Enciclopedia de la Literatura en México

Teatro misionero del siglo XVI

Othón Arróniz
1996 / 06 abr 2018 11:30

mostrar [Introducción]

La caída de Tenochtitlan, en 1521, fue la terminación de una batalla y el inicio de otra. Más allá de los márgenes del lago se extendía una tierra incógnita, poblada por miles, quizá por cientos de miles de hombres pertenecientes a una antigua, poderosa y ahora casi destruida civilización.

Increíble proeza la de convencer a los vencidos de que se tenía la razón al asediar los pueblos, quemar sus viviendas, destruir el templo de sus dioses, degollar a sus semejantes, apoderarse de sus riquezas y despojarlos de sus tierras.

Y para ello llegan, en 1523, a México, tres extranjeros: Johan Van der Moere, Johan du Toict y Johan de Aora, cuyo desconocimiento del náhuatl era evidente, pero también del español. Agréguese a esto que Pedro de Gante (el primero de los extranjeros citados) era tartamudo. Mendieta decía de él que era cosa maravillosa ver "cómo los indios le entendían en su lengua como si fuera uno de ellos" aún cuando sus compañeros franciscanos –ya fuese en flamenco, en español o en náhuatl– casi no pescaban nada de sus palabras.[1]

¿Cuál fue la solución que encontró para darse a entender ante los naturales del Anáhuac? Nació en Pedro de Gante la idea de convertir los bailes paganos en representación cristiana, así fuese una sencilla y apenas incipiente pastorela.

Compuse metros muy solemnes sobre la Ley de Dios y de la Fe, y cómo Dios se hizo hombre para salvar el linaje humano, y cómo nació de la Virgen María, quedando ella pura y sin mácula. Y esto [la enseñanza del baile] dos meses poco más o menos antes de la Natividad de Cristo [...].[2]

Y luego [continúa el franciscano] cuando se acercaba la Pascua, hice llamar a todos los convidados de toda la tierra, de veinte leguas alrededor de México para que viniesen a la fiesta de la Natividad de Cristo nuestro Redemptor, y ansí vinieron tantos que no cabían en el patio, que es de gran cantidad, y cada provincia tenía hecha su tienda adonde se recogían los principales y unos venían de siete y ocho leguas, en hamacas, enfermos, y otros de seis y diez por agua, los cuales oían cantar la mesma noche de la Natividad a los ángeles "hoy nació el Redentor del mundo".

Nace así una primera manifestación preteatral frente a la cuna del recién nacido Jesús, como una derivación cristiana del areíto pagano, suntuoso baile que aún conocieron en su esplendor último los acompañantes de Cortés.[3]

"También les di libreas [agrega Pedro de Gante en la carta al rey] para pintar en sus mantas para bailar con ellas, porque ansí se usaba entre ellos, conforme a los bailes y a los cantares que ellos cantaban ansí se vestían de alegría o de luto o de vitoria [...]."

Es pues una especie de ópera primitiva. Había que quitarle música y ponerle diálogo. Esto es lo que hicieron la segunda y tercera expedición de franciscanos, entre los cuales viene, como es sabido, Motolinía, pero también Andrés de Olmos, cuya severidad –en todos los aspectos de su vida– sustituye los alegres cantos del mitote prehispánico por una denuncia, por una condena, y con el puño en alto anuncia a los infieles y a los bígamos lo que les espera en la resurrección de los muertos.[4]

mostrar El juicio final

El intento de acomodar la cultura indígena a moldes europeos se encontró con un obstáculo pintoresco: la poligamia, costumbre tan extendida y arraigada que obedecía sin duda a razones sociológicas complejas. No podemos decir si, efectivamente como se murmuraba entonces, el número de mujeres era muy superior al de los hombres. Ruiz de Montoya, en su Conquista espiritual, da por cierta esa afirmación y dice que en Asunción (Paraguay): "para un hombre hay diez mujeres".[5]

En las tierras de Anáhuac, la desproporción era aún más grande. Motolinía cuenta que

había algunos que tenían hasta doscientas mujeres, y de allí abajo cada uno tenía las que quería; y para esto, los señores y principales robaban todas las mujeres, de manera que cuando un indio común se quería casar, apenas hallaba mujer; y queriendo los religiosos españoles poner remedio en esto, no hallaban manera para lo hacer porque como los señores tenían las más mujeres, no las querían dejar, ni ellos se las podían quitar, ni bastaban ruegos, ni amenazas ni sermones, ni otra cosa que con ellos se hiziese.[6]

El período crítico en que se plantea la eliminación de la poligamia entre los indios debe situarse, según creemos, diez años después de la conquista. Había ya que ajustar cuentas. El mismo Motolinía nos lo hace saber así: "hasta que ya ha placido a Nuestro Señor que de su voluntad de cinco a seis años a esta parte comenzaron algunos a dejar la muchedumbre de mujeres que tenían y a contentarse con una sola, casándose con ella como lo manda la Iglesia".[7] Ahora bien, este tratado i, capítulo vii, de su Historia de los indios, lo estaba escribiendo, según declara él mismo líneas adelante, en la ciudad de Tlaxcala en 1537. Luego "cinco o seis años" antes, nos remontan a 1532.

Para corroborar esta afirmación, tenemos otro testimonio, el de Francisco de San Antón Chimalpahín, que escribe en sus Relaciones originales de Chalco: "Año ii-casa [1529]. También entonces empezó la cuestión de casarse y don Thomás Quetzalmazatzin Chichimeca teuchtli, que tenía gran número de mujeres nobles como esposas, tuvo que abandonarlas y quedarse con una sola."[8]

Allí estaba, para resolver este gran problema, el recurso al que nadie hubiera acudido sino Andrés de Olmos: el teatro. Él fue, según Mendieta, el autor del Juicio final, que es como veremos inmediatamente una violenta diatriba contra la poligamia... de las mujeres, o mejor dicho, contra la poliandria.

La primera representación del Juicio final se realizó en Tlatelolco, quizá en la explanada que rodea el convento, en 1533, o antes, en 1531.[9] Es pues, según nuestro conocimiento, la primera obra del teatro misionero en Nueva España, afirmación que trataremos de fundamental generosamente.

Para empezar, la presentación de esta obra tuvo alguna ayuda de los recursos improvisados de la tramoya medieval, esto es, el uso de la pólvora, haciendo estallar petardos de alto poder para anunciar, por ejemplo, la presencia del Anticristo; o bien utilizando cohetes enzarzados en los aretes de Lucía, que estallaban cuando ésta era llevada por los diablos al infierno. De este lugar salían nubes de humo, mezcladas con vapores de azufre, etc., lo que dejó una impresión profunda y duradera entre los indígenas del Altiplano, que guardaron en la memoria para sus crónicas, algunas escritas mucho tiempo después. Fue el caso de Chimalpahín, un siglo más tarde, cuyas relaciones narran cómo, en 1533, "también entonces se celebró allá en Santiago Tlatilulco de México una representación ["ejemplo"] sobre la destrucción del mundo, de la que gran maravilla y asombró tuvieron los mexicanos".[10]

Los testigos de aquella hazaña teatral habían quedado realmente extrañados por lo insólito de aquel espectáculo al que no podían calificar y al que llaman solamente tlamauizolli, o sea, algo milagroso, maravilloso.[11] Así se expresan los informantes de Sahagún, cuando al hacer la cronología de los señores de Tlatelolco dicen: "...siendo gobernador de Tenochtitlan don Pablo Xochiquen, y en tiempo de éste se hizo algo milagroso, un ejemplo [Nexcuitilli] de cómo acaba el mundo".[12]

Es improbable que haya existido antes de 1533 una representación semejante, porque estos testigos indígenas lo hubieran trasmitido en sus amates coloreados y, en todo caso, la extrañeza de que dan muestra no hubiera sido tan grande.

Pero, preguntémonos, ¿qué les había impresionado tan fuertemente para recordar y describir esa manifestación artística incluso pasados cien años?

