol levantado
Altamente se atiende consagrado
No a efímero esplendor, no a leve gloria:
Quando es a la triunfante
Reyna del Sol radiante,
Bien que corto sitial de gloria ardiente
O auge de luz, o eclíptica luziente (p. 80).
Se elogia al arzobispo-virrey porque, “Quanto en el Occidente / Ilustra el Sol candente / Dirige con amor, con paz alterna: / Por que Minerva, y Palas lo govierna” (xiii, p. 82). Así, la belleza del templo, la sabiduría del arzobispo y la majestad de la Virgen, confluyen produciendo una imagen armónica –la gloria en Querétaro, la paradisiaca patria mexicana. Por otro lado, la canción muestra cuán extendida y aceptada era para entonces la veneración guadalupana: la Virgen cuenta con una nueva y digna morada; un arzobispo-virrey ha aprobado su construcción; y una figura de la talla de Carlos de Sigüenza y Góngora le reitera su devoción en versos.
Conviene puntualizar, sin embargo, que cuando se publicó el poema y se erigió el santuario, Roma no había aceptado ni las apariciones ni el culto a la Virgen de Guadalupe –el papado no le concedió día de festejo hasta 1754. Justamente para instar a la Iglesia romana a aceptar esta devoción, el afamado jesuita Francisco de Florencia publicó en 1688, La estrella del norte de México.[67] Una de las varias fuentes de esta extensa historia, particularmente en la sección de los milagros, fue otra obra de Sigüenza y Góngora, Parayso occidental (1684), la crónica del mexicano convento de Jesús María (véanse Ramos y Medina; y Lavrin).[68] Patrocinadores en sus misiones de Asia y América de prácticas religiosas sincréticas, los jesuitas estaban muy deseosos de promover el culto a la Virgen de Guadalupe, y Sigüenza y Góngora muy ansioso de volver a ganar el favor de la Compañía de cuyos claustros fue expulsado poco después de concluir Primavera indiana.
Sor Juana Inés de la Cruz entra a la palestra lírica en honor de la Guadalupana con un soneto conocido como “Rosa mexicana”:
La compuesta de flores Maravilla,
divina Protectora Americana
que a ser se pasa Rosa Mejicana
apareciendo Rosa de Castilla;
la que en vez del dragón –de quien humilla
cerviz rebelde en Patmos–, huella ufana,
hasta aquí Inteligencia soberana,
de su pura grandeza pura silla;
ya el Cielo, que la copia misterioso,
segunda vez sus señas celestiales
en guarismos de flores claro suma:
pues no menos le dan traslado hermoso
las flores de tus versos sin iguales,
la maravilla de tu culta pluma.[69]
En esta composición la Décima Musa alaba a Francisco de Castro (¿?-1680?), jesuita madrileño de larga residencia en Nueva España y autor de La Octava Maravilla y sin segundo milagro de Méx[ico] perpetuado en las Rosas de Guadalupe, poema de cinco cantos en 254 octavas publicado póstumamente en México (1729) (Méndez Plancarte, 1944, pp. 165-176). En el soneto, la “Rosa de Castilla” –o sea, la Virgen española– se transforma en “Rosa Mejicana”, en una “Maravilla compuesta de flores” que descansa sobre Inteligencia, el ángel que anunció su aparición; a través del recurso Barroco del sobrepujamiento, ésta desplaza a la “Rosa de Castilla” y pasa a ser la “Protectora Americana”. La imagen de la Virgen y sus atributos revelados en el Tepeyac, se repiten en el milagro de la escritura: “las flores” son ahora los versos, producto de la “culta pluma” de Francisco de Castro. La composición de sor Juana ofrece una estructura muy del Barroco: la voz lírica describe y caracteriza a la Virgen quien ha desplazado a su contraparte española; dentro de este marco, elogia la imagen de la Guadalupana construida por los versos del admirado poeta jesuita. Así, del Tepeyac a Querétaro, de México a América, y de las Indias españolas a “octava maravilla” del mundo, imagen dentro de otra imagen progresivamente amplificada, las plumas criollas construyen líricamente la veneración a la Virgen de Guadalupe; de esta manera proclaman su pertenencia a la patria mexicana cuyo renacimiento la milagrosa aparición afirma. Visto de este modo, el tema mariano expresado en metáforas barrocas ahora entrecruzadas por símbolos europeos y mexicanos mutuamente hibridizados, adquiere un inusitado sesgo en la lírica y cultura novohispanas: cohesiona a los diversos estamentos y contribuye a fundar la nueva patria criolla.
