Enciclopedia de la Literatura en México

Eugenio de Salazar

Hasta hace poco, las únicas noticias sobre Eugenio de Salazar provenían principalmente de tres fuentes: un soneto autobiográfico incluido en el manuscrito de su Silva de poesía;[1] cinco cartas en prosa, “escritas a muy particulares amigos suyos”, incluidas también en el manuscrito de la Silva y publicadas por primera vez en 1866; y las noticias biográficas ofrecidas por Gallardo, primero en un artículo aparecido en el número 3 de la revista El Criticón (Madrid, 1835) y después en su Ensayo. Actualmente contamos con nuevos documentos que han completado la biografía de Salazar; entre otros, cartas y poesías, antes desconocidas, inéditas o inaccesibles, y su testamento y codicilo, descubiertos y dados a conocer por Humberto Maldonado.[2]

Eugenio de Salazar nació en Madrid hacia 1530, hijo del militar y cronista Pedro de Salazar[3] y de Aldonza Vásquez de Carrión.[4] Estudió leyes en Alcalá de Henares y Salamanca y se licenció en la de Sigüenza. En 1557, casó con doña Catalina Carrillo en Toledo, donde aparentemente permaneció hasta 1560, año en que tomó el cargo de fiscal en la Audiencia de Galicia. En 1567, fue nombrado gobernador de Tenerife y La Palma en Canarias, cargo que desempeñó hasta 1573 o 1574, cuando embarcó hacia Santo Domingo para tomar posesión del cargo de oidor de la Audiencia. Su estancia en Santo Domingo sólo duró dos años. En 1576, fue nombrado procurador fiscal y promotor de justicia de la Audiencia de Guatemala. Por el soneto dedicado a la virreina Blanca Enríquez, marquesa de Villamanrique,[5] debió llegar a Nueva España antes de 1580. Entre julio de 1581 y mediados del año siguiente fue nombrado fiscal de la Real Audiencia y fue ascendido a oidor en 1589. En 1591 obtuvo el grado de doctor en la Universidad de México, donde fue rector de 1592 a 1593. Entre septiembre de 1599 y febrero de 1600, ocupó el cargo de consejero de Indias y regresó a España. Redactó su testamento en 1601 y murió el 16 de octubre de 1602.[6]

Salazar dejó escritos varios estudios y tratados jurídicos (descritos en su testamento); varias cartas en prosa[7] y una considerable producción poética (fue poeta fecundísimo), la cual permanece, prácticamente, inédita. En vida de Salazar se publicaron: un soneto en los preliminares de Diálogo entre Pedro Barrantes Maldonado y un cavallero extrangero en que cuenta el saco que los turcos hizieron el Gibraltar (Alcalá, 1566), un “Soneto a la villa de Madrid” en el libro Hispania Victrix (Medina del Campo, 1570) atribuido a su padre, y las 37 octavas que acompañan los Diálogos militares de Diego García de Palacio (México, 1583). Forman el grueso de su obra poética dos manuscritos: la voluminosa Silva de poesía, 533 folios, actualmente conservada en la Academia de Historia de Madrid,[8] y una composición alegórica de 76 folios titulada La navegación del alma.[9] Alfredo A. Roggiano hizo una ponderada síntesis de la personalidad de Eugenio de Salazar:

Salazar es escritor de educación universitaria. Sabe sus latines, conoce su Erasmo y se ha entrenado en agudezas intelectuales y técnicas retóricas. Hombre de casta y beneficiario de altos cargos burocráticos es, por tradición familiar y por la frecuentación de refinados medios sociales y círculos de cultura, un burgués hogareño con mentalidad cortesana; en cierto modo es un clerc que conoce su métier como un renacentista y que gusta portarse como criollo aprovechado. Personalidad cambiante, diestra y empeñosa, todo en él hace pensar que estaba bien preparado para resolver el conflicto estético que “tuvo que surgir cuando la raza y aun el habla de los españoles vinieron a troquelar con su sello todos nuestros elementos nativos” [A. Reyes].[10]