Para encontrar una explicación, que se nos permita acercarnos a un texto, que si no es el mismo, hay grandes probabilidades de que sea una versión o una copia tardía de la obra de Andrés de Olmos.[13] Porque debería haber llamado la atención de los estudiosos de nuestro teatro indígena el título del original manuscrito de 1678. Se trata de una frase híbrida de náhuatl y español: Nexcuitilmáchiotl motenehua Juicio final (Ejemplo llamado Juicio final), que nos parece indicar indudablemente lo siguiente: al traductor indígena no le era familiar el concepto de "juicio final" (aun cuando existía naturalmente en náhuatl la perífrasis in tetlatzontequiliz ílhuitl, o sea, el último día para sentenciar) y prefirió dejar la idea, con toda su rotundidad, en castellano. No es verosímil que esto le sucediese a un contemporáneo de sor Juana Inés de la Cruz, dos siglos después de la conquista, pero sí es probable que fuese así en el momento mismo en que se inicia la labor evangelizadora, hacia 1530.

Pero agreguemos un argumento más en favor de nuestra tesis: la compleja lengua de ese pueblo vencido podía hacer diferencias entre el ejemplo que tomamos de otro (Nexcuitilli), el ejemplo que damos a otro (Temachiyotiliztli), y el dechado de perfección, modelo del que obtenemos ejemplo para conducir nuestras vidas (Nexcuitillimáchiotl). Esta palabra es precisamente la que sirve a Olmos o a sus discípulos para titular la obra, y es casi la misma (Nexcuitilli = ejemplo) usada por Chimalpahín y por los informantes de Sahagún para describir la puesta en escena de 1533. La pieza de teatro es sobre todo un ejemplo moral y de ninguna manera un divertimento, que un escritor de otro siglo hubiera llamado Tepanquiçaliztli.

Pero vayamos más lejos: el Ejemplo llamado Juicio final no parece venir de los inmediatos modelos europeos del siglo xv. Y esto por una razón fundamental: el final de la Edad Media vio la ligereza y aun la mofa con que se tomaron estos temas religiosos del juicio final y de la muerte. Nos viene a la memoria el Juicio final de origen provenzal publicado por Jeanroy y Teulié.[14] A pesar de que la Provenza fue cantera de motivos teatrales para la España levantina, nada hay en este Juicio que lo hermane al mexicano y sí mucho que lo separe, sobre todo la intención. Hay en la obra un florecimiento extraordinario del elemento cómico, bajo la forma de una sátira incisiva y desbordada. Dios se dirige a los miembros de las órdenes mendicantes con estas palabras: "Mala gente perdida, que habéis jugado siempre con el Sanctus y habéis cometido grandes abusos [...] vuestra perversidad resulta evidente para todos [...]."[15] La obra se convierte en una abierta crítica social de la que no salen librados los nobles, ni los reyes, ni los religiosos.

Ahora resulta evidente que tal misterio medieval nunca pudo inspirar a ningún franciscano en este lado del Atlántico. Ni en 1533, ni dos siglos más tarde, los indígenas tuvieron derecho a mirar de frente a los estamentos coloniales, menos aún a criticarlos.

En esta obra mexicana, que por abundantes razones suponemos la misma de Olmos, no se critica, ni se censura, ni se hace mofa de nadie. El problema central sobre el que cae el peso de la condena de Dios es único: la poligamia. Desde las palabras introductorias dichas por el arcángel san Miguel se plantea el leitmotiv que seguirá amplificándose a lo largo del desarrollo: "Vivid vuestras vidas rectamente en cuanto al séptimo sacramento 'el casamiento' porque ya viene el día del juicio"[16] (p. 569).

El personaje central de este drama se llama Lucía. En el ajuste final de cuentas, es increpada por Jesucristo: "Ven tú, viva. ¿Cumpliste por casualidad con mis diez mandamientos divinos? ¿Amaste a tu prójimo, a tu padre y a tu madre?" Y cuando Lucía contesta afirmativamente, las cosas no han terminado: "¿Guardaste mi mandamiento de mi amada y gloriosa madre en cuanto al séptimo sacramento, el bendito matrimonio?" (p. 587). Y como no lo había hecho, será llevada a empujones por los demonios.

Ha terminado el juicio y vienen las ejecuciones correspondientes. El público, formado por miles de indígenas de Tlatelolco, debe de haber visto con zozobra los preparativos para el castigo. Un demonio ordena a otro: "Trae la cuerda de metal ardiente y la vara de metal ardiente para que los azotemos. Y dile al señor Lucifer que ya le llevamos a sus esclavos. Que mande inmediatamente las espinas metálicas ardientes al lugar adonde llevaremos a sus esclavos [...]" (p. 589).

Y entonces, ante el gran asombro de aquellos hombres, aparece Satanás, de la profundidad del averno (gracias al escotillón medieval) en medio del humo de azufre: "Aquí traigo todo lo necesario para atarlos, para que no vayan a huir. Ahora nos los vamos a comer en las profundidades del infierno." En vano los condenados piden clemencia. Ha pasado ya el momento del perdón. Cristo empieza a subir por una escalinata. El autor pide lo siguiente: "Tronará la pólvora. Se echará violentamente a los pecadores. Éstos gritarán. A los justos se les entregarán coronas floridas de palma. Subirá Cristo al cielo. A la mitad de la escalera hablará: Subid conmigo, hijos míos. Recibid lo que os tengo guardado: la felicidad eterna" (p. 589).

Como final de fiesta, aparece otra vez Lucía. Esta vez "sus aretes serán mariposas de fuego, su collar una serpiente. La atarán de la cintura". Y así es azotada por los demonios delante del público y luego arrojada otra vez en la boca abierta del infierno. "Tronará la pólvora, tocarán su trompeta los demonios" (pp. 589-591).

El juicio final ha terminado: los buenos al cielo y Lucía y sus acompañantes al infierno. Pero puede ser que aún esto no esté suficientemente claro. Entonces aparece un sacerdote y dice: "¡Oh amados hijos míos, oh cristianos, oh criaturas de Dios! Ya habéis visto esta cosa terrible, espantosa. Pues así como la véis, todo es verdad, porque está escrito en los libros sagrados. ¡Miraos en vuestro propio espejo! Que lo que sucedió en este lugar no os vaya a pasar. Este ejemplo nos lo ha ofrecido Dios" (p. 591).

Queremos subrayar algo más para fundamentar nuestra hipótesis de que se trata de una obra primitiva, casi seguramente la primera escrita en Nueva España. Porque frente a las piezas de teatro que van a sucederle inmediatamente, el Juicio muestra una pobreza de recursos en el manejo psicológico de los personajes, que denota la inexistencia de un modelo dramático previo. En cambio, esto es comprensible si pensamos que proviene de un texto religioso, en muchas maneras, es sólo un sermón dialogado: una ejemplificación de lo que sucederá a los pecadores si no se enmiendan. Es una amonestación visual que sin recato concluye presentando al sacerdote, al final de la obra, para hacer más explícito el mensaje religioso.

En nada siguió el autor del Juicio final la tierna imagen del evangelio de san Mateo (25; 31-46) cuando pinta como "serán reunidas delante de él [Cristo] todas las gentes; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos", ni a san Lucas (21; 25-33). En todo caso, parece haber seguido a Juan el Teólogo en sus visiones apocalípticas: "y los reyes de la tierra que han fornicado con ella, y con ella han vivido en deleites, llorarán y harán lamentación sobre ella cuando vean el humo de su incendio" (Apocalipsis, 18; 9). El mismo tono de airada condena vamos a encontrarlo en la obra mexicana: "Pero los malvados [grita el arcángel san Miguel] que no sirvieron a Dios Nuestro Señor en sus corazones, sufrirán los tormentos del infierno. ¡Poneos a llorar! ¡Recordadlo! ¡Temedlo! ¡Espantaos!" (p. 569).

Esto es un argumento más para considerar como probable la autoría de la obra, atribuyéndola a Andrés de Olmos. Ya señalamos su inteligencia y su cultura. Falta por agregar aquí su carácter fogoso y duro. Ante las flaquezas propias y las ajenas, levantaba su bastón y decía con una extraña insistencia:" ¡La cruz adelante!"