La presencia del pasado indígena
Mas, era necesario dotar a esa nueva nación de una historia que la insertara en el devenir universal de los sucesos, y a la vez ligara a sus habitantes a un pasado tan admirado como el del enigmático Egipto, el de la antigua Grecia o el de la Roma imperial. Les urgía a letrados laicos y seglares rescatar y conservar las muestras de las culturas indígenas para entonces divulgar, entre ellos mismos y entre los europeos, las características de las civilizaciones que habitaron la meseta mexicana.[70] Muchos religiosos, particularmente los criollos, se dieron a la tarea de estudiar ese pasado y mostrar su singularidad en la configuración de los símbolos de identidad de la nueva nación. Entre ellos sobresale nuevamente Carlos de Sigüenza y Góngora quien, afanado en vincular el presente colonial a la historia azteca, compiló una respetable biblioteca y escribió sobre los antiguos sucesos y gobernantes.[71] Aunque muchas de estas obras se han perdido, su Noticia cronológica de los reyes, emperadores, gobernadores, presidentes y virreyes de esta nobilísima ciudad de México (1680?) así como Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe (1680), la descripción de una portada erigida en honor de los recién llegados marqueses de la Laguna, virreyes de la Nueva España, son prueba de los intereses en esta dirección del erudito polígrafo.
Diseñada en noviembre del 1680 y por encargo del cabildo metropolitano[72] para darles la bienvenida a la capital novohispana a Tomás Antonio de la Cerda, conde de Paredes y marqués de la Laguna y su consorte María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga (1680-86), la portada descrita en Teatro de virtudes políticas por Sigüenza y Góngora es representativa de las aspiraciones criollas de integrar el pasado indígena y el presente novohispano para imprimirle al primero carácter universal, divulgar sus excelencias y a la vez fijar una identidad que incluyera a ambas culturas y épocas históricas.[73] En Teatro el autor reflexiona sobre este tipo de escultura efímera, el amor debido a la patria y sobre Neptuno como posible “padre” de los indios mexicanos;[74] todo ello está salpicado de numerosas citas en latín y varias en griego que le permiten hacer gala de su vasta erudición de letrado humanista. Pero más importante es el programa de “instrucción” que le propone al nuevo virrey en los tableros del arco: éstos despliegan lienzos de los doce emperadores aztecas –incluyendo el dios Huitzilopochtli– ahora asociados a virtudes admiradas en la antigüedad clásica, desde la habilidad para gobernar hasta la audacia en la guerra. Investigaciones recientes han mostrado que la inspiración fundamental del programa, evidente en la descripción de los tableros, proviene de la emblemática a cuyas propuestas el autor mexicano se atiene formalmente.[75] El sabio polígrafo ofrece así las características de los iconos pictóricos, del mote y del epigrama –generalmente una octava o una décima–, rodeándolo todo de una amplia explicación que incluye comentarios de tipo histórico sobre el accionar de cada emperador. Según ha observado la investigadora Helga von Kügelgen, la abundancia de lo escrito liga a Sigüenza y Góngora a una corriente de la emblemática donde la palabra cobra mayor relevancia que la imagen y hasta puede eclipsarla. Tal detallismo podría justificarse porque Sigüenza y Góngora sitúa a los emperadores aztecas como figuras paradigmáticas tanto para los nuevos virreyes como para sus súbditos (von Kügelgen, 1997, p. 217). Si se tiene en cuenta, como observó tempranamente Rojas Garcidueñas, que el erudito polígrafo no sólo sustituye personajes tradicionales de la mitología clásica por los reyes mexicanos, sino que los pone como ejemplo a los representantes de la cultura hegemónica (los virreyes, los administradores coloniales, el clero), es posible percatarse de la novedad del arco y del atrevimiento de quien lo ideara.[76]
El Teatro de Sigüenza y Góngora incluye doce epigramas, un soneto y diecisiete octavas.[77] Desde la perspectiva de la lírica, los epigramas ofrecen una rica veta a través de la cual entender cómo el autor rescata el pasado indígena para configurar el presente y avizorar el futuro de la nación mexicana. Así, en las fachadas del arco cada soberano está asociado a una virtud o cualidad esencial para el buen gobierno: Huitzilopochtli, la buena dirigencia; Acamapich, la esperanza; Huitzilihuitl, la clemencia; Chimalpopocatzin, el sacrificio por la patria; Itzcohuatl, la prudencia; Motecohzuma Ilhuicaminan, la piedad; Axayacatzin, la fortaleza; Tizoctzin, la paz; Ahuitzotl, los consejos; Motecohzuma Xoyocotzin, la magnanimidad; Cuitlahuatzin, la audacia; y Cuauhtemoc, la constancia; los correspondientes epigramas cantan las excelencias de estas virtudes tanto como su vinculación a cada soberano. O sea, en las portadas del arco, los atributos más significativos de los reyes aztecas se afirman en la imagen pictórica individual mientras sus virtudes se compendian en el lema y se amplifican en versos epigramáticos. Veamos cómo todo esto se plasma en la representación de Huitzilopochtli, el dios de la guerra. Sigüenza lo considera el primer emperador de los mexicas porque, dirigido por el canto del huitzilin o colibrí, los guió en su peregrinaje desde Aztlán hasta el valle de Anáhuac, donde fundarían la futura capital del imperio. La descripción de la figura del dios-emperador alude al significado de su nombre, “colibrí de la siniestra”; a la vez, esta representación remite al paso del sol durante el invierno en “la mano izquierda”, como en la marcha de Aztlán a Anáhuac, hacia el Occidente. El erudito polígrafo señala además que la etimología de colibrí está ligada al opochtli o “mano siniestra” y por eso Huitzilopochtli usa la cabeza de este pájaro como máscara o divisa. Todo ello,
le consiguió colocarle entre los mexicanos emperadores, con que se hermoseó la triunfal portada, no tanto fue su progenitor y cabeza, cuanto por haber sido su conductor y caudillo cuando, movido del canto de un pájaro que repetía tihuí, tihuí, que es lo mismo [...] que vamos, vamos, persuadió al numeroso pueblo de los aztecas el que, dejando el lugar de su nacimiento, peregrinase en demanda del que les pronosticaba aquel canto que tenía por feliz prenuncio de su fortuna (pp. 196-197).
