Enciclopedia de la Literatura en México

"Dulce, canoro cisne mexicano" : la poesía completa de Carlos de Sigüenza y Góngora

mostrar Introducciín

Me gusta imaginar a don Carlos de Sigüenza y Góngora afanado en sus labores de hombre de ciencia. Puedo verlo, arrimado a una ventana o trepado en alguna azotea, escudriñando el cielo nocturno a través de los vidrios redondos de sus lentes. De vez en cuando baja la vista y se concentra en los papeles sobre la mesa: traza órbitas de grafito con el compás; delinea con una pluma las costas de los astros; se estremece al pensar en el hielo que cubre los acantilados de los asteroides. Me gusta también imaginar que don Carlos, al margen de las cifras, los cálculos y los mapas estelares, de pronto garabatea un par de versos que se le venían a la mente: “...en lóbrega noche fría / sirven de sol las estrellas”.[1]

A diferencia de otros personajes de la segunda mitad del siglo xvii, como Alonso Ramírez de Vargas, Diego de Ribera, Felipe Santoyo García o sor Juana Inés de la CruzSigüenza no fue reconocido en su tiempo como poeta: para sus contemporáneos era –sobre todo– un sabio, un erudito, un científico, si se quiere. Y esa es la imagen de nuestro novohispano que heredó la posteridad: se ha hablado de sus disputas astronómicas, de sus excavaciones en Teotihuacán, de esa que algunos consideran la primer novela mexicana, los Infortunios de Alonso Ramírez, pero ¿quién podría recordar en nuestros días alguno de sus versos? Agobiado por las múltiples tareas que demandaban sus varios oficios de catedrático, capellán, cosmógrafo y otros más, Sigüenza no pudo haber escrito su poesía sino al margen. Con todo, don Carlos de Sigüenza y Góngora fue un poeta y nos ha legado una buena cantidad de composiciones en las que pueden verse los vuelos que podía alcanzar su pluma.

En las líneas siguientes, me propongo ofrecer un panorama general de la obra poética de don Carlos: sus temas, sus rasgos estilísticos, sus virtudes. Es necesario que dejemos de lado, por un momento, los tratados científicos y emprendamos una travesía por los romances, las octavas, los sonetos. Es posible que el viaje nos depare el hallazgo de luminosos astros de tinta, constelados por el sabio sobre la página, y que se han ido apagando, injustamente, con el paso de los siglos.

mostrar Constelaciones al margen

Muy pocos poetas novohispanos tuvieron la fortuna de que su obra poética reunida se imprimiera en gruesos y elegantes volúmenes: Fernán González de Eslava, cuyo teatro y lírica sacra publicó póstumamente un amigo suyo; Agustín de Salazar y Torres, cuya obra lírica y dramática fue publicada, póstumamente también, en España; o sor Juana Inés de la Cruz, cuya obra apareció reunida en tres volúmenes. La norma era que los autores, o bien no llegaran nunca a ver su poesía en letra de molde, como es el caso Eugenio de Salazar o Luis de Sandoval Zapata, cuyas obras permanecieron manuscritas por siglos; o bien dispersaran su poesía en múltiples publicaciones, como es el caso que nos ocupa.

Teniendo en cuentas las fuentes documentales de la obra poética de Carlos de Sigüenza y Góngora, podemos clasificarla en tres grandes grupos. El primero estaría constituido por dos poemas que fueron publicados dentro de obras ajenas. Uno es el soneto publicado en la obra de Diego de Ribera, Poética descripción de la plausible pompa,[2] en la que se describen los acontecimientos y festividades relacionadas con la dedicación de la catedral de México. Este soneto pertenece a una suerte de subgénero de la época, el de la poesía de preliminares, la cual iba incluida, a modo de prólogo o presentación, en las primeras páginas de un libro y estaba destinada a elogiar al autor de dicho libro. El otro poema de este grupo es un romance compuesto para las fiestas celebradas en Nueva España a raíz de la exaltación al trono de Carlos ii. Apareció en una obra de Alonso Ramírez de Vargas, dedicada a la descripción de tales festividades, Sencilla narración, alegórico fiel trasunto.[3]

El segundo grupo está constituido por aquellos poemas que forman parte de una obra mayor del propio Sigüenza: en la época virreinal, prácticamente no se imprimía nada, así fuera un tratado, un diccionario o un sermón, que no estuviera acompañado cuando menos por un soneto. Antes que nada, tenemos la canción de las Glorias de Querétaro,[4] una obra en la que Sigüenza describe las celebraciones en Querétaro a raíz de la bendición de un templo consagrado a la Virgen de Guadalupe. Después, están las diversas composiciones con que nuestro sabio engalanó su Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe,[5] la descripción del arco triunfal que el Cabildo de la Ciudad de México encargó a Sigüenza para recibir al nuevo virrey, el marqués de la Laguna. Por último, hay que considerar los varios poemas que Sigüenza compuso a raíz de dos certámenes poéticos organizados por la universidad (1682 y 1683), en los cuales fungió como secretario, y que fueron descritos en el Triunfo parténico.[6] Ser secretario de un certamen poético, de un concurso, en el siglo xvii, no consistía sólo en publicar una convocatoria, seleccionar ganadores y publicar resultados. Sigüenza, además de llevar a cabo todas las labores anteriores, tuvo que componer las quintillas donde se describen los fuegos artificiales que iluminaron el cielo el día de la premiación. Tuvo también que elaborar un par de romances con los que se abrió cada una de las justas, un soneto para darles ánimo a los concursantes; y una décima, un soneto y una silva de pareados para reverenciar al virrey. Además, a pesar de ser él mismo el secretario, participó (y ganó) en el concurso con dos sonetos y una canción. Por si fuera poco, se dedicó a escribir epigramas –entre burlones y encomiásticos– para cada uno de los ganadores (él incluido), los cuales fueron recitados en la ceremonia de premiación.

El tercer grupo es quizá el más interesante y en él están englobados los poemas que don Carlos escribió, hasta cierto punto, por cuenta propia y que fueron publicados aisladamente, como un todo en sí mismos. Así como sor Juana decía en la Respuesta a sor Filotea no recordar haber escrito nada por gusto “si no es un papelillo que llaman el Sueño”, Sigüenza pudo haber dicho lo mismo de dos “papelillos”: la Primavera indiana[7] y el Oriental planeta evangélico.[8] La primera es una obra extensa, en octavas reales (ABABABCC), dedicada a las apariciones de la Virgen de Guadalupe y que, sorprendentemente, nuestro poeta compuso alrededor de los escasos 17 años. El Oriental planeta evangélico, compuesto en la temprana juventud de Sigüenza, pero publicado póstumamente, es un poema de 95 octavas liras (aBBAccDD), en el cual se elogia la figura de san Francisco Javier.

No hay manera, por ahora, de que sepamos si nuestro poeta siguió escribiendo o no poesía en los últimos años de su vida, pero es de notar que desde 1683 y hasta su muerte en 1700 no publicó poemas nuevos. Este aparente abandono de la actividad poética por parte de Sigüenza quizá tenga razones más prosaicas de las que podríamos imaginar: o simplemente no le fueron encargados más versos después de 1683, o su actividad creciente como cosmógrafo e historiador, sobre todo durante el virreinato del conde de Galve (1688-1696), hicieron que su interés se volcara hacia otros terrenos. Lo anterior explicaría la intensa actividad como prosista durante ese mismo periodo, en el que publicó la Libra astronómica (1691), tratado sobre los cometas, y algunas relaciones históricas entre las que se cuentan los Infortunios de Alonso Ramírez (1690) y el Trofeo de la justicia española (1691).

