Enciclopedia de la Literatura en México

Bernardo de Balbuena

Alfonso Reyes
1958 / 10 dic 2018 11:34

El manchego Bernardo de Balbuena, obispo en las Antillas, está incorporado al parnaso mexicano y es figura sobresaliente en la poesía hispana de aquella época. Dedicará totalmente a México su poema Grandeza mexicana, primer grande obra de nuestra lírica; y volverá a recordar a México en sus obras posteriores, El siglo de oro en las selvas de Erífile, novela pastoral en metro, y El Bernardo o Victoria de Roncesvalles, epopeya artística. Está orgulloso de sus dos patrias, es ya un poeta superior, y en él apreciamos un monumento de ese alejandrinismo moderno que ya todos llaman barroco. Sus notas de mayor facilidad se dan en la Grandeza; las de estilo más ajustado, en la novela pastoril; las más ricas y robustas, en el poema épico. Dejando de lado sus obras secundarias en prosa o verso, la poesía de tema mexicano es, en Balbuena, no una poesía tropical y fogosa como alguna vez se ha dicho, sino urbana, acicalada y hasta geométrica. Se adelanta al churrigueresco, y anuncia las revoluciones poéticas del Siglo de Oro por caminos independientes. Su Grandeza, poema en airosos tercetos, es un ostentoso mural sobre la ciudad de México, sus caballos, sus monumentos, teatro, letras, elegancias, oficios, etcétera, cuidadosamente dibujado e iluminado con alegre paleta. 

Bernardo de Balbuena[1] es uno de los poetas más importantes de la transición novohispana del Renacimiento al Barroco.[2] Al referirse a su obra literaria, la crítica ha sido unánime en la valoración de sus aciertos estilísticos. Sabemos de los elogios que le prodigaron Cervantes (“Éste es aquel poeta memorando, / que mostró de su ingenio la agudeza / en las selvas de Erífile [sic] cantando”),[3] Quevedo[4] y Lope de Vega (“…Doctísimo Bernardo de Balbuena… ¡Qué bien cantaste al español Bernardo, / qué bien al Siglo de Oro!...).[5] A mediados del siglo xix, Manuel José Quintana escribe: “Gozan [las églogas de Siglo de Oro] en la estimación pública el lugar más próximo a las de Garcilaso. Sin duda lo merecen, atenida la propiedad del estilo, la facilidad de los versos, la oportunidad y frescura de las imágenes y la sencillez de la invención”[6] Incluso Menéndez Pelayo tiene elogios para la poesía de Balbuena: “tan nueva en castellano cuando él escribía, tan opulenta de color, tan profusa de ornamentos, tan amena y fácil, tan blanda y regalada al oído cuando el autor quiere, tan osada y robusta a veces, y acompañada siempre de un no sé qué de original y exótico, que con su singularidad le presta realce, y que en las imitaciones mismas que hace de los antiguos se discierne”.[7] Finalmente, hay que destacar los juicios de Pedro Henríquez Ureña: “Al contrario de Garcilaso y Alarcón, Valbuena es un artista francamente barroco. Pertenece a una era de invención y tiene genio inventivo […] La principal contribución de Hispanoamérica al barroco, en literatura, llegó a través de Valbuena […] Si el arte de hacer antologías estuviera más de moda en los países hispánicos, Valbuena podría salvarse para una posteridad indiferente que, por falta de atención, pierde algunas de las notas más tiernas, las descripciones más brillantes y los versos más bellos que pueden encontrarse en el idioma”.[8]

Bernardo de Balbuena nació en 1562 en Valdepeñas (La Mancha)[9] y fue hijo ilegítimo de Francisca Sánchez de Velasco y de Bernardo de Balbuena. A los dos años de edad, su padre lo trajo a vivir a Nueva Galicia, donde los Balbuena tenían propiedades en los pueblos de Guadalajara, Compostela y San Pedro Lagunillas.[10] Aquí transcurrió la infancia del poeta. Para 1570 ya vivía en Guadalajara; en esta ciudad empezó sus estudios. Hacia 1580, durante el virreinato de Martín Enríquez de Almanza, llegó a la ciudad de México y cursó los estudios de artes y teología.[11] A los 24 años inició la carrera eclesiástica y tomó los hábitos en Guadalajara, de donde fue capellán. En 1592, fue nombrado cura  beneficiado de las minas del Espíritu Santo y partido de San Pedro Lagunillas.

