El lector es llevado por un personaje y sus andanzas hacia el centro de una sociedad de apariencias, donde los vicios son disimulados y ejercidos por todos en un simulacro social. Don Catrín es el botón de muestra y el blanco de los ataques, el mismo tiempo que se convierte en revelador de la farsa que todos llevan a cabo.
Lejos de ser una novela cómica, contiene una profunda reflexión; leerla en nuestros días significa levantarla del olvido y andar como en la casa del jabonero..., pues el que no cae, resbala.
Esta novela del Catrín —una sátira picaresca contra los lagartijos, que tan necesitados son de buenos consejos— es una pequeña y bien escrita narración que, al decir de don Guillermo Prieto, “ella sola sería bastante para hacer muy apreciable el nombre de su autor”. Y en verdad, comparada con las otras novelas de Lizardi –sin demeritar la popularidad de El Periquillo Sarniento ni la deliciosa frescura del lenguaje coloquial de La Quijotita y su prima—, la de Don Catrín de la Fachenda viene a ser, desde el punto de vista literario, la más coherente y equilibrada. “Sería yo el hombre más indolente, y me haría acreedor a las execraciones del universo —leemos al comienzo de este libro—, si privara a mis compañeros y amigos de este precioso librito, en cuya composición me he alambicado los sesos, apurando a mis no vulgares talentos, mi vasta erudición y mi estilo sublime y sentencioso.” No son palabras del autor, ni podríamos creer que fuesen las acaso sinceras de un catrín, ese cínico que no alcanza a encubrir su impostura. Éste es el relato puro y simple de un personaje, uno de los que mejor representan, a nuestros ojos, la disolución de un orden cuyo mundo estaba a punto de derrumbarse. El soberano de su miseria y de su jactancia parodia al dómine y subvierte al moralista, mientras que el escritor, que ha asumido estos papeles, dota a su personaje de un discurso que lo hará célebre a costa de sus goces y sufrimientos.