Como puede verse, fueron relativamente pocos los poemas de Sigüenza que llegaron a las prensas y, por ende, hasta nuestros días; además, salvo dos, no forman un edificio en sí mismos, sino que son parte o complemento de una construcción mayor: versos escritos al margen de otras obras y al margen de sus otras actividades como hombre de ciencia, historiador, etcétera. Es claro también que prácticamente todos sus poemas fueron compuestos por encargo: ¿escribiría versos por puro placer? No me parece improbable. De cualquier modo, en los versos que nos legó es evidente que Sigüenza fue un hombre con un gran dominio de la retórica, los metros, las imágenes y la cultura de su tiempo, tal como se esperaba que en aquel entonces lo fueran todos los miembros de la elite letrada. Contaba con las herramientas para construir elegantes estrofas (casi siempre dignas, a veces memorables), si la entrada del virrey o algún otro acontecimiento relevante lo ameritaba.

mostrar La trompeta de bronce de la Fama

La mayor parte de la poesía virreinal que se publicó y ha llegado hasta nosotros es poesía de circunstancia o de situación, es decir, poesía compuesta para un momento, un lugar y un acontecimiento específico. En la Nueva España se componían versos a la menor provocación: la dedicación de un templo, alguna fiesta religiosa, el cumpleaños de un monarca, el nombramiento de un arzobispo, etcétera. No es de extrañar, por tanto, que Alfonso Reyes opine que durante el Barroco virreinal “Se puso de moda [...] una «verbalidad» parecida a la poesía” y que durante este periodo “Brotaban versificadores como del suelo”.[9] No es que hubiera poetas a montones, sino que casi todos los miembros de la élite letrada novohispana, en algún momento, se veían obligados a escribir versos para satisfacer la demanda de poesía que la gran cantidad de celebraciones civiles y religiosas exigía. Por esta razón, no debe sorprendernos que gran parte de la lírica de este periodo se halle estrechamente vinculada con el poder. Bien dice Martha Lilia Tenorio: “Los poetas o se cobijaban al amparo y protección de los grandes, sus mecenas, o no escribían”.[10] Se trata del fenómeno de la cortesanía y el mecenazgo, presente en todas las artes del mundo occidental de entonces. Las meninas es una obra que, en principio, tiene la intención de retratar a la familia de Felipe iv; Haendel compuso la Música para los reales fuegos de artificio con la finalidad de que Jorge ii obtuviera, además de un placer visual, un placer auditivo al contemplar sus fuegos artificiales; Bernini esculpió a sus majestuosos Apolo y Dafne para adornar los jardines de un cardenal italiano.

La poesía novohispana dedicada a enaltecer a los poderosos no carece de valor ni de interés para un lector moderno. El vínculo con el poder, como señala Tenorio, precisamente “era el detonante del artificio”:[11] no se podían poner a los pies del poderoso unos versos a medio hacer. El poeta, en palabras de la misma autora, “se aprestaba a usar todos los recursos a su disposición, dentro de los cánones estéticos de la época, para lucirse con su entrega".[12]No voy a negar el hecho de que, entre todo este tipo de poesía, que podríamos tildar de “institucional”, necesariamente encontramos piezas, escritas por poetas muy medianos, sobre las cuales ha pasado fatídicamente el tiempo y que hoy por hoy nos parecen construcciones verbales escrupulosas pero sin sustancia, elegantes casonas vacías. Pero hay que saber hallar la aguja en el pajar: poetas adiestrados supieron sacarle jugo a asuntos francamente prosaicos y legarnos pasajes de belleza deslumbrante. Es, por lo general, el caso de Carlos de Sigüenza y Góngora.

Sigüenza dedicó poemas encomiásticos a figuras pertenecientes a las dos esferas de poder más importantes de su tiempo: la Monarquía y la Iglesia. A causa de la exaltación al trono de Carlos ii, que contaba con apenas 15 años, se realizaron diversos festejos en la Nueva España, entre los cuales destacó una mascarada suerte de desfile con carros alegóricos llevada a cabo por los gremios de la ciudad. Nuestro poeta compuso un romance para que fuera recitado por el Tiempo, personaje que iba sobre el carro patrocinado por los sastres, frente al arzobispo-virrey, fray Payo Enríquez de Ribera, y frente a los miembros de la Real Audiencia. El Tiempo, según la Sencilla narración de Ramírez de Vargas, obra en la cual se publicó el poema, como ya dijimos, iba “calzado de plumas y adornado de alas, con la segur inexorable en la mano izquierda, fatal insignia de sus estragos”[13]

El romance de la mascarada presenta una alegoría compleja y se trata de una de las composiciones más interesantes de Sigüenza. Antes que nada, el Tiempo equipara al monarca con el sol, que iba representado en el carro por un “niño vestido de radiantes ascuas de oro”, cuya juventud aludía a la del monarca. Después, le pide que detenga su “volante rueda” para atender la voz de la poesía, aunque el poeta indiano, que habla a través del personaje, sabe que es más fácil que la música de sus versos llegue al astro que a los oídos del remoto rey peninsular:

Atiende a mi voz, ¡oh cuánta
lisonja del gusto fuera,
que (sincopadas distancias)
fueras Carlos, no su idea…![14]

Por último, el Tiempo desea al monarca-sol que sean tres las Horas que regulen los benéficos rayos con los que habrá de ministrar a sus súbditos. La primera es Dice, la justicia, con que domeñará las fértiles provincias del otomano y del francés; la segunda, Irene, la paz, pues “...no es bien que cuando el sol / pompa de rayos ostenta, / de durable se acredite / marcial, negra nube densa”;[15] y la tercera, Eunomia, que aunque generalmente se le asocia con la ley y la legislación, en el romance aparece como una divinidad proveedora de las “fértiles copias”[16] de Amaltea, Pomona y Vertumno. Las tres, como nos cuenta Ramírez de Vargas, iban también en el carro y llevaban en las manos, cada una, los atributos correspondientes: Dice, una espada y una balanza; Irene, una “blanca paloma en la mano izquierda”; y Eunomia, “la copia de Amaltea”.[17]

El rey de España no es el único poderoso a quien Sigüenza equipara con el sol en un poema. En el Teatro de virtudes políticas, se lee que Antonio Tomás de la Cerda, conde de Paredes, marqués de la Laguna y virrey de la Nueva España, es “entre celestes movimientos, / genio inmortal al orbe cristalino”;[18] y en el Triunfo parténico, que su persona “...luz esparce a su circunferencia, / como allá la de Apolo”.[19] En un estado absolutista, la idea de que el monarca era o debía ser como un sol que prodigaba beneficios a los planetas, a los súbditos, era moneda corriente. Bien dice Octavio Paz: “El orden cortesano es el orden cósmico y la poesía no hace más que reproducir la doble jerarquía del universo y la sociedad”.[20]

Las alabanzas que realizaba Sigüenza y Góngora no cumplían, exclusivamente, con el único y gratuito fin de adorar la figura del mandatario. Primero que nada, se proponían la importantísima labor de reafirmar los lazos que unían a la corona con los virreinatos americanos. En tanto criollo, nos recuerda D. Torres, Sigüenza “se siente fiel vasallo católico de la Corona española”[21] y, por esta razón, es habitual encontrar pasajes en su poesía que hoy podrían parecernos serviles, pero que en aquel momento no sólo eran comunes, sino deseables:

Invictísimo Cerda generoso,
a cuyo pie glorioso
se somete humillada
de América la frente coronada [22]

De lo dicho hasta ahora, podría deducirse que Sigüenza tiene una actitud de rendido servilismo hacia los mandatarios, que su poesía no es sino un desmedido elogio a los reyes y una continua reafirmación de los valores imperantes. Pero hay más matices de los que se pueden ver a simple vista. Debemos considerar que tanto el romance a Carlos ii como los poemas al virrey contenidos en el Teatro de virtudes políticas fueron compuestos en el momento de la exaltación al trono y de la entrada triunfal, respectivamente. Es decir, Sigüenza no tenía idea de cómo iban a proceder los mandatarios en su gobierno y sin embargo, a priori, los dota de altísimas cualidades: son justos, fuertes, clementes, sabios. En el romance a Carlos ii, por ejemplo, se dice que el ascenso del rey al trono es motivo de celebración porque “la gran metrópoli excelsa / de la América anticipa / la paga de tanta deuda”.[23] Los poemas expresan un deseo a futuro, un parabién, pero también una advertencia; parecen estar diciendo a los gobernantes algo como: “mírate en este espejo, asegúrate de que tus acciones subsecuentes estén a la altura de tu reflejo”. La poesía de Sigüenza elogia a los monarcas y, al mismo tiempo, los compromete.

