La crítica literaria del Renacimiento se basaba sobre todo en la fusión de dos tratados antiguos:[1] la ya conocida Ars poetica de Horacio y la recién redescubierta Poética de Aristóteles. Los comentaristas italianos usaban tanto esta Poética como las retóricas de Aristóteles y de Cicerón para ampliar y reformular los preceptos horacianos. Esta fusión, bien establecida ya en 1555, se propagó en toda Europa. En España, según nos explica Vilanova, encontramos tales ideas implícitas en las anotaciones que publicaron Francisco Sánchez de las Brozas (1574) y Fernando de Herrera (1580) sobre la poesía de Garcilaso de la Vega, vista ya como texto clásico principal de España. Las anotaciones de Herrera contienen discursos sobre muchos temas poéticos renacentistas y por lo tanto constituyen un curso de poética platónica; en ellas vemos la base de una doctrina española de la erudición poética, según la cual el poeta moderno tiene que estudiar mucho para poder imitar los mejores modelos latinos y griegos.
Menos importantes son las poéticas del petrarquismo, que son esencialmente tratados de arte métrico. El humanismo se impone de nuevo en la preceptiva aristotélica de la Filosofía antigua poética (1596) de A. López Pinciano; esta preceptiva se desarrolla de forma más barroca en las obras de F. Cascales (1617 y 1634). La nueva poesía de Góngora, a principios del siglo xvii, provocó un fructífero debate entre sus defensores, llamados despreciativamente los culteranos, y sus enemigos conservadores, llamados más tarde conceptistas. La gran poética y retórica de la poesía barroca, sea culterana o conceptista, es la obra de B. Gracián titulada Agudeza y arte de ingenio (1642-1648), en la cual se cita más a Góngora que a ningún otro poeta. Tanto la tradición clásica de la poesía como la poesía barroca de Góngora tuvieron una influencia de gran peso en la cultura literaria de la Nueva España.
Alabanza de la poesía y del humananismo
Como ha señalado Georgina Sabat de Rivers,[2] la Grandeza mexicana (México, 1604) de Bernardo de Balbuena, poeta formado en México, contiene dos obras menores repletas de erudición y teoría poéticas: la “Carta al arcediano” y el “Compendio apologético en alabanza de la poesía”. Estas obras pertenecen no tanto a la tradición de las poéticas formales como a la de las alabanzas de la poesía, alabanzas que son invitaciones al estudio de la poesía clásica. Antonio Cornejo Polar, en su edición y estudio del peruano “Discurso en loor de la poesía”, había citado hacía años a E. R. Curtius para demostrar que existía esta erudita tradición de la alabanza de la poesía.
Curtius[3] empieza y termina su estudio con el Panegyrico por la poesía (1627), publicado en Montilla (Andalucía) por un tal Fernando de Vera y Mendoza. El resumen del Panegyrico que nos da el sabio alemán, en cinco densas páginas (pp. 769-774), apunta los tópicos principales de esta alabanza de la poesía y nos da una idea de su lujo de citas eruditas, tanto antiguas como modernas, las cuales sin duda son muchas veces de segunda mano. La poesía es alabada como el arte y la ciencia más universal, y se da una lista de sus usos sociales, morales e incluso medicinales. Pero varios años antes del Panegyrico se redactaron en América dos importantes alabanzas de la poesía, alabanzas que Curtius desconocía: el ya mencionado “Compendio apologético en alabanza de la poesía”, escrito en prosa por Bernardo de Balbuena, el cual sirve como epílogo de su Grandeza mexicana, y el “Discurso en loor de la poesía”, escrito en tercetos encadenados por la peruana “Clarinda”, el cual sirve como prólogo de la Primera parte del Parnaso antártico, publicada por Diego Mexía (Sevilla, 1608). A la misma tradición pertenece la Panegírica declamación por la protección de las ciencias y estudios ... (1664) escrita por Juan de Espinosa de Medrano (“el Lunarejo”), autor también del significativo Apologético a favor de don Luis de Góngora (Lima, 1662).
