Enciclopedia de la Literatura en México

La celda y el convento: una perspectiva femenina en el siglo XVII

Asunción Lavrin
2002 / 09 abr 2018 09:23

mostrar Introducción

Escribir desde una perspectiva femenina durante el siglo xvii novohispano fue una tarea difícil para las mujeres cuyo nacimiento y decisión de tomar el estado religioso les hicieron accesible la educación y la escritura. Tomar la pluma no fue una vocación sino a veces una imposición del confesor. El resultado era escudriñado por varias personas en busca de posibles transgresiones o para aseverar la ortodoxia de lo escrito. La libertad no era prerrogativa de la vida ni del intelecto conventual.

El estricto control físico y espiritual sobre la escritura de las religiosas se basaba en varias premisas teológicas del cristianismo de esa época. La mujer había mostrado su “flaqueza” desde el instante que fue conquistada por la serpiente (Lucifer) y asumió el deseo de “saber” lo prohibido; así, el saber en una mujer fue ineludiblemente asociado con el pecado original. La debilidad femenina la hacía presa fácil del engaño del demonio y por lo tanto era preciso supervisar sus escritos para comprobar que en ellos no hubiera alucinación o engaño alguno. Aun la lectura estaba supervisada de modo que lo no ortodoxo tampoco tocara la mente de la religiosa y confundiera su presuntamente limitada capacidad de comprender temas abstrusos que la pudieran llevar a herejías. Esta estrecha demarcación del espacio intelectual de la religiosa de la contrarreforma católica fue impuesta a la mayoría de las monjas novohispanas.[1] No cabe duda, sin embargo, de que hubo monjas escritoras en Nueva España en el siglo xvii, pero las huellas de esa escritura han sido borradas en gran parte por la ejecución de las normas de supervisión y restricción ejercidas por las autoridades eclesiásticas. Tanto las crónicas de conventos como las biografías de varias monjas notables de este siglo fueron obra de hombres que utilizaron los escritos elaborados por las religiosas (véase Ramos Medina).[2] La marginalización o apropiación de la escritura femenina fue una de las características de ese siglo.

Orden de bendecir el velo [México, ca. 1692-1701], portada.
 

Mas, la ausencia de protagonismo femenino no es completa. Existen, por ejemplo, cartas autógrafas recobradas de cientos de legajos históricos; a pesar de no ser muy cuantiosas y de provenir de varias plumas, nos permiten atisbar modalidades propias de la expresión femenina.[3] También contamos con fuentes institucionales y legales como cuentas, instrumentos notariales, epistolarios entre prelados y conventos, trámites legales y otros documentos que sirven, aunque de modo limitado, para recobrar la perspectiva femenina del pasado. Asumiendo que quizás en el futuro se descubran escritos que hasta ahora han permanecido olvidados o cerrados a la investigación, los temas incluidos en este ensayo se apoyan en las fuentes rescatadas en archivos mexicanos y españoles y reflejan la naturaleza de las mismas. 

mostrar La vocación religiosa: La celda como el mundo de elección

Para evocar el mundo del claustro es apropiado comenzar con la elección de una vida religiosa. La decisión de profesar como la culminación de una vocación ha sido un tema muy debatido. Algunos historiadores se inclinaron a ver en la profesión un modo de “deshacerse” de hijas casaderas pero sin dote, a quienes era más factible colocar en un convento a un costo menor que el de una dote matrimonial. Hoy día esta explicación está desacreditada pues si bien algunas profesiones fueron contra la voluntad de las interesadas, la mayoría de ellas no parece haber sido así.[4] Importantes testimonios coetáneos indican la profesión voluntaria, sentida como vocación religiosa. Ello no era visto como algo excepcional en el siglo xvii, pues se creía que algunos estaban llamados por Dios para el digno privilegio de su servicio. Como parte del esquema mental de la época, así como uno de los pocos estados honoríficos para la élite colonial, algunos padres dedicaron a sus hijas al estado religioso sin niguna duda sobre la validez de su decisión. Estas jóvenes crecían dentro de un hogar de profunda religiosidad, o en el convento mismo; en ambas situaciones la transición hacia la profesión era muy natural. En el caso de Juana Palacios Berruecos, que profesó como María de San José en el convento agustino de Santa Mónica de Puebla en 1687, su vocación se manifestó a los once años, tras la muerte de su padre, y se nutrió en un hogar donde una hermana también profesó y donde la práctica de los deberes religiosos era asunto diario (vid. Myers, 1993, pp. 40-50). La madre Melchora de la Asunción, carmelita poblana quien profesó en 1606 y cuyas aptitudes intelectuales fueron admiradas por los miembros de esta orden, llevó hábito de san Francisco y tomó su decisión de profesar al asistir a la festividad de fundación del convento en 1604, “no pudiendo sus padres negarse a una vocación tan del cielo, determinaron hacer todas las diligencias conducentes a su profesión”.[5] Similar decisión de no interesarse por otro matrimonio que el sagrado, se dice tuvo sor María Antonia de Santo Domingo, a quien de muy pequeña llevaban al convento de carmelitas de San José de México y cuyas primeras lecturas fueron de obras espirituales. Criada en un ambiente de precocidad intelectual y religiosa, se negó al matrimonio y sus padres determinaron “a darle gusto con que fuese monja” (Sigüenza y Góngora, 1684, fols. 193v-195v).[6]

