Enciclopedia de la Literatura en México

La prosa novelística en el siglo XVII

mostrar Introducción

La escasez de obras de ficción en la prosa colonial es un fenómeno constatable tanto en México como en el resto de Hispanoamérica. Sólo algunas novelas, narraciones cortas y obras híbridas en cuanto al género literario, cubren el largo periodo de tres siglos, agravándose la situación porque la mayoría de ellas son escasamente conocidas. Es una ausencia que sorprende y que no tiene fácil explicación, pero que no justifica la frecuente referencia a El Periquillo Sarniento (1816) de Fernández de Lizardi (1776-1827) como la primera novela hispanoamericana. Ni siquiera desde una consideración restrictiva de la novela moderna según el modelo cervantino, tal afirmación es cierta; aceptar este criterio supondría, además, obviar los distintos géneros de novela idealista de los siglos xvi y xvii, las novelas alegóricas, o las novelas en las que la ficción es el marco para exposiciones ideológicas, en todo caso, una serie de obras literarias que sólo admiten la rúbrica de “novelas”. Dicho esto, está muy claro que la primera novela hispano-americana es Claribalte (1519), novela de caballerías escrita por Gonzalo Fernández de Oviedo.[1]

Como podremos comprobar en el caso de México, sí se escriben novelas en Hispanoamérica durante la época colonial. A pesar de su constatación empírica, ciertos tópicos (y desconocimiento) se han perpetuado negando su existencia. Partiendo de esta falsa premisa se ha intentado encontrar una respuesta a esa supuesta ausencia. Fue el prestigioso Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) quien, con todo el peso de su autoridad, fundamentó en las prohibiciones legales de 1531 y 1543 el hecho de que no se escribiesen novelas en América.[2]

Bernardo de Balbuena, Siglo de Oro, en las selvas de Erífile, Madrid, Alonso Martín, 1608, portada.

Este argumento apenas tiene hoy consistencia después de las investigaciones de Irving A. Leonard que demostraron la abundancia de libros de ficción en bibliotecas americanas y la existencia también de un floreciente comercio de libros (incluidos los de ficción) que procedían de España.[3] Otro tópico muy extendido es el que ve en las crónicas de Indias un modo de suplantar a las novelas. Las hazañas de la conquista y la novedad de los descubrimientos equivaldrían para el lector al mundo ficticio de las novelas.[4] Este planteamiento responde a una visión equivocada de las crónicas en cuanto textos que reflejarían una mentalidad colectiva que idealizaba y fantaseaba sobre la realidad americana. No debe olvidarse que, al margen de sus indudables valores literarios, las crónicas son textos que pertenecen globalmente a la serie histórica y, por lo tanto, establecer una equiparación entre crónica y novela no es adecuado.

La escasez, ya que no ausencia, de novelas en la época colonial debe buscarse en otros motivos, aunque probablemente ninguno de ellos sea suficientemente justificativo. Hay que tener en cuenta que esta precariedad se ve acentuada porque el término de comparación se establece con la literatura española de los Siglos de Oro. Figuras como Bernardo de Balbuena (¿1562?-1627) o sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) igualan en méritos a las más representativas de la literatura española, pero es indiscutible que los distintos géneros literarios se encuentran más ampliamente representados en la literatura de la metrópoli, dado el número mucho mayor de escritores. En todo caso, algunos aspectos de la realidad colonial pueden ayudar a comprender el escaso desarrollo de la narrativa de ficción: una sociedad criolla en periodo de formación, la fama y difusión de los autores más significativos de la literatura española, el prestigio y la mayor competitividad de las imprentas españolas.[5]

Centrándonos en el siglo xvii mexicano, el panorama de la prosa de ficción es el siguiente: una novela pastoril de gran calidad literaria, El Siglo de Oro en las selvas de Erífile (1608) de Bernardo de Balbuena; una novela pastoril “a lo divino”, Los sirgueros de la Virgen sin original pecado (1620) de Francisco de Bramón (¿?- 1654); un tratado ascético en forma novelesca, El pastor de Nochebuena (1644) de Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), y una obra híbrida en cuanto al género –biografía, relato de viajes o relación particular en el ámbito de las crónicas– cuya consideración como novela es discutida entre los críticos, Los infortunios de Alonso Ramírez (1690) de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700). Éstas serán las obras analizadas, después de las siguientes consideraciones. El panorama narrativo debería ampliarse con la incorporación de las “narraciones intercaladas” que pueden encontrarse en las crónicas de Indias. Se trata de relatos o cuentos que aparecen con alguna frecuencia en la literatura cronística y que, principalmente en lo que se refiere al siglo xvi, han sido estudiadas en todo el ámbito hispanoamericano por críticos como Arrom (1991) y Pupo-Walker (1982). Falta una investigación al respecto más exhaustiva, centrada en el siglo xvii y, en lo que aquí afecta, en el ámbito mexicano. También cabe la posibilidad de que se descubran otras novelas, editadas o en manuscrito, además de las ya señaladas. De hecho, hay dos casos mencionables. Henríquez Ureña (Obra crítica, p. 622), alude a un texto de Antonio Ochoa, natural de Puebla, Sucesos de Fernando o La caída de Fernando (1662), señalando solamente que “no debió imprimirse”. Algunos historiadores de la literatura vuelven a referirse a esta obra que, al parecer, sería un novela, sin aportar ningún otro dato.[6] También ha sido frecuentemente citada una obra de Juan de Piña Izquierdo (1566-1643), Novelas morales (1624), escrita durante la estancia en México de este escritor español de escasa relevancia. Como ha demostrado Luis Leal,[7] el título está equivocado (Novelas ejemplares) y su autor nunca estuvo en México.[8] Asimismo, sería interesante un análisis de los recursos propios de la ficción en la abundantísima literatura religiosa de biografías y hagiografías. En parte, estos libros pudieron suplir las funciones de la novela, pues no sólo eran libros moralizantes sino también de entretenimiento.[9]

mostrar Siglo de Oro en las selvas de Erífile (1608): La vuelta al modelo clásico pastoril

El desarrollo de la novela pastoril hispánica tiene como fechas límite, en un sentido estricto, las de 1559 y 1633, años en que aparecieron publicadas respectivamente la Diana de Montemayor (1520-1561) y Los pastores del Betis de Gonzalo de Saavedra (¿?-1633). La publicación en 1608 del Siglo de Oro coincide con la decadencia del género, motivo por sí sólo suficiente para explicar el escaso éxito que tuvo entre los lectores, evidente por la carencia de reediciones. Como puede comprobarse en López Estrada (1974), la última novela pastoril que alcanzó el éxito fue la Arcadia (1598) de Lope de Vega (1562-1635), reeditada en diecinueve ocasiones en el siglo xvii; de las publicadas con posterioridad apenas algunas alcanzan una segunda edición en ese siglo, a excepción de la curiosa Auroras de Diana (1632) de Pedro de Castro y Anaya (1610-¿?) –en la que lo pastoril es accesorio–, que volvió a ser publicada en cinco ocasiones a lo largo del ya mencionado siglo xvii. La nueva estética realista en el género narrativo arrinconaba definitivamente las obras idealistas renacentistas en favor de otros modelos, cuyo exponente más significativo era la novela picaresca.

Si en este aspecto el Siglo de Oro aparecía como una obra anacrónica (sin dar a este adjetivo ningún matiz peyorativo), aún más lo sería si tenemos en cuenta que, rompiendo con la tradición novelística española proveniente de la Diana de Montemayor, se inscribe en la línea de la Arcadia de Sannazaro (1455-1530). La obra del autor italiano, publicada en Nápoles en 1504 y probablemente escrita antes de 1480, fue considerada en todo momento como el modelo de la novelística pastoril. De ahí tomaría Montemayor la estructura en prosa y verso que caracteriza su obra. Pero entre Montemayor y Sannazaro hay más diferencias que similitudes. Bien es cierto que Montemayor recrea el ambiente bucólico de Sannazaro, con sus pastores dominados por las penas de amor, pero lo que en Sannazaro es sustancia –la imitación de la bucólica clásica– en Montemayor es accesorio y, lo que es más importante, dota a este tipo de obras de un elemento que difícilmente podría tenerse en cuenta en la Arcadia: el tono novelesco. Así, frente al estatismo que presenta la obra de Sannazaro, Montemayor opone la acción; de la multiplicidad de escenas sin continuidad de la Arcadia se pasa en la Diana a una acción principal con varios hilos secundarios que evolucionan hasta una conclusión final. Para los autores del siglo xvi Sannazaro será un modelo clásico, como lo podía ser Virgilio, pero el modelo directo será Montemayor; y esto no sólo en España sino en toda Europa, incluida la propia Italia.

El caso de Balbuena es único porque, rompiendo con la línea impuesta por Montemayor, tomará como modelo directo a Sannazaro para crear una obra carente de acción y con las mismas características que la novela italiana. En este sentido, la diferencia de Balbuena con otros autores italianizantes –en denominación de Avalle-Arce (1974)– es notable, pues Juan de Arce Solórzano (1556-1620), Cristóbal Suárez de Figueroa (1571?-1644?) y Gonzalo de Saavedra toman de Sannazaro elementos descriptivos y ornamentales en mayor número que el resto de los novelistas pastoriles españoles, pero el criterio de acción continúa bajo la inspiración de Montemayor. En Balbuena la vuelta a Sannazaro, en cambio, es total. Más aún que por publicar una novela pastoril cuando el género ya estaba en decadencia, debió parecer un gesto anacrónico la renuncia de Balbuena a seguir los modelos de su época en favor de un texto escrito un siglo antes. No es extraño, pues, que la obra fuese olvidada hasta que en el siglo xix la Real Academia Española volvió a publicarla.