John Van Horne, el editor moderno de Balbuena,[4] nos da este resumen de su “Compendio”:
En su deseo de defender a la poesía contra sus detractores y a sí mismo contra los eclesiásticos austeros, Balbuena se ocupa del origen hebraico, y por consiguiente legítimo, de la poesía, de la relación de la poesía con la música y de la antigüedad de las dos, de la música de las esferas, de la belleza literaria de la Biblia, de la poesía como estímulo a la virtud, de la culpa que tienen los malos poetas de la mala fama de la poesía, del amor a la poesía de los grandes príncipes, de los censores de la poesía, y de la poesía española. En la mayor parte de sus apuntes Balbuena sigue con fidelidad, a veces casi verbal, la materia de sus fuentes (p. 18).
Como dice el mismo Van Horne, el “Compendio” da al lector una primera impresión de gran erudición, pero en efecto la biblioteca de Balbuena no podía ser tan extensa, y él mismo nos revela francamente las fuentes principales de sus numerosas citas (Grandeza, p. 143). Estas fuentes son dos obras enciclopédicas, publicadas y reimpresas más de una vez en el siglo xvi. En primer lugar, La piazza universale di tutte le professioni del mondo, que había de utilizar también Vera y Mendoza, le daba a Balbuena información sobre literatura laica y pagana; y, en segundo lugar, las Quaestiones quodlibeticae, escritas por un fraile salmantino (Alonso de Mendoza), le aportaban mucha erudición sobre poesía bíblica, con citas de fray Luis de León. También Balbuena probablemente consultó el Catalogus gloriae mundi, escrito por un erudito francés (Barthélemy de Chasseneux, 1480-1541), el cual tiene una sección titulada precisamente “De laude poetarum”.
Balbuena dice que quiere defender la fama del poeta y la poesía porque está muy venida a menos; también quiere responder a “otros temores y sospechas de gustos demasiadamente melindrosos” (Grandeza, p. 143), lo cual parece ser una referencia a ciertas censuras eclesiásticas. Su defensa se basa fundamentalmente en la autoridad de los muchos textos que cita, tanto de la antigüedad clásica como de la Biblia, tanto de los padres de la Iglesia como de los humanistas del Renacimiento. Si la fama de la poesía ha decaído, dice Balbuena que:
no es culpa del arte capacísima en sí de mil secretos y divinidades, sino de los que con flaco talento y caudal la infaman y desacreditan, arrojándose a ella, sin letras, experiencia y espíritu, y sin aquel gran caudal de ingenio y estudio que para su eminencia es necesario, enloquecidos y llevados de un antojo y furor vano, y de la ciega presunción que cada uno tiene en sí mismo de sus cosas, y porque ninguna hay más atrevida que la ignorancia, y al fin ésta sola es la que a fuego y sangre le hace la guerra, con mil estragos y desenvolturas humillándola con pensamientos bajos, a cosas lascivas, torpes y deshonestas, o tan sin fundamento, entidad y valor que son de todo punto indignas de la estimación humana y de que suenen y se oyan en oídos honestos y graves (Grandeza, pp. 147-148; hemos modernizado la ortografía).