Este apoyo sólo se explica dentro de un ambiente en el cual la religión es el marco referencial de la vida cotidiana, y en el cual el retiro monástico se veía como un signo de privilegio espiritual. Sor Lorenza Bernarda, abadesa del convento de capuchinas de San Felipe de Jesús en México, en su correspondencia de 1690 con doña Ana Francisca de Zúñiga y Córdoba, patrona poblana del convento, describe la perseverancia de varias candidatas a novicias, todas jóvenes “como perlas y ricas y muy nobles”, y añade:

es para alabar a su Magestad ver la máquina de pretendientas que estaban guardadas juntas, y al parecer ninguna que desechar y en particular una sobrina de doña María, la mujer del capitán Joseph de Retes, que es de nueve años y no es posible que en todo el día se quite del torno y portería pidiendo el hábito. Y es cierto que lo que dice no es de su edad sino muy espirado (sic) [inspirado] de su Magestad. Otras dos vienen de Guadalajara. Mi querida madre me encomiende a Dios, que me de fuerzas para que yo las emplee todas en servir a su Magestad, pues me trujo para que en las Indias hubiese estas que son las verdaderas de esta sagrada religión, a donde tan de veras se entriegan las almas a servir su Magestad...[7]

La vocación se iniciaba en la infancia y la pubertad, pero también se podía profesar después de enviudar, como una alternativa deseable, basada en una religiosidad profunda y en la percepción del convento como un mundo idóneamente femenino donde se podía encontrar una recompensa espiritual no otorgada por el mundo seglar. El caso de la fundadora de las Carmelitas descalzas de San José de México, sor Marina de la Cruz, quien profesó ya viuda en el convento de Jesús María, ejemplifica una situación que si bien no fue común, nos ayuda a comprender el atractivo del convento como opción alternativa (Sigüenza y Góngora, 1684, pp. 66ss.).

mostrar El patronazgo religioso en el siglo XVII

Precisamente esa percepción de la vida religiosa y del claustro como una elección social, espiritualmente deseable para la mujer, alimentó el mecenazgo fundacional novohispano. Los conventos femeninos se multiplicaron inusitadamente en el siglo xvii, permitiendo el florecimiento de la vida monástica. El desembolso de dinero evidenciaba la creencia de que la ayuda material al proyecto de establecimiento traería un beneficio tanto espiritual como social a quien lo ejecutaba. El 1 de diciembre de 1683, el bien conocido jesuita, Antonio Núñez de Miranda (1618-1695), elogiaba en sermón fúnebre al conde del Valle, don Juan de Chavarría Valera, caballero de la Orden de Santiago, patrono de la iglesia y del convento de San Lorenzo. Decía Núñez Miranda: “[se] le puede dar y averiguar por salvo al rico que emplea sus riquezas al servicio de Dios, culto divino, alivio de los prójimos y cumplimiento de todas sus obligaciones”.[8] Así la promesa de salvación, resultado de la obra caritativa, fue parte integral de la piedad barroca.[9]

La piedad no fue todo, aunque debe ser considerada como elemento indispensable en la fundación de conventos. La motivación social, encuadrada en su marco histórico, muestra que los conventos novohispanos se fundaron para acoger a una élite socio-racial que, entre mediados de los siglos xvi y xvii, estuvo compuesta por mujeres descendientes de españoles, necesitadas de protección en un medio social extraño y a veces amenazador. En una Nueva España aún caótica e inestable, donde se desarrollaba una sociedad muy diferente a la peninsular, y donde el espíritu marcial y de conquista sólo comenzaba a ser lentamente sustituido por las instituciones de orden y gobierno, la familia y la mujer españolas se consideraban frágiles pero vitales en su papel de perpetuar valores y jerarquías sociales. La presencia de mujeres de otras razas (indias, africanas o de varias mezclas) que sirvieron las necesidades sexuales de conquistadores era una fuente de competencia para la mujer hispánica, cuya inferioridad numérica fue un arma de doble filo en los primeros decenios de colonización. Por una parte, la española peninsular del siglo xvi se convirtió en codiciada presea para asegurar la limpieza de sangre, la ortodoxia religiosa y una alta posición social. Por otra parte, la temprana conciencia de su posición privilegiada hizo a las mujeres de descendencia peninsular más vulnerables a otros factores que consideraban incompatibles con su condición. Así, el empobrecimiento de la familia con la consiguiente falta de incentivos económicos para un matrimonio aceptable, y el cierre virtual de toda ocupación que por su carácter manual las rebajara a la condición servil de la mayoría de las mujeres conquistadas, el siglo xvii llevó a muchas españolas y sus descendientes a buscar amparo en una institución eminentemente europea: el convento de enclaustradas. Para ello contaron con el apoyo de los hombres –familiares o no– que veían la fundación de conventos y la promoción de dotes de monjas como un servicio a Dios y a la sociedad.

Las peticiones de patronato de los primeros conventos de monjas en Nueva España representaron a las hijas y nietas de conquistadores venidas a menos, necesitadas de la protección de los muros conventuales contra las tentaciones de un mundo capaz de corromper la tradición de honor familiar y personal heredada de la Península. Esta conexión fue reforzada por la dotación de fondos para la profesión de parientes (Sigüenza y Góngora, 1684, fols. 31v-32). Al mismo tiempo, España se encontraba en vías de una reforma de la ortodoxia católica que encendió la imaginación de muchas mujeres y las llevó a elegir voluntariamente una vida de recogimiento, oración y dedicación a fines espirituales. El apoyo moral y económico de los mecenas hizo posible la realización de estos objetivos. En esa tarea colaboraron muchas mujeres de modo activo, y aun las monjas mismas, que dejaban dotes, celdas, objetos religiosos y emolumentos especiales para sus conventos. Merece destacarse el protagonismo femenino como propiciador de la noción del convento como institución social y destino adecuado a la vida femenina. El convento de Santa Clara de Puebla, fundado en 1607, fue creación de doña Isabel de Villanueva y Guzmán, viuda de Antonio de Arellano, quien en 1607 dotó a la institución con 40 000 pesos de oro común. De ellos 20 000 estaban impuestos “a censo” sobre propiedades y personas abonadas, que pagarían intereses proporcionando al convento 2 000 pesos de renta anual. De éstos, doña Isabel determinó que 1 500 los gozase el convento y 500 se le pasaran a ella, prometiendo conceder esa renta al convento a su muerte.[10]