Pero cualquiera que haya sido el autor de la obra, se tiene la impresión de que el Juicio es una transcripción adaptada, para fines escénicos, de algún pasaje de esas Doctrinas cristianas, como aquella publicada por Juan Pablos en 1548, pero que mucho antes eran sermones dichos en las comunidades indígenas.

Podemos llegar así al final de este camino sembrado de hipótesis a una primera conclusión sobre el teatro misionero. Nace como una necesidad de contener las manifestaciones idolátricas. Para ello, y a partir de un texto religioso, en esta primera obra pone en ejercicio los recursos de la tramoya medieval, que llenan de estupor a los indios, ajenos a este arte cercano al surrealismo.

mostrar Hacia un teatro misionero totalizador

El Juicio final había realizado su cometido. Esa poligamia desbordada había dado lugar –según nos comentó antes Chimalpahín– a la forma europea de una monogamia más o menos turbia.

En 1535, dos años después de la puesta en escena reseñada páginas atrás, vuelve la obra, pero esta vez en la ciudad de México y ante las grandes autoridades del virreinato: don Antonio de Mendoza y el arzobispo Juan de Zumárraga. Con motivo de esta representación, Gerónimo Mendieta nos afirma ya explícitamente que el autor de la pieza de teatro era Andrés de Olmos.[17] Y para corroborar nuestra hipótesis de que es la misma obra de la Biblioteca del Congreso estadunidense, el historiador agrega: "concurrió 'innumerable gente' de toda aquella comarca, con que abrió mucho los ojos a los indios y españoles para darse a la virtud y dejar el mal vivir y a mujeres erradas, para, movidas de temor y compungidas, convertirse a Dios".[18]

Y otros cuatro años después, en 1539, un testigo de calidad nos va a hacer la descripción de otra puesta en escena del Juicio final. Bartolomé de Las Casas escribe: "Otra representación, entre otras muchas, hicieron en la ciudad de México los mexicanos del universal juicio."[19] La frase anterior, destacada por este autor, es ambigua: ¿había muchas representaciones y la del Juicio era una de tantas? O bien, como parecemos haberlo confirmado, ¿había muchas representaciones de la obra de Olmos, como las ya señaladas de 1533 y 1535?

Pero para 1539 la intención de los creadores del espectáculo se ha modificado. Ya no se trata de aterrar a los atónitos espectadores con los recursos de los petardos de alto poder, puesto que para entonces aquellos habían perdido la capacidad de asombro de los primeros años de la conquista. La idea de los franciscanos iría más lejos y ahora parecería excesiva esta hipótesis si no pudiéramos fundamentarla inmediatamente: se trata de englobar a todos los allí presentes, pero ya no como espectadores, sino como actores. Pero escuchemos al padre Las Casas narrar esta interesante puesta en escena:

[...] nunca hombres vieron cosa tan admirable hecha por hombres, y para muchos años quedará memoria della por los que la vieron. Hubo en ella tantas cosas de notar y de qué se admirar, que no bastaría mucho papel ni abundancia de vocablos para encarecella, y la que al presente se me acuerda, que fue una de ellas, que concurrieron ochocientos indios en representalla y cada uno tenía su oficio y hizo el acto y dijo las palabras que le incumbía hacer y decir y representar, y ninguno se impidió a otro [...].[20]

La representación anterior de la misma obra, a la que hemos puesto la fecha de 1535, tuvo lugar en la capilla de San José, según lo dice Vetancurt.[21] Se trataba de la capilla de San José de los Naturales, nombrada así porque los franciscanos lo habían tornado como patrón en la conversión de indios. Éste era el lugar más indicado por muchos conceptos, pero no el más holgado para dar cabida a tantos espectadores y comediantes, pues aunque era famosa por su capacidad y grandeza, no dejaba de ser un recinto limitado a sus siete naves.

Pero sigamos adelante: incluso concediendo a los críticos del padre Las Casas cierta debilidad de éste por la exageración, nos quedaría un gran número de actores, y ya fuese siquiera la mitad de los citados, aun así eran muchísimos para mantener la secuencia del diálogo y para hacerse oír ante la multitud. "Y ninguno se impidió a otro", dice el ilustre testigo. ¿Cómo era materialmente posible lograrlo? Ni siquiera en las más ambiciosas puestas en escena contemporáneas es posible manejar un grupo tan numeroso sin el apoyo de los recursos modernos de la técnica. Tal vez la solución al movimiento de conjuntos pudo lograrse congregando a veinte o más indígenas en grupos que actuasen un personaje colectivo a la manera del coro griego, y haciendo que sólo uno de ellos tomase la palabra en representación de los demás, como lo hubiese hecho el coreuta.

Bartolomé de Las Casas no dice nada de esto. Pero lo que nos parece evidente es que el Juicio final ahora tiene elementos de los que carecía en su primera puesta en escena: uno, el gran número de actores; dos, que cada uno de éstos tenía "su oficio". Aun cuando esta palabra seguramente quiere decir que cada indígena tenía un papel, también puede indicarnos que se hallaban agrupados como comparsas, que sólo seguían la acción como un fondo mudo, pero moviente. En nuestra exposición de las obras puestas en Tlaxcala tendremos ocasión de extendernos sobre este tema.

Comoquiera que sea, bajo las bóvedas de la capilla había más actores que espectadores. Con excepción de las autoridades eclesiásticas y seglares, todos o casi todos participaban en la obra. Esto no debe parecernos extraño, pues muchos aspectos de la liturgia cristiana –la misa, por ejemplo– implican una comunidad en un acto simbólico-teatral del que nadie queda ajeno. De esa manera, los indios seguían viendo al final de la obra como se llevan los demonios a Lucía y la arrojan al infierno, pero a ellos eso ya casi no los concierne. La gran comunidad sube por las escalinatas siguiendo a Cristo para gozar, cuando menos en la fantasía dramática, del cielo de los justos.

El teatro religioso de los misioneros había superado el teatro de masas, multitud informe que escuchaba aterrada los males de su futuro destino. Ahora ellos podían participar sobre el estrado en la cruzada de la evangelización.

Andrés de Olmos podía retomar, con una ligera sonrisa de su rostro de leproso comido por los mosquitos del trópico, la frase del teatro del Globo shakespereano: Totus mundus agit histrionem.

mostrar Todo un pueblo al estrado

Se había permitido a los indígenas subir al proscenio, con la venia de los franciscanos, y desde entonces no se bajarían de él ni a garrotazos, cuando menos hasta fines de siglo. ¿Quién de ellos no subiría al escenario si le daban la oportunidad de personificar, por ejemplo, a Hernán Cortés en papel de villano; si le daban la oportunidad de contrahacer a Pedro de Alvarado, y quién menospreciaría representar al propio virrey don Antonio de Mendoza?

Esto parece un sueño de opio, pero no, fue una realidad tan extraña que ha conmovido a los historiadores, sin que se hayan tornado el trabajo de comprenderla.

Tan descabellada idea debe de haber nacido en la mente de los franciscanos: se podía incluir en una gigantesca representación a miles de indios para que, trasponiendo los umbrales de la realidad, se convirtieran en soldados de Cristo, es decir, en valerosos defensores de la fe. Se vivía aún en momentos en que la conquista espiritual era epopeya y en que los confines de lo posible se alejaban ante los bastones de los misioneros. El pasado, el presente y el futuro se confundían en un sueño cuyos márgenes se desdibujaban continuamente.

El proyecto de ciudad-teatro nace, con sobrada explicación, en Tlaxcala, ese mismo año de 1539. Los tlaxcaltecas habían sido soldados de Cristo y también, claro, soldados de Cortés. Carlos v los había alentado por ese camino y en junio de ese año se desborda un festival de teatro misionero como nunca se había visto y como nunca se vería después.