El Siglo de Oro, lo mismo que el Bernardo (véase Davis) o la Grandeza mexicana (véase Chang-Rodríguez), ha sido una obra siempre estimada por la crítica debido a las virtudes estilísticas de su autor. Posiblemente sea Balbuena el descriptor más importante de la literatura en castellano del Siglo de Oro[10] y uno de sus más consumados estilistas; pero esta apreciación tiende a soslayar, en el caso de su novela, el papel que ésta desempeña en el marco de la novelística pastoril. López Estrada[11] habla de “audacia”: “la audacia de un eclesiástico que se empeña en ver en letras de molde lo que en otros sería una aventura de juventud”, y continúa más adelante: “Y una razón más para entender que en su época esta clase de libros no podría ser considerada, sin más, como un frívolo pasatiempo tan sólo” (p. 813). Desde esta perspectiva, expone López Estrada dos razones importantes para apreciar la diferencia de este libro con el resto de los de su género. Una de ellas tiene que ver con los aspectos biográficos del autor, su deseo de fama y la posible influencia positiva que la publicación del libro tuviese en su carrera eclesiástica; por eso “no puede ser un escritor más entre los demás autores de libros pastoriles” (1970, p. 812). La otra razón es más profunda y tiene que ver con la propia concepción literaria de Balbuena: su acercamiento al modelo italiano es un acatamiento de “la teoría poética de la imitación como guía para enaltecer su obra” (1970, p. 812).

Avalle-Arce[12] por su parte, señala que la obra de Balbuena “marca un momento único en la historia de la novela pastoril española” (p. 209), y estudia la relación existente entre la obra de Balbuena y el resto de la novela pastoril española. Su tesis es que en el Siglo de Oro el mito pastoril desaparece. Veamos sus razones. La primera razón que ofrece es la desaparición de la casuística amorosa. En efecto, el tema amoroso es sustancial y desplaza a los demás en la novelística que sigue la trayectoria marcada por Montemayor. Avalle-Arce ha estudiado en profundidad este aspecto basándose en las relaciones que se establecen entre los conceptos de Naturaleza-Amor-Fortuna, como componentes ideológicos que sustentan el ideario renacentista. Se crea así un mito pastoril con base en una teoría sobre el amor –neoplatonizante en la línea de León Hebreo, en Montemayor, y con variaciones en otros novelistas pastoriles–, cuyo desarrollo y conclusiones conforman la propia novela pastoril. Es cierto, como señala Avalle-Arce, que “para los años en que escribe Balbuena el ideario renacentista, a cuyo calor floreció la novela pastoril, se desvitaliza rápidamente” (1974, p. 211) y, en efecto, no encontraremos en Balbuena un mito pastoril basado en estos criterios. Señalar, sin embargo, que en Balbuena ha desaparecido el mito pastoril por estas razones es olvidar otras cuestiones de suma importancia. Balbuena, al seguir a Sannazaro, prescinde de la casuística amorosa como tema esencial de su obra, dado que el tema es un elemento más entre los que componen su imagen del mundo pastoril. Tanto Sannazaro como Balbuena presentan un mundo idealizado donde transcurre plácidamente la vida del pastor, y donde el tema amoroso compite con otros como la vida en contacto con la Naturaleza, los juegos pastoriles, las burlas, las celebraciones, los cantos, etc. El mito pastoril no se centra aquí en la casuística amorosa, sino en revivir la antigua Edad de Oro. Sannazaro, al titular a su obra Arcadia, marcaba un ambiente mítico donde la vida podía desarrollarse con las características antes señaladas. Balbuena creaba un nuevo marco mítico al hablar de Erífile, exponiendo también claramente en el título que trataba de reflejar ese mito de la Edad de Oro: Siglo de Oro en las selvas de Erífile. El mito pastoril basado en el amor, presente en Montemayor y coincidente con la ideología renacentista del momento, es suplantado en Balbuena por el mito de la edad dorada, mito renacentista de carácter más general que el presente en Montemayor y que reflejaba la idea del “hombre natural” mediante el canto a la Naturaleza. Puede que resulte anacrónico recrear el mito pastoril en la época de Balbuena, pero negar la existencia de ese mito sería tanto como negarla en la Arcadia de Sannazaro, a quien tan directamente imita nuestro autor.

La segunda razón expuesta por Avalle-Arce para explicar la ausencia de visión mítica en la obra de Balbuena es el predominio de lo ornamental sobre lo sustantivo: “lo pastoril es aquí, exclusivamente, objeto de consideración estética, sin atisbos de consideración ideológica” (1974, p. 214). Tal como se exponía en el punto anterior, hay que tener en cuenta el diferente enfoque ideológico de la obra de Balbuena con respecto a las de Montemayor y Gil Polo; su falta de coincidencia no significa que el Siglo de Oro carezca de ideología. El aspecto ornamental es un elemento añadido que tiene que ver con las tendencias artísticas propias del siglo xvii y, principalmente, con las características particulares de Balbuena como escritor. En este sentido lo ornamental se presenta como un rasgo estilístico propio del autor, más acentuado aún en su largo poema épico, el Bernardo (1624). Pero junto a esta valoración estilística, lo ornamental contribuye a crear un ambiente mítico de carácter intemporal al transformar los elementos reales en elementos puramente artísticos. Este paso a un nivel artístico no tiene por qué llevarnos a la consideración de la novela como “liberada totalmente de implicaciones ideológicas” tal como señala Avalle-Arce (1974, p. 212).

Refiriéndose al Siglo de Oro, el mismo crítico señala “en la narración se inmiscuye a cada paso el propio autor. Pero el mundo del mito pastoril es algo hermético que no permite intrusiones personales porque existe por fuera del tiempo y del espacio. Si el autor puede penetrar en él es porque ese orbe está desmitificado y abierto a la realidad personal” (1974, p. 210). No es el autor el que participa en el relato, sino uno de los pastores que actúa como narrador. La única referencia “real” tiene lugar cuando ese pastor “sueña” un viaje en el que describe la ciudad de México, observada desde sus cimientos (égloga sexta). En cambio, los contactos con la realidad son mucho más evidentes en Montemayor o Gil Polo: en la obra del primero recordemos que la historia de Selvagia transcurre en un pueblo de Portugal, la de Felismena en la corte española y la de Belisa en una aldea española; en la Diana enamorada el “Canto de Turia” nos lleva directamente a la realidad del autor. Si hay una obra en la pastoril hispánica que esté “fuera del tiempo y del espacio” ésa es el Siglo de Oro, por encima de cualquier otra.

Balbuena, lo mismo que Sannazaro o Virgilio, no se propone relatar una acción novelesca sino ofrecer al lector unos bellos cuadros pastoriles sin más unión entre ellos que la que crea el mismo ambiente idealizado. Lo que le interesa a Balbuena es presentar un mundo eglógico en el que los personajes no cuentan como individuos sino como un conjunto determinado por unas características comunes. Por eso el Siglo de Oro narra momentos aislados de la vida de los pastores, sin desarrollar su problemática. De tal manera esto es así que la mayor parte de las églogas o capítulos podrían intercambiarse, sin afectar a la estructura. Es más, la novela finaliza no porque se llegue a una conclusión, sino porque se ha producido la suficiente saturación de los temas tratados como para seguir insistiendo en ellos. Frente a este modelo proveniente de Sannazaro, Montemayor intenta fijar la estructura de la novela mediante el desarrollo de una acción. La introducción de historias paralelas a la acción principal (que recuerdan la técnica de la novela griega) o la inclusión de alabanzas a poetas contemporáneos, son una muestra de la dificultad de mantener el hilo narrativo de unas historias cuyo componente lírico es fundamental. Si Balbuena fue consciente de esta problemática es algo que ignoramos, pero sí es cierto que, al volver al modelo inicial de Sannazaro, reinstauraba lo más característico de la bucólica pastoril, es decir, su tono lírico y, consecuentemente, la lectura reposada; el deleitarse en cada uno de los episodios era la forma de acercamiento a la obra propuesta al lector. El Siglo de Oro no supone un retroceso en el panorama de la novelística pastoril, como algunos críticos han señalado, sino la vuelta al clasicismo del género, todo ello inspirado por el criterio de imitación de los autores más representativos de la bucólica, principalmente Sannazaro y, en segundo lugar, Virgilio. Llegamos entonces a un tema básico para explicar la obra de Balbuena: la imitación.

Cuando Balbuena alude en el subtítulo del Siglo de Oro a su imitación de Sannazaro, Virgilio y Teócrito, no sólo está señalando algo que a través de lecturas comparativas resulta evidente, sino que está mostrando las características esenciales de su obra. Sannazaro proporciona a Balbuena el modelo básico tanto en lo referente a la estructura como a la temática de su obra. Así, puede observarse la exacta relación que existe entre la Arcadia y el Siglo de Oro, divididas ambas en doce partes y un canto final a la zampoña. Hay, sin embargo, una diferencia sustancial: mientras que Sannazaro divide cada una de sus partes en dos mitades –la primera ocupada por la prosa y la segunda por el verso–, Balbuena alterna indistintamente verso y prosa. Es indudable que este mismo esquema seguido a partir de Montemayor debió influir en Balbuena que, de este modo, dispuso de mayor libertad en la composición de una obra donde el tema lírico tenía un papel muy importante. Desde el punto de vista temático los episodios que Balbuena toma de la Arcadia son numerosísimos, a veces temas largos como el del viaje en sueños del narrador o la celebración del aniversario de la muerte de Augusta, en otros casos temas menores o, simplemente, detalles de tipo estilístico.