Evidentemente, esta alabanza de la buena poesía es a la vez una denuncia de la poesía mala, la de los ignorantes e incultos. Hacia el final del “Compendio” Balbuena nos da una larga lista de poetas clásicos e italianos, españoles y criollos, señalando su alta categoría social. El grupo de poetas españoles modernos empieza con el rey don Juan ii y continúa con bien conocidos nombres (entre otros casi desconocidos) como los del marqués de Santillana, Garcilaso, don Fernando de Acuña, don Diego Hurtado de Mendoza, el conde de Villamediana, el “agudísimo” don Luis de Góngora, y “el gran don Alonso de Ercilla y Zúñiga, más celebrado y conocido en el mundo por la excelencia de su poesía que por la notoria y antigua nobleza de su casa y linaje ...”. Sigue la lista de Balbuena con nombres de poetas americanos: “y en nuestros occidentales mundos el gran cortesano don Antonio de Saavedra y Guzmán, los acabados ingenios de los dos famosos Carlos, uno de Samano y otro de Arellano, mariscal de Borobia, el discreto don Rodrigo de Vivero, el estudioso don Lorenzo de los Ríos y Ugarte, que con heroica y feliz vena va describiendo las maravillosas hazañas del Cid ...”. La peroración de esta alabanza de la poesía culmina en la alabanza de la ciudad de México:
De manera que a esta cuenta la poesía capacísima es en sí de todas las grandezas que aquí le hemos dado; y así no está en el nombre ni en la ciencia la falta, sino en la elección de sus profesores, que eligen ocasiones y sujetos humildes, para ocuparse y señalarse en ella. Y aunque yo conozco y sé esto, y la que aquí escribo no es del todo divina, es a lo menos honesta y grave, y en el sujeto heroica, y no por términos del todo humildes ni fuera de las leyes y condiciones del arte, como lo mostrará algún día el que de esta facultad tengo hecho, sacado de las fuentes de la filosofía de Platón, Aristóteles, Horacio y otros. Mas ahora basta para recomendación de estos breves discursos, y de los escrúpulos que han reparado en ellos, que no son en el sujeto tan humildes y caídos que no traten las grandezas de una ciudad ilustre, cabeza y corona de estos mundos occidentales, famosa por su nombre, insigne por su lugar y asiento y por su antigua y presente potencia conocida y respetada en el mundo, y digna por las grandes partes que en ella concurren de ser celebrada por casi única y sola; y de un heroico y santo prelado que, dejando por ahora otras partes de valor, santidad y nobleza más proprias suyas que del sol la luz con que resplandece, es dignísimo arzobispo y cabeza espiritual de ella, de manera que mi poesía en estilo heroico y grave trata de la más noble, de la más rica y populosa ciudad de esta nueva América y del que en lo espiritual es el supremo pastor y gobierno de ella ... (Grandeza, p. 166)
Vemos que en este caso la alabanza de la poesía forma parte de la alabanza y glorificación de México, corte virreinal de la Nueva España.
Se debe subrayar un hecho fundamental de la alta cultura española y colonial: en los siglos xvi y xvii la mayor parte de los libros impresos estaban escritos en latín, y los poetas cultos y eruditos en todas partes leían y estudiaban seriamente estos libros (véase Breisemeister). Tales eruditos, formados muchas veces en los colegios de los jesuitas, constituían la cumbre de la llamada “ciudad letrada”; tanto los criollos de la colonia como los peninsulares de la madre patria eran fundamentalmente bilingües, o diglósicos, en sus lecturas. Para los intelectuales de esa época, los cuales leían a los clásicos antiguos en latín, los textos más importantes de Petrarca, por ejemplo, no eran sus Rimas italianas sino sus obras latinas: sus epístolas en verso y en prosa, su De remediis utriusque fortunae, su Secretum meum. El espíritu innovador de los humanistas cristianos como Erasmo, Vives y Tomás Moro y la nueva ciencia de Copérnico y de Galileo se expresaban, se divulgaban y se estudiaban en libros escritos en latín; sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo, no hubiera podido leer a su admirado Atanasio Kircher sin saber latín. Las interminables citas de autoridades latinas, tanto antiguas como modernas, que se encuentran en las alabanzas de la poesía no eran meras pedanterías sino la sangre de la vida poética e intelectual, un modo insustituible de acumular ideas, de pensar y de comunicarse internacionalmente. Y, como hemos visto en la gran alabanza de la poesía escrita por Balbuena, ya a principios del siglo xvii las colonias españolas también estaban a la altura de los tiempos en cuanto a esta erudición clásica y neolatina.