Fray Antonio de Ciudad Rodrigo –el quinto entre los doce primeros franciscanos españoles– narró con una prolijidad extrema y casi extraña los acontecimientos de junio, en carta transcrita por Motolinía en su Historia de los indios y que nos revela la extraordinaria actividad realizada por los religiosos de San Francisco, moviendo a multitudes en sus producciones teatrales. Mientras no tengamos información que nos desmienta, debe considerarse al año de 1539 como una etapa crítica, en que los directores espirituales de la Nueva España echaron mano del teatro de evangelización en proporciones nunca vistas. Así, ese año, hemos reseñado la puesta en escena del Juicio final. Pues bien, fuera de una obra secular traída al escenario de la ciudad de México para conmemorar la paz hecha el año anterior entre Carlos v y Francisco i, encontraremos en Tlaxcala el Auto de Adán y Eva, La tentación del Señor, La predicación de san Francisco, El sacrificio de Abraham y La conquista de Jerusalén. A esta última queremos referirnos para hablar de la ciudad-teatro.

mostrar La conquista de Jerusalén

Todo el centro de la población formaba parte del escenario, que no era otra cosa sino las propias construcciones que rodeaban la plaza pública. Estaba entonces construyéndose el edificio del cabildo, aún cuando apenas iba "en altura de un estado". Los tlaxcaltecas no dudaron en echar a perder lo construido: "iguaránlo todo e hinchiéronlo de tierra, e hicieron cinco torres: la una de homenaje [o sea la más alta y principal de la fortaleza], en medio, mayor que las otras, y las cuatro a los cuatro cantos [...]".[22] El escenario tridimensional tenía las pretensiones de un castillo al natural, porque las cinco torres "estaban cerradas de una cerca muy almenada, y las torres también muy almenadas y galanas, de muchas ventanas y galanes arcos, todo lleno de rosas y flores".

Enfrente de la ciudadela descrita, representando a Jerusalén con sus cinco torres almenadas y al otro lado de la explanada, "estaba aposentado el señor emperador; a la parte diestra de Jerusalén estaba el real adonde el ejército de España se había de aposentar; el opósito estaba aparte aparejado para las provincias de la Nueva España".

El centro de este gigantesco escenario tenía algunas construcciones de importancia para el desarrollo de la acción: "en el medio de la plaza estaba Santa Fe, adonde se había de aposentar el emperador con su ejército; todos estos lugares estaban cercados y por de fuera pintados de canteado [simulando pared de ladrillo], con sus fronteras, saeteras y almenas muy al natural".

El tema, la anécdota de la obra, era la conquista de Jerusalén lograda por Godofredo en 1099. Pero antes que nada era un pretexto para convertir en cruzados a los tlaxcaltecas, a pesar de los 400 años que mediaban entre aquella legendaria hazaña y la puesta en escena mexicana; cruzados vestidos con ropa de utilería que logran al final, gran final, que se bauticen los allí vencidos en un acto que trasciende a la pieza teatral, pues la obra se convierte en una ceremonia absolutamente canónica con un happy end inesperado.

Pero la leyenda de Godofredo era muy ajena a la instrucción histórica de los indios. Así, había que actualizarla, y llenarla con personajes contemporáneos, por difícil que esto fuera. En el elenco fantástico, creado por algún franciscano que desconocemos, a un indio le toca hacer el papel de sultán, jefe de los infieles, pero en escena este árabe se llama Hernán Cortés. Su lugarteniente era jefe de las tropas musulmanas, pero iba vestido como español y se llamaba sobre el escenario Pedro de Alvarado. Allí están, con doble papel, don Antonio Pimentel, conde de Benavente y, lo más extraño de aquella descabellada ficción, el virrey don Antonio de Mendoza.

Si por algún momento nos viene a la mente que se trataba realmente de estos personajes, desechemos la idea de inmediato: Pedro de Alvarado andaba entonces en Puerto Caballos, en Nicaragua; Hernán Cortés preparaba su regreso a España, y el conde de Benavente nunca vino a México. Quizá estuvo allí el virrey Antonio de Mendoza, seguramente divertido de verse caricaturizado en la figura de un histrión indígena.[23]

El análisis de la pieza nos hará ver que no se trataba ni de ignorancia ni de ingenuidad de los religiosos, pues el anacronismo, aun llevado a ultranza, era salsa de todos los banquetes teatrales, y el que se pusiera en el bando de los infieles a Cortés y a Alvarado en 1539, cuando éstos andaban sumidos en el descrédito político, tal vez era un acierto que agradecían subconscientemente las masas populares.

El desarrollo de la obra es muy complejo y lo resumiremos así:

1] Los españoles ponen cerco a Jerusalén, ocupada por los turcos.

2] Interviene en el cerco el ejército de Nueva España.

3] Escaramuza: vencen españoles y mexicanos.

4] Los sitiados de Jerusalén piden ayuda a sus aliados de Galilea y Damasco y la reciben. Fortalecidos, vencen a sus adversarios en una escaramuza.

5] Don Antonio Pimentel, jefe de las tropas españolas, envía comunicación al emperador Carlos v, quien a su vez responde dando aliento a sus soldados.

6] Escaramuza. Los musulmanes derrotan "a los de las islas" (caribes) y éstos llenan de vergüenza con su fracaso al ejército de Nueva España.

7] El emperador promete venir en ayuda. Llega acompañado de los reyes de Francia y de Hungría. Escaramuza entre moros y españoles. Derrota de estos últimos.

8] Carta de Carlos v al papa pidiendo ayuda, y contestación del pontífice moviendo en apoyo a obispos y cardenales.

9] Los españoles piden ayuda al Santísimo Sacramento; aparece un ángel y les anuncia la llegada del cielo del apóstol Santiago. Llega éste montado en un caballo blanco, con gran temor de los moros.

10] Los de Nueva España entran a pelear. Los moros los obligan a regresar a su cuartel. Piden ayuda al cielo.

11] Aparece un ángel. Promete a los indios la llegada de san Hipólito, patrón de la Nueva España.

12] Llega san Hipólito a caballo. Él, a la cabeza de los indios, Santiago, a la de los españoles, y el emperador con sus tropas atacan conjuntamente a Jerusalén.

13] Aparece el arcángel san Miguel en medio de la pelea. Habla a los moros, y a pesar de la infidelidad de éstos, les anuncia la misericordia divina si hacen penitencia.

14] El sultán pide paz al emperador y dice que se quiere bautizar. Envía carta, exponiendo su arrepentimiento, a Carlos v.

15] El emperador va hasta las puertas de Jerusalén. Recibe el homenaje del sultán, y lleva a éste ante el Santísimo Sacramento. Llegan en la comitiva "muchos turcos o indios adultos que de industria tenían que bautizar". El actor que desempeñaba el papel de papa delega su función en un verdadero sacerdote, que procede a bautizar a aquellos indios adultos.

Este largo y accidentado culebrón, por encima de las estocadas y los tortazos, oculta algunas sorpresas al lector desatento.

a] Sobre un sitio preferencial se encontraba el Santísimo Sacramento, rodeado por los actores en traje de cardenales y obispos.

b] Se está festejando el corpus christi de 1539.[24]

c] El carácter alegórico de la composición dramática.

d] El final feliz, con el advenimiento de los paganos al altar en donde abdican de su antigua religión y reciben el bautismo.

Tenemos aquí casi todos los elementos del auto sacramental, menos uno: la discusión dogmática. Pero ésta se encontraba fuera de lugar allí donde los franciscanos sentían que era necesario un dogmatismo sin la menor grieta.