¿Qué papel representan Virgilio y Teócrito en la obra de Balbuena si, como se ha señalado, la presencia de Sannazaro es abrumadora? Virgilio es la segunda fuente de Balbuena pero a una distancia enorme en relación con Sannazaro. En cuanto a Teócrito no parece problable que fuera imitado directamente por Balbuena en ninguna ocasión. Cuando Balbuena alude a Teócrito no lo hace sólo por citar a un autor prestigioso en la poesía bucólica, sino porque forma parte, junto con Virgilio y Sannazaro, de los modelos básicos que le sirven para crear su obra. Los Idilios de Teócrito, las Bucólicas y Geórgicas virgilianas y la Arcadia de Sannazaro contenían todos los elementos necesarios para que Balbuena pudiese escribir el Siglo de Oro.

El concepto de “imitación” presenta, además, en Balbuena una significación más amplia que la hasta aquí señalada y que tiene que ver con su manera de entender la literatura. En el “Prólogo” a su poema Bernardo (véase Davis) explica: “en la palabra imitación se excluye la historia verdadera, que no es sujeto de poesía, que ha de ser toda pura imitación y parto feliz de la imaginativa”.[13] La oposición entre la historia –como materia no literaria, que debe ser un discurso natural y ordenado, sujeto a la verdad– y la poesía, justifica en ésta el artificio, la novedad y lo imaginativo; en definitiva, Balbuena destaca que la literatura se trata de una “ficción” (véase Rivers y Cevallos). Desde esta perspectiva, la imitación que Balbuena hace de Sannazaro u otro autor concreto hay que entenderla como parte de un proceso creativo dominado por la “imaginación”, término que define, en gran manera, el quehacer literario del autor del Siglo de Oro.

mostrar Los sirgueros de la virgen sin original pecado (1620): La actualización del mito pastoril

Los sirgueros apenas ha tenido lectores ni críticos que se ocupen de ella. Ciertamente, la carencia de ediciones hace difícil su lectura: después de la rara edición original de 1620[14] sólo ha visto la luz, fragmentariamente, en 1944.[15] Tampoco, desde la perspectiva de la crítica ha tenido mucha suerte esta novela: un único artículo de investigación.[16] Tanto el “Prólogo” de Agustín Yáñez a su edición como la opinión de Enrique Anderson Imbert en dicho artículo y lo señalado en su conocida Historia de la literatura hispanoamericana del Fondo de Cultura Económica han sido determinantes para la recepción crítica de la novela. La preferencia de Yáñez por el Auto del triunfo de la Virgen, incluido en la tercera parte de la novela, valorado muy positivamente frente al estilo “rebuscado e híbrido” e “hinchada prosa” (Sirgueros, “Prólogo”, pp. xiv-xv) del resto de la novela, se ha convertido en lugar común. Llega Yáñez a dudar de que Bramón sea el autor del Auto, algo que carece de fundamento y que Anderson Imbert critica: “no sólo la novela y el auto son interdependientes, sino que en esa interdependencia reside el mayor valor de Los sirgueros: es la novela de la creación de un auto” (1960, p. 33). Los dos estilos que tanto extrañan a Yáñez encuentran una sencilla explicación en cuanto novela y auto se corresponden con dos géneros diferentes, tal como señala Anderson Imbert.

Si las reticencias de Yáñez a la novela abrían paso a juicios negativos, las opiniones de Anderson Imbert no contribuyeron a mejorar la situación. A pesar de que su artículo de 1960 hacía un análisis muy positivo de Los sirgueros, el lector no podía olvidar sus comentarios respecto al estilo: “su prosa es de un manerismo inflado, pomposo: largos periodos, series de epítetos, agudezas de concepto, imágenes cultas, exagerada elaboración artística del conjunto, hiperbatones” (1960, p. 24).[17] Tales calificativos no hacen justicia a una obra olvidada durante más de trescientos años, que ha de tener un lugar privilegiado en la narrativa mexicana del siglo xvii no sólo por razones contextuales, sino por méritos propios. Los sirgueros es novela de grata lectura, cuya equilibrada estructura y temática pastoril están en sintonía con el estilo característico de las obras bucólicas. Muy matizado es el análisis de Goic[18] que pone el énfasis en el carácter alegórico de la novela: “se trata de contraponer el género humano caído y la pureza sin mancha que sólo en la Inmaculada Concepción de la Virgen se actualiza” (p. 389).

De su autor, Francisco Bramón, apenas tenemos datos. En la licencia de Los sirgueros se alude a que es “bachiller y consiliario de la Real Universidad de México” y en el “Prólogo al lector”, aludiendo a la génesis de la obra, menciona que “fue por divertirme y dar vado al ingenio que en los estudios mayores de Filosofía y Cánones en que recibí con general aplauso el lauro del trabajoso triunfo, felizmente aprobado, y aliviarle de una cansada oposición”, tema al que vuelve al final de la obra. Yáñez menciona –sin citar la fuente– que en 1654 el autor era ya Presbítero y Licenciado y que obtuvo el cuarto premio en un certamen literario.

Los sirgueros es novela relativamente extensa: 161 folios en 8º por ambas caras (15 x 9.5 cm). Obra muy tardía dentro del género pastoril, se caracteriza por formar parte de un subgénero restrictivo, la novela pastoril “a lo divino”, entre cuyas obras destacan Primera parte de la Clara Diana a lo divino (1599) de fray Bartolomé Ponce (¿?-1595?) y Los pastores de Belén (1612) de Lope de Vega. La adopción de la eglógica pastoril para el tratamiento de temas religiosos fue muy frecuente en el siglo xvii, y ése es el marco en el que debe contemplarse Los sirgueros. El tema de la obra gira en torno a la Inmaculada Concepción de la Virgen. Dicho así, pocos lectores hoy día se sentirán tentados de leer una obra de estas características, sobre todo porque pensarán en el cúmulo de obras religiosas del siglo xvii (hagiografías, tratados ascéticos, obras teológicas, etc.) en el que parece situarse Los sirgueros. Sin embargo, la parte doctrinal de la obra queda limitada a tres momentos que, si bien con alguna extensión, no rompen el marco narrativo: tema del pecado original y la Inmaculada Concepción (fols. 4-10 y 24-28); cualidades de la Virgen (fols. 42-75); panegírico de la Purísima Concepción (fols. 109-126). Ahora bien, hay que tener en cuenta que Bramón supo dar a su obra una gran cohesión narrativa –probablemente, su mayor acierto– y que, incluso, estas partes exentas por su contenido doctrinal están íntimamente ligadas a la trama novelesca (las cualidades de la Virgen son explicaciones a grabados que Anfriso ha hecho en los árboles, y el panegírico a la Virgen responde al comentario del Arco erigido por Marcilda). Lógicamente, la incorporación de asuntos religiosos de menor extensión (poemas y comentarios) se presenta con toda naturalidad en el desarrollo de la trama.

La novela de Bramón recoge elementos dispares de la tradición pastoril y por lo tanto presenta rasgos que podríamos considerar híbridos. Por una parte, se hacen presentes algunos de los tópicos fundamentales de la línea clásica de Sannazaro, seguidos al pie de la letra por Balbuena, entre ellos el estatismo de las escenas. Pero por otro lado, también continúa la línea renovadora de Montemayor, dotando a la narración de una acción que encuentra su culminación al final de la novela. Frente a la división en églogas de Sannazaro/Balbuena, fiel reflejo del estatismo del mundo pastoril, la sucesión de escenas de Los sirgueros muestra el avance de la acción en la estructura tripartita en que Bramón divide la obra. Si bien es cierto que hablar de acción en una novela pastoril es un concepto equívoco, pues se carece de una verdadera aventura cuya novedad llegue a interesar al lector, en Los sirgueros sí es perceptible, en cambio, un avance cronológico ligado a la presencia de determinados personajes. Así, la novela se inicia con el deseo de unos pastores de celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción (Libro i), continúa con los preparativos a tal fin y el viaje al lugar de la celebración (Libro ii) y concluye con dicha efemérides (Libro iii). Como puede apreciarse, la estructura es muy diferente a la del Siglo de Oro de Balbuena, cuyas églogas podrían intercambiarse e incluso suprimirse sin que se resintiera la estructura de la obra. Dicho esto, conviene añadir que la novela de Bramón presenta una situación paradójica, puesto que las diversas escenas agrupadas en los tres libros recuperan el estatismo característico de Sannazaro/Balbuena, al establecerse un tiempo detenido ocasionado por el tratamiento de las cuestiones marianas. Esta y otras características del hibridismo de Los sirgueros las podremos apreciar haciendo un somero repaso de la novela.