Desde 1585 lo encontramos trabajando activamente en la vida literaria de Nueva España. En ese año participó en un certamen poético en honor del Santísimo Sacramento (certamen que formó parte de los festejos celebrados para el Tercer Concilio Provincial Mexicano), en el cual una composición suya fue premiada. Ese mismo año participó, y triunfó, en otro certamen realizado a la llegada del virrey marqués de Villamanrique. Tenía entonces 23 años y él mismo se ufana de sus prontos éxitos literarios en competencias: “donde han entrado trescientos aventureros, todos en la facultad poética ingenios delicadísimos y que pudieran competir con los más floridos del mundo”.[12] Todavía en 1590 volvió a participar y a ser premiado en un certamen celebrado en honor al nombramiento como virrey de don Luis de Velasco.[13]

Los diez años que transcurren a partir de 1592 son los de mayor actividad literaria. En ese año comenzó a escribir El Bernardo y Siglo de Oro en las selvas del Erifile.[14] En 1602, en un viaje a Culiacán, conoció a doña Isabel de Tovar y Guzmán, quien le encargó una descripción de la ciudad de México.[15] Esta petición, junto con la seducción ejercida por la capital colonial en Balbuena, son la génesis de la Grandeza mexicana,[16] compuesta entre 1602 y 1603 e impresa en 1604 junto con el “Compendio apologético en alabanza de la poesía”.[17]

En 1606, buscando mejores cargos, viajó a España, donde dos años después publicó su novela pastoril Siglo de Oro en las selvas de Erifile[18] (escrita a imitación de la Arcadia de Sannazaro), apadrinada, entre otros, por Lope de Vega y Quevedo. En España también —como ya mencioné (cf. supra, n. II)—, en 1607 obtuvo el grado de doctor en la Universidad de Sigüenza aunque Balbuena aspiraba a un puesto en la metrópoli, lo que consiguió, en 1608, fue ser elegido abad de Jamaica, a donde partió a mediados de 1610. No era la administración de esta pequeña, pobre y remota colonia el fin que perseguía, por lo que siguió tratando de mejorar su situación. En 1619 fue nombrado obispo de Puerto Rico, aunque llegó a la isla en 1623.[19] Cinco años más tarde, el poeta tuvo la satisfacción de ver impresa, en España, su última obra, El Bernardo o la Victoria de Roncesvalles:[20] "el que pudo ser su primer libro, aquel en que había mucho del vigor juvenil de un bachiller entregado a la lectura de epopeyas cortesanas, que acariciaba ensueños de poderío en un pueblecito de la Nueva Galicia, Salió en 1624: veinte años después de publicada de la Grandeza mexicana”.[21]

En Puerto Rico, en sus últimos años, Balbuena sufrió la pérdida de su biblioteca y de su casa, durante un ataque de piratas holandeses a San Juan de Puerto Rico en 1625.[22] Murió dos años más tarde, el II de octubre de 1627.

El Siglo de Oro, Grandeza mexicana y El Bernardo no fue lo único que escribió Balbuena. Hay otras obras de menor aliento e importancia e, incluso, obras perdidas. Esas obras menores forman parte no del poema, pero sí del volumen que contiene la Grandeza mexicana. La primera es una Canción al excelentísimo Conde de Lemos y Andrade, Marqués de Sarria, Presidente del Real Consejo de Indias, poesía encomiástica de circunstancia, de poco valor. La segunda, con las mismas características, se titula Al doctor don Antonio de Ávila y Cadena, arcediano de la Nueva Galicia. Dentro de este documento, conocido como Carta al Arcediano, están incluidas las cuatro composiciones juveniles que le fueron premiadas en otros tantos certámenes. Estos son: las redondillas “Carta en que Cristo consuela al alma”, del certamen de Corpus Christi de 1585; otras redondillas parte de las fiestas para recibir al virrey marqués de Villamanrique, en 1586; otra composición en redondillas “Carta al rey Felipe ii, que está en el cielo, en agradecimiento de haber enviado por virrey a Don Luis de Velasco”, del certamen de recepción al virrey en 1590, dentro del cual también triunfó con unas quintillas tituladas “Exposición de una empresa de tres diademas y siete letras sobre ellas que decían ALEGRÍA”. Todas estas composiciones tienen un interés meramente histórico: obras juveniles que dan cuenta de la afición y auténtica vocación por las letras y los versos de Bernardo de Balbuena. Otro testimonio de esa vocación, aunque es difícil saber si se trata de una obra juvenil, es el escrito que se encuentra al final del volumen de la Grandeza mexicana, en prosa, sin relación con la obra principal, que el autor llama “Compendio apologético en alabanza de la poesía”: una auténtica “poética” y posiblemente de los primeros “ensayos” sobre el  tema, escritos en Nueva España.