Pero desnudemos a La conquista de Jerusalen de su ropaje alegórico para poder obtener otras conclusiones: Jerusalén, tomada por los idólatras, guarda en su interior el germen de la cristiandad. Los españoles han luchado por apoderarse de ese bastión de la infidelidad con los propios indios (el ejército de Nueva España) y lo harían si los no convertidos no llamaran en su ayuda a las fuerzas del mal. Éstas vencen fácilmente a los indios caribes, carentes de cultura y de amor a Dios, pero no así a los aztecas. Éstos tienen en primer lugar el apoyo de Carlos v y de su gran imperio. Pero no es suficiente la fuerza de las armas sin el apoyo de las espirituales. La cruzada en contra de la infidelidad tiene que ser y es apoyada por la ortodoxia cristiana, representada por el papa y sus prelados. Pero el elemento decisivo para ganar la batalla es la presencia de los santos, en este caso, el apóstol Santiago y san Hipólito, y de los ángeles (el arcángel san Miguel). Todas estas fuerzas, unidas, lograrán la conversión de los idólatras y los llevarán a reconocer la vital importancia del primer sacramento: el bautismo. Y he aquí este elemento insospechado que nos va a permitir situar históricamente La conquista de Jerusalén.

mostrar El bautismo por aspersión

La defensa del primer sacramento y sobre todo la práctica multitudinaria del mismo era muy importante en ese momento por las reservas que empezaban a nacer en el seno de la Iglesia católica. Precisamente en ese año de 1539 había llegado a su nivel crítico la lucha sorda de algunos sectores de la Iglesia en contra de la Orden franciscana por la práctica que ésta había seguido de bautizar por aspersión, llevada a límites increíbles, como los de hacer pasar de la idolatría al cristianismo a cinco mil indios en una sola jornada. El asunto se había vuelto una discusión embarazosa en la que afloraban cuestiones de doctrina, pero también oscuras rencillas entre las mismas órdenes religiosas. Paulo iii expidió la bula Altitudo Divino Consili, en la que exponía que no habían pecado los frailes al bautizar sin las formalidades completas del rito católico, pero que, en adelante, salvo casos de urgencia, debería guardarse el ritual prescrito. La bula había llegado a México en 1538, un año antes de La conquista de Jerusalén, y como consecuencia de ella se convocó a una junta de obispos para esclarecer qué podía entenderse por "casos de urgencia". La Junta Eclesiástica decidió limitar éstos a los de enfermedad grave y dictaminó "que nadie bautizase a cada paso ni a albedrío".[25]

El dictamen condenando la práctica del bautismo por aspersión es del 27 de abril, y he aquí que dos meses después, en la fiesta del corpus tlaxcalteca, se celebra una representación teatral y al final de la misma se realiza un bautismo multitudinario. ¿Qué quiere decir esto? Agreguemos un dato importante: la transcripción minuciosa del espectáculo fue hecha por fray Antonio de Ciudad Rodrigo, provincial de la Orden de San Francisco, y asistente de primera categoría en la Junta Eclesiástica. Ahora todo esto es menos oscuro: la Orden franciscana, con los recursos del teatro, acepta el reto de los obispos y para ello pone en pie de guerra a toda una ciudad: Tlaxcala.

Nada tiene que ver en esta lucha hegemónica la vieja gesta medieval y menos aún el sultán y Godofredo y los cruzados. Quienes sí están inmersos en ella hasta la barbilla son el virrey, el arzobispo, el conde de Benavente y los altos prelados de la Iglesia, a quienes la obra compromete, simbólicamente al menos, a compartir la suerte de la Orden de San Francisco en sus aciertos y en sus errores.[26]

mostrar Teatro misionero menor: los neixcuitiles

El festival del corpus christi en la ciudad de Tlaxcala en 1539 fue un acontecimiento dramático de insospechables proporciones: algo así como una explosión de todas las posibilidades del teatro misionero, seguida por un silencio de años, mejor dicho, de décadas. ¿Qué había sucedido?

La censura de la Iglesia

No parece infundado pensar que ese orgulloso reto de la Orden franciscana frente a la Junta Eclesiástica tuvo sus consecuencias para la misma Orden, así como también para el teatro misionero, casi creación suya y en todo caso su instrumento político.

Fray Juan de Zumárraga mandó unos años antes de su muerte: "que se quitasen de las iglesias los areítos, que no se usasen ni rescibiesen en ellos, así por curiosidad seglar, ruido y desasosiego, bailes y danzas que son [...]".[27]

Era el principio de una campaña de represión ante las manifestaciones artísticas habladas o cantadas de los indígenas. Al llegar la mitad del siglo xvi y con él la desaparición de Zumárraga, franciscano también, parece arribar un espíritu diferente, corrector de las desmedidas prácticas bautismales de la Orden de San Francisco, y contensor de la preponderancia obtenida por ésta.

Alonso de Montúfar, nuevo arzobispo salido de las filas resentidas de los dominicos, vio con ojos pesimistas la labor realizada por los franciscanos. Pero si no estaba de acuerdo con el bautismo por aspersión, menos lo estaba con que éste se llevara a efecto en medio de una representación carnavalesca, como lo habían hecho los franciscanos en Tlaxcala en 1539. Por ello, en 1555 tomó la decisión siguiente: "Somos informados de que en algunas iglesias de nuestro Obispado y provincia, se hacen algunas representaciones y remembranzas, y porque de tales actos se han seguido y siguen muchos inconvenientes [...] estatuimos y mandamos a todos los curas, clérigos y personas que no hagan ni den lugar a que en las dichas iglesias se hagan las dichas representaciones [...]"[28]

Era un golpe de muerte a las puestas en escena organizadas con gran fausto por los franciscanos. El teatro misionero tendría, en lo adelante, una accidentada existencia, sujeta a la suerte de las órdenes mendicantes. La hegemonía de los franciscanos y dominicos, tan duramente alcanzada en la primera mitad del siglo xvi, se vio seriamente combatida en la segunda mitad del mismo por el clero secular. Pero el teatro popular había pasado, en buena parte, a manos de los indios; ellos mantendrían viva esa tea en medio de la oscuridad de tres siglos.

Un arte que no quiere morir encuentra varias maneras de sobrevivencia: primero, una manifestación subterránea, como las misas en las catacumbas de la Roma pagana. Allá por 1570, cuando la Inquisición abre sus primeros expedientes, el padre Francisco Gamboa organiza un teatro menor, al que los naturales bautizan en su idioma como neixcuitilli: ejemplo, pero ahora ya no el modelo a seguir, sino simplemente ejemplo. Se trata de representaciones cortas que completan todos los domingos en la tarde las palabras del sermón: "...se instituyeron unas representaciones de exemplos, a manera de comedias, los domingos en la tarde, después de haber habido sermón".[29] Don Juan de Torquemada, autor de la Monarquía Indiana, reivindica para sí mismo parte de esa lucha por la sobrevivencia del teatro misionero: "[...] y introduce las representaciones de los exemplos los domingos, y hice en la lengua mexicana estas dichas comedias, o representaciones [...]".[30]

Centenas de indios llenan el ámbito de la Capilla de San José de los Naturales, y a pesar de las limitaciones puestas por la Iglesia a los areítos y a las representaciones, este teatro indígena disfrazado conmueve a su público.

El domingo de Ramos [dice Vetancurt] en la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, el que hace el papel de Cristo comulga con mucha devoción. Acude a ella y a las demás representaciones tan gran concurso de gente que no hay lugar vacío en el patio y azoteas [...]. Esto instituyeron [sigue diciendo Vetancurt] los primeros padres porque como los naturales no tienen más entendimiento que los ojos, les ponen a la vista los misterios para que queden en la fe más firmes [...].[31]

Es teatro menor, en el que se había amputado al actor el don de la palabra. Tenían que "ejemplificar" con el cuerpo lo que el sacerdote había dicho en el púlpito. Aun así, la pantomima era bien exitosa. "Reducíanse a ir los actores ejecutando plásticamente, con diálogo sencillo o acciones mudas, lo que el predicador decía."[32]

Pero ni este teatro subterráneo se salva de las censuras eclesiásticas. En 1769, el arzobispo Lorenzana indica:

Ordenamos que en lo adelante no se haga ni permitan los Nescuitiles, representaciones al vivo de la Pasión de Cristo Nuestro Redentor, palo del bolador, danzas de Santiaguito, ni otros bailes supersticiosos, en idioma alguno, aunque sea en nuestro vulgar castellano, y sin embargo de que se pretenda honestar que los Nescuitiles les son incentivo a los indios para su devoción [...].[33]

Había que irse tierra adentro, a los poblados perdidos, allí donde la censura llegaría después de que el telón hubiera caído. En lejanas aldehuelas, el teatro misionero hizo sus reales y sobrevivió durante décadas, recubriéndose, desgraciadamente, bajo la costra dura del folklore.