Como es habitual en el género pastoril, la novela comienza con la descripción de un “locus amoenus”. Tanto en este tipo de descripciones como en los inevitables “amaneceres mitológicos”, que no olvida Bramón para presentar el comienzo de cada día, nos remite al más clásico modelo pastoril en la línea de Sannazaro. Son estos fragmentos los que tanto molestaban a Anderson Imbert, prosa barroca en la que Bramón lleva a sus límites la afectación propia de este tipo de descripciones en que se entremezclan reiterados tópicos mitológicos (no faltan las referencias a Apolo, Faetonte, Proserpina, Diana, Adonis, etc.) con la adjetivación profusa y el uso del hipérbaton. En favor de Bramón diré que él no hacía otra cosa sino seguir la moda literaria de su época. Habría que reconocer, no obstante, que, aún teniendo la precaución de analizar el estilo de Bramón en el contexto de las convenciones artísticas del siglo xvii, en los casos señalados su prosa adolece de un exceso manierista, rasgo que no debe generalizarse al conjunto del texto.

El primer personaje que aparece es Marcilda, “pimpollo de hermosura, pastora de edad perfecta; en sus razones dulce, sabia y elocuente; en su grave y recogida vista, apacible [...] tan avisada y sagaz, que la celebraban por oráculo de aquel ameno y rico prado” (p. 6).[19] Marcilda representa a la pastora sabia tal como se puede apreciar en la cita. Como todos los demás pastores de la novela, encarna un determinado tipo de personaje cuyo comportamiento no admite variaciones respecto al tópico que representa. En este sentido, Bramón está más cerca del modelo de Sannazaro que del de Montemayor. En cambio, la importancia de los personajes femeninos, en plano de igualdad con los masculinos, es rasgo que deriva de Montemayor, ya que el modelo clásico de Sannazaro crea un mundo de pastores en el que las pastoras prácticamente no intervienen, limitadas pasivamente a ser objeto de referencia por parte de los pastores. Presentada Marcilda se menciona inmediatamente el primer tema religioso tratado extensamente, “la pérdida tan grande que de la original Justicia tuvo Adán, nuestro primer padre” (p. 6). La llegada del pastor Palmerio le proporciona a Marcilda la ocasión de exponer dicho tema a través del diálogo. La llegada de la noche pone fin a esta primera escena de la novela. Finalizada esta primera escena, son varias las cuestiones de interés: 1] La “escena” será el elemento fundamental en la estructura de la novela, de manera que la división en libros sólo es significativa en el nivel generalizador de “introducción”, “desarrollo” y “conclusión”. Cada escena tiene autonomía pero se relaciona con el resto, creando núcleos temáticos que hacen avanzar la acción de la novela. 2] Cada escena se corresponde con el transcurso de un día, de manera que la llegada de la noche hace que los pastores se retiren e, inmediatamente, un “amanecer mitológico” nos lleva al día siguiente. Éste es un rasgo típico del modelo de Sannazaro. 3] El tema tratado en esta primera escena tiene un doble interés: en primer lugar, resulta lógico que si la finalidad de la novela es hablar de la Inmaculada Concepción de la Virgen, se comience por el asunto del Pecado Original; en segundo lugar, se anticipa el tema del “Auto”, que ocupa prácticamente el libro tercero, compendio de la parte doctrinal expuesta en los dos libros anteriores. 4] La introducción de esta temática “a lo divino” la realiza Bramón de manera tan sutil que el lector no echará de menos la temática amorosa habitual en la novela pastoril. Sin perder un ápice del ambiente pastoril, los temas religiosos se convierten en el motivo principal de conversación de los pastores. Sin embargo, el lector no tiene la impresión de estar leyendo una obra religiosa pues en todo momento el contexto pastoril se hace presente. Esta simbiosis entre lo religioso y lo pastoril es otro de los grandes atractivos de la novela y un gran acierto de Bramón.

La segunda escena comienza presentando a Anfriso y Florinarda. El primero es especialmente significativo por cuanto representa al propio autor bajo el disfraz del pastor y evoca su nombre a través de un anagrama imperfecto (Anfriso/Francisco). Ciertamente es atrayente, como analizó Anderson Imbert, la relación personaje/autor y la inclusión del autor en su propia obra de ficción. Además, desde la perspectiva de la estructura de la novela su papel es determinante ya que desde su primera aparición se erige en protagonista indiscutible y organizador del resto de los pastores. Nuevamente, son varias las cuestiones que han de tenerse en cuenta. 1] El pastor Anfriso es un falso pastor. Si bien es cierto que todos lo son, los otros, siguiendo a la clásica Arcadia de Sannazaro, son habitantes de aquellos idealizados valles y viven en aparente rustiquez guiando sus rebaños. En cambio, Anfriso es un visitante disfrazado de pastor, que llega desde la ciudad de México y a ella regresa al finalizar la obra. Nuevamente, en esa dicotomía constante a la que Bramón somete a su novela, frente al modelo de Sannazaro reflejado en los otros pastores, a través de Anfriso se hace presente el modelo de Montemayor que abre la puerta de ese mundo idealizado a la realidad de la época. Esta tendencia se acentuaría con el paso del tiempo hasta llegar a la destrucción del mundo pastoril, convertido en mundo cortesano. En este sentido, la novela de Bramón, al mirar frecuentemente a Sannazaro, restituye un mundo pastoril que se estaba desvirtuando en novelas coetáneas de igual tema. 2] En ese sutil juego entre los extremos al que es tan aficionado Bramón, la incorporación del mundo real al mundo idealizado de los prados pastoriles se hace de manera tan natural que el lector apenas percibe el sustancial cambio operado. En la tercera escena Florinarda invita a Anfriso a que recite el romance que compuso a la Virgen de los Remedios, con motivo de las plegarias y procesión hasta la Catedral de México que se hicieron en 1616 para pedir lluvias ante la prolongada sequía.[20] En la cuarta escena, Palmerio le pregunta el motivo de “haberte venido a estos prados, dejando la populosa ciudad, asombro del mundo, tesoro de riquezas, cifra de hermosura, dechado de ingenios y milagro de milagros” (p. 27). A lo que responde Anfriso de manera similar a la que ya se había expuesto en los “preliminares”: “–Sólo fue a dar larga y alivio al trabajoso pensamiento de una oposición que en la real y florentísima Academia mexicana, con grande aprobación de hombres sabios y doctos, hice” (p. 27). 3] Es Anfriso quien, amparándose en la devoción mariana de los pastores, organiza la celebración de la festividad de la Inmaculada Concepción “el domingo tercero de diciembre” (p. 17). Así, en la segunda escena se traza el plan exacto por el que va a discurrir la acción de la novela: Marcilda elaborará el Arco de Triunfo y él compondrá el auto que se representará en el Libro iii; Palmerio se encargará de difundir la convocatoria y de los fuegos artificiales, y Florinarda organizará una corrida de toros.

Pero volviendo al comienzo de la segunda escena, hay que recordar que también se presentaba a la pastora Florinarda, hermosa como todas, “pastora de tiernos años” que defiende gallardamente con la honda a su rebaño del ataque de un lobo. A pesar de ser, como Palmerio, un personaje secundario, la frescura y naturalidad de su comportamiento, unidos a cierta rustiquez que no empaña su delicadeza, la convierten en uno de los personajes más atrayentes de la novela. Resumiendo brevemente el contenido de esta 2ª escena tenemos lo siguiente: Anfriso aparece grabando en los árboles determinados simbolismos. Al encontrarse con Florinarda le comunica que lleva días buscando a Marcilda y Palmerio. También, de manera enigmática, le confiesa que siente un gran amor que, después de un juego ambiguo, se descubre que no es otro sino el que profesa a la Virgen. Llegan Marcilda y Palmerio y se organiza el festejo de la Inmaculada Concepción. Hay, por último, un aspecto importante en esta 2ª escena. Se trata de la alabanza de México, en la línea de Cervantes de Salazar y Bernardo de Balbuena (véase Chang-Rodríguez). Anfriso comenta: “en estos mexicanos jardines y abundosas lagunas vemos cada día ingenios tan floridos que al mundo admiran, viendo con la grandeza y ánimo que a las aras de Minerva se dedican, de los cuales bien informada está la redondez del orbe, pues los estima, como es justo, por hombres en todas facultades, ciencias y artes famosísimos” (p. 18). De la proyección de este nacionalismo mexicano, la novela ofrece algunas otras pinceladas que culminan, de forma extensa, con la presencia del “Reino mexicano” en el Auto y en los bailes populares con que la obra termina. Delimitadas por el espacio temporal de un día, las escenas 3ª y 4ª, con las que finaliza el Libro i, no ofrecen novedades significativas. En éstas ocupan el mayor espacio la descripción de las empresas que Anfriso había grabado en los árboles (4ª escena, fols. 42-75).