En sus versos, Sigüenza no sólo elogia a reyes y virreyes; también le fue encomendado ensalzar, de vez en vez, a algún prelado de la Iglesia, a los príncipes del imperio de las almas. En 1680, nuestro poeta escribió Glorias de Querétaro, que describe la construcción y fiestas suscitadas a raíz de la fundación de un templo consagrado a la Virgen de Guadalupe. Como toda festividad novohispana que se preciara, este acontecimiento incluyó un certamen poético en el cual una composición en octavas liras de Sigüenza resultó triunfadora. La octava lira que leemos a continuación constituye un merecido, aunque hiperbólico, elogio al arzobispo-virrey de México, fray Payo Enríquez de Ribera, a cuya “diaria asistencia” se debe la perfección del ya mencionado templo guadalupano de Querétaro:

A mercedes gloriosas
de don fray Payo Enríquez de Ribera,
goza los complementos que no viera
en carreras de siglos numerosas,
sirviendo su influencia
de diaria asistencia,
por quien blasona aquesta casa santa
de tanta perfección, de pompa tanta.[24]

Algunos elogios que Sigüenza dirigió a los poderosos tuvieron motivos, digamos, más prosaicos que los que hasta aquí hemos esbozado. Don Carlos quiso siempre pertenecer a la orden de los jesuitas, que, como es sabido, se caracterizaba por su particular afección al saber y por estar a la vanguardia en cuestiones científicas. Ingresó al Colegio Noviciado de dicha orden en Tepozotlán y continuó sus estudios en el Colegio del Espíritu Santo de Puebla. Estudiaba en este último cuando algunos desvaríos propios de la juventud (Sigüenza se escapaba por las noches) truncaron su deseo de formar parte de la Compañía: fue expulsado en 1677.

El Oriental planeta evangélico fue compuesto por Sigüenza con la intención de enmendar su falta incluso, en algún punto del texto, exclama arrepentido: “...la inmensa deidad (por mí ofendida)”.[25] Sus versos no son sino un exaltado panegírico a san Francisco Javier, apóstol de las Indias y renombrado jesuita: “De Javier las grandezas / (heroica empresa) tocará mi pluma”.[26] El elogio en el poema es doble. Por un lado, Sigüenza encumbra las proezas de san Francisco Javier: su casta juventud, su evangelización en las lejanas tierras de Oriente, el encendido fervor divino que le consumía el pecho, algunos de sus milagros la resurrección de los muertos y el sosiego de las tempestades, su muerte, etcétera. Por otro, encumbra la orden jesuítica a la que pertenecía dicho santo. En la estrofa siguiente, nuestro poeta habla de un templo, un “mármol levantado”, que, no obstante su magnificencia, es “corto sitial” para la orden a la que se consagra, es decir, a la “triunfante” Compañía de Jesús, tan radiante como el sol, tan extensa como la órbita de los planetas (“auge de luz”) o como la circunferencia de la Tierra (“eclíptica luciente”):

Ese que a la memoria
dulce es trofeo, mármol levantado,
altamente se atiende consagrado
no a efímero esplendor, no a leve gloria,
cuando es a la triunfante
Religión siempre amante,
bien que corto sitial de un sol ardiente
o auge de luz o eclíptica luciente.[27]

Ni la composición del Oriental planeta evangélico ni ningún otro de sus intentos por ser readmitido en la orden de los jesuitas fructificaron, porque, al parecer, Sigüenza no fue acogido de nuevo en el seno de la orden sino hasta después de su muerte, en articulo mortis. Haya sido readmitido o no, nuestro sabio no abandonó nunca su afecto por los jesuitas y ordenó en su testamento que toda su biblioteca fuera donada al Colegio jesuita de San Pedro y San Pablo en la Ciudad de México.

Del modo en que Homero inmortalizó a Aquiles, aquel juglar de Castilla al Mío Cid y Alonso de Ercilla a los conquistadores de las bravas tierras del Arauco, los nobles novohispanos esperaban que los poetas acogidos bajo su protección contribuyeran a eternizarlos, no con monumentos de piedra y mármol, que al fin se desmoronan, sino con la palabra perdurable. Durante la celebración de un certamen poético, Sigüenza le recuerda al conde de Paredes que el Museo mexicano, el conjunto de poetas:

No en caducas mortales inscripciones,
de que triunfa el olvido,
ofrece duraciones
a vuestro nombre...,
[...]
en reverencias sí, cuando elegantes
sus cisnes modulantes
con métrica armonía
[...]
debiendo a vuestro influjo sus alientos,
en eternos concentos
le construyen eterna a vuestra gloria,
eterno el ser, eterna la memoria[28]

En la poesía de Sigüenza aparece reiteradamente una deidad, un “Monstruo de pluma” a cuyo soplo resuena una trompeta de bronce: la Fama, encargada de proclamar los hechos de los hombres.[29] Nuestro poeta espera que sus versos perduren y que, a través de ellos, la Fama cante las hazañas de sus elogiados a través del mundo entero. No basta que el elogio permanezca sobre el papel, éste debe ser proclamado por todos los rincones del mundo. El hecho de que hoy, siglos después todavía leamos su obra y que gracias a ella sepamos, aunque sea parcialmente, quién fue Carlos ii, quién el conde de Paredes, quién fray Payo, parece indicar que Sigüenza logró su cometido:

Rompa mi voz al diáfano elemento
los líquidos obstáculos y, errante,
encomiende a sus alas el concento,
que aspira heroico a persistir diamante.
Plausible empresa, soberano intento,
que al eco del clarín siempre triunfante
de la Fama, veloz monstruo de pluma,
sonará por el polvo y por la espuma.[30]

mostrar Música de las estrellas

A los 25 años, don Carlos de Sigüenza y Góngora empezó a dedicarse seriamente a los estudios astronómicos, a la observación de los astros, y a ello se abocó hasta el final de sus días: “No hay nada que conmueva más los ánimos de los mortales que la alteraciones del cielo”, escribió en su Libra astronómica.[31] Desde 1671 y hasta el final de sus días publicó anualmente lunarios y almanaques, obras curiosas en donde se pronosticaban, entre otras cosas, los eclipses, inundaciones y buenas cosechas que el año traería consigo, así como qué días serían aptos para realizar sangrías, purgarse o lavarse la cabeza. En 1672, a pesar de no tener un título académico, obtuvo la cátedra de matemáticas y astrología de la universidad de México. Y, siendo ya cosmógrafo del reino de la Nueva España –cargo que Luis xiv, por cierto, le pidió que ocupara en Francia–, protagonizó junto con el padre Eusebio Francisco Kino una de las disputas más célebres de la historia científica de este país: la del Gran Cometa, que pudo verse alrededor del mundo desde noviembre de 1680 hasta marzo de 1681.

Dado que Sigüenza consagró su vida, sobre todo, a los estudios astronómicos, no es de extrañar que la presencia constante de los astros sea uno de los rasgos que particularizan su poesía. Prácticamente, no hay poema suyo donde no brillen o las pálidas estrellas o el cíclope amarillo de los días; tampoco falta en ninguno la vasta terminología de la ciencia astronómica de entonces: eclíptica, orbe, planeta, asterismo, esfera, polo, auge de luz, zodíaco, etcétera. Sigüenza es un buen ejemplo de cómo la ciencia puede llegar a nutrir el ejercicio de la poesía. En este pasaje de la Primavera indiana, por ejemplo, el poeta pide a las estrellas que mendiguen luz de las rosas del Tepeyac, astros vegetales de “mayor esplendor”:

mendigad de esta luz, claras estrellas,
que mejor que vosotras nadie sabe
la luz que el centro habita deste monte,
del mayor esplendor sacro remonte.[32]

En la época se pensaba que las estrellas brillaban gracias a que reflejaban la luz del sol. En este poema, Sigüenza se dirige al águila que tenía, según la creencia, un incontrolable gusto por la sangre y, por tanto, buscaba beberse los “raudales” rojos del sol. En la estrofa del poema siguiente, con que Sigüenza obtuvo un primer premio en el certamen del Triunfo parténico, el águila lamenta que el astro mayor comparta sus luces con las estrellas, cuyas luces, de ser rojas, despertarían igualmente su apetito de sangre:

[Águila] ...ardiente te introduces
a agotar los raudales
de ese mar de esplendor donde ardorosa,
etérea mariposa,
tanto afectas la sed de sus centellas
que sientes que de allí la noche fría
(a instancias de su ardiente hidropesía)
brillos les dé a beber a las estrellas,
en cuyas luces bellas
quizás tu ardor purpúreo se saciara
si en sangre su esplendor se equivocara.[33]