Durante la colonia se compusieron en México numerosos tratados de retórica, que han sido estudiados en detalle por Ignacio Osorio Romero[5] y más recientemente por Paul Abbot.[6] Asimismo, se podría confeccionar una lista de textos que incorporarían, de diversas maneras, el tema o topos de la defensa de la poesía.[7] Igualmente, podríamos coleccionar sin mayor dificultad textos que reflejasen la controversia tan trillada en la Edad de Oro entre antiguos y modernos. Estos textos, sin embargo, con algunas notables excepciones, no son obras originales, pues se limitan a repetir fórmulas demasiado conocidas. La mayoría de éstas, además, no están dedicadas plenamente al tema, sino que son consideraciones incluidas como parte de textos con otra intención y objetivos diferentes.
Dentro de la línea de defensa de la poesía, sin embargo, se levanta una voz original que emplea el viejo topos de manera diferente: sor Juana Inés de la Cruz. El comentario que nos ocupa aquí es, en realidad, muy breve, y es también parte de otro texto con un fin completamente diferente: apenas unas páginas de su famosa Respuesta a sor Filotea de la Cruz (1691).[8] Sin embargo, en poco espacio, sor Juana retoma la defensa de la poesía, y al hacerlo se incluye ella misma dentro de la tradición, y a la vez genialmente la subvierte. Nos referimos aquí a la sección de la Respuesta que comienza “Pues si vuelvo los ojos a la tan perseguida habilidad de hacer versos –que en mí es tan natural, que aun me violento para que esta carta no lo sean” (Respuesta, p. 469). Sor Juana inicia su argumentación postulando que la poesía en sí misma no es mala ni lo son los versos de los poetas: “he buscado muy de propósito cuál sea el daño que puedan tener y no le he hallado” (Respuesta, pp. 469-470). Antes bien, los versos “los veo aplaudidos en las bocas de las Sibilas; santificados en las plumas de los Profetas, especialmente del Rey David” (Respuesta, p. 470). Luego cita los consabidos nombres de la Biblia y de la patrística, típicos en este tipo de defensa: “Los más de los libros sagrados están en metro, como el Cántico de Moisés; y los de Job, dice San Isidoro, en sus Etimologías, que están en verso heroico. En los Epitalamios los escribe Salomón; en los Trenos, Jeremías” (Respuesta, p. 470). Más aún, la misma “Iglesia Católica no sólo no los desdeña, mas los usa en sus Himnos” (Respuesta, p. 470), y en verso, nos dice, escribieron santo Tomás, san Isidoro, san Ambrosio, san Buenaventura, san Gregorio Nacianceno. Pero el toque verdaderamente genial de su argumentación es que “La Reina de la Sabiduría y Señora Nuestra, con sus sagrados labios, entonó el Cántico de la Magnificat” (Respuesta, p. 470), lo que eleva a la poesía al nivel de mayor perfección posible. Con sutil retórica retoma la argumentación tradicional para aseverar, otra vez siguiendo el topos, que los versos “¿cuál es el daño que pueden tener ellos en sí? Porque el mal uso no es culpa del arte, sino del mal profesor que los vicia, haciendo de ellos lazos del demonio” (Respuesta, p. 470). El próximo paso dentro de la lógica del texto es obvio: “Pues si está mal que los use una mujer, ya se ve cuántas los han usado loablemente; pues ¿en qué está el serlo yo?” (Respuesta, p. 470). Tan cuidadosa lógica le ha servido a sor Juana para defender, otra vez, su talento y genio poético, no como voz única, sino como parte de un destacado grupo de escritoras que cuentan entre su número nada menos que a la Virgen María.