De un soneto incluido en los preliminares de la Grandeza mexicana, deduce Rojas Garcidueñas la existencia de otras obras, hoy perdidas. El soneto, dedicado por don Miguel Zaldierna de Maryaca al autor, es el siguiente:

Espíritu gentil, luz de la tierra,
sol del Parnaso, lustre de su coro,
no seas más avariento del tesoro
que ese gallardo entendimiento encierra.

Ya Erifile fue a España, desencierra
de ese tu Potosí de venas de oro
el valiente Bernardo, y con sonoro
verso el valor de su española guerra.

No te quedes en sola esta Grandeza,
danos tu universal Cosmografía,
de antigüedades y primores llena.

El divino Cristíados, la alteza
de Laura, el arte nuevo de Poesía,
y sepa el mundo ya quién es Balbuena.[23]
(vv. 17-22)

A las tres obras ya conocidas, habría que añadir entonces: un Cosmografía, algo titulado El Cristiados(?), algún poema "A Laura" y un Arte nuevo de poesía.[24] que confirmaría el interés de Balbuena por la reflexión teórica en torno a su oficio:[25] “[la pérdida] es de todo punto lamentable porque esa obra de Balbuena fue primigenia en su especie: como ensayo de teoría y de crítica fue el primer estudio de tal índole y el primero en juzgar las condiciones de la producción literaria, en este Nuevo Mundo, y fue, por lo mismo, una de las más claras proyecciones del renacentismo europeo floreciendo en las tierras de esta Nueva España”.[26

Alfonso Reyes
1946 / 11 dic 2018 09:17

Está incorporado a nuestro parnaso. Si pertenece a la Mancha por su nacimiento y a las Antillas por su episcopado, nos pertenece por su educación y su poesía. Acaso debe a su permanencia juvenil en la Nueva España, singularmente en la Nueva Galicia —y aun a la soledad y aburrimiento de su provinciana parroquia—, la elaboración fundamental de sus libros. Si sólo dedicó totalmente a México su poema sobre la Grandeza mexicana, vuelve a recordar a México en sus obras posteriores: El siglo de oro en las selvas de Erífile, novela pastoril en metro que contiene una miniatura de la Grandeza mexicana, y El Bernardo o Victoria de Roncesvalles, epopeya donde la tristísima figura del Nayarit vuelve, de pronto, idílicamente embellecida por el recuerdo. En su corazón de gran poeta se confundían el amor de sus dos patrias y el orgullo de las dos distintas grandezas. Y el mismo arte de componer en un solo cuadro dos mundos diferentes se revela en su rara virtud para actualizar las imágenes antiguas o naturalizar las evocaciones italianas que constantemente visitaban su espíritu, prestándole ese singularísimo y extraño sabor calificado de “clasicismo romántico”, y haciendo de su poesía un monumento de ese alejandrinismo moderno que ya todos llaman el barroco.

En natural evolución, la crítica encuentra la Grandeza mexicana más espontánea y sencilla, de lectura más fácil; la novela pastoril, más justa de estilo; y el poema heroico, más rico y trascendente. Pues, como decía Mira de Amescua, no tenía España otro poema comparable.

Dejando las páginas secundarias —aquella prosa que es escudero del verso—; lamentando la pérdida de otros trabajos, cuya sustancia se antoja que volcó y diluyó en los tres libros principales; prescindiendo de los temas no mexicanos —aunque por todas las zonas de su poesía circuló siempre nuestra atmósfera—, podemos repetir con su crítico que, al revés de fray Antonio de Guevara, Balbuena ha querido ofrecernos una “alabanza de la corte y menosprecio de la aldea”.[1]  

Su nota característica no está, como se aseguró de memoria, en el ímpetu y la feracidad tropicales (su paisaje es casi siempre erudito), sino en la exaltación de la Polis, de la ciudad, de la obra humana que asea y reedifica la naturaleza. Su fantasía misma se halla estimulada por la templanza del clima y la transparencia del altiplano; la cual, como alguna vez hemos escrito, ofrece el paisaje organizado, donde los ojos yerran con discernimiento, la mente descifra cada línea y acaricia cada ondulación. El colorido y la suavidad no estorban a la osadía y al nervio. Su colorismo no es abigarramiento, y hasta entiende de claroscuro. El mural palpita con el desfile donde nunca hay embarazos de tránsito.