En la poesía de Sigüenza permea con considerable fuerza la doctrina pitagórica de la armonía de las esferas. En el siglo vi a. C., Pitágoras de Samos descubrió que “la altura de una nota depende de la longitud de la cuerda que la produce y de que los intervalos concordantes en la escala obedecen a simples relaciones numéricas”.[34] Entonces, si la belleza de la música depende de ciertas proporciones numéricas, ¿por qué la belleza percibida por los otros sentidos obedecería a principios diferentes? La idea de que la belleza en todas sus manifestaciones y el orden del universo mismo obedecen a proporciones numéricas armoniosas fue muy cara para el siglo xvii y es algo que encontramos frecuentemente en la poesía. Sor Juana pone, por ejemplo, estos versos en boca de la Música:

[…] quiero que
se mire la conveniencia
que hay de Armonía a Hermosura:
pues una mensura mesma,
aunque a diversos sentidos
determinada, demuestra
la Armonía a los oídos
y a los ojos la Belleza.[35]

Sigüenza, por su parte, en la canción de las Glorias de Querétaro, ya citada, destaca la perfección con la que fue erigido el templo de Guadalupe:

cuya armónica planta
a tanto se adelanta,
que en sus líneas pudiera con desvelo
pautar su simetría el mismo cielo.[36]

Como puede deducirse de estos versos de Sigüenza, la armonía universal atañía, por supuesto, a la disposición de los astros en el firmamento. Pitágoras, como explica Koestler, aplicó los principios numéricos que había descubierto en las cuerdas de los instrumentos musicales al estudio de los cielos y transformó a los planetas del sistema solar en los perennes ejecutantes de una sinfonía cósmica:

El Sol, la Luna y los planetas giran en torno suyo [la Tierra] en círculos concéntricos, unido cada uno a una esfera o rueda. La rápida revolución de cada uno de esos cuerpos causa un silbido, o zumbido musical, en el aire. Evidentemente, cada planeta zumba en distinto tono, que depende de la relación entre sus respectivas ondas, del mismo modo que el tono de una cuerda depende de su longitud. De este modo, el conjunto de las órbitas en que se mueven los planetas constituye una especie de enorme lira de cuerdas curvadas que forman círculos.[37]

La matemática y armoniosa música de las esferas ocupa un lugar protagónico en la poesía de Sigüenza y le da oportunidad de crear pasajes de extremada belleza mediante el uso de las sinestesias: si las estrellas ejecutan una sinfonía, entonces las notas de esa música deben ser de luz, “trinados de luceros”. La música de los concursantes del Triunfo parténico, dice el poeta, se eleva hasta los cielos:

donde al golpe luminoso
del entusiasmo febeo
sus cuerdas de luz dan voces
con trinados de luceros[38]

Como buen astrónomo, Sigüenza no pide inspiración a las musas o a otras deidades grecolatinas; quiere que las esferas giratorias de los cielos le concedan la música a su poesía. En las primeras estrofas del Oriental planeta evangélico, compuesto enteramente sobre imágenes astronómicas, el autor pide al coro de las esferas, a quien la copa nevada del Olimpo le sirve de facistol, que inspire a su “canora pluma” con “consonancias de luz” y “voces de estrellas”:

Tú, del cielo armonía
nunca dormida, siempre vigilante,
que en facistol de olímpico diamante
métrica entonas dulces melodía,
pues debes a los cielos
generosos desvelos,
dispende ahora con cadencias bellas
consonancias de luz, voces de estrellas.[39]

Poesía y astronomía se conjuntan: en el papel se constelan los astros de tinta, en el cielo se escriben imborrables caracteres de luz. Del mismo modo en que Neptuno premió al delfín Anfión estampando su imagen en una constelación del firmamento, así las primeras hazañas de san Francisco Javier, dice Sigüenza en el Oriental planeta evangélico, fueron escritas en el “líquido papel de esferas bellas”:

Estas primeras glorias
(primicerio esplendor de sus ardores,
festivo oriente que expeliendo horrores
de nocturno escuadrón cantó victorias)
viven eternizadas
altamente copiadas
en líquido papel de esferas bellas,
siendo letras de luces las estrellas.[40]

mostrar El áureo trono de la gran Tenochtitlán

El criollo, hijo de españoles nacido en la Nueva España, sufrió desde los primeros años del virreinato un severo problema de identidad doble: por un lado, se sentía parte del imperio español, súbdito, como cualquier madrileño o segoviano, del monarca peninsular; por otro, se sabía distinto del gachupín, de aquellos que venían del otro lado del mar y que, como apunta Edmundo O’Gorman, no “vivían la Colonia como patria”.[41] El trato diferenciado que la Corona ejercía sobre sus vasallos de este y aquel lado del océano acentuaba esta doble identidad, ya que a los nacidos en América se les negaba una serie de privilegios la ocupación de ciertos cargos administrativos, por ejemplo que no estaba vedada a los peninsulares.

Las condiciones dispares que se vivían en la Colonia fomentaron en el criollo una suerte de complejo de inferioridad que, con el tiempo, devino en un insistente proceso de autoafirmación: el criollo colonial, en palabras de O’Gorman, "exaltó a una altura de excelencia y dignidad, más allá de toda proporción y medida, todo cuanto le era peculiar o entrañablemente suyo”.[42] Sobre todo a partir del mediodía del siglo xvii, un nutrido grupo de letrados criollos se empeñaron en resaltar las particularidades de la experiencia de vida americana y en demostrar, mediante la palabra escrita, que su valía no se apocaba, sino que era capaz de mirar altiva a la de los españoles. Al mencionado grupo pertenecen, entre otros: Luis de Sandoval Zapata, quien escribió un panegírico romance a los Ávila, alzados en contra del virrey en el siglo xvi, y un soneto sobre una calavera de cristal, objeto netamente prehispánico; Felipe Santoyo García, autor de unos villancicos a la virgen de Guadalupe; sor Juana Inés de la Cruz, que toca el tema americano en diversas partes de su obra; y el jesuita Francisco de Castro, a cuya pluma debemos una de las obras maestras de la poesía virreinal, La octava maravilla, consagrado enteramente a describir las apariciones del Tepeyac.

Entre la nómina de autores criollistas, Carlos de Sigüenza y Góngora ocupa un puesto prominente. La crítica literaria ha recalcado enfática y reiteradamente la presencia del criollismo beligerante en la obra de Sigüenza, sobre todo en la prosa, aunque, naturalmente, el criollismo prolifera también en sus versos. Es sobre todo en dos obras, quizá, donde la exaltación de lo propio sea más notoria: la Primavera indiana, poema guadalupano, y el Teatro de virtudes políticas, arco triunfal ideado con motivo de la entrada del virrey conde de Paredes. En ambos textos se hallan algunos de los argumentos que los criollos esgrimieron con frecuencia para enaltecer su patria.

Uno de estos argumentos fue, sin duda, la riqueza privilegiada de las tierras americanas. Desde su descubrimiento, América se insertó en el imaginario europeo como una tierra donde abundaban el oro y la plata; esta supuesta superabundancia de metales preciosos (no del todo cierta) se convirtió casi en un lugar común de la poesía: en su Égloga piscatoria, Luis de Góngora dice, por ejemplo, que “la grande América es, oro sus venas, / sus huesos plata […]”. Los criollos supieron sacar jugo del mito de la riqueza americana y, sobre éste, construyeron diversos elogios: “[...] yo, señora, nací / en la América abundante, / compatrïota del oro, / paisana de los metales”,[43] escribe sor Juana en un romance, movida por la “dulce afición” de su patria. Haciéndose eco de los versos de Góngora que acabamos de citar, en la Primavera indiana Sigüenza habla de la América dominada por Cortés (“el gran Fernando”) como de un cuerpo cuyos huesos son atados por nervios de oro y por cuyas venas corre sangre de plata:

Este pues vasto cuerpo que domeña
el gran Fernando, cuyos huesos ata
oro por nervios y de peña en peña
por sangre vive la terriza plata:
ya depuesta por él la inculta greña,
renuncia alegre religión ingrata,
mientras Plutón con lágrimas nocturnas
exhaustas llora sus tartáreas urnas.[44]

En la segunda mitad de la estrofa anterior, se lee que América, además de poseer riquezas en grado sumo, también ha renunciado, gracias a la intervención de los españoles, a aquella gentílica “religión ingrata”; razón por la cual el demonio, Plutón, llora al ver vacías las salas del infierno, de las que se han librado las almas bautizadas de los indios americanos. Lo anterior nos lleva al segundo de los argumentos que los criollos utilizaron para defender la superioridad de su lugar de origen: el favor con que los bendecía la Providencia Divina.