La poética más novedosa y original de las letras coloniales es, sin lugar a dudas, La Thomasiada, al sol de la iglesia y su doctor santo Thomás de Aquino, de Diego Sáenz de Ovecuri, impresa en Guatemala por Joseph de Pineda Ybarra, el año 1667 (aunque la censura, aprobación, etc., son de 1664). Éste es un libro muy raro, aunque lo mencionan tanto Marcelino Menéndez Pelayo como José Toribio Medina y lo fichan todos los grandes bibliógrafos del siglo pasado: Beristáin, Salvá, Catalogue Heredia, Salazar, Catalogue Chaumette des Fossés, Brunet. No hay ninguna edición moderna del mismo, y el único estudio sobre el texto es el de David Vela.[9] Beristain y José Toribio Medina ofrecen datos biográficos de gran valor sobre Sáenz de Ovecuri. Medina (1910) recoge un manuscrito que atribuye a un franciscano llamado fray José de León, quien explica que el poeta:
aprendió todas las matemáticas sin maestro, aritmética, cosmografía, perspectiva, astrología, y escribió tratados curiosos sobre estas y otras materias. Siempre fue pobrísimo en su trato, y en su corazón despegadísimo de todas las cosas temporales; muy afable en su comunicación y tan amigo de enseñar que se estaba todo un día explicando a cualquier estudiante un punto de súmulas si fuese necesario; incansable en leer y estudiar, solía estarse día y noche sin apartar los ojos del libro y si no fuere necesario el comer o ir al coro no dejaba el libro. Tenía vista milagrosa, porque siendo niño cegó y su madre lo llevó en romería a un Santo Cristo en su tierra. Decía el dicho padre maestro que cuando iba al Santo Cristo, pasó por un puente del río Duero, junto a Vitoria, y que oía el ruido mas no veía el agua, y después de nueve días que estuvo en romería volvió con vista tan perfecta como milagrosa (p. 17).
Gracias a este documento y a otros informes eclesiásticos, sabemos que Sáenz de Ovecuri era vizcaíno, nacido en Villasagra, se ordenó como dominico en Vitoria, y vino al Nuevo Mundo temprano en el siglo xvii (véase la edición de Vela). Llegó a ser Calificador del Santo Oficio en Guatemala, y se ganó, como hemos visto, fama de sabio y santo. Murió el 19 de marzo de 1678 a las once y media de la mañana. En un documento de un Padre Cano se narra su muerte:
Escupió y vio que echaba sangre; desgarró más y echó una bocarada; conoció lo que era y dijo: “¡Jesús, que me muero! Llévenme a la celda”. No fue menester que lo llevaran, porque él por sus pies fue subiendo poco a poco; íbanle teniendo una bacía por delante, que llevaba llena de sangre. Cuando llegó a la celda ya iba con sudor mortal: sentóse en una silla: trajeron el santo óleo y dándoselo a toda prisa, dentro del breve rato murió sentado en la silla (p. 17).
Su obra, según aclara en su prólogo o “Isagoje a los lectores” (sin foliación), narra la vida de santo Tomás de Aquino, pero “cuantos han escrito la vida de nuestro santo, la han escrito de una manera, yo la tengo que escribir de muchas, y en muchas diferencias de verso, en 150”. Es decir, no sólo se limitará a la hagiografía, sino que “los poetas castellanos, sin necesitar de Rengifo, hallarán en este libro casi toda la teoría y práctica de la poesía”. Sáenz de Ovecuri quiere superar a Rengifo, por lo que su obra cumple todos estos propósitos a la vez. Es decir, la obra pretende lograr cinco objetivos simultáneamente. Es, pues, a] una vida de santo Tomás de Aquino y b] un manual de teoría poética; c] está escrita en verso; d] y resuelve simultáneamente los problemas de versificación planteados con textos originales. Además, e] las rimas de los poemas están organizadas de modo que, al igual que la obra de Rengifo, pueda utilizarse el texto como un diccionario de rimas. Ovecuri está tan orgulloso de este hecho, que no duda en declarar que “Los romances contienen todas las asonancias posibles”, y “De cada diferencia de versos, pongo a lo menos una plana, para que el estudiante no sólo las aprenda, sino las sepa proseguir”. Además, “Aunque el libro de Rengifo exceda en mucho al mío, has de confesar por mayores mis desvelos, porque los de aquél son trabajos de otros [poetas] y los míos ejecutados por mí”. Una última razón de orgullo es que todo el poema, con sus laberintos, problemas, complicaciones y curiosidades, le tomó menos de un año componer, escribir y limar cuidadosamente.