Y añade, “este suceso y la significación de su nombre sirvió de idea al tablero que se consagró a su memoria” porque quería “dar a entender la necesidad que tienen los príncipes de principiar con Dios sus acciones para que descuellen grandes y se veneren heroicas” (p. 197). En el tablero consagrado a su memoria, se pintó “entre las nubes un brazo siniestro empuñando una luciente antorcha acompañada de un florido ramo en que descansaba el pájaro huitzilin”; Huitzilopochtli figura con el traje de los antiguos chichimecas, apuntando al cielo y exhortando a su pueblo a emprender el viaje (p. 197). El epigrama recalca la importancia del dirigente que así obra:
Acciones de fe constante
que obra el príncipe, jamás
se pueden quedar atrás
en teniendo a Dios delante.
Los efectos lo confiesan
con justas demostraciones,
pues no tuercen las acciones
que sólo a Dios enderezan (p. 197).
En su descripción del arco, Sigüenza y Góngora reafirma la grandeza y bondad de la acción del emperador Huitzilopchtli, bien guiado, durante la gentilidad, por una deidad oculta: “De esta imaginada sombra de buen principio se originó la grandeza y soberanía a que se encumbraron los mexicanos, mereciendo la denominación generosa de gente grande, título que pudiera comprobar por muchas planas ...” (p. 198). Para llegar a esta conclusión el erudito escritor ha aprovechado y entreverado fuentes ya clásicas, ya coetáneas, ya españolas, ya mexicanas, ya pictóricas, ya escritas, ya en lenguas europeas, ya en idiomas americanos. De este modo resemantiza la emblemática, la retórica de la educación del príncipe y el epigrama,[78] todo ello con el propósito de otorgarle centralidad y dignidad a la historia antigua de México e integrarla a la colonial, occidental y universal. En el centro de la fachada sur de la puerta, figura el virrey sentado en trono de águila,[79] con un nopal, el símbolo de México, en la mano derecha. El soneto de esta porción central del arco resume la idea expuesta en ambas portadas:
De las coronas doce, poderosas,
que fueron de Occidente honor temido,
si ya no a su Zodiaco lucido,
de imágenes sirvieron luminosas;
al círculo que forman misteriosas
faltaba el centro, a tanta luz debido,
hasta que en ti, señor esclarecido,
lo hallaron tantas líneas generosas.
Goza, príncipe excelso, ese eminente
compendio de virtudes soberanas,
pues las regias divisas de Occidente,
que a tanto rey sirvieron mexicano
de dilatados triunfos en la frente,
son abreviadas glorias de tu mano (p. 231).
Iluminado por las imágenes de los doce soberanos mexicas, el sujeto lírico insta al virrey a percatarse de las virtudes que distinguieron a los antiguos reyes del Anáhuac, reconocer sus triunfos y, así informado, asumir su puesto en el centro del orbe novohispano. Se equilibran de este modo los aportes del imperio azteca y de la monarquía española a la nueva nación mexicana. Así, en los poemas y descripciones de Teatro de virtudes políticas, tanto el hablante lírico como el autor Sigüenza y Góngora dan cuenta de la centralidad del pasado mexicano. Al asociar las virtudes características del príncipe europeo con la conducta de los soberanos indígenas, se muestran los lazos compartidos por ambos mundos, el ibérico y el azteca, y, lo que es más importante, las dos culturas se igualan. En esta vuelta de tuerca, el despliegue de signos posibilitado por la escritura y la fiesta barrocas proclama tanto la diferencia como la semejanza, el desafío de los criollos como su lealtad a la Corona.
Vista de este modo, la representación poética del espacio urbano, de los conflictos entre los varios estamentos, de la devoción guadalupana y de la historia indígena, posibilitada por el Barroco de Indias y la inestabilidad de sus signos, destaca una vez más la complejidad de los productos culturales americanos tanto como la habilidad de los ingenios virreinales. Como cultos poetas y humanistas, éstos se acercaron al saber occidental, a los maestros peninsulares cuya presencia es permanente en su obra. Como escritores novohispanos, sus versos están marcados con los símbolos de la patria mexicana cuya identidad se configura en la fragua de la poesía lírica.
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