Doña Catalina de Peralta, patrona fundadora del convento de Santa Isabel de México fue arquetipo de patronazgo. Como viuda de Agustín de Villanueva entró en posesión del derecho de utilizar su caudal libremente y dedicarlo a la fundación, sin traba alguna. La misma fue notariada el 25 de diciembre de 1600 y muchos de sus puntos se reiteraron en su testamento del 18 de junio de 1618, implicando obligaciones espirituales y materiales. Entre las primeras estuvieron la de cantar una misa por su alma cada sábado del año y la celebración anual de tres fiestas para san Nicolás Tolentino (10 de septiembre), santa Gertrudis (6 de noviembre) y santa Catarina virgen (25 de mayo). También impuso la obligación de efectuar misas rezadas a La Concepción el 8 de diciembre. Una religiosa rezaría perpetuamente por el bien de su alma.[11] Asimismo, el sentido social de amparo a la mujer blanca pobre se establecía con la orden de admitir gratis, como “capellanas” de la fundadora, a seis aspirantes pobres, hijas de legítimo matrimonio y nombradas por la patrona y, después de su fallecimiento, por las personas que ella determinara. Hubo profesiones de capellanas desde 1601 hasta 1673; su número llegó a 16 en 72 años. Sin embargo, para el último cuarto del siglo, los fondos que Catalina de Peralta había dejado para las obras espirituales y materiales estaban muy mermados. Por lo tanto, las monjas de Santa Isabel pidieron que se las relevara de algunas obligaciones espirituales y de la entrada de monjas capellanas.

La convicción de que las monjas cumplirían los términos de las obras pías alentó a muchos hombres y mujeres a la fundación como acto de caridad cristiana y de avenida espiritual a su propia salvación. Por su parte, las profesas tenían un gran respeto por sus obligaciones espirituales y las trataban de cumplir mientras les fuera posible. Sin embargo, la piedad barroca también creó grandes dificultades para los conventos. El de Santa Inés de México fue fundado en 1600 por Diego Caballero e Inés de Velasco, quienes hipotecaron sus ingenios de azúcar y propiedades para crear una institución que recibiera profesas sin dote.[12] Caballero dejó establecido que para la recepción de monjas “capellanas” se prefiriera a sus parientas sobre otras, y a las suyas propias sobre las de su mujer.[13] La dotación original especificó la recepción de 33 monjas pobres, huérfanas, españolas, doncellas y honradas, a seleccionarse entre las que más riesgos corrieran y tuvieran mayor necesidad.

La evaluación de las propiedades de Diego Caballero e Inés de Velasco llegaba a cerca de 500 000 pesos, suma suficiente para la dotación de las monjas, a razón de 5 000 pesos de oro común mensuales. Sin embargo, ya para finales de siglo, la prerrogativa de nombrar sucesor en el patronazgo y de beneficiar a miembros de su familia dio pie a rencillas y recursos legales para establecer la primacía de unas candidatas sobre otras (Robles Díaz, 1990, p. 38).[14] Las religiosas resentían los gastos ocasionados por siete niñas parientas y otras que, en opinión de los patronos de ese tiempo, Catalina Caballero de la Cadena y Juan Velázquez de León, no debían estar allí. Éste fue un conflicto económico de voluntades, con los patronos ejerciendo presión para dictaminar el curso de la vida interior del claustro y la administración de sus rentas (Robles Díaz, 1990, pp. 95-102). Como resultado de la imposición de monjas capellanas, para sostener el patronazgo, el convento de Santa Inés se vio obligado a recibir dotes en el siglo xviii. En 1767 las monjas se negaron a admitir cuatro capellanas nombradas por los patronos pues los gastos del convento no podían sufragar la adición. Las capellanas costaban 1 903 pesos al convento; con un gasto de 3 451 pesos en empleados y mantenimiento del culto, las entradas de 8 100 pesos apenas alcanzaban a mantener un balance precario del presupuesto. Las religiosas se veían obligadas a cocinar dulces y masas, y aceptar labores a mano para incrementar sus rentas. El fiscal de la Audiencia apoyó el argumento de Santa Inés; mas, para no traicionar las intenciones de los fundadores, admitió el nombramiento de cuatro capellanas para cumplir el número de 15 que el patronazgo estipulaba. El convento nombraría dos y los patronos dos, pero con la condición de no nombrar a ninguna otra jamás (AGN, BN, Leg. 156, exp. 36; Robles Díaz, 1990, pp. 79-80).

A pesar de los problemas creados por el mecenazgo, aun la Corona misma adoptó ese papel como ejemplo de responsabilidad social y religiosa. El convento de Jesús María de México, fundado en 1580, y el de Santa Clara de Querétaro, fundado en 1606, estuvieron bajo el patronato real, privilegio más social que económico. En Jesús María, el acceso a ocho plazas de religiosas basadas en las capellanías provistas por el rey para nietas y parientas de conquistadores, pobres y virtuosas, se convirtió en un proceso altamente competitivo desde mediados del siglo xvii. Una vez ocupada en el convento una plaza de capellana real, sin pago de dote, había que esperar la muerte natural de la poseedora para aspirar a su remplazo. Los más altos funcionarios del gobierno de Nueva España elevaron peticiones directamente al Consejo de Indias, alegando su genealogía “conquistadora”; otros alegaron los méritos de largos años de servicios al rey, pidiendo recompensa por los mismos. Entre 1678 y 1704, el Consejo de Indias concedió 14 plazas de “futurarias”, aspirantes en espera de la muerte de las capellanas. Una de ellas la ocupó una hermana de Carlos de Sigüenza y Góngora, que se llamó Lugarda de Jesús (Sigüenza y Góngora, 1684, p. 36).

