2010 / 25 feb 2019 09:15
Dice de este autor Beristáin: “natural de Mégico, doctor y catedrático de leyes de su universidad, jurisconsulto docto y abogado de mucho crédito. Fue varias veces oidor interino de la Real Audiencia; y tan favorecido de Temis como de las musas”.[1] Beristáin cita varias obras, sin embargo todas excepto una, son de carácter jurídico. La única obra literaria de Alavés Pinelo es Astro mitológico político, túmulo en honor a la entrada del virrey don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste (virrey de Nueva España de 1650 a 1653), publicado por Juan Ruiz (México, 1650).
De la entrada del virrey a la ciudad de México, Guijo relata:
Domingo 3 de julio de este año [1650], entre las cinco y las seis de la tarde entró el señor virrey en esta ciudad, y le fueron a recibir a la iglesia de Santa Ana, extramuros de esta ciudad, la real Universidad en forma, el regimiento, alcades ordinarios y corregidor, tribunales de cuentas y real audiencia, todos a caballo, y le trajeron en esta forma, hasta llegar a la boca de la calle de Santo Domingo, donde acostumbra la ciudad recibir los virreyes, y en ella estaba un arco de dos rostros con la fábula de Proteo [sic: debería decir Perseo], que según la poesía, se le acomodó a la genealogía y descendencia del señor virrey; todo lo cual hizo el Lic. don Alonso de Alavez [sic] Pinelo, teniente de corregidor del reino, abogado de la real audiencia; llegado a este puesto, se le explicó lo pintado por un farsante… [2]
En la dedicatoria del Astro mitológico, disculpándose de su posible impericia, el mismo Alavés se reconoce más como jurista que como poeta:
Después de tantos años de procesos de la jurisprudencia, ya como cathedrático en la Real Universidad desta ciudad, ya como abogado en la Real Audiencia; y quando más olbidado de las letras floridas que, con la austeridad y severa aspereza de aquella profesión, se marchitan en unos y se consumen en otros, he vuelto a la amenidad del Parnaso, donde (como Ulysses en su casa después de sus peregrinaciones) estuve a riesgo de que no me conocieran las Musas, pues para admitirme en él fue necesario que se rebolviessen todos los libros de su archivo para hallar mi matrícula…[3]
La noticia, ingeniosamente relatada, reviste cierto interés, pues confirma un hecho que se puede ir constatando en cada uno de los túmulos y certámenes: la poesía era oficio de letrados, sin importar su ocupación. Es más: era la poesía el crisol donde se cribaba el verdadero letrado. Se concebía como la síntesis enciclopédica de todos los saberes: científico, histórico, mitológico, emblemático, retórico, literario, etc. Contradictoriamente, el valor de estas composiciones está, en mi opinión, en esas características que las hacen para nosotros, lectores del siglo xxi, tan inaccesibles: su inevitable relación con el hecho histórico-social que las motiva y su carácter erudito. Me explico: en la concisión de un soneto o de un epigrama, de los que se colocaban en las paredes o soportes de los túmulos y arcos triunfales, el poeta debía lograr la más original trabazón entre algunos aspectos del acontecimiento o personaje celebrado y las noticias eruditas que eran el soporte de cualquier tejido alegórico digno de atención; todo ello aunado al dominio del oficio y a la constante búsqueda de hallazgos y complicaciones formales. Creo que estos poetas escribían adoptando el doble papel de autores y lectores (como, de hecho, lo eran: “un grupo selecto que es público de sí mismo”),[4] esto es, teniendo en mente aquello que ellos, como lectores, quisieran encontrar en un texto: ese saber enciclopédico, el dominio de la técnica y la evocación, mediante ciertos giros lingüísticos y poéticos, de grandes poetas. No esperemos, pues, otra cosa de este trabajo poético y trataremos de leerlo y sopesarlo en sus propios términos.