El descubrimiento, conquista y evangelización de México coinciden con las grandes revoluciones religiosas que se suscitaron en Europa a raíz de la Reforma de Lutero en Alemania, la herejía calvinista de Francia, etcétera. Para nosotros, dicha simultaneidad podría parecer una mera coincidencia, pero para Sigüenza y los criollos en general, tenía una clara intención divina. El razonamiento era más o menos así: Dios ha elegido estas tierras para contrarrestar la herejía europea y para compensar, con las miles de almas de indios ganadas para el cielo, las miles que allá el pecado pierde. Se trata, en palabras de A. Lorente Medina, de una “concepción providencialista del acontecer histórico”.[45]

Para los criollos, no hay mayor señal de la predilección de Dios por estas tierras americanas que la aparición de la virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac en 1531: “no hizo cosa igual con ninguna otra nación”, solía decirse. La Guadalupe se convirtió en el símbolo de identidad más arraigado para la variopinta población americana; en la imagen de la tilma y en la historia de las apariciones se funden la religión católica, la tez morena, los símbolos de los indios y de los criollos. Tan importante fue la virgen de Guadalupe en la configuración de la naciente identidad mexicana que, muchos años después, un estandarte con su imagen precedería a los primeros batallones de nuestra lucha independentista.

En la Primavera indiana, una “Inteligencia hermosa”, un ángel, desciende de los cielos “y termina el vuelo donde yace altiva / la gran Tenochtitlán en áureo trono”. Pronuncia allí un soliloquio: mientras Europa se entrega a “heréticos raudales”, “al culto fementido”, a “pervertidos dogmas” y a “protervas mentes con errado juicio”, Dios favorece a la Ciudad de México y la exalta al mismo cielo, pues le ha concedido el “alto don” de Guadalupe, cuyas luces resplandecen en la tiniebla de la idolatría:

Ahora, pues, la celsitud divina
en sacro consistorio soberano,
te levanta a la esfera cristalina,
que empaña astuto el heresiarca vano:
sube México, pues, sube que digna
tu inocencia te aclama de la mano
de aquel por quien al orbe ya te induces
pisando rayos y vistiendo luces.

El desvelo de Dios, la gran María,
se presenta a tus reinos dilatados,
aurora bella de la luz que envía
el sol que brilla en solios estrellados:
alto don, por quien ya se jacta día
la alta noche en que estabas con errados
dictámenes, si en ciegas ilusiones
ibas sin freno a pálidas regiones.[46]

Además de la riqueza de la tierra y la predilección divina, Sigüenza y Góngora señaló insistentemente, con el fin de acentuar la particularidad americana, el vasto legado cultural e histórico que a los criollos legaron los pueblos prehispánicos. Conviene recordar que la arqueología era una de las múltiples inquietudes de Sigüenza: sabemos que poseyó una importante colección de códices y objetos mesoamericanos, que llevó a cabo excavaciones en las pirámides de Teotihuacán, que conocía bien el náhuatl y que escribió una serie de obras dedicadas al estudio de los antiguos pueblos mexicanos que, desgraciadamente, no llegaron nunca a las prensas y hoy se encuentran perdidas.

No obstante, una de las obras de Sigüenza que mejor revela sus intereses históricos y arqueológicos se ha conservado y es bien conocida: el Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe. En 1680 hizo su entrada a la Ciudad de México el virrey conde de Paredes, de quien ya hablamos más arriba, y la Ciudad de México lo recibió con la erección de dos arcos triunfales: uno en la plaza de Santo Domingo, cuya planeación se encargó a Sigüenza, el otro en la Catedral, encargado a sor Juana. A diferencia de esos arcos de piedra de la Antigüedad que encontramos al doblar por las esquinas de Roma, los arcos novohispanos estaban construidos con materiales poco duraderos y eran removidos una vez que habían cumplido su función. Nos queda solamente la descripción en prosa que del arco se hacía y que solía aparecer impresa poco tiempo después de las celebraciones: es el caso del Teatro de virtudes políticas.

El arco triunfal de Sigüenza es un deliberado y, podríamos decir, radical despliegue de criollismo. Lo normal era que en los arcos se comparara al virrey entrante con algún héroe mitológico de la antigüedad grecolatina: sor Juana, por ejemplo, dice en su arco, el Neptuno alegórico, que son tan grandes e inaprensibles las prendas del conde de Paredes que no pueden ser expresadas sino mediante símbolos o pálidas figuraciones, que, de un modo o de otro, puedan dar una idea de su grandeza. Para tal fin, la autora elige al dios Neptuno, en quien cree ver una clara prefiguración del mandatario: Neptuno es dios de los mares, el otro es marqués de la Laguna; se dice que fue Neptuno quien domó a los caballos, marqués, según sor Juana, significa ‘capitán de caballería’... Sigüenza, en cambio, apuesta por una idea novedosa: elige presentarle al virrey todas las virtudes que deben engalanar a un príncipe ejemplificadas ¡en los tlahtoanis de Tenochtitlán! El poeta justifica su decisión y critica a aquellos que se valen de mitologías de otras latitudes para construir sus arcos: “¿quién será tan desconocido a su patria que, por ignorar sus historias, necesite de fabulosas acciones en qué vincular sus aciertos?”.[47]

En el arco triunfal que ideó Sigüenza y Góngora se hallaban dispuestos doce emblemas, correspondientes a cada uno de los distintos gobernantes aztecas y sus respectivas virtudes: desde Huitzilopochtli que para el sabio, antes de ser una divinidad, fue un caudillo de carne y hueso hasta Cuauhtémoc quien afrontó los últimos y decisivos embates de la conquista. Los emblemas eran un discurso pictórico-literario, muy de moda en la época, en los que se cifraba alguna enseñanza importante y por lo general estaban compuestos, como en el Teatro de virtudes políticas, por un mote, una imagen y un epigrama. Por ejemplo, el emblema correspondiente a Axayacatzin, cuya virtud es la Fortaleza, ostentaba un mote tomado de Homero, “Virorum praemia fortium” (‘los premios de los hombres fuertes’); después venía la imagen en que se veía al tlahtoani, según la descripción del propio Sigüenza, “sustentado sobre sus hombros un mundo y allí inmediata coronándolo la fortaleza”;[48] por último, estaba el epigrama, en este caso una décima, que resumía el sentido del emblema en su totalidad:

De contrarios combatido
al pecho más esforzado
que, siendo siempre asaltado,
jamás se advirtió vencido;
si en los hombros sostenido
tuvo un mundo y su grandeza,
manteniendo con firmeza
todo el orbe mexicano,
es justo que de su mano
lo premie la fortaleza.[49]

Vale la pena mencionar el procedimiento mediante el cual Sigüenza construye los emblemas de los tlahtoanis y asigna a cada uno sus respectivas virtudes. En primer lugar toma el significado de los nombres y a éste vincula algunas de las acciones que el gobernante azteca llevó a cabo durante su vida: Axayactzin significa ‘rostro cercado por agua’ y el agua, según el poeta, es símbolo de adversidades, no debe extrañarnos que este gobernante haya estado siempre cercado de enemigos. De estas acciones se deriva la virtud: Axayacatzin, a pesar de las dificultades, sacó adelante a su pueblo gracias a la Fortaleza que lo caracterizó en todo momento.

En el décimo segundo y último de los emblemas del arco se hallaba representado el marqués de la Laguna. En el soneto que funge de epigrama en el emblema, puede verse al virrey como un sol al que circundan las “doce coronas poderosas” de Tenochtitlán, como el centro del círculo que estas mismas forman y como aquel en cuya mano caben todas las virtudes que en otro tiempo adornaron a los monarcas del imperio azteca:

De las coronas doce poderosas
que fueron de Occidente honor lucido,
si ya no a su zodiaco lucido
de imágenes sirvieron luminosas;

al círculo que forman misteriosas
faltaba el centro a tanta luz debido,
hasta que en ti, señor esclarecido,
lo hallaron tantas líneas generosas.