El desarrollo de sus ideas teóricas sigue el esquema típico en otros preceptistas. Comienza con la tradicional defensa de la poesía, citando a los mismos poetas clásicos, bíblicos y españoles que citan los autores coloniales. Luego, al igual que había hecho Balbuena, se plantea el problema de la diferencia entre historia y poesía. Es aquí, en esta trillada disputa, donde empieza a surgir lo que podríamos llamar la conciencia hispanoamericana de Ovecuri. Esta tendencia será cada vez más importante en su obra. Para definir poesía, en vez de citar a una de las tradicionales fuentes teóricas, se basa en los tratados del Colegio Mexicano de la Compañía de Jesús: “Es la poesía, dicen estos maestros excelentes de la composición, un arte que finge las acciones de los hombres, y las explica en verso, para componerles la vida en razón de arte. Conviene con las demás, en razón de fingir, etc. Se diferencia, porque las demás artes no fingen, sino que dicen las cosas de la manera que son.” Aunque los postulados que sostiene no son originales, es de gran valor el hecho que prefiera usar una autoridad del mundo colonial, en lugar de citar a Aristóteles o alguno de sus comentaristas. A continuación se plantea el problema del verso o la prosa para escribir poesía. Sáenz de Ovecuri rechaza la posibilidad de escribir poesía en prosa, puesto que poesía es “fingir en verso”. Para aclarar su punto menciona los Sueños de Quevedo, y especifica que no son poesía, mientras que su Thomasiada “finge versificando, luego este libro es poema”.
Defiende, por supuesto, a Góngora, pero no recomienda que se le imite: “Dejen al grande don Luis de Góngora, y a quien, si puede ser que haya algo imitado en su estilo, jamás de otro alcanzado”, lo que no impide que dentro de su texto lo imite él mismo de vez en cuando. Pero la Thomasiada no es un poema culterano. Su modelo, y el poeta al que dedica su admiración y su defensa, es Lope de Vega. “Con ser Madrid”, nos dice, “uno de los mejores lugares que hoy se conoce, en edificios y grandeza de ciudadanos, taller de ingenios y Corte del Rey de España, muchos de los que a ella venían eran más movidos por la fama de Lope de Vega, y por ser un hombre tan insigne, que por la grandeza de Madrid”. Concluye aseverando que Lope es “bastante a engrandecer él solo, no digo yo a la Corte, sino a toda nuestra España, si no a todo el mundo también”.
Pero la gran riqueza de la obra no radica en estas notas que incluye en su introducción al poema. La originalidad de Ovecuri radica en la preceptiva literaria que incluye a continuación, al narrar la vida de santo Tomás. Se inicia el poema con dos laberintos. El primero es una dedicatoria escrita en 22 octavas “que en la primera todos los versos comienzan en A, en la segunda en B, y así las demás, hasta que se acaba el alfabeto”. El segundo, que corresponde al Libro i, es una loa al santo. Este laberinto es tan complejo y tan original, que vale la pena detallarlo (y reproducirlo como ilustración a este trabajo, véase la página siguiente): consta solamente de una página, con cinco columnas de cinco quintillas. Estas columnas pueden leerse verticalmente, horizontalmente, primeros versos, segundos versos, al revés, etc., teniendo siempre rima y sentido. De tal manera, una página contiene muchas páginas, un verso contiene muchos versos. Separada de estas quintillas, se encuentran cinco más, bajo el nombre de “Llabe”. Allí se explica la manera en que se resuelve este laberinto, que según Ovecuri, “contiene un libro entero”. El mismo Ovecuri advierte que cada lector puede hallar formas nuevas de organizar (leer) el texto: “Mil quintillas hallarás / sobre mil versos, espero.” Es un poema que se autogenera, y que depende de la voluntad del lector particular para tener una realización estética.