Balbuena se adelante al churrigueresco, así como entra en las revoluciones poéticas del Siglo de Oro por caminos independientes. Y si su retablo es abultado de relieves, ello no se debe a la hinchazón o desorden de las pretendidas exorbitancias americanas, sino a una estética o a una retórica conscientes, que gobiernan imperiosamente la palabra, obligándola a rendir toda su elocuencia: propia metáfora del “medido jinete y su acicate, en seda envuelto y varia plumería”, que cabalga por la señorial avenida de los tercetos.

Si es cierto, como quiere Quintana, que Balbuena dio a la musa española “oro en gran cantidad y de elevados quilates”, devolvámosle el símil advirtiendo que Balbuena no sería entonces volcán, ni yacimiento virgen, sino buscador, minero, orive, acuñador y artífice.

“Aquel pródigamente darlo todo” no fue locura: es método. El terceto no consiente alaridos. El poema mismo está sometido a un programa riguroso y verdaderamente geométrico que, por supuesto, no tiene el mal gusto de respetar al pie de la letra. Consta de nueve cantos en tercetos, y cada canto responde a cada uno de los versos de la octava inicial, que viene a servirle de sumario; a excepción del séptimo, el cual, por su naturaleza, se divide en dos miembros. Y nótese que se trata del penúltimo endecasílabo, como si el análisis se adelgazara aquí, para luego recoger la síntesis en el canto final:

De la famosa México el asiento,

origen y grandeza de edificios,

caballos, calles, trato, cumplimiento,

letras, virtudes, variedad de oficios,

regalos, ocasiones de contento,

primavera inmortal y sus indicios,

gobierno ilustre, religión y estado:

todo en este discurso está cifrado.   


J. van Horne, Bernardo de Balbuena: biografía y crítica, Guadalajara, 1940.—Cfr. en Bernardo Balbuena, Grandeza mexicana y Fragmentos del Siglo de Oro y El Bernardo, México, Bibl. del Estudiante Universitario, n° 23, 1941, el prólogo de F. Monterde. 

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Cristóbal Cabrera Juan Bautista Corvera Pedro de Trejo Pedro de Ledesma José de Arrázola Juan Pérez Ramírez Juan de la Cueva Francisco de Terrazas Fernán González de Eslava Pedro de Hortigosa Eugenio de Salazar Florián Palomino Catalina González de Eslava Fray Fernando Bello (Vello) de Bustamante

Bernardo de Balbuena. Regalos, ocasiones de contento.

Editorial: Dirección de Publicaciones de la UNAM
Lectura a cargo de: Juan Stack
Estudio de grabación: Universum. Museo de las Ciencias
Dirección: Margarita Heredia
Música: Gustavo Rivero Weber. Piano
Operación y postproducción: Esteban Estrada / Cristina Martínez / Flor Falconi
Año de grabación: 2009
Género: Ensayo
Temas: Bernardo de Balbuena, poeta manchego (Valdepeñas, España 1562- San Juan de Puerto Rico, 1627), vivió en México varios años, donde escribió Grandeza mexicana, un elogio a la capital de la Nueva España. Se trata de un poema laudatorio escrito en versos de octava real donde los primeros anuncian cada uno de los temas: “De la famosa México el asiento,/ origen y grandeza de edificios,/ caballos, calles, trato, cumplimiento,/ letras, virtudes, variedad de oficios,/ regalos, ocasiones de contento,/ primavera inmortal y sus indicios,/ gobierno ilustre, religión, estado,/ todo en este discurso está cifrado.” Aquí presentamos la lectura de la quinta parte del poema, “Regalos, ocasiones de contento”, donde se describe la ciudad de México como un espacio idílico por sus múltiples motivos de recreación, joyas, fiestas, pasatiempos y toda clase de delicias para el paladar. Así como Hernán Cortés relatara su deslumbramiento ante la ciudad de Tenochtitlan (véase La gran Tenochtitlan en esta misma serie), Balbuena dedica este poema a plasmar las riquezas de la ciudad colonial. Este texto forma parte del libro Ocasiones de contento, de la colección Pequeños grandes ensayos, de la Dirección de Publicaciones de la UNAM. D.R. © UNAM 2009