Goza, príncipe excelso, ese eminente
compendio de virtudes soberanas,
las regias divisas de Occidente,

que a tanto rey sirvieron mexicano
de dilatados triunfos en la frente
son abreviadas glorias de tu mano.[50]

Es curioso: Sigüenza convierte al virrey entrante en un descendiente de aquellos tlahtoanis a quienes considera los antiguos gobernantes de su patria, y obvia el hecho de que entre la actual y anterior dinastía se impone el sangriento episodio de la conquista. La contradicción se acrecienta cuando leemos la opinión que Sigüenza tenía sobre los indios de a pie, no idealizados, que andaban por las calles de la ciudad: “...los indios, gente la más ingrata, desconocida, quejumbrosa e inquieta que Dios crió”.[51] Al parecer, para Sigüenza el proyecto de una identidad criolla estaba fundado sobre un mítico origen prehispánico del cual se habían apropiado los criollos pero que no consideraba, en modo alguno, a los verdaderos herederos de aquella grandeza prehispánica, marginados y empobrecidos. Los proyectos modernos de nación no subsanaron esas contradicciones: a la salida de los museos donde se exhiben orgullosamente las reliquias prehispánicas, mujeres envueltas en su rebozo nos extienden la mano en busca de una moneda.

No podemos estar seguros de las opiniones que el arco de Sigüenza, rebosante de penachos y huipiles, pudo haber generado en ciertos sectores de la sociedad novohispana y especialmente en el virrey que, de pronto, se veía como el sucesor de los emperadores del imperio azteca, de cuyas ejemplares virtudes, además, se veía obligado a aprender. Si no escandalizante, el arco debió resultar, al menos, bastante anómalo. J. A. Ramírez Santibáñez en su Piérica narración, descripción en verso de la entrada de los virreyes y publicada ese mismo año de 1680, escribe:

Un arco bien levantado
la ciudad, sin interés,
aquí le tuvo formado,
que alabándole cortés,
no dejó de estar aindiado.[52]

mostrar Sobrino del primogénito de Apolo

En la casa de adobe de una huerta de Córdoba, don Luis de Góngora y Argote, en la justa madurez de sus 50 años, escribió, entre 1613 y 1614, dos poemas que cambiarían definitivamente el rumbo de la poesía española: las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea. La poesía escrita en aquella huerta andaluza –caracterizada por la violenta utilización del hipérbaton, las oscuras alusiones mitológicas, los cultismos léxicos y otros recursos estilísticos bien definidos– se convirtió en un modelo a seguir para los poetas españoles y también para los de ultramar. Apenas desembarcó en Veracruz, la revolución poética del gongorismo se propagó más rápido que la viruela y durante dos de los tres siglos de virreinato no hubo poeta que, como en Comala de Pedro Páramo, no fuera hijo de Góngora.

Don Carlos de Sigüenza y Góngora, quien no era hijo, sino sobrino del poeta español, no dudaba en presumir de su esclarecido linaje en cuanto tenía la oportunidad: “el hijo primogénito de Apolo y pariente mío, don Luis de Góngora”.[53] Además de los de la sangre, los hermanaban también los lazos de la poesía; Sigüenza es uno de los mayores exponentes del gongorismo virreinal y en la mayor parte de su poesía es evidente el influjo y la deliberada emulación del autor de las Soledades. Sin embargo, no es uno más de los poetas como tantos que hubo que se limitaron a copiar las fórmulas y los recursos más vistosos del cordobés, sino que aprendió de él lecciones mucho más profundas, como la elaboración de la imagen, el concepto complejo y bien trabado o las sutilezas sonoras del verso. Al gongorismo añadió, además, sus vastos conocimientos astronómicos y arqueológicos, así como algunos rasgos estilísticos personales que iremos viendo en las líneas siguientes.

Habría que empezar por señalar el nivel más superficial de gongorismo en la poesía de Sigüenza, es decir, los calcos evidentes: múltiples versos del novohispano son reelaboraciones de otros de su tío materno. Para nosotros los modernos, enamorados de la originalidad, ésta podría parecernos una práctica plagiaria; para la poesía del siglo xvii, la imitatio “competir ingeniosamente con el texto canónico, imitarlo y apropiárselo recreándolo”, según Tenorio[54] era una parte fundamental del quehacer poético. Al momento de “plagiar” uno que otro verso de su tío, Sigüenza se enfilaba en una nobilísima tradición y evidenciaba su vasta erudición, la cual confería al poema virreinal, como una flor en la solapa, el toque de elegancia último y preciso. Si Góngora escribió, “montes de agua y piélagos de montes”,[55] Sigüenza habría de escribir, “selvas del hielo, de la nieve montes”;[56] si la barba de Polifemo es tan indócil que es “[...] o tarde o mal o en vano / surcada aun de los dedos de su mano”,[57] en la Primavera indiana el remoto polo es “tarde o no visto del ardiente Apolo”;[58] si violetas y alhelíes “llueven sobre el que Amor quiere que sea / tálamo de Acis ya y de Galatea”,[59] la virgen de Guadalupe “quiere el Amor que al cuerpo informe sea”,[60] lo que en otro tiempo el fuego de Prometeo fue para los hombres; mientras que la paja es una “pálida tutora” que a la pera “la niega avara y pródiga la dora”,[61] Sigüenza se dirige al rector de la universidad en estos términos: se ofrece la nueva aula a tu esplendor, “que avaro das y pródigo atesoras”.[62]

Luis de Góngora solía rematar sus estrofas con versos bimembres o de simetría bilateral, es decir, versos divididos en dos partes que se espejean entre sí: “trepando troncos y abrazando piedras”,[63] “tantas flores pisó como él espumas”,[64] “muerta de amor y de temor no viva”.[65] Se trata de versos que otorgan contundencia al final de la estrofa, como el redoble a una melodía. Sigüenza y Góngora aprendió bien la lección de su tío y utiliza estos versos bimembres para finalizar una gran cantidad de sus estrofas. Podría decirse, incluso, que en Sigüenza el verso bimembre es mucho más notorio y característico de lo que es en el mismo Góngora y, a veces, adquiere matices sorprendentes: “la voz de plata, las cadencias de oro”,[66] “mi voz cadencias, rasgos da mi pluma”,[67] “con labios de cristal, voces de plata”,[68] “rayos sonoros son, voces de fuego”,[69] “pisando rayos y vistiendo luces”,[70] “al cielo rayos o a la mar arenas”.[71]

En ocasiones, el verso de simetría bilateral en Góngora incluye una hipálage, es decir, un trueque en los calificativos de los elementos que conforman el verso, un intercambio de adjetivos. Por ejemplo, lo “normal” sería decir que Neptuno se corona “de verdes ovas y de espuma blanca”, pero para Góngora esa expresión resultaba imprecisa: cuando Neptuno emerge de las olas, las algas que lo coronan están tan cubiertas de espuma que no se sabe si éstas son blancas o si la espuma es verde. Por esta razón prefiere escribir el verso: “de blancas ovas o de espuma verde”.[72] Otros versos suyos están construidos para generar efectos similares: “[...] topacios carmesíes / y pálidos rubíes”,[73] “o púrpura nevada o nieve roja”.[74] Las hipálages colorísticas de Sigüenza no demeritan frente a las del maestro. Dice al sol, cuyas luces a veces se atenúan por las azules distancias, tanto que no se sabe si es un topacio rubio o un rubí claro y bruñido: “Heroico centro de luces, / aunque en la azul transparencia / topacio rubio te finjas / o terso rubí te mientas”;[75] la luz del amanecer es tan clara que a la flor amarilla de la retama otorga blancura y a la flor blanca del jazmín cubre de resplandores dorados: “nieva retamas y jazmines dora”;[76] dice también de un resplandor que ilumina la penumbra: “oscuro brilla en la tiniebla clara”.[77]