El Libro ii presenta tres escenas. La 1ª comienza aludiendo a que han pasado ya cuatro días desde el último encuentro de los pastores protagonistas con que finalizaba el Libro i. Se nos presenta a un nuevo pastor, Menandro, utilizando un tópico que deriva de Sannazaro: Anfriso oye el canto del pastor, al que no conoce, y de ese modo se produce el encuentro. La incorporación de nuevos personajes es fundamental en la novela pastoril ya que, dada la escasez de acción, necesita presentar “novedades” al lector. Si nos fijamos, las parejas de Marcilda-Palmerio y Anfriso-Florinarda no presentan ninguna problemática personal y su única función en relación con la celebración de la festividad de la Virgen corre el riesgo de resultar reiterativa. Por eso, la presencia de Menandro, “gallardo mancebo”, es muy importante: encarna al amante que no podía faltar en ninguna novela pastoril, aun “a lo divino”. La escena finaliza, después de mutuas galanterías y cortesías, con la afirmación de la gran amistad que ha nacido entre Menandro y Anfriso.[21] La 2ª escena[22] comienza recordando en qué punto se encuentran los diversos trabajos que los pastores se han comprometido a realizar para la celebración de la fiesta mariana. Todo va bien y Anfriso ya ha escrito el Auto que se representará en la festividad. Faltan dos días para la celebración y numerosos pastores se disponen, llenos de amor mariano, a acudir a los actos, “olvidados por entonces de sus pasiones amorosas” (p. 37). La sentida devoción a la Virgen manifestada por Bramón no le impidió apreciar que una saturación de asuntos marianos podía hacer naufragar la delicada ficción pastoril. En un giro inesperado, el autor recupera el tema amoroso a través de Menandro y Arminda, una nueva pastora que aparece en escena para esta función. La presentación de esta temática amorosa no es ocasional, pues ocupa bastante extensión (pp. 37-50) y responde a los habituales tópicos del amante enamorado. Se seguirá mencionando hasta el final de la novela que, después de tantos lamentos de Menandro, concluye afirmando la reciprocidad de dicho amor. La escena termina con la llegada de los pastores a la alquería de Marcilda.

La 3ª escena presenta los preparativos más inmediatos a la celebración, la gran preocupación ante los errores que puedan deslucir la fiesta; se describe la llegada al templo donde han de celebrarse los distintos actos. La escena y el Libro ii finalizan con una prolija descripción del Arco inventado por Marcilda y levantado en la puerta principal del templo (fols. 105-129). Es indudable el paralelismo que existe entre esta celebración de Los sirgueros y la celebración del aniversario de la muerte de las pastoras Massilia y Augusta en las novelas de Sannazaro y Balbuena: en ambos autores, la brillantez de los festejos servía para culminar el mito pastoril. En Bramón, el mito pastoril aún persiste, pero en confluencia con elementos del mundo real. La glorificación final de la novela, a través del Auto, sin abandonar el marco pastoril desarrollado en los dos primeros libros, deriva fundamentalmente hacia el aspecto religioso.

El Libro iii relata la fiesta de la Inmaculada Concepción, incluyendo, después de una breve introducción, el “Auto del triunfo de María y gozo mexicano” que ha escrito Anfriso. Se trata de una obra teatral de estilo sencillo, en la línea alegórica de las obras de Fernán González de Eslava (ca. 1533?-ca. 1601?). La excesiva valoración que Yáñez hizo del auto en detrimento de la novela ha sido reiterada por críticos posteriores, algunos de los cuales ni siquiera han leído a Bramón. En mi opinión, la novela es superior al auto, pieza dramática digna, dentro de la sencillez de su planteamiento. El argumento del auto es el siguiente: El Pecado original va reduciendo a prisión a todos cuantos pasan por delante de su cueva. Primero a Caín, luego al profeta Jeremías y a su criado Eudonio (que hace de gracioso) y, por último, a san José. La aparición de la Virgen pone fin a su reinado, lo que es celebrado por el Reino Mexicano y los ciudadanos. La obra culmina con un “tocotín” o danza de inspiración indígena.

Terminada la representación, la novela concluye rápidamente. No falta una alusión a los juegos deportivos de los pastores, tópico proveniente de Sannazaro y que tenía gran importancia en la formación del mito pastoril, pero que aquí es ya mero recuerdo. La despedida de los pastores nos devuelve del mundo de la ficción al de la realidad, con una última alusión autobiográfica: “Llegó Anfriso a su real Academia el siguiente día y, acompañado de Menandro, coronó sus sienes con el verde laurel de la facultad de Cánones” (p. 113). Como se ha podido apreciar, la presencia de “lo mexicano” tiene una relevancia notable en la obra. Por una parte, Bramón logra una sutil simbiosis entre la atemporalidad propia del mito pastoril y la actualidad mexicana que representa Anfriso: sin perder un ápice de su idealismo bucólico, el mundo pastoril asume la realidad de la vecina ciudad de México. Por otra parte, se hace coincidir en el auto la culminación del Triunfo de la Virgen con la exaltación de México, representado por el Reino Mexicano, figura alegórica central que preside la festividad mariana y al que acompañan un vistoso séquito de caciques y personajes indígenas. Conservando las características de la novela pastoril, Bramón introduce, sin que se produzcan disfunciones, el tema de la “mexicanidad” y lo hace desde una doble perspectiva: en el plano religioso, como muestra de la devoción mariana en México; desde una actitud criollista, el elogio de México encuentra en su glorioso pasado indígena el motivo de exaltación.

mostrar El pastor de nochebuena (1644): Entre la ascética y la novela

En 1644 se imprimía en México esta obra, en cuyo subtítulo podía leerse “Práctica breve de las virtudes y conocimiento fácil de los vicios”. Del éxito de El pastor de Nochebuena dan fe las inmediatas ediciones que, con el tiempo, llegaron a sobrepasar las cuarenta, muchas de ellas traducciones a distintas lenguas europeas. Tan espectacular recepción tiene que ver, como es fácil de adivinar, con la temática religiosa del libro, verdadero filón para las imprentas de la época. Aunque El pastor no pueda ser clasificada, en sentido estricto, como novela (ya que la intención de su autor nada tiene que ver con ese concepto), al adoptar una forma ficcional para exponer alegóricamente conceptos morales y religiosos, la estructura de la obra sí adquiere los rasgos de una novela. Por lo tanto, desde un punto de vista formal, sí debe ser incluida en el grupo de obras de ficción.

Su autor, Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), aunque hijo ilegítimo de un noble navarro, vio reconocido su origen a la edad de diez años, lo cual le permitió gozar de su posición aristocrática en la sociedad. Desarrolló una brillante carrera eclesiástica y en 1640 se inicia su etapa mexicana al ser nombrado obispo de Puebla. En Nueva España fue visitador general y juez de residencia y, por seis meses (en 1642), virrey. En 1647 protagonizó duros enfrentamientos con los jesuitas que le ocasionaron su destitución como obispo de Puebla en 1649, año en que regresó a España, y fue nombrado obispo de Osuna (Soria). Eminente polígrafo, sobre todo de escritos de inspiración religiosa, Palafox tiene una obra muy extensa, tal como se puede comprobar en la edición de sus Obras completas (1762) que abarcan “catorce gruesos tomos, tamaño folio”.[23] En cuanto a su posición en las letras hispanoamericanas, las obras que escribió en México han sido editadas por Francisco Sánchez Castañer con el título de Tratados mejicanos,[24] agrupándose en memoriales espirituales, cartas pastorales, memoriales civiles y epístolas y tratados. A su facilidad para escribir aludió el propio Palafox en Vida interior, su autobiografía: “que Dios le hizo merced que el escribir fuese sin grande dificultad, ni tener que ocupar el tiempo en revolver libros, autoridades ni autores [...] y raras veces tenía necesidad de meditar lo que escribía. Sucediéndole, en dos horas, escribir cinco o seis pliegos, con tanta velocidad, que él mismo se admiraba de lo que hacía” (en Sánchez Castañer, 1968, p. lxxxii). Dotado ciertamente de ese don, la sencillez y la elegancia de estilo son características comunes al conjunto de sus obras.

El pastor de Nochebuena aparece generalmente en las historias de la literatura en el apartado de la narrativa del siglo xvii. Incluso algunos críticos, probablemente confundidos por el título, la consideran novela pastoril, género con el que nada tiene que ver. En realidad debe considerarse como un tratado ascético que, formalmente, adopta rasgos novelísticos. Desde este punto de vista su inclusión en la narrativa del siglo xvii es correcta, ya que forma parte de un conjunto de obras que, genéricamente híbridas, presentan rasgos propios de la narrativa de ficción. Sobre las motivaciones y características de la obra, el propio autor fue muy explícito. El pastor se editó con una “Carta pastoral” en la que Palafox señala como destinatario inmediato del relato a las monjas de los diversos conventos de su diócesis, Puebla de los Ángeles. Su intención, según confiesa, fue ofrecer, en el marco de sus obligaciones pastorales, una obra que sirviera de guía y meditación para los fieles, especialmente para las monjas: “formar este breve tratado, en el cual, con menos prolijidad y con mayor suavidad que en otros, explicamos la intrínseca calidad de las virtudes y perfecciones sin las cuales no puede haber aumento en la contemplativa”.[25] Obra de carácter ascético, pretende hacer más asequibles conceptos religiosos que ya había expuesto en su denso y extenso tratado (más de 300 folios) Varón de deseos (México, 1641), libro que realiza un recorrido ascético-místico por las tres vías –purgativa, iluminativa, unitiva– que permiten el acercamiento del hombre a Dios. Consciente de las dificultades que este tipo de obras tenían para los devotos cristianos, ingenió una ficción narrativa que hiciese más atractivo su contenido: “Viendo, pues, el tedio con que la fragilidad de nuestra naturaleza recibe los tratados espirituales [...] nos pareció, siendo llamados a este leve trabajo por la obligación y el afecto, escribir con tal modo este Tratado, que la facilidad y suavidad de la narración e invención lleve entretenidamente al conocimiento ...” (“Introducción” a El pastor, p. 183). De esta manera, empleando el “modo de explicarse por figuras, que la Escritura llama parabólico” (p. 182), creó una narración alegórica no demasiado extensa en la que un pastor comprende, en un viaje imaginario, el significado de multitud de conceptos abstractos que aparecen personificados en el relato. Palafox recordaría, en más de una ocasión, esta obra de la que se sentía satisfecho por haber sabido combinar difíciles conceptos doctrinarios con una forma narrativa agradable para el lector; todo ello, además, empleando muy poco tiempo en su escritura: “Esta Navidad pasada me recogí, ocho o doce días, a mayor quietud; en ella formé un libro que he intitulado el Pastor, donde brevemente he explicado la definición y origen de las virtudes y vicios, perfecciones e imperfecciones; y aunque tiene algo de donaire, no es todo aire, ni tiene poco de don.”[26] También en su autobiografía, Vida interior, se refiere a El pastor en parecidos términos: “Una vez hizo un tratado [...] una cosa tan dificultosa a su juicio, ignorancia y falta de espíritu, luz, conocimiento y erudición, y con tan grande brevedad, que no ocupó en ella treinta horas” (Sánchez Castañer, 1968, p. clviii).