Pero no era así en 1587, cuando fray Alonso Ponce, comisario general de la Orden franciscana visitaba la provincia del Santo Evangelio, con el encargo de ir anotando observaciones sobre el estado de cosas.[34] Al pasar por Tlaxomulco, distante cuatro leguas de Guadalajara, le tocó ver la representación del Auto del ofrecimiento, versión indígena de La adoración de los Reyes. Un indio viejo le dijo que "hacía más de treinta años que hacía aquello cada un año en tal día como aquél". Esto nos remonta a los mediados del siglo, pero por Motolinía sabemos que la comedia venía de la década de los treinta, cuando el famoso cronista escribía su Historia de los indios.

El teatro inspirado por los franciscanos se multiplicó de manera sorprendente en la pequeña provincia. El comisario fray Alonso Ponce y sus dos ayudantes siguieron la marcha a través de la provincia del Santo Evangelio. En Tamazutla, Michoacán, los indios habían construido un cuadro "a lo vivo" representando a san Francisco. El auge de estas pantomimas era sorprendente: apenas había recorrido el comisario cinco leguas, en Zapopan, cuando halló otra "roca" representando a san Miguel, y adelante, los lugareños le representaron la Asunción de la Virgen. En Techalutla, le hicieron ver la Historia del rico avariento. Todo esto en el radio de unas cuantas leguas. El teatro misionero no había muerto.

¿Cuánto de esta abundante producción dramática ha llegado a nosotros? Trabajo aún por hacerse, censo que habrá de lograrse con el apoyo de antropólogos, de estudiosos sobre el tema. Don Fernando Horcasitas en su Teatro náhuatl nos presenta una lista de 35 títulos, de los cuales sólo 28 tienen referencias históricas de su existencia. Aun cuando hizo una promesa, que ya no podrá cumplir, de editar otro volumen con teatro indígena, la verdad es que muy poco ha sobrevivido al desgaste de los años. He aquí una lista, necesariamente incompleta, de lo asequible a los lectores de estas líneas:

1. El sacrificio de Isaac (quizá una de las obras puestas en Tlaxcala, en 1539, con el nombre de Sacrificio de Abraham). Editada por Del Paso y Troncoso en 1899 en su Biblioteca náuatl.

2. La adoración de los Reyes. Del Paso y Troncoso publicó una paleografía y traducción en su Biblioteca náuatl en 1900.

3. La comedia de los Reyes. Editada igualmente por don Francisco del Paso y Troncoso en su Biblioteca náuatl en 1902.

4. La Pasión del Domingo de Ramos. El manuscrito náhuatl se encuentra en el Middle American Research Institute de la Universidad de Tulane, Nueva Orleáns. Puede consultarse el texto indígena y la traducción de Horcasitas: Teatro náhuatl, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1974.

5. La destrucción de Jerusalén. Publicada por don Francisco del Paso y Troncoso en 1907. Puede leerse texto y traducción en Horcasitas, op. cit.

6. La invención de la santa cruz por santa Elena. Publicada igualmente por don Francisco del Paso y Troncoso en 1890. Incluida también por Horcasitas, op. cit.

7. Juicio final. El manuscrito está en la Bibioteca del Congreso en Washington. Acquisition 1139. Incluido en la obra de Horcasitas ya citada.

No son muchas. Hay razones para ello. Frente a estos ejemplos de la ortodoxia cristiana, empezaron a crecer otros que no lo eran. Progresivamente los indios se habían apoderado de aquel precioso instrumento expresivo para hacerlo portavoz de su vieja cultura aún no aniquilada del todo.

Ha llegado el fin del siglo. El teatro misionero está ya en manos de los naturales, como aquel padre fray Martín Jiménez, oaxaqueño, que ya no sigue ningún modelo sino su propia inspiración. Para evangelizar a los indios mixtecos y chochos componía: "a modo de comedias algunas representaciones de misterios, o milagros del Ssmo. Rosario con los ejemplos más eficaces que sabía [...]".[35] Fray Francisco de Burgoa, que Ilega a la vieja Antequera cuando el dramaturgo indio ha muerto años atrás, encuentra que los lugareños aún representan con devoción sus misterios como parte de su propia cultura.

Era un camino peligroso para la ortodoxia metropolitana. De la misma manera que el padre Jiménez, la nueva generación de sacerdotes, ya nacida en tierras mexicanas, creaba un teatro más apegado a sus preocupaciones que a las ajenas.

Y lo mesmo ha sucedido a muchos ministros en otras festividades [sigue diciendo Burgoa] aunque por la malicia de los tiempos y codicia de algunos indios cantores, viendo la aceptación que en todas partes tenían aquellas estampas con alma, de aquel modo de enseñar, han valídose de rehundirlas y envejecerlas, y componer otras traduciendo de libros de romance los ejemplos, y con su mala inteligencia mezclado errores y desatinos, que me han obligado a atajarlos, y quitarles los papeles y quemarlos, y decirles el verdadero sentir de nuestra fe, porque el demonio se vale de estas trazas y habilidades para ocultar aquella refulgente luz que tanto lo encandiló.[36]

La represión eclesiástica había logrado su objetivo. En la pira de los papeles arrancados de las manos de los cantores indígenas se extinguía el teatro misionero en Nueva España.

mostrar El teatro jesuita

Medio siglo después que los franciscanos, llegaron a México los jesuitas, en 1572, cuando el festival del teatro misionero estaba a punto de terminar y los músicos recogían sus instrumentos.

Pero los jesuitas traían una perspectiva diferente. A pesar de las instrucciones de Felipe ii al provincial de la Compañía en Castilla, diciéndole: "nombrásedes algunos religiosos della [de la Compañía] para que fuesen a algunas partes de las nuestras Indias, a entender en la instrucción y conversión de los naturales dellas",[37] la catequización se orientó, inicialmente, a la educación de los criollos en el Colegio de San Pedro y San Pablo, a manifestar ante un público elegido a propósito la aristocrática diferencia del talento, aún por los caminos del Evangelio, y a mostrar los resultados de la enseñanza jesuita en el manejo del latín, así como en la adquisición o cultivo del aplomo, la dicción y la elegancia de maneras.

"Divertir enseñando" fue el axioma seguido por los jesuitas al complementar sus lecciones teóricas con estos ejercicios teatrales:

Y algunas veces [dice Pérez de Rivas] en tales puestos como éstos, donde la gente [está] tan divertida en sus ganancias e intereses temporales, para atraerla con más gusto a los del alma, añade la Compañía a la solemnidad dicha la representación de algún coloquio devoto de este divino misterio que representan nuestros estudiantes; y todo ayuda para divertir al pueblo de sus profanidades y traerle a la memoria los misterios de nuestra Santa Fe....[38]

Por estas razones escolares y la diversión que obtenían del teatro estudiantes y espectadores, la producción histriónica jesuita, desde su llegada a finales del siglo xvi, es considerable y puede, tal vez, calcularse, sólo en la metrópoli, en unas 52 puestas en escena.[39]

De éstas sobreviven algunos textos. En la Biblioteca Nacional de México existe un manuscrito (1631) que contiene un número de obras en latín de los jesuitas avecindados en México. El volumen ha sido estudiado por Quiñones Melgoza y de él ha publicado, según tengo conocimiento, dos obras de Bernardino de Llanos, jesuita español que, llegado a Nueva España en 1584, paso 40 años de su vida consagrado al magisterio.

El que esto escribe, por su parte, ha sacado de la penumbra histórica en que se hallaba, a otro prolífico escritor jesuita: Juan de Cigorondo, nacido en España en el mismo año, 1560, en que nació Llanos.[40]

Pero la manifestación del teatro jesuita fuera de las aulas llevada a grados sorprendentes, es el festejo de Todos los Santos de 1578. Han pasado cuatro años de vida escolar, y los jesuitas intentan una salida al gran público de la vieja Tenochtitlan que muestre su capacidad de fuego sobre los tablados populares.