Un caso típico de aspiración al favor real por un burócrata fue el de Francisco de Prado y Castro, contador del tribunal de cuentas. Pedía que se recibiera a sus dos hijas en las dos primeras plazas de religiosas vacantes del patronato.[15] Don Francisco alegaba haber sido servidor real durante 43 años (desde 1635, primero en Manila y después en México). Con muchos hijos y cortos medios, e “imposibilitado de dar a estado a las hembras por su pobreza, empeños y falta de remedios”, demandaba que se recibieran a dos hijas suyas inclinadas al estado religioso. En 1680 se quejó de que, habiendo obtenido merced real para la entrada de sus hijas, se había otorgado plazas a otras, negándoseles la “antigüedad” a las suyas.[16] Para finales del siglo xvii ya no se observaban las estipulaciones reales y tampoco se averiguaba si la aspirante era descendiente o no de conquistadores. En un testimonio de 1703 se enumeran ocho monjas capellanas en espera de admisión, todas de la mejor sociedad, hijas de “capitanes” y burócratas reales. Si bien se hicieron averiguaciones por la Corona y se expidieron órdenes de no conceder más plazas hasta que el número de las “futurarias” decreciese, en la práctica las peticiones y el otorgamiento de estas plazas continuó.

La situación de las capellanas reales indica la necesidad que vieron otros patronos laicos de fundar conventos y dotar monjas. Algunos conventos se fundaron con miras a aceptar aspirantes de cualquier categoría social, siempre y cuando pudieran aportar dotes. Otros se convirtieron en favoritos de la élite social. La Encarnación, la Concepción y Jesús María se contaban entre los últimos. Sigüenza y Góngora nos da un ejemplo de esa conciencia elitista de las aspirantes, cuando describe a sor María de San Nicolás, profesa en 1584 en Jesús María. Mexicana de nacimiento, fue hija de padres vistos como “personas poderosas en el caudal, limpias en la sangre y calificadísimas en la virtud...”, descendientes de conquistadores y quienes la asistían “con abundancia” (Sigüenza y Góngora, 1684, p. 162).

Las relaciones entre mecenas y monjas podían llegar a ser no sólo cordiales, sino hasta íntimas. La correspondencia entre sor Lorenza Bernarda, abadesa del convento de capuchinas de San José de Gracia de México, y Ana Francisca de Zúñiga y Córdoba, esposa y después de 1690, viuda del capitán don Diego Ortiz de Lagacha, caballero de la Orden de Calatrava, muestra estas relaciones. Por varios años, entre 1689 y 1692, estas dos mujeres intercambiaron cartas. De este epistolario sólo sobreviven las misivas de la abadesa; ella nos proporciona una visión íntima del convento, las novicias, las aspirantes a profesión y el anhelo de ambas por una nueva fundación. La abadesa sugiere algunas necesidades del convento, atendidas por doña Ana Francisca: cuchillos, géneros para los hábitos, incienso, nueces y otros regalos no detallados llegaban de Puebla, además de las gestiones para la fundación. Aunque la relación entre ambas se agrió cuando, sin explicación alguna, sor Lorenza Bernarda retiró su apoyo al convento; esta correspondencia establece que los lazos de amistad entre seglares y enclaustradas podían tener una base muy firme si estaban amparados por el manto del patronazgo (Lavrin, 1996, pp. 139-159).

mostrar El ritual de la profesión

La despedida de la vida seglar y la toma de hábito como novicia para aprender la vida religiosa es el primer ritual de varios que dieron a la vida conventual un halo de respeto y veneración. Consciente de la importancia de mantener el valor emocional y simbólico de esos rituales a través de su perfecta observancia, el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz (1634-1699), ordenó la reimpresión del modo de dar el hábito, profesión y velo a las religiosas agustinas recoletas de Puebla.[17] En España, donde se originó el ritual, la novicia entraba a la iglesia de la mano de sus padrinos quienes la llevaban hasta la primera grada del altar mayor. Allí se le daba una vela y comenzaba la misa. La novicia mantendría una vela en la mano durante la misa y participaría en la comunión. La misa podía ser dicha o no por el prelado, pero éste era el único autorizado a bendecir el hábito que la novicia vestiría. La colocación del hábito en un lugar preciso antes de la bendición, la aparición del prelado por la puerta de la sacristía y el canto de salmos y antífonas, estaban cuidadosamente regulados en una verdadera mise en scène contrarreformista, cuyos elementos y orden de actuación eran memorizados por los participantes. La teatralidad de la profesión no era mundana: era otra manifestación de la importancia de la ritualización y el ceremonial de los actos más decisivos de la vida.

Las agustinas de Oaxaca y Puebla acogían a la novicia en el coro de la clausura, costumbre que difiere de la española. La bendición del hábito era cantada por el prelado, que echaba agua bendita y esparcía incienso sobre el mismo. Hechos estos preparativos se procedía a hacer la petición formal de la entrada de la novicia al convento. El prelado se hacía responsable de esa misión. Dirigiéndose a la portería, cantaba un salmo y llamaba a las profesas: “Abrid las puertas del Señor para que ingrese en ellas...” Al imperativo toque en la puerta acudía la priora. Detrás estaban las religiosas, dispuestas en una fila procesional cargando cruces y ciriales. El prelado tomaba de la mano a la novicia y se la entregaba a la priora, mientras el coro entonaba el Ven Esposa de Cristo. La música de antífonas y cantoras envolvía la ceremonia en el mundo del sonido sagrado. Ya dentro del convento, el ceremonial requería que la novicia se acercara a la reja del coro y entablara un diálogo con su prelado en el que hacía admisión de su voluntad de profesar. La novicia pedía la misericordia de Dios y vivir en compañía de las monjas. El prelado se negaba la capacidad de otorgar la misericordia de Dios, dada sólo por Dios mismo, pero otorgaba permiso para que viviera en el convento. Si bien no se podía asegurar la “elección” por Dios para el destino de esposa de Cristo, se introducía un elemento de esperanza en el acto de separación del resto de la humanidad. Era hora entonces de repetir la dureza de la nueva vida, para que la novicia no fuera engañada, ni tampoco existieran acusaciones legales o sospechas sobre el significado de la renuncia:

Ha de macerar y domar su cuerpo trayéndole en perpetua servidumbre, con la aspereza del vestido, con abstinencias y pobre comida, con largos ayunos, con soledad grande, con penitencias de muchas y mortificaciones continuadas, trabajando de día y velando de noche, y si todo esto guardare y cumpliere, yo le prometo de parte de Dios la vida eterna. ¿atrévese a cumplir con las obligaciones propuestas?