Sin duda, “la poesía” de Salazar está reunida en la Silva de poesía, muestrario de las formas italianizantes preferidas por los poetas de fines del siglo xvi: sonetos, canciones, elegías, epístolas, octavas, etc. La Silva se compone de cuatro partes. En la primera se reúnen las “obras que Eugenio de Salazar hizo a contemplación de doña Catalina Carillo, su amada mujer”, y está dividida en dos secciones: obras pastoriles y sonetos, canciones, etc. En la segunda parte incluye las “obras que el autor compuso a contemplación de diversas personas y para diversos fines” (otra vez, sonetos, canciones, epístolas, etc.); aquí es donde Salazar da referencia de la poesía de Santo Domingo e incluye todo lo relacionado con México. La tercera parte “contiene las obras de devoción del autor” y la cuarta las célebres cartas “en prosa a muy particulares amigos suyos”.

Hay en la Silva –como observa Menéndez Pelayo–[11] “muchas cosas medianas e insignificantes, en que la soltura degenera en desaliño, y la ternura conyugal en prosaísmo casero; pero hay en la parte erótica, es decir, en los innumerables versos hechos «a contemplación de doña Catalina Carrillo, su amada mujer», un afecto limpio, honrado y sincero, muy humano y cien leguas distante de la monotonía petrarquista”. Por otro lado, en Nueva España, como explica Méndez Plancarte, la invasión de la moda italianizante fue matizada por “la savia y el aire nuevos de sus temas históricos o descriptivos, alusiones locales y costumbristas, mexicanismos y rasgos del naciente carácter propio de sus gentes, dando al conjunto de esta poesía cierto sabor y tono ya mexicanos”.[12] Por estas razones, Méndez Plancarte incluyó en su Antología fragmentos de la “Bucólica. Descripción de la laguna de México” y de la “Epístola al insigne poeta Hernando de Herrera”.[13] En la primera, se adelanta a Balbuena y hace su propia “grandeza mexicana” describiendo con llaneza “a veces desmayada” y “realismo prosaico”,[14] en octavas de desigual factura, el entorno físico de la ciudad de México. Quizás sea un poco más ambiciosa la “Epístola al insigne Hernando de Herrera”, aunque afectada del mismo prosaísmo antes mencionado. Sin embargo, el tema hace de ella un testimonio valioso: otra vez antes que Balbuena, Salazar ofrece un riquísimo cuadro de la prosperidad cultural, científica y literaria a la que había llegado la ciudad de México, prosperidad que explica el “virreinato de filigrana” (Alfonso Reyes) alcanzado en el siglo xvii.

Una buena porción de su poesía ya realmente nos pertenece. Su Epístola a Herrera, llena de noticias sobre la cultura mexicana, lo muestra más profuso que fecundo. En cambio, es ameno cuando, en las pinturas de naturaleza, se deja invadir por el color local, sin que le empañen los ojos el recuerdo de las alegorías grecolatinas ni las convenciones del paisaje literario. Su laguna de México, su Bosque de Chapultepec, bastan para calificarlo de buen pintor de verso. Su fluidez, cunada en Garcilaso de la Vega, se eriza, a veces, de dificultosos aztequismos. Sus inventarios vegetales cobrarán ciudadanía en la poesía americana, vagos prenuncios de Andrés Bello. En el idilio de Chapultepec, el recuerdo de la Flérida, más que la leche blanca, se desarrolla inesperadamente en una sinfonía de alburas, preludio a los motivos monocromáticos que Gautier inspirará al Modernismo de Manuel Gutiérrez Nájera y de Rubén Darío.

Si en México hubiera seguido escribiendo aquellas cartas graciosas y satíricas que escribía en España, tal vez su gallarda prosa, que tanta falta nos hacía, hubiera sido de muy saludable efecto en estas tierras. Pero Salazar y Alarcón se nos volvió en México muy solemne. Hacía versos para enumerar los cargos que desempeñaba, y dejó ordenado que sus donosísimas cartas nunca se publicaran, por ser cosas de burla, y que en cambio se recogieran cuidadosamente sus “puntos de derecho”, de quien nadie se acordará jamás. 

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