Literariamente, destaca la capacidad de Palafox para crear escenas dotadas de mucha movilidad en cuanto a la acción y variedad de personajes. La estructura de la obra presenta un marco narrativo general y multitud de escenas particulares. El capítulo i establece ese marco general: un devoto pastor celebra una Nochebuena con tal fervor religioso que “quedó absorto, como una piedra inmóvil; y ocupados o transportados los sentidos, se le presentó ser uno de aquellos pastores” (El pastor, p. 183) que en Belén asistieron al nacimiento de Jesús. En este trance o “sueño”, recurso literario bien conocido, el pastor implora ante el Niño recién nacido una respuesta a sus múltiples dudas. Un ángel se le aparecerá, ofreciéndose a ser guía en el camino de la perfección del alma en busca de la unión con Dios. Un nuevo trance o “sueño” le permitirá ir recorriendo las “celestiales moradas” donde encontrará las respuestas que tanto ansía: “Pon los ojos en la luz del Señor (le dice el ángel), mira atentamente a su pesebre, que el espíritu, sin apartarse de Dios, me irá siguiendo por donde yo le llevare. Apenas acabó de decir esto el Ángel, cuando el Pastor le fue siguiendo en espíritu, del cuerpo enajenado” (El pastor, p. 185). En este momento, final del capítulo i, el lector descubre que el narrador es el propio “autor”: “y cuando volvió de su jornada me refirió todo el suceso con las siguientes palabras” (El pastor, p. 185). Desde el capítulo ii será el propio pastor quien relate su experiencia, que finaliza en el capítulo xx, volviendo el “autor” a tomar la palabra: “Esto me dijo que le sucedió al Pastor en aquella santa noche, y yo, luego que lo oí, lo encomendé a la memoria y escribílo por si hubiere alguno que desde ella quisiere pasarlo a la voluntad” (El pastor, p. 227).

Resulta imposible resumir las múltiples escenas que en ese viaje del conocimiento se le ofrecen al lector. Las visitas al Palacio del Desengaño, al Palacio del Santo Temor de Dios y tantos otros lugares se acompañan de decenas de encuentros con personajes alegóricos. Como muestra, sólo en los capítulos iii y iv, el pastor tendrá ocasión de conocer al Deseo Santo, al Escarmiento, a la Consideración, al Retiro, al Recogimiento, a la Lección, a la Gracia, al Mérito del Señor, a las Transitivas Vanidades, a la Advertencia, al Fervor, a la Propia Observación, a la Diligencia y a la Atención. Ciertamente, la obra tiene una finalidad religiosa, pero la adopción de una formulación narrativa de carácter ficcional permite que el lector actual pueda acercarse a ella desde planteamientos literarios. Sirva como ejemplo de la capacidad narrativa de Palafox la siguiente cita, fiel reflejo de las características del conjunto de la obra:

Vi de lejos a una santa monja que estaba padeciendo terriblemente, y me movió a gran lástima, porque le daban crueles golpes a la pobre unos hombres grandes, negros, feos, que parecían gigantes, y juzgaba que cualquiera de ellos bastaba para matarla; y había con ellos una mala vieja, que los estaba atizando y diciendo que le diesen, y ella padecía y callaba.

 

Yo confieso que fui acercándome a ver si podía socorrerla, pero la Claridad sonrióse y dijo: ¡Qué poco sabes, Pastor! Llega y toca y verás lo que pasa. Llegué, y cuanto más me acercaba más se iban deshaciendo aquellos hombres. Acerquéme más y no hallé nada, y todos eran sombras sin cuerpo, y a ella la hallé serena, alegre y contenta como un ángel (El pastor, p. 208).

Como siempre ocurre, luego viene la explicación de la alegoría: la religiosa es la Resistencia, las sombras, los Pensamientos resentidos, la vieja que los guía, Vagueación, hija de la Fantasía.

Las dotes narrativas de Palafox son apreciables en el conjunto de su obra y merece citarse de modo especial el memorial que dirige al rey, titulado De la naturaleza y virtudes del indio (1650). Se trata de una apología del indio americano en la línea habitual de las crónicas de Indias. Narrativamente tiene interés por las numerosas anécdotas que Palafox introduce y, de modo especial, por la incorporación de tres pequeños cuentos que tienen las mismas características que las “narraciones intercaladas” que suelen aparecer en las crónicas. La primera narración relata el modo con el que un indio probó que le habían robado su caballo (Sánchez Castañer, 1968, vol. 218, cap. xv, p. 111); el segundo cuento se refiere a las malas costumbres de un mulato (cap. xvii, pp. 112-113), y el tercero trata del apresamiento de un bandolero por un indio (cap. xviii, pp. 113-114). Cada relato sirve para ejemplificar distintas virtudes del indio: ingenio, sentido de la justicia y valentía. La técnica utilizada es similar en los tres casos y recuerda el tipo de narrativa tradicional de los “exempla” medievales: una anécdota generalmente ingeniosa y humorística en la que apoyar los argumentos del discurso en que se integran.

mostrar Infortunios de Alonso de Ramírez (1690): Autobiografismo, crónica y novela

Los avatares de la crítica y de los lectores de nuestros días han concedido a esta pequeña obra un prestigioso lugar que, sin duda, no pudo sospechar su autor, Carlos de Sigüenza y Góngora. Obra menor en su amplísima y erudita bibliografía ofrece, sin embargo, el atractivo que conlleva el relato de las aventuras de un personaje, prisionero de piratas, navegante de los mares de medio mundo y náufrago que, al final, encuentra la salvación. Las aventuras de Alonso Ramírez causaron gran impresión en el virrey y en Sigüenza, que decidió ponerlas por escrito. Aunque se carece de una fuente documental que ratifique la existencia de Alonso, el propio texto es suficientemente explícito para pensar en la veracidad del relato: no nos encontramos, pues, ante un texto ficticio que pueda ser catalogado como novela, sino con un texto híbrido en cuanto al género narrativo, donde se entremezcla el relato de aventuras, la biografía y la relación histórica de sucesos particulares. Si a ello añadimos la pericia de Sigüenza para dotar artísticamente al texto de intensidad narrativa, no resultará extraño que bastantes críticos hayan considerado a Infortunios como novela. A lo largo de siete capítulos se narran en primera persona las aventuras de Alonso Ramírez, joven inexperto que, carente de bienes, busca mejorar su posición social al llegar a México desde Puerto Rico. En su recorrido por Veracruz, Puebla, México y Oaxaca subsiste gracias al oficio de carpintero que ha aprendido de su padre. Viaja a Filipinas donde consigue, como comerciante, una notable mejoría social, pero en ese momento comienzan sus “infortunios”: apresado por piratas ingleses y sometido a esclavitud, se verá obligado a recorrer los mares del Extremo Oriente y soportar todo tipo de vejaciones. Ya en camino hacia América, después de bordear el cabo de Buena Esperanza, es liberado frente a las costas de Brasil. Después de muchos sufrimientos consigue salvarse junto con muy pocos compañeros y llegar a las costas de Yucatán. 

Carlos de Sigüenza y Góngora, Infortunios que Alonso Ramírez [...] padeció, México, Herederos de la Viuda de Bernardo Calderón, 1690, portada.