La esencia de la vida religiosa era el ejercicio de la voluntad del espíritu sobre el cuerpo, al cual había que macerar y domar mientras se ejercían las penitencias y mortificaciones. El riesgo de la empresa se insinuaba en la pregunta “¿se atreve?”, una simple oración cargada de presagios. La novicia invocaba la ayuda de Dios y aceptaba el desafío. Entonces la priora y las profesas llevaban a cabo el ritual de cambiar su vestido por el de la religión. Se le cortaba el cabello y se le vestía con el hábito. Luego de la última bendición del prelado, se postraba en cruz frente al altar, gesto que, en mímesis de la pasión de Cristo, significaba el deseo que frecuentemente se expresaba como pauta de la vida religiosa: crucificarse con el crucificado y morir su misma muerte.

Después de la oferta del cuerpo, se bendecía a la novicia y se le ponía en manos de la maestra que le enseñaría la rutina y la misión de la vida religiosa; ésta se arrodillaba frente al prelado y, en signo universal de ágape cristiano, abrazaba a quienes eran ya sus hermanas. El beso a la mano de la priora también significaba obediencia y sumisión a la voluntad de los superiores. El último acto de renuncia era el del nombre del “siglo”. Con la anuencia del prelado, la novicia adoptaba un nuevo nombre; se significaba así como miembro de una nueva familia y escogía aquel cuyo contenido religioso trataría de emular. Esta liturgia nos dice mucho de la vida monástica. Era una decisión, una renuncia, una esperanza, un ejercicio de la voluntad de seguir un modo de vida. El cumplimiento de ese destino ofrecía numerosos escollos, de los cuales las fuentes históricas nos dejan abundante evidencia. Tanto los escritos de las religiosas como los de sus directores espirituales y los de los teólogos morales representan la esencia de esa lucha constante contra las dificultades, ya propias del individuo (flaquezas de la carne), o ya creadas por el enemigo común: el diablo y su ejército.

Por otra parte, la profesión no era únicamente acerca de la espiritualidad. Una visión muy femenina de la misma prescribía todo lo necesario para la toma de hábito; todo ello revela hasta qué punto la entrada a la religión era también una costosa proposición económica. La memoria de lo necesario para la primera toma de hábito de novicia del convento de Santa Catarina de Sena comenzaba con un gasto de 378 pesos, entre el pago de los gastos de mantenimiento de la novicia por un año, el de las “galas” o celebración, el pago a los religiosos oficiantes en la ceremonia, los acólitos, la cera y demás menesteres del evento. No calculada en esta suma quedaba una larga lista del “ajuar” de la religiosa, que comenzaba con 48 varas de “ypre”, género para el hábito, y, además, contenía 76 varas de otros géneros para ropa, sin contar las sábanas, colchón, almohadas, colchas, moblaje de la celda y el costo de confección de la ropa. Para la profesión final el costo mínimo era de unos 120 pesos para la ceremonia; se requería, además, la compra de breviarios, un semanero, un cuaderno de santos de la Orden y un libro de horas para el oficio divino, así como el anillo de desposada. Una segunda orden de géneros para un nuevo hábito quedaba fuera del presupuesto de la ceremonia. Ésta debía ir acompañada de fuegos artificiales y música, cuyo costo se calculaba que debía ser “conforme a los posibles de la casa de la profesante”.[18] Espiritualidad y mundanidad iban siempre de la mano en la vida religiosa; cuerpo y espíritu se mantuvieron en un diálogo constante iniciado con la profesión y percibido más nítidamente a medida que nos adentramos en el ámbito claustral.

mostrar Las obligaciones de la vida conventual

La aspirante a esposa de Cristo pasaba un periodo de prueba de su vocación y de su adaptación a la vida conventual. El noviciado era un periodo de un mínimo de un año durante el cual se aprendía la Regla de la orden, el ritmo y rituales de la vida conventual y la esencia de los cuatro votos finales: obediencia, castidad, pobreza y enclaustración.[19] La relajación de votos era casi imposible. Sor Mariana de la Encarnación, profesa en Jesús María y fundadora de las Teresas de San José, dos veces pidió la relajación de los suyos a causa de enfermedad. Los arzobispos fray Diego García de Mendoza Santa María y fray García Guerra se lo negaron (Sigüenza y Góngora, 1684, fols. 155v-156). Quizá el más importante de los votos en la vida comunitaria era la obediencia. Éste significaba la renuncia de la propia voluntad y la sumisión a las reglas y a los dictados de la maestra de novicias; era el rasero para medir la posibilidad de convivencia con el resto de la comunidad y la aceptación de las órdenes de los superiores, fueran la abadesa o el arzobispo. La enclaustración después de la profesión final era un hecho irreversible; privaba a la monja de toda libertad fuera de su “huerto cerrado” y se consideraba imprescindible para protegerla de las tentaciones y perversidades del mundo. En los conventos de calzadas, la pobreza tenía matices aceptables dentro de la religión, como la posesión de celdas, moblajes, esclavas o sirvientas. Sólo en los conventos de descalzas o capuchinas se vivía un poco más cerca de la pobreza cristiana idealizada por santos medievales como san Francisco de Asís. La castidad era una virtud del comportamiento y el pensamiento. Dentro del claustro la castidad en el comportamiento no era difícil de conllevar; sin embargo, los confesores y las reglas conventuales perseguían el logro de la pureza de pensamientos o castidad espiritual, terreno de único acceso a los confesores.