Uno de los recursos preferidos de Luis de Góngora es el de la perífrasis, que podríamos entender, aunque burdamente, como la figura retórica que tiene como objetivo “dar un rodeo” y no decir las cosas directamente. Pero las implicaciones en la utilización de esta figura van más allá: Góngora sabe que el modo cotidiano de decir las cosas no exprime ni una mínima parte de las significaciones que tienen los fenómenos, las cosas y las criaturas de este mundo. Por eso prefiere la perífrasis y, en vez de empezar las Soledades con un seco “era primavera”, dice:

Era del año la estación florida,
en que el mentido robador de Europa,
(media luna las armas de su frente
y el sol todo los rayos de su pelo),
luciente honor del cielo,
en campos de zafiro pace estrellas.[78]

Don Carlos siguió el ejemplo de su tío en su Primavera indiana, donde no se conforma con decir que las flores del Tepeyac, envidia de los zafiros del cielo, florecieron “en el invierno”, sino que se vale de su vastedad de conocimientos astronómicos para ofrecernos una perífrasis en la que se describen dos de las constelaciones iluminadas por el sol durante los meses de enero y febrero, Sagitario y Acuario:

Al tiempo, pues, que la veloz saeta,
remontado blasón de Sagitario,
a expensas de la luz del gran planeta
es del Olimpo luminoso erario;
cuando a Cibeles, próvida y discreta,
comunica cristal la urna de Acuario,
vegetó sin influjos de sus giros
flores la tierra, envidia a sus zafiros.[79]

A. Méndez Plancarte, en las notas a su antología de Poetas novohispanos, señala tres rasgos que me parecen fundamentales para la comprensión de la estilística personal de Sigüenza y Góngora: sus “adjetivaciones originales”, su gusto por la “sugestiva aliteración” la significativa repetición de los sonidos, y por el verso “que varía todas sus vocales tónicas [...] que anuncia a Díaz Mirón”.[80] Del primer rasgo podemos encontrar muchos ejemplos que pueden llegar a sorprendernos por su modernidad: las “lágrimas nocturnas” de Plutón,[81] el “rojo mayo”,[82] la “luz nevada”,[83] la “denegrida noche perezosa”,[84] la “portátil primavera”[85] en la tilma de Juan Diego; y otros más que anticipan al mejor Borges: “la alta noche”[86] o el “esplendor corvo” de la luna, de “la luna friolenta”,[87] ese “móvil espejo variable”.[88] Las aliteraciones sugerentes también abundan en la poesía del novohispano: “tala mi planta en tempestad de flores”,[89] “en tosca tilma del trasunto hermoso”,[90] “Pero tente, que atento…”,[91] “airosamente por el aire sube”,[92] “el voraz elemento, / que el vago firmamento / le compite veloz el vuelo ufano / deidad suprema o celestial Vulcano”.[93] De los versos que varían todas sus vocales tónicas, podemos citar los siguientes ejemplos: “púrpura al viento, emulación dio al día”,[94] “del manto azul el estrellado pende”,[95] “y a vista de esta luz la blanca aurora”,[96] “líquida curia de volante plebe”.[97]

No toda la lírica de don Carlos de Sigüenza es gongorina a ultranza. Los últimos versos que Sigüenza escribió, hasta donde sabemos, fueron los publicados en el Triunfo parténico, volumen que describe dos certámenes celebrados en la universidad en loor de la inmaculada concepción de María, en los cuales, hablamos ya del asunto, nuestro poeta fungió como secretario. El soneto con el que resultó vencedor en una de las categorías del concurso es, a mi ver, uno de sus mejores poemas y quizá uno de los sonetos mejor logrados en la lírica de certamen virreinal: en él han desaparecido las muestras evidentes de gongorismo, se evidencia un dominio pleno del oficio y se alcanza a atisbar una voz originalísima que nos hace lamentar el hecho de que no conozcamos poesía de Sigüenza posterior a este momento. En el soneto se compara a María con la isla de Delos: así como la isla, lugar de nacimiento de Apolo, había sido preservada de cualquier mancha, de cualquier sombra, María, nueva Delos, había sido también preservada de las tinieblas del pecado, pues en ella nacería Cristo, nuevo Apolo:

Si celeste, si cándida, si pura
es etérea azucena al sol luciente,
cuando indultando a Delos por su oriente
privilegia de intacta su hermosura,

¿cómo pudo el borrón de sombra impura
profanar su excepción? ¿Cómo indecente
villana espina horrorizar ardiente
la luz nevada que aún en Delos dura?

Si en la sombra no hay sombra, si en la idea
la mancha falta, no queriendo el día
que menos que de luz su cuna sea,

¿cómo el original? ¿Cómo podía
hallarse impuro con la culpa fea,
siendo de luz la sombra de María?[98]

Sigüenza escribió un epigrama para cada uno de los poetas premiados del Triunfo parténico, pequeñas dosis de ingenio, de humor, que exprimen los diversos significados de las palabras, sustentados en el equívoco. En el epigrama que escribió para sí mismo, Sigüenza hace mofa de su propia persona y de su soneto, el cual, dice, es un “monstruo de desgracia”, pues nació con “cuatro ojos” referencia a sus redondos lentes y con “catorce pies” los versos que componen el poema. Por eso, en vez de premiado, salió del concurso con una “salva”, una copa, y un “vaso penado”, en el sentido de ‘castigado’ y, al mismo tiempo, de ‘vaso copa o taza que da la bebida con dificultad y escasez’:[99]

Monstruo de desgracias es
mi soneto en sus arrojos,
pues hecho con cuatro ojos
nació con catorce pies.
Por eso, más que premiado
de la justa y su atención,
salió en aquesta ocasión
con salva y vaso penado.[100]

mostrar Varia fortuna

No es fácil hacernos una idea de la opinión que tenían los coetáneos de Sigüenza acerca de su poesía. Los pocos juicios de los que tenemos noticia están insertos en textos formulaicos, de retórica preestablecida: aprobaciones, pareceres, poemas laudatorios preliminares. Más que decirnos lo que sus autores creían a propósito de la poesía de Sigüenza, nos están diciendo lo que debía decirse, en ese preciso contexto, de cualquier texto literario. En su aprobación, firmada en 1688, fray Antonio de Monroy opina del Oriental planeta evangélico: “El estilo es grave, la colocación singular, la fábrica en el artificio de los conceptos hermosa, la fertilidad de las noticias mucha, matizada y esmaltada con variedad exquisita de letras humanas”.[101] Como puede verse, se trata de puntualizaciones que pudo haber hecho cualquier lector medianamente atento.

El elogio más célebre que se le dirigió a Sigüenza, y que no podíamos pasar por alto, lo constituye el soneto que sor Juana Inés de la Cruz escribió para engalanar la edición del Teatro de virtudes políticas de 1680. Mediante una cantidad inusitada de alusiones mitológicas, la autora pone al elogiado por las nubes: su voz, su poesía, es tan dulce como la de Orfeo, la de Arión, la de Apolo, etcétera. La alabanza de los dos versos finales es, ciertamente, ambigua y puede, por un lado, significar algo como: “es tan culta tu pluma que prefiero reverenciar aquello que no entiendo antes de profanarlo con mi ignorancia”; o bien: “es tan enrevesado tu estilo que ni yo misma puedo entender lo que escribes”: 

Dulce, canoro cisne mexicano,
cuya voz si el estigio lago oyera,
segunda vez a Eurídice te diera
y segunda el delfín te fuera humano;

a quien si el teucro muro, si el tebano,
el ser en dulces cláusulas debiera,
ni a aquél el griego incendio consumiera,
ni a éste postrara alejandrina mano:

no el sacro numen con mi voz ofendo,
ni al que pulsa divino plectro de oro
agreste avena concordar pretendo;

pues por no profanar tanto decoro,
mi entendimiento admira lo que entiendo
y mi fe reverencia lo que ignoro.[102]

A mi ver, éste es un claro poema por encargo, sumamente acartonado y formulaico: si sor Juana verdaderamente sintió una admiración por el sabio, no me parece que trasluzca en estas líneas. Mucho más sincero, por el contrario, me parece el elogio que hace Sigüenza de la monja jerónima en el mismo Teatro de virtudes políticas: “la madre Juana Inés de la Cruz, cuya fama y cuyo nombre se acabará con el mundo”.[103]

La escasez de juicios al respecto de su obra, los pocos encargos que se le hicieron para escribir versos, entre otras cosas, pueden hacernos suponer que en su momento Sigüenza y Góngora, como apunta Tenorio, “posiblemente no gozara de fama de «poeta», sino de hombre de ciencia”.[104] Son sintomáticos, señala la misma autora, los epígrafes que anteceden a los sonetos publicados tanto por sor Juana, de apenas 20 años, como por Sigüenza, de 23, en los preliminares de la Poética descripción (1668) de Diego de Ribera. Mientras la primera es anunciada como el “glorioso honor del mexicano museo”, el segundo, simplemente, como el “bachiller Carlos de Sigüenza y Góngora”. Lo anterior no implica, por supuesto, que sus coetáneos consideraran a Sigüenza como un hombre incapaz de escribir poesía o de carecer de una refinada sensibilidad poética finalmente se le encargó ser el secretario del Triunfo parténico. Corrió con la misma mala suerte de todos los poetas novohispanos de la segunda mitad del siglo xvii, ya magníficos, ya mediocres: haber escrito en la misma ciudad y en los mismos años que sor Juana Inés de la Cruz, cuya obra terminó por acaparar la atención de sus tiempos y de los venideros.