Un discreto silencio acompañó a Infortunios hasta 1902, en que aparece la 2a. edición en el tomo xx de la Colección de libros raros y curiosos que tratan de América. Dado el carácter de esta Colección –obras de tipo histórico– se hace patente que Infortunios se considera una obra enmarcada en el ámbito histórico, tal como, por otra parte, fue considerada en época del autor: relato biográfico de sucesos particulares que se englobaba junto con otras obras históricas de Sigüenza sobre acontecimientos puntuales como Alboroto y motín de los indios de México (1692), Relación de lo sucedido a la Armada de Barlovento (1691) o Trofeo de la justicia española (1691). Ha sido en fechas recientes (prácticamente en los últimos treinta años) cuando se ha despertado un inusitado interés por los Infortunios que puede comprobarse por la abundante bibliografía crítica y por las numerosas ediciones de esta obra de Sigüenza. Pocos han sido los lectores que se han acercado al resto de las obras de nuestro erudito polígrafo, aunque, eso sí, el reconocimiento a su talla intelectual puede constatarse en las monografías de I. A. Leonard (1929; 1984), J. Rojas Garcidueñas (1945), Laura Benítez (1982), Elías Trabulse (1988), K. Ross (1993), Rossana Nofal (1996) y Antonio Lorente (1996). El creciente interés por los Infortunios encuentra su explicación en el marco de la polémica sobre su carácter novelesco. La cuestión es fundamental desde la perspectiva de la metodología del análisis: a] si Alonso Ramírez es un personaje histórico y su relato verídico, nos encontramos con una obra de la serie “histórica” cuya valoración literaria dependerá del acierto con que el autor haya utilizado recursos propios de la serie “literaria”; b] una situación intermedia se produciría si, partiendo de un relato verídico, el autor incluyera elementos ficticios. El crítico debería valorar en este caso la ubicación de la obra entre la serie “histórica” y la “literaria”; c] si partimos de la inexistencia de Alonso Ramírez o de que su relato es una fabulación de Sigüenza, nos encontramos en la serie “literaria”. En este caso se trataría de una novela.

En mi opinión creo que nos encontramos en la primera situación. Algunos estudiosos –a los que no se les ha prestado la debida atención– han dado a conocer pruebas suficientes de la historicidad del relato, aunque aún no se haya descubierto documentación sobre el protagonista. Es interesante, tal como hace A. Lorente[27] en su exhaustivo estudio, analizar la recepción crítica de Infortunios. Hasta los años cincuenta no se plantea en la crítica que Infortunios sea una novela (Lorente cita las opiniones de Mariano Cuevas, I. A. LeonardRojas Garcidueñas y Menéndez Pelayo).[28] Esta situación comienza a variar a partir de los años cincuenta, como se puede apreciar a través de comentarios ocasionales y algunos artículos no memorables (Lorente, 1996, p. 166). Ya por entonces algunas ediciones facilitan la lectura de la obra: la realizada en México en 1944 por Rojas Garcidueñas, la aparecida en Espasa-Calpe, “Colección Austral”, en 1951 y, ya en 1967, la edición de Alba Vallés.[29] Algunos años más tarde, Lagmanovich (1974) es el primer crítico que con rigor investigador define Infortunios como auténtica novela, al valorar el proceso de “literaturización” del texto, marginando la cuestión de la historicidad del personaje de Alonso Ramírez. Dos temas plantea Lagmanovich que serán desarrollados ampliamente por escritores posteriores: los recursos “literarios” del relato y el hibridismo en cuanto al género novelesco (relato de viajes, novela de aventuras o novela picaresca, por ejemplo).

Los críticos posteriores –muy abundantes– podrían dividirse en dos grupos: los que consideran que el relato es verídico y por ello la obra ha de incluirse en la serie histórica; y los que la consideran obra de ficción, bien como fruto exclusivo de la imaginación de Sigüenza, bien como transformación literaria de unos sucesos reales cuyo conocimiento no tendría interés para el lector. En este sentido es bastante frecuente, de manera directa o indirecta, la opinión de que la historicidad o no de lo relatado es una cuestión que puede obviarse pues resulta intrascendente para el lector.[30] Sin embargo, tal planteamiento, que en términos teóricos y apriorísticos puede parecer adecuado, no deja de ser simplificador ya que la intencionalidad del autor condiciona la composición de la obra. Dependiendo de si la obra es histórica o literaria (ficticia) los recursos textuales varían. Lo cierto es que el aspecto “histórico” de Infortunios ha resultado ser muy incómodo para los estudiosos. Las razones son fáciles de averiguar, partiendo de que quienes se han dedicado al estudio de la obra son críticos literarios. Hay, evidentemente, en buena parte de la crítica, un deseo de que la obra pueda ser considerada una novela.

Sin embargo, algunas investigaciones desarrolladas en los últimos años facilitan la interpretación “historicista” del relato. Los trabajos aparecidos en 1984 de Cummins, Soons y Bryant identifican numerosos lugares y personajes; Irizarry (1990), mediante el cotejo de 4 000 palabras, gracias a la informática, concluye convincentemente en el doble registro que evidencia la existencia de un discurso distinto del de Sigüenza. Por último, Lorente (1996, pp. 184-200) ofrece una lectura contextual en la que lo narrado coincide plenamente con los acontecimientos históricos de los años 1686 y 1687, en los que transcurren las peripecias del apresamiento de Alonso. Tal como señalan Crisafio (1989), Irizarry (1990) y Lorente (1996) no es pensable que el virrey y el censor participasen del “engaño literario” que supondría la ficcionalidad de la obra, ni que se comprometiese a tantas personas importantes a las que se alude: gobernadores, obispos, capitanes, etc. (véase Lorente, 1996, pp. 176-177). Todos estos datos suplen la carencia de documentación sobre nuestro Alonso Ramírez, algo que no debe extrañar teniendo en cuenta su escaso relieve social. La evidente historicidad del relato no le merma, sin embargo, sus valores literarios. Eso sí, la perspectiva del análisis crítico debe partir de este supuesto que condiciona la composición de la obra. Dos cuestiones claves se plantean en el análisis del relato, siempre partiendo de su historicidad: la intencionalidad de Sigüenza y la formalización textual del relato. La primera cuestión ha originado interpretaciones orientadas hacia la búsqueda de simbolismos, coincidentes en los planteamientos globales. La segunda cuestión plantea el tema del género literario, asunto muy debatido con posiciones generalmente complementarias aunque, en ocasiones, apuestan por ser excluyentes.

Desde la perspectiva de la intencionalidad del autor surge un buen número de preguntas cuya respuesta difícilmente podrá evitar el subjetivismo del crítico. ¿Qué pretendía Sigüenza al escribir esta breve relación? Si atendemos a la “Dedicatoria” al virrey, Sigüenza trata de obtener beneficios para Alonso Ramírez, aunque la parte final del relato ya manifiesta los favores otorgados. Si leemos la “Aprobación” de Ayerra concluiremos que el motivo del libro se debe a su “novedad deliciosa”[31] y al deseo de que acontecimientos tales no se olviden, “un caso no otra vez acontecido es digno de que quede para memoria estampado” (p. 58). No sería extraño que, en efecto, lo extraordinario del caso le moviese a Sigüenza a ponerlo por escrito, actitud común en los cronistas del siglo xvi y que entronca con la faceta de historiador de Sigüenza, relator de otros sucesos extraordinarios de su época. Lo que no deja de ser sorprendente es la celeridad con que esta historia se escribe y se publica. ¿Hay alguna razón especial para que así ocurra? No acierto a adivinarlo, puesto que Alonso ya había sido favorecido por el virrey. El caso es que, tal como se enumera al final del relato, Alonso llega a la ciudad de México el día 4 de mayo,[32] visita al virrey el viernes siguiente (sería el día 5; con más lógica, Lorente (1996, p. 183) supone que sería el viernes día 12); el virrey hace que Alonso visite a Sigüenza, convaleciente de una enfermedad. Éste escribe el relato y lo envía al virrey quien, a su vez, se lo hace llegar a Ayerra, que firma su “Aprobación” el día 26 de junio, publicándose ese mismo año. Una rapidez verdaderamente asombrosa.

La sospecha de que el texto oculta veladas intenciones por parte de Sigüenza ha sido motivo de reflexión para numerosos críticos. Kimberle S. López (1995 y 1996) se pregunta por lo que denomina “el pacto autobiográfico”: anota que Alonso Ramírez ya ha recibido su recompensa, por lo que, en realidad, sería el propio Sigüenza quien pretendería favores del virrey. Es una idea que se encuentra frecuentemente en la crítica, justificada por la ironía con que Alonso se refiere a la escasa remuneración de los cargos de Sigüenza (al final de la obra) (Infortunios, pp. 121-122). Sin embargo, es dudoso que Sigüenza, que había mostrado sobradamente sus méritos en tantas obras, aprovechase este pequeño opúsculo para tales fines. Por otro lado, K. López insiste en temas ya planteados anteriormente, viendo en este relato un análisis de la sociedad de la Nueva España. Sigüenza se identificaría con Alonso Ramírez por su marginalidad social, del mismo modo que el criollo se siente marginado frente al europeo. En esta línea interpretativa Raquel Chang-Rodríguez es uno de los primeros críticos que analiza Infortunios como una metáfora del declive colonial: “España es degradada en sus súbditos. Al viaje hegemónico del imperio se le acaba el tiempo [...] No es casual que uno de ellos concluya esta travesía, como tampoco es fortuito que sea americano. La fe y perseverancia de Alonso, su capacidad para asumir su destino, señalan en él al hombre moderno que en siglo venidero hará suyas las ideas ilustradas para subvertir el poder colonial cuya tambaleante referencia es notoria en Infortunios.”[33] La ruptura de la hegemonía colonial española a través de la alienación del protagonista se refleja en los análisis de B. González (1987), Crisafio (1989), Moraña (1990), Martínez (1993) y K. Ross (1995). En cambio, la situación social de los criollos en la Nueva España es analizada por Invernizzi (1986) como una ratificación del statu quo social.