El pretexto fue la llegada de las reliquias que Gregorio xiii donaba al pueblo mexicano. Un año antes se iniciaron los preparativos para los festejos: arcos triunfales, certámenes para poetas, sumarios de las reliquias, etc., ejemplo de la seriedad con que la Compañía organizaba todo, hasta las fiestas. Pero lo verdaderamente inusual fue la representación de una tragicomedia: El triunfo de los Santos.

El triunfo de los Santos

Detengámonos un momento a considerar a la mejor obra de teatro jesuita del siglo xvi, y quizá la mejor dentro de la producción de Nueva España de la época.

Si el propósito de los jesuitas había sido el de impresionar vivamente a la colonia con un despliegue allí desconocido de una variedad teatral neoclásica –la tragicomedia– ceñida a los imperativos de las tres unidades, labrada cuidadosamente en cinco actos como lo había impuesto el Renacimiento italiano, separados éstos casi geométricamente en tres escenas, y por encima de todo, dando a cada fragmento –cada escena en general– el tono correspondiente por medio de una versificación cuidadosísima dentro del género dramático, y el todo vaciado en combinaciones estróficas de lo más novedoso para su momento; si éste había sido el propósito, El triunfo de los Santos lo logró con generosidad y demasía, como lo atestiguaron los cronistas del acontecimiento.

La obra parece ser una derivación culta de un tema popular –de origen evidentemente medieval– como aquel citado por De la Barrera en su Catálogo, que lleva por título: "Triunfos de Constantino y tiranía de Maxencio".

Derivación culta, repetimos, porque El triunfo tiene un empaque muy atildado y casi perfecto, bien lejano de aquellos culebrones del medievo. Para poder descubrir el aspecto culto y escolar bastaría con poner atención al curioso y casi extraordinario despliegue de formas estróficas, entonces en la vanguardia de las plumas poéticas.

Predomina desde el arranque del primer acto la octava rima, que efectivamente tenía origen italiano y nada menos que con el Filostrato de Boccaccio había llegado a la poesía culta, pero con Garcilaso, Hurtado de Mendoza y otros se había naturalizado española al grado de que Jerónimo Bermúdez la había introducido en la literatura dramática allá por 1577 (Nise laureada), esto es, un año antes de que se estrenara en México El triunfo de los Santos.

El uso de la octava rima como sustrato narrativo; de los versi sciolti en el acto iii, 2; del terceto encadenado (terza rima) en el acto iii, 3; del terceto dantesco (ABABCB) en el acto v, 1; nos hacen pensar naturalmente en la intervención de los italianos en la creación literaria de El triunfo. Leroy Johnson y Rojas Garcidueñas, editores recientes de esta pieza dramática, concluyen afirmando, o dejando suponer, que los autores fueron los padres Lanuchi y Sánchez Baquero, entonces maestros de retórica en el Colegio de San Pedro y San Pablo. En alguna parte he dado razones suficientes para descartar la autoría de estos dos maestros de retórica, y he dado otras para atribuir El triunfo a la pluma del padre Pedro de Morales, a quien debemos la copia de esta obra. Pero no es este lugar para ocuparnos de ese problema.

Harvey L. Johnson dedicó buen número de páginas al origen temático de El triunfo, remontándose a la Vita silvestri, publicada a principios del siglo xvi. Sin negar estos lejanos orígenes, creemos que la obra nace de circunstancias inmediatas y es casi una paráfrasis de uno de los motes ganadores del concurso. Uno de los cinco arcos espectaculares tenía entre sus figuras a la emperatriz santa Elena, madre del emperador Constantino, "inventora de la Santa Cruz, que tenía en sus manos y a quien debe el Orbe Christiano el Santo Madero de la Cruz de Christo que trujo a Roma y 'a' este Reyno y 'a' Mexico la preciosa astilla dél, que venía en la procesión".[41] En efecto, entre las reliquias enviadas por Gregorio xiii, venía un fragmento de la cruz, astilla sagrada que remitía a los poetas a la "inventora" santa Elena, y ella, a su vez, a la historia de su hijo, el emperador Constantino.

El mensaje de la obra iba destinado a sublimar las virtudes del primer sacramento, un tema utilizado en Tlaxcala por los franciscanos, pero aquí llevado a escena con una pulcritud reveladora de que los jesuitas se estaban dirigiendo a diferente público. No se trata de convencer a los naturales para que se bauticen. Aquí sólo se explica a un público cultivado que si se ha logrado vencer a la idolatría, es por la intervención de los santos.

Pero pasaban los años y la labor principal de los jesuitas estaba consagrada a fortalecer su posición ante los estratos superiores de la Colonia. Dos años después del festival para recibir las reliquias enviadas por el papa Gregorio xiii, el general de la Compañía, el padre Claudio Acquaviva, escribe preocupado al provincial en México, padre Plaza: "En México no ha habido trato con los naturales, ni aplicación a aprender la lengua. Se ha faltado al fin principal de la misión de la Compañía."[42]

Se buscó entonces a quienes pudiesen suplir esta grave deficiencia y la Compañía encontró a los padres Saldañaa, Juan de Tovar y Alonso Fernández de Segura. Ellos eran "padres lenguas", y con ellos y algún otro más, se inició una labor evangelizadora de grandes perspectivas, aun cuando al principio de escasos resultados.

Así, se empezó por crear colegios para los indios, siguiendo algunas –suponemos que no todas– de las normas llevadas para los criollos. "Para que en México no se estorbase el ministerio de indios con el de los españoles y el numeroso de sus estudiantes, fundó la Compañía, arrimado a su Colegio principal otro seminario con casa e iglesia aparte, de indios, con el título de San Gregorio el Magno."[43] Allí estudiaban cincuenta o más colegiales, hijos de indios principales, porque incluso en la labor evangelizadora había que hacer distinciones.

Al llegar el decenio de los ochenta, habían sido fundados colegios jesuitas en Valladolid, Pátzcuaro, Puebla, Oaxaca y San Luis de la Paz. Hermano del Colegio de San Gregorio fue el de Tepotzotlán, fundado a unos cuantos kilómetros de México, y dedicado como aquél a la educación de los hijos de los caciques indios.

En todos los colegios –creemos fundadamente que sin excepción– se mantienen los lineamientos pedagógicos que incluyen al teatro como parte de aquéllos. En Oaxaca, en el Seminario de San Juan, el padre Pedro Mercado "regocijó la ciudad con algunas tragedias festivas, dando buen principio a los ministerios de la Compañía".[44]

En Pátzcuaro, en el Colegio de San Nicolás Obispo, fundado por Vasco de Quiroga, los jesuitas inauguraron sus actividades con una obra teatral: "se representó un Diálogo, y para que gozassen dél todos, fue la mitad en la lengua española, y la otra mitad en la Jarasca, en que se daba noticia del bien que tenían con la Imagen de N. Señora, y reliquias de los Santos".[45]

En Tepotzotlán, en 1583, se representó una obra en tres idiomas por los alumnos indígenas: en náhuatl, otomí y castellano (en la región de Tepotzotlán el náhuatl y el otomí eran lenguas corrientes).[46] En la misión de Sinaloa, durante la celebración de la Navidad de 1585, actores indios representaron una comedia en su idioma.[47]

Las cartas anuales nos dicen también que, al llegar a sus finales el siglo xvi, el Colegio de San Gregorio en México ofrecía en la fiesta del corpus christi, con sus discípulos indios, representaciones teatrales con diálogos en español y partes en náhuatl.

El teatro jesuita representó un momento de gran esplendor artístico en el último tercio del siglo xvi. Llenó las aulas y los salones de la Colonia de luz, de ingenio, de buen vivir y de bien hablar. No fue así tierra adentro, en donde sus recursos eran modestos y en nada comparables a aquellos manejados por la extraordinaria generación de franciscanos y dominicos, creadores del teatro misionero.