El Libro ii narra el nacimiento, bautizo y niñez del santo. Para hacerlo, emplea 36 diferencias de versos. Ofrece ejemplos de quintillas y décimas de varios patrones métricos, de rima, combinaciones, etc. Lo más original de este libro es su empleo de sonetos de “ocho pies”, que acompaña con una nota a los estudiantes: “De la misma manera que el autor inventó este género de versos de sonetos castellanos, puedes tú también inventar octavas, canciones, silvas y cuantos versos hay en italiano.” Los siguientes libros ofrecen algunos ejemplos de los problemas técnicos más difíciles de resolver. Por ejemplo, largos romances escritos sin cada una de las cinco vocales como este fragmento sin “e”:
Por todo París la fama
corrió con tal alto orgullo
cual lucido sol con plumas
y cual astro con ligustros.
Su doctrina oyó la Zona
más apartada, y la pudo
oír gallarda la Livia,
los Indios, y los Ligurios.
Poemas construidos solamente a base de palabras esdrújulas, otros solamente de verbos, como el siguiente soneto:
Ilustrólo, adorólo, venerólo,
lucíalo, explicábalo, y amábalo,
leíalo, abrazábalo, estudiábalo,
comentólo, aprendiólo, engrandeciólo.
Limólo, adelgazólo, aquilatólo,
pensábalo, aplaudíalo, rumiábalo,
notábalo, bebíalo, alabábalo,
alzólo, enriqueciólo, decorólo.
Mirábale, apuntábale, escribíale,
llamábale, paseábale, rezábale,
suspendíale, víale, argüíalo,
cifrábalo, abreviábalo, estimábale,
doblábalo, atendíale, volvíale,
surcábalo, trepábalo, igualábale.
Diego Sáenz Ovecuri, Thomasiada al sol de la iglesia y su doctor santo Thomás de Aquino, Guatemala, Joseph de Pineda Ybarra, 1667.
No faltan las tradicionales glosas y centones sobre la obra de Góngora, y por supuesto abundan todo tipo de laberintos. Todo esto, claro está, con un fondo teológico, hagiográfico, y a veces bibliográfico: incluye un larguísimo “Índice” a las obras de santo Tomás en endecasílabos asonantados. Baste con lo señalado para dar una idea general del alcance y complicación del poema de Ovecuri. Finalmente, concluye la obra con una serie de índices, organizados en torno a tipos de versos y estrofas, y destinados a permitir el uso rápido del poema como texto de referencia. Lo más importante de toda esta serie de laberintos y problemas es que hay una clara conciencia del espacio geográfico en el que se escribe el poema. El mejor resumen de esta actitud lo hallamos en una décima “De un íntimo amigo”, que se encuentra entre las típicas de alabanza al comienzo del libro:
Yo juzgué que de Madrid
al Parnaso se subía
solo, y que en Madrid había
camino a tan docta lid.
Mas en Fray Diego advertid
Cisnes cultos del ocaso
viendo su ligero paso
la industria, el ardor, la gala,
que también de Guatemala
se sube al monte Parnaso.
En conclusión, la riquísima tradición poética de la colonia tiene una fundamentación teórica que, si bien se nutre de la europea en general, manifiesta ya ciertos rasgos que apuntan hacia un enfoque americano de la misma. Bernardo de Balbuena es el primer gran teórico de la literatura hispanoamericana, y sus trabajos en el campo, como hemos visto, cubren tanto la preceptiva como el análisis de textos. Pero Balbuena no es el único. Aunque se salga de los límites geográficos de este trabajo, es importante señalar la obra de don Juan de Espinosa Medrano, el Lunarejo, sin duda una de las figuras señeras en el desarrollo de la crítica literaria hispanoamericana.[10] Y junto a ellos una larga lista de nombres que nos obliga a que en estudios futuros sobre la poesía y la producción literaria en general de la época tengamos que referirnos, necesariamente, a la base teórica en la que la misma se asienta. Es decir, un riquísimo campo que se abre a indagaciones futuras.
Ediciones
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Cruz, sor Juana Inés de la, Obras completas, vol. 4, ed. de Alberto Salceda, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1957.
Sáenz de Ovecuri, Diego, La Thomasiada, al sol de la iglesia y su doctor santo Thomás de Aquino, Guatemala, Joseph de Pineda Ybarra, 1667.
Vera y Mendoza, Fernando, Panegyrico por la poesía, Montilla, Payva, 1627.
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