Una cuestión especialmente debatida ha sido la del “género” de Infortunios. Se ha asumido la individualidad de este relato buscando su adecuación a determinados géneros narrativos literarios, cuando lo más sencillo hubiese sido aceptar su vinculación con los géneros “históricos” y, a partir de ahí, valorarlo literariamente. La propuesta que más aceptación ha tenido ha sido la de relacionar Infortunios con la novela picaresca (Lagmanovich, 1974; D. Liano, 1992; Quiñonez-Gauggel, 1980; Aníbal González, 1983). El relato autobiográfico, desde su nacimiento, la mención a sus padres, el viaje para ganarse la vida, el servicio a diversos “amos”, parecen justificar dicha asociación. Sin embargo, son elementos tratados en Infortunios de manera muy diferente a como lo son en la novela picaresca, tal como señala Martínez (1993, pp. 18-24). Ciertamente, no es necesario más que leer, por ejemplo, el cap. vii de libro i de El Buscón de Quevedo para darse cuenta de que existen notables diferencias entre Infortunios y la novela picaresca, pues ni el tono, ni la psicología de los personajes ni la ideología son equiparables. Así, Casas de Faunce[34] no incluye esta obra como novela picaresca y Chang-Rodríguez opina igual: “Alonso no es ni pícaro ni hidalgo, sí uno de tantos sin historia” (1982, p. 96). De todas formas, aun cuando Infortunios no deba incluirse como novela picaresca, sí parece cierta su relación con ella. Otros críticos han creído encontrar en la novela griega el modelo de Infortunios. Arrom (1987) la incorpora a la novelística de viajes y aventuras; Pérez Blanco (1988) la considera una “novela neoclásica ilustrada” que sigue el modelo de la novela bizantina o griega y Martínez (1993) sagazmente la relaciona no sólo con la novela griega, sino con las “novelas de cautivos” calificándola de “novela de aventuras barroca”.[35]

Creo, sin embargo, que hay una gran distancia entre Infortunios y estos modelos narrativos literarios. En cambio, resultan mucho más evidentes los modelos narrativos propios de la serie histórica. No es difícil encontrar múltiples puntos de contacto con las relaciones de méritos, con las autobiografías de soldados (Lorente, 1995, p. 179) y, en general, con las crónicas que relatan sucesos particulares. Su semejanza con obras históricas que han alcanzado una alta valoración literaria, como Naufragios de Cabeza de Vaca, es fácilmente demostrable. Fueron numerosísimos los episodios de “infortunios” semejantes a los de Alonso Ramírez que quedaron registrados en las crónicas de los siglos xvi y xvii. Señalaré dos casos que me parecen relevantes: 1] La semejanza de Infortunios con la Peregrinación de Bartolomé Lorenzo (1586) del padre José de Acosta (aspecto ya señalado por Arrom, 1987);[36] 2] la relación que puede establecerse con el Libro de los infortunios y naufragios, último libro (el cincuenta) de la extensa Historia general y natural de las Indias de G. Fernández de Oviedo, donde se relatan treinta casos, variantes de un modelo catastrófico que sirven de ejemplos de conducta moral y cuyo final feliz está ligado a la intercesión de Dios o de la Virgen. El motivo que Oviedo aduce para esta “antología”, cuya valoración literaria es fácil de adivinar, es el de que “son cosas para oír o notarse”. En sintonía con el espíritu renacentista del interés por la “novedad”, Oviedo participa de la que probablemente es la característica fundamental de las crónicas de Indias. “Entretenimiento”, “novedad” digna de guardarse en la memoria eran los aspectos fundamentales que Ayerra hacía constar en la “Aprobación” de Infortunios. Éstas fueron, sin duda, motivaciones suficientes para que Sigüenza se interesara por el relato de Alonso y, como agradecimiento al virrey, le devolviese galantemente el favor que le había hecho –haciendo que Alonso le visitase– presentándole por escrito y de manera extensa lo que “en compendio breve” el virrey ya había escuchado del propio Alonso.[37] Una galantería más –nuevamente del virrey– explicaría la premura para que se editase el texto de Sigüenza. Surgida indudablemente de un modo espontáneo, Infortunios no es obra en la que se aprecie una elaboración especialmente meditada ni finalidades ideológicas que vayan más allá del sucinto relato de los acontecimientos. Esto no quiere decir que, de modo natural, la obra no transmita los planteamientos ideológicos de Sigüenza. En conclusión, hay tres cuestiones fundamentales que, respondiendo a los planteamientos expuestos, pueden matizarse del siguiente modo:

En cuanto al debatido tema del género, es imprescindible partir de la realidad o ficcionalidad de Alonso Ramírez y su relato. Decididamente me he inclinado por conceder veracidad al relato, lo que excluye la consideración de Infortunios como novela. Aun así, bien es cierto que el relato podría haberse adecuado a alguno de los géneros novelísticos de la época (muy tardíamente, por cierto) como la novela picaresca o la griega. Sin embargo, los rasgos más evidentes se corresponden con los de los textos históricos, sin duda por el afán de Sigüenza de ceñirse al propio relato de Alonso y ofrecer rasgos de verosimilitud. Hay que tener en cuenta que el impacto de la obra radica en el hecho de que el lector acepta como ciertas las grandes penalidades del protagonista. Considerado el texto en la serie histórica habría de ser calificado como híbrido pues no tuvo el suficiente proceso de elaboración como para decantarse por alguno de los géneros establecidos en el ámbito histórico (como podrían ser la “autobiografía de soldados”, “memoriales de servicios” o, simplemente, “memorias”). En todo caso, la rapidez de su elaboración y la indefinición genérica no prejuzgan sus valores literarios. Dentro de ese hibridismo, se encuentra más cercano al género cronístico en su variante de “historia particular”. Si queremos precisar más, se sitúa en el ámbito de la crónica de viajes, cautiverio, naufragio y sobreviviente en tierras desconocidas, todo ello, sucesiva y gradualmente. Los relatos cronísticos que reúnen estas características son tan abundantes que no es preciso hacer menciones. Además, Infortunios expresamente incide en rasgos exclusivos de las crónicas y que serían un lastre en otro tipo de relatos: la minuciosidad de las medidas náuticas, la minuciosidad de datos técnicos referidos a la ruta del Pacífico (pp. 69-74), y en otros momentos del viaje (pp. 98-99). Todos estos detalles son suficientes para apreciar la vinculación de Infortunios con las Crónicas de Indias.[38]

La valoración literaria del texto debe hacerse a partir de los presupuestos anteriores, con una metodología diferente a la que aplicaríamos en el caso de una novela. La consideración literaria de Infortunios estará en relación con el grado de “ficcionalización” al que Sigüenza somete el relato de Alonso. Lógicamente, no se trata de una pesquisa tendente a verificar el contenido del relato, sino de la apreciación que el lector tiene respecto del modo artístico con que el autor presenta dicho relato. En principio, resulta llamativa la utilización de la primera persona narrativa, creando un falso relato autobiográfico, puesto que quien escribe es Sigüenza. El vigor narrativo, la intensidad con que determinadas escenas son presentadas, el mantenimiento del interés del lector por la historia narrada y tantos otros recursos, habituales en las obras literarias, son el objetivo del análisis literario de esta obra de Sigüenza, y a ellos han aludido los críticos.

También las variadas interpretaciones ideológicas que se han hecho a Infortunios deben confrontarse con el carácter historicista del relato. Además, es evidente que Sigüenza transfiere al texto su propia ideología, aunque quien narra sea Alonso. Buscar simbolismos es fácil, pero pueden estar equivocados. Infortunios participa plenamente de los mismos planteamientos que el resto de las obras de Sigüenza, una fuerte exaltación del sentimiento criollo. Un análisis de conjunto relacionando Infortunios con otros textos de Sigüenza, permitirá apreciar hasta qué punto esta pequeña obra participa de la ideología desplegada en las obras “mayores” del insigne escritor mexicano. Si, como señala Lorente (1996, p. 201), “sus escritos constituyen un corpus fundamental de la cultura criolla, cuya coherencia viene determinada por el fuerte patriotismo que los origina”, el carácter de Infortunios es acorde con la grandeza mexicana: los “infortunios” son particulares y ya anécdota del pasado; nada hace temblar el poder virreinal y la protección de la Virgen de Guadalupe se manifiesta a cada instante. No olvidemos que el marco de la narración, el presente desde el que se escribe la historia es positivo: las desgracias de Alonso han acabado; sobre lo particular, se extiende el manto protector del virrey.

mostrar Conclusión

Si bien la narrativa de ficción no contó en México, al igual que en el resto de Hispanoamérica, con una producción extensa en lo que se refiere al siglo xvii, no cabe duda que las obras analizadas poseen una notable calidad literaria. La novela de Balbuena ha de figurar entre las más relevantes de la pastoril hispánica y tiene la excepcionalidad de recrear el modelo clásico de Sannazaro. La falta de ediciones modernas ha hecho que Los sirgueros sea escasamente conocida, lo cual ha repercutido a nivel crítico en una valoración insatisfactoria. Es necesaria una revisión de esta obra de gratificante lectura, que aporta importantes novedades desde el punto de vista de su estructura y que a la vez incorpora la temática mexicanista. Destacable también es la obra de Palafox. Aunque se trata de un tratado ascético, su formulación narrativa permite incluirla en el campo de las ficciones. Por último, bien conocida es Infortunios de Sigüenza, obra que ha gozado de abundantes análisis críticos. El estudio sosegado de estas obras permitirá una visión de conjunto que revalorice el papel que la narrativa de ficción tuvo en la literatura colonial.

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