Debemos dedicar unas últimas páginas de este capítulo al dramaturgo más importante de Nueva España en el siglo xvi. Fue, casi seguramente, alumno de los jesuitas, pero por razones que ignoro, se separó de la Compañía y se fue solo por otros caminos.

Fernán González de Eslava

Hay indicios de que González de Eslava estudió en alguno de aquellos colegios jesuitas que la Compañía creó en España a mediados del siglo xvi. Tal vez en Alcalá de Henares, en donde un papelillo suyo, o de algún amigo, se quedó hasta el siglo pasado.

Pero muy por encima de estas conjeturas superficiales, hay abundantes referencias a la Compañía de Jesús en la obra de Eslava, curiosamente ignoradas por sus lectores y estudiosos. Cada uno de sus Coloquios tiene, debajo del maderamen sobre cubierta, una tesis subyacente, difícil de descubrir por quienes se desinteresan de la teología. El autor recurre generalmente a santo Tomás, a san Agustín, pero sobre todo tiene presente a Ignacio de Loyola.

No hay que olvidar al respecto que Eslava inicia su vida literaria en la Colonia con una polémica en verso sobre la ley de Moisés, sostenida por él con el poeta Francisco de Terrazas y con Pedro de Ledesma, en 1563.

Las "disputaciones" de ese tipo que venían de antiguo y las habían adoptado universidades y colegios como parte de las manifestaciones públicas de madurez académica y capacidad dialéctica; fueron asimiladas al programa de la pedagogía jesuita y allí, creemos, Eslava aprendió a manejarlas tan donosamente como lo demostró al desembarcar en América.

Pero la importancia de Fernán González no está precisamente en su teología, ya que para entonces el territorio de Nueva España contaba con religiosos de esta especialidad. Su sitio, irremplazable en la historia literaria, consiste en las características de su teatro. Dentro del contexto del siglo xvi es una rara avis, difícil de clasificar y aún inclasificable junto al teatro misionero de los franciscanos, al teatro cortesano de los jesuitas y a otras manifestaciones del teatro popular en la Colonia.

Eslava es un autor español, formado en España, pues pasó allí los primeros veinticuatro años de su vida (llegó a América en 1558, y había nacido, presumiblemente, en Toledo, en 1534). Fue contemporáneo, quizá discípulo, de Lorenzo de Sepúlveda, Luis de Miranda, Alonso de la Vega, Pedro Navarro y, ¿por qué no?, de Lope de Rueda, maestro de la primera generación de actores profesionales en España. Casi todos ellos, con excepción de Timoneda que vivió algo más, se quedaron en el camino, cuando Eslava apenas iniciaba su carrera de escritor dramático, pero es heredero de ese grupo generacional. Nos viene a la memoria, por ejemplo, la Comedia pródiga de Luis de Miranda (Sevilla, 1554) que sigue el texto bíblico (Lucas 15; 2-32), pero tal como lo había reelaborado el padre Acebedo para teatro escolar en la Compañía de Jesús.

Agreguemos un hecho más a estos interesantes elementos de la obra de Eslava. Todos sus escritos, de teatro y de poesía, fueron publicados, en tiempos en que no era nada común sacar a la luz pública el teatro popular ni la poesía del mismo género.[48]

Ahí está, pues, un monumento, casi con todas sus piezas, sobreviviente de una época que cuenta –cuando menos hasta el siglo pasado– con manuscritos como el Códice de autos viejos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Eslava conoció alguno de éstos y lo reelaboró para su teatro. Estuvo en contacto muy inmediato con la literatura naciente al otro lado del Atlántico. Como lo ha hecho ver Margit Frenk, Eslava utilizó romances de Lope de Vega, Góngora y Liñán de Riaza.

Para sólo citar algunos ejemplos [dice la señora Frenk] es casi seguro que conoció algunos de los "cancioneros", "romanceros", "silvas" que, según los documentos, ingresaron al país; las recopilaciones de Juan López de Úbeda, Lucas Rodríguez, Sepúlveda; las obras poéticas de Boscán y Garcilaso, Pedro de Padilla, Montemayor, Castillejo, aparte de obras como los jeroglíficos de Valeriano Bolzani y los emblemas de Alciato.

Su apetencia intelectual es muestra de una juventud del alma que lo mantuvo erguido en el escenario de su propia vida hasta finales del siglo xvi. No sabemos cuándo murió. Por las palabras de Fernando Bello de Bustamante, su amigo, se puede pensar que en 1603.

En 1610, y gracias a la intervención del padre fray Fernando Bello de Bustamante, fueron publicados los Coloquios espirituales y sacramentales (y sus poesías en una segunda parte de la misma edición) en la famosa y prestigiada imprenta de Diego López Dávalos.

Los Coloquios espirituales 

Eslava tuvo una vida fecunda y dedicada a la labor literaria. Sus 16 Coloquios publicados son los siguientes, con fechas aproximadas de las puestas en escena: 

Nombre  

Fecha probable

1. El obraje divino  

1563-1564

2. A Miguel López de Legazpi

1566

3. A la consagración de P. Moya de Contreras

1574

4. Cuatro doctores de la Iglesia

1571

5. De los siete fuertes   

1570-1571

6. Entrada del conde de Coruña   

1580

7. El profeta Jonás    

1568-1580

8. El Testamento Nuevo

1583-1585

9. La Alhóndiga divina

1578

10. La esgrima espiritual 

1583

11. El arrendamiento de las viñas

1563 (?)

12. La Batalla de Lepanto  

1572

13. Pobreza y riqueza  

(?)

14. De la pestilencia

1576

15. Recibimiento a don Luis de Velasco

1590

16. El bosque divino

1574-1580

mostrar Conclusiones

El teatro español, el que inicia apenas su brillante carrera hacia el Siglo de Oro, encuentra su patria de elección en Nueva España. Con un apresuramiento justificado por la necesidad de realizar su cometido espiritual, brota a la luz de las plazas públicas cuando en muchas partes de la península ibérica aún dormía o era todavía desconocido.

Los franciscanos y los dominicos transmitieron parte de la labor literaria a los indígenas y les enseñaron todo lo concerniente a actuación, canto, danza y escenografía. Ellos recibieron este legado con amor y lo integraron a su propia cultura. Pocas partes del territorio mexicano hay que no conozcan manifestaciones de ese teatro sobreviviente, ahora ya prácticamente mudo y casi incomprensible.

No lo fue así en su momento histórico. El teatro significó para el mundo náhuatl, para el zapoteca, para el tepehua y para el tarasco, entre otros, un medio de expresión cuando los demás estaban cegados. Los "indios cantores", en lejanas aldehuelas, pudieron decir en verso lo que se les había prohibido en prosa. Ya sabemos que la mano de la Iglesia acabó por alcanzar aquellos papeles furtivos y hacer con ellos lo que la Inquisición hacía con los herejes.

El teatro jesuita llegó tardíamente a la campaña evangelizadora, pero aún así realizó una tarea importante en sus colegios para indios. De la primera generación egresada de ellos salieron humanistas de primera línea, como Antonio del Rincón, para quien la Compañía de Jesús hace la excepción –quizá única– de nombrarlo profesor del Colegio del Espíritu Santo a pesar de ser indio puro.

Entre las figuras importantes de nuestra historia literaria hemos señalado a Fernán González de Eslava, cuya actividad dramática estuvo presente en los grandes acontecimientos de la segunda mitad del siglo. Su teatro estuvo orientado principalmente a seguir los lineamientos del auto sacramental español, pero en ocasiones, como en el Coloquio de los siete fuertes, se hermana con el teatro misionero en espíritu y objetivo.

Por otra parte, no deja de ser extraña la escisión que se produce al llegar a la mitad del siglo. Entre las dos etapas está Lope de Rueda: a partir de él el Siglo de Oro español se orienta hacia la diversión, el entremés y la comedia. El teatro mexicano, sin embargo, va hacia las preocupaciones morales, el ensimismamiento y, como su propio pasado, hacia la penumbra en la que finalmente se sumerge cuando concluye el xvi.

mostrar Bibliografía

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