Durante el noviciado la maestra procuraba vencer todos los brotes de voluntad propia y afectos familiares o mundanos de la novicia para concentrar su vida en una observancia perfecta, conducente a su salvación personal. De la habilidad como maestra de novicias de sor María Antonia de Santo Domingo, religiosa de Jesús María, escribió su hermana en religión, sor Tomasa de San Ildefonso que:

enseñaba a sus dicípulas, y Novicias con tan gran cuidado, caridad y amor como si fuesen nacidas de sus entrañas. No perdonaba diligencias para que fuesen buenas Religiosas, y cumpliesen sus obligaciones exactamente [...] persuadíalas [...] a que fueran humildes y se amasen las unas a las otras [...] Su más ordinario consejo era que procurasen vivir retiradas del trato, y conversaciones del mundo de que se seguirían el que mutuamente se amasen en Dios [...] Jamás reprehendió en público ni aún a una niña, pero si llegaba a su noticia qualquier defecto llamaba a solas a la que lo había cometido, y la amonestaba con tales palabras, y severidad que causaba miedo, y después que la tenía bien corregida volvía la hoja, y le decía tan cariñosas palabras, y con tanto amor que ni una amante Madre las dijera así, y con esto conseguía quanto quería.... (Sigüenza y Góngora, 1684, fols. 196v-197).

Si bien los conventos de calzadas eran menos rigurosos en su observancia, la disciplina conventual, el aprendizaje del ritual canónico, las pruebas de humildad de las novicias, eran, en su conjunto, obstáculos difíciles que si bien casi todas las aspirantes lograban superar, devolvían a algunas al mundo seglar. Los conventos no guardaban estadísticas de cuántas fallaban o cuántas triunfaban, pero sabemos que quienes no soportaban la obediencia o se enfermaban con el régimen conventual, regresaban a sus familias tras el voto negativo de la comunidad. La pedagogía del noviciado era asunto práctico. Todas las monjas “mayores” podían ser nombradas maestras de novicias; aunque no se ha encontrado ninguna guía de cómo se enseñaba a las novicias en el siglo xvii, los pasajes biográficos disponibles indican que las maestras podían ser duras y firmes, ineptas o comprensivas. En todo caso, se responsabilizaban de enseñar humildad y obediencia; sometían a sus discípulas a pruebas que dieran cuenta de su maleabilidad y posibilidad de adaptación a la vida conventual. Su recomendación final a la comunidad tenía mucho peso en la decisión de profesión. Ésta se llevaba a cabo con la votación de todas las religiosas, excepto las novicias o aquellas aceptadas de “velo blanco”, encargadas de las labores físicas del convento.

La toma de velo negro y profesión formal seguía la aprobación de la novicia por el obispo o arzobispo. Además de la familia, se congregaba numeroso público en la iglesia en uno de los pocos rituales en que la mujer era el sujeto principal. Las profesiones de hombres nunca atrajeron la imaginación popular en el mismo grado que las de la mujer, cuyo sacrificio parecía ser más significativo y definitivo por el enclaustramiento y la renuncia a una vida familiar. El supuestamente más débil género femenino, daba un ejemplo de fortaleza, devoción y entereza que convertía a la esposa de Cristo en una fuente de orgullo familiar y comunal.

mostrar La vida conventual: espiritualidad y observancia

No se conoce para el siglo xvii en Nueva España ningún escrito de pluma femenina sobre la esencia de la espiritualidad y la observancia. La definición de la espiritualidad y la observancia era asunto de los prelados, fuera en obras de carácter general como las del jesuita Miguel Godínez (1584-1644), o especialmente dirigidas a las monjas como los escritos del obispo Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659). También, de modo elíptico, las biografías de monjas y crónicas de conventos, los intercambios epistolares entre religiosas y sus superiores contienen mensajes sobre lo que se entendía por estos términos.[20]

Las reglas de observancia más importantes del siglo xvii fueron dadas por el obispo de Puebla, arzobispo de México y virrey temporal de Nueva España, don Juan de Palafox y Mendoza.[21] Las recomendaciones palafoxianas a las monjas de su obispado combinan la espiritualidad y la observancia y son muy representativas de esa mezcla de pragmatismo e idealismo que caracteriza los escritos dirigidos a las monjas. Asume que las religiosas, ya en la seguridad del puerto ofrecido por la religión, deben esmerarse en la observancia de las reglas. “La que guardare perfectamente la Regla, conseguirá eminente santidad. El instituto es un medio para llegar a la espiritualidad.” Observar la obediencia, castidad, pobreza, mortificación y clausura fue la fórmula que el obispo dio a sus súbditas para alcanzar la perfección religiosa.[22] La mayor dignidad demanda el mayor esfuerzo. El ser la esposa de Cristo es un estado privilegiado, y, por lo tanto, la religiosa debía ser más rigurosa por estar entre los escogidos. Ese quid pro quo envuelve una renuncia a las ataduras del mundo para entregarse por completo a la voluntad de Dios. Antes de su retorno a España en 1649, Palafox dejó otras recomendaciones a las religiosas. Les encareció guardar fidelidad a Cristo retrayéndose de conversaciones con seglares, ya que el trato con la gente distraía el corazón y no era posible compartir el afecto de Dios: “Si fuera de la clausura anduviere la voluntad distraída poco importa que esté dentro de ella la religiosa.” La fidelidad se ejecutaba en su perfección con el cumplimiento de los cuatro votos de la profesión. No exigía un comportamiento heroico, sino cumplimiento de su promesa: “Tengan presente la Regla y sus constituciones y éste sea el espejo en que se miren con frecuencia.” Encarga mucha meditación, oración y penitencia, tres elementos básicos en la práctica de la observancia. Asimismo, aconseja la frecuencia de los sacramentos, la práctica post-tridentina que, en su simbolismo de unión con Dios, era el medio más perfecto de recibir las virtudes emanadas del matrimonio espiritual.