Suele decirse que durante el siglo xviii las luces de la Ilustración disipan las “oscuridades” del Barroco y que los grandes autores de este periodo dejaron, poco a poco, de ser leídos. Esta afirmación, al menos en el caso de la Nueva España, tiene sus asegunes: en estas tierras, la poesía de Góngora continúo siendo un modelo a seguir y los poetas que a su luz escribieron gozaron de un considerable respeto hasta principios del siglo xix. Así lo demuestra el juicio del bibliógrafo Juan José de Eguiara y Eguren, quien hacia 1750, considera todavía de “admirar el ingenio del autor [de la Primavera indiana], quien antes de cumplir los 18 años ya se ejercitaba floridísamemente en la poesía”.[105]

Pero los gustos cambian y ya entrado el siglo xix, las nuevas estéticas neoclásicas, románticas y realistas, aunadas a la búsqueda de una literatura nacional alejada lo más posible del “oscurantismo” virreinal, orillaron a la mayoría –si no es que a todos– los críticos literarios a denostar tajantemente los “excesos” del gongorismo y a reprobar sin miramientos a todos sus seguidores. Ni siquiera sor Juana se salvó de la virulenta reacción decimonónica: es “de lamentar que hubiera nacido en los tiempos del culteranismo y de la Inquisición y de la teología escolástica”, decía Ignacio M. Altamirano de la Décima Musa. Es lo que se dirá, en resumidas cuentas, de sor Juana en este siglo: tan bonita y tan inteligente; lástima que haya nacido en los tiempos del mal gusto y del gongorismo, pobre de ella.

No conozco detalladamente los juicios que los intelectuales decimonónicos esgrimieron sobre la poesía de Sigüenza. Si los hicieron, no debieron ser muy distintos a los que hicieron sobre sor Juana, pues durante las primeras décadas del siglo xx, la crítica literaria todavía lamenta que nuestro sabio haya nacido en aquellos tiempos tan “tenebrosos” y condena la supuesta verborrea e insufrible culteranismo de sus versos. M. Menéndez Pelayo opina, en su Antología de la poesía hispanoamericana (1893), que Sigüenza “vale mucho menos como poeta [que como prosista] y es de los más lúgubres y entenebrecidos” de los poetas gongorinos.[106] C. González Peña, en su Historia de la literatura mexicana (1928), opina que la canción del Triunfo parténico “es tan abtrusa y vacua, y tan ruidosa y de mal gusto como todas las demás de la colección”; no recomienda para nada la lectura de los poemas Oriental planeta evangélico ni Primavera indiana, este último “escrito en setenta y nueve calamitosas octavas reales”; y concluye: “No le llamaba Dios, seguramente, por el de la poesía; otro era su camino”.[107] Incluso, I. A. Leonard, el gran estudioso de la vida y obra de Sigüenza, escribe en 1929: “Lamentándolo, hemos de confesar que don Carlos, quien en tantos aspectos se elevó por encima de su medio y se adelantó a su época, sucumbió por completo a las tendencias literarias que prevalecían durante su siglo”, caracterizadas por ser “pomposas, afectadas, con un pesado bajage de alusiones clásicas y mitológicas, conceptos tirados de los cabellos y una sintaxis martirizada”.[108] A pesar de tan negativo (e injusto) juicio, Leonard publicó al año siguiente, hay que reconocerlo, la primera edición moderna de los Poemas de Sigüenza que, hoy por hoy, se ha convertido en una rareza bibliográfica.

La generación de Contemporáneos emprenderá una verdadera revaloración de los autores de nuestro Barroco virreinal, anticipada ya, tímidamente, en la generación modernista. En la revista que dio nombre a la generación, Ermilo Abreu Gómez –a quien debemos la primera edición moderna del Sueño de sor Juana (1928)– publicó unos pocos pero importantes artículos sobre la poesía de Sigüenza y Góngora entre 1929 y 1930. Importantes porque fueron los primeros en señalar que la mayoría de los juicios que se habían hecho sobre la poesía del novohispano estaban fundados en el desconocimiento y en lecturas, cuando menos, descuidadas: hace falta, dice, “realizar una revisión veraz de su obra”. Con todo, en Abreu pesan aún los prejuicios decimonónicos y considera que Sigüenza es tan sólo un “poeta en potencia” de “aquella época [en la que] se respiraba un hálito de mal gusto.”

No fue sino hasta 1945, año de publicación de su antología de Poetas novohispanos, que A. Méndez Plancarte dio a la obra poética de Sigüenza y Góngora el lugar que merecía y que a lo largo de la historia se le había negado. En el prólogo escribe sobre nuestro sabio unas cuantas palabras contundentes que, después de tantos años de reprobación, resultan conmovedoras: fue, dice, “matemático, astrónomo, cosmógrafo, historiador, y en redondez colmada un grande poeta”.[109] Se trata quizá del primer juicio que equipara la actividad poética de Sigüenza con su actividad en otras áreas del conocimiento. Acertadísima equiparación: hemos visto a lo largo de estas páginas que sin sus conocimientos sobre los astros o sobre los pueblos mesoamericanos, la poesía de Sigüenza no sería lo que es.

Hoy en día nadie pondría en duda el hecho de que don Carlos de Sigüenza y Góngora fue, además de todo, uno de nuestros más altos poetas novohispanos. De ello dan cuenta algunas ediciones recientes que se han hecho de su obra. Tenorio, en su antología de Poesía novohispana (2010), selecciona una buena cantidad de poemas de Sigüenza y los anota generosamente; en 2008, A. Lorente Medina sacó a la luz una edición íntegra y anotada del Oriental planeta evangélico; finalmente, Daniel Torres publicó en 2012 La poesía completa pero, he de decir, que esta última presenta notables deficiencias: la introducción es poco iluminadora, las decisiones tomadas respecto al texto lo vuelven ininteligible en muchos pasajes y las notas revelan un gran desconocimiento que no hace sino confundir al lector. Una de las grandes labores pendientes en los estudios sobre Sigüenza es, como puede verse, una edición digna de sus obras completas.

Pocas son las personas que logran destacar en diversos terrenos de la actividad humana, ya sea en tiempos de extrema especialización como los nuestros, ya en tiempos de ecléctica curiosidad como el siglo xvii. Aun así, hay individuos privilegiados que pueden llegar a sorprendernos: el nombre de William Blake puede encontrarse igual en una historia de la literatura inglesa que en una universal; Federico García Lorca pintaba, interpretaba personajes de Calderón de la Barca y tocaba el piano con la misma gracilidad con la que componía romances. No podríamos decir menos de don Carlos de Sigüenza y Góngora, verdadero sabio y poeta novohispano que legó a la ciencia y a la historia una obra fundamental y a la poesía mexicana, versos que después de siglos relumbran en nuestra memoria con su primigenia nitidez de asterismo. Al final de los Infortunios de Alonso Ramírez, dice Sigüenza que sus títulos de “cosmógrafo y catedrático [...] y capellán mayor [...] suenan mucho y valen muy poco”.[110] Si añadimos a esa lista el título de “poeta” quizá no suene tanto entre los otros, pero es posible que valga un poco más.

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