La fórmula palafoxiana sirvió de modelo para los exordios de otros directores espirituales. Así, en 1685, el jesuita Juan de Robles, en su oración fúnebre en elogio de sor Antonia de San Jacinto, religiosa en el convento de Santa Clara de Querétaro, recordaba a su auditorio que la mayor virtud de sor Antonia fue ajustarse a vivir dentro de la observancia de su regla. Aconsejaba a sus hermanas en religión que recordaran su ejemplo de observancia en la vida diaria: “prueba real de que la regla de N.M. Santa Clara es forja de virtudes, molde de santidad, taller de perfección, y que la madre Antonia para vivir y morir con opinión de santa, no hizo más que ajustarse a tan santa regla”.[23] Estas alusiones a las reglas conventuales contienen el mensaje de espiritualidad post-tridentina de control personal expresado en la humildad, oración frecuente y reverencia a los santos y los misterios aprobados por la iglesia. Cuando el obispo Palafox entregó nuevas Reglas a sus súbditas poblanas, las exhortó a ver en ellas el camino de perfección: el Señor hablaba a través de la disciplina que se imponía a quienes aspiran a encontrarlo (Robles, 1685, p. 8). Dentro del patrón establecido por la regulación de las horas del día y el tipo de actividades permisibles en los espacios temporales, cada religiosa tendría la oportunidad de desarrollar las virtudes logradas en la vida conventual: puntualidad en el cumplimiento de las obligaciones de su vida espiritual y temporal; perseverancia en la oración y el recogimiento interior; comunión frecuente y confesión efectiva. Así también podría excusar la ociosidad y practicar la penitencia, la pobreza, la humildad, la obediencia y la caridad, la templanza y la modestia, virtudes esenciales de su estado.

Los testimonios del siglo xvii indican que muchas profesas llevaban una rica vida espiritual dentro de las normas contrarreformistas que predicaban eminentes teólogos y prelados. El especial énfasis en la observancia se basa, en parte, en las reglas de la teología mística predominante en el siglo xvii, uno de cuyos más notables expositores fue Miguel Godínez, S.J., figura conocida también como director espiritual de algunas monjas novohispanas. Según Godínez, la perfección de “estado” consiste en “guardar las reglas y estatutos que cada uno conforme a su estado profesa” (Godínez, 1856, p. 5ss.). Godínez aconsejaba la frecuencia de la oración, ocupación que concebía como privilegiada para alcanzar a Dios, “una universidad donde todas las facultades, gracias y excelencias de la vida espiritual se leen y aprenden”. También ensalzaba la mortificación de las pasiones, la abnegación de someter la voluntad propia y llenarla de la voluntad divina a través de la obediencia. Respecto al hecho conocido que las mujeres experimentaban visiones, raptos y comunicaciones con Dios más frecuentemente que los hombres, Godínez explicaba que tenían más de esos favores porque Dios era amigo de “honrar a sus amigas” y como no podían ellas ejercer el sacerdocio, las regalaba con esos tratos especiales. Por demás, el natural “flaco” de las mujeres necesitaba de ellos como sostén de su fortaleza en la vida espiritual (Godínez, 1856, p. 63). La popularidad de Godínez en el siglo xvii se mide por la frecuencia con que sus nociones de la vida interior y la vida de observancia se convierten en norma para otros directores espirituales y cronistas.

Otros dos guías espirituales muy respetados en el siglo xvii fueron el jesuita Antonio Núñez de Miranda, por algún tiempo confesor de sor Juana Inés de la Cruz, y el padre Andrés de Borda, autor de un tratado para confesores de monjas.[24] Los escritos de ambos se orientan a obtener la perfección de la observancia, sin disquisiciones teológicas al estilo de Godínez. Era la práctica diaria de las reglas, el orden interior del convento y la aspiración a la perfección en el comportamiento lo que interesaba a estos confesores y consejeros de monjas. Núñez se adhería a una ortodoxia estricta, en la cual la relación de esposa, sierva e hija de Dios se sustentaba en la humildad y la obediencia, las virtudes cardinales de una religiosa. Ello significaba la renuncia a la propia voluntad y la sumisión a las reglas y a los dictados de la maestra de novicias. Éstos eran los raseros para medir la posibilidad de convivencia con el resto de la comunidad y la aceptación de las órdenes de los superiores, fuera la abadesa o el arzobispo. La aspiración de la profesa sería morir por el esposo y buscar un motivo de sufrimiento. Su velo negro era el de la viuda; la profesión era una muerte y el claustro el lugar del entierro para las cosas del mundo. La negación total de la voluntad, el orgullo y el amor propio eran muy importantes para Núñez de Miranda.

Os habéis de portar como si no tuvierais cuerpo, que padece, ni alma, que padece, ni potencia que entienda, ni voluntad que ame, ni sentidos que ven, huelen, ni gustan, ni tocan, ni pies que anden [...] No habéis de tener comunidad, ni honra, ni puesto, ni estimación, ni gracia, ni talento; porque os desafiaran, por quitároslo, impedirlo, oscurecerlo, ahogarlo...[25]

Fray Andrés de Borda examinó la perfección religiosa a través de los votos y el orden interior del convento.[26] Entablando un diálogo imaginario con una religiosa, Borda explicó cuál era el significado de las reglas y cómo éstas afectaban la vida diaria. ¿Qué era lícito y qué no era lícito de acuerdo con los votos? ¿Se podían vender celdas, poseer esclavas, dar regalos a los parientes, intercambiar regalos entre las profesas, tener música dentro del convento, asomarse a las almenas del convento o hablar por la azotea con un vecino? Orientado más hacia guardar el orden y las reglas dentro de la comunidad que a examinar el propósito de la vida religiosa, sus ideas ejemplifican cómo la preocupación por la observancia cobró gran importancia en el siglo xvii novohispano. Por el constante desafío que las prácticas del Nuevo Mundo hacían a la observancia peninsular, probar el celo en la guarda de las reglas fue una agenda suprema para las autoridades eclesiásticas. Recuérdese que la fundación de la orden carmelita en el convento de San José en México nació de la inconformidad de las monjas españolas con la observancia del convento real de Jesús María.

Igualmente enfocado en los problemas de comportamiento dentro del claustro, y reflejando el espíritu de fin de siglo, fray Thomas Morales en su Directorio para religiosas se dirige a determinar lo que constituían “pecas”, manchas o faltas en la conducta personal y de la comunidad.[27] Erradicando los problemas nacidos de las muchas y diversas voluntades dentro del claustro, procuraba conseguir un ambiente donde se pudiera llegar a la unión íntima con el esposo, la perfección de las virtudes y el logro de la gracia divina. Según él, en los claustros había “una agregación de diversos genios, una copulata de naturales distintos. Unas se precian de nobles, otras se tienen por discretas, aquéllas se presumen de ricas; algunas hacen ostentaciones de ser pobres [...] La que busca su quietud, de todos estos escollos se ha de apartar...” (Morales, 1722, sin paginación). La verdadera espiritualidad consistía en aislarse de lo mundano y concentrarse en la oración, tal y como lo habían prescrito Núñez, Borda y Godínez.

Otros escritos dirigidos a las monjas se apartan de esta orientación práctica sobre asuntos de observancia para construir un mundo sobrenatural en el cual las virtudes ejemplares encarnadas en las religiosas son el texto de la espiritualidad. Los sermones de profesión y funerarios (véase Herrejón Peredo) y algunas crónicas hagiográficas, subrayan el gusto del “siglo” por lo sobrenatural asociado a la vida religiosa. Estos géneros literarios fueron medio efectivo para elogiar las perfecciones alcanzadas por algunas religiosas, y guía para los laicos. Entre los cronistas destacan Carlos de Sigüenza y Góngora, José Gómez de la Parra y fray Agustín de la Madre de Dios (1610-1662), los dos últimos historiadores de la Orden Carmelita descalza de Puebla. En los tres casos, además de los escritos de monjas o los testimonios de quienes las conocieron bien, añadieron, dado el fin didáctico y moralizador de su trabajo, la descripción de eventos puramente hagiográficos. Las vívidas descripciones del cielo, el infierno, las batallas entre monjas y demonios, los sacrificios de las religiosas y sus virtudes, ofrecidas por fray Agustín de la Madre de Dios, tienen un carácter altamente emocional y destinado a fomentar la admiración y la piedad. Sigüenza y Góngora, José Gómez de la Parra y su primo José Martínez de la Parra, son más moderados; pero una lectura de sus textos revela la constante exaltación de la observancia religiosa, además de la aceptación de visiones y predicciones.

Para estos cronistas, el claustro era, al mismo tiempo que lugar de fárrago mundano, centro de “maravillas”, “paraíso”, y espacio donde lo divino se revelaba a algunas de sus habitantes. Como se aceptaba el concepto de que no todos eran capaces de alcanzar altos grados de espiritualidad, la cultura popular se nutría de eventos improbables que atizaban la imaginación, inspiraban admiración y propiciaban la emulación dentro de ciertos límites. La escritura religiosa novohispana del siglo xvii, ya en forma de crónicas, biografías o sermones fúnebres, mantuvo vivo ese gusto por lo dramático cuando los sujetos eran mujeres de virtudes heroicas, excluidas del tráfico social y convertidas en modelos espirituales, aptos para recibir revelaciones y visiones celestiales, y experimentar éxtasis, raptos y estados de comunicación místicos. También se subrayaba la lucha contra las fuerzas negativas y oscuras del demonio y su hueste, en constante acecho a las siervas de Dios, en pruebas permitidas por éste último para tomar medida del temple de sus súbditas. Aunque dentro de ese imaginario espiritual haya matices muy de tener en cuenta, los valores se polarizan binariamente entre el bien y el mal. Armada con las facultades especiales de su estado de esposa del Cristo, la religiosa tuvo como fin primordial su salvación personal; también fue intercesora por las almas de sus hermanas, las de su familia y aun las de la comunidad civil. Así, no era una figura aislada dentro de su convento sino un importante miembro de la sociedad cuyo papel era de notoria utilidad para todos.

Uno de los atributos que se les reconocía a las monjas de probada ortodoxia, era el de profecía, anexo al de “visionaria” o capaz de establecer contacto espiritual con los ojos del alma, con Cristo, la Virgen María, los ángeles y los santos. Estos atributos o gracia especial eran de cuidar; en las mujeres no profesas, como las innumerables beatas que vivieron en ese siglo, era asunto de mucha vigilancia para evitar los “embustes” de falsos testimonios. Según fray Agustín de la Madre de Dios, el don de profecía era “una participación de la divina ciencia, una luz derivada de la que el mismo Dios goza [...] es un pasar los términos de la inteligencia humana y un subirse más alla de la noticia angélica; pues ni ángeles ni hombres pueden saber lo futuro, si no se lo revela el mismo Dios”.[28] Esta comunicación privilegiada sólo la daba Dios a muy pocas y merecidas almas. Las monjas con esta gracia especial cobraron fama y ganaron, ellas y sus conventos, en la estimación popular. En términos pragmáticos, la estimación de “santidad” de un convento podía muy bien significar una dádiva monetaria, el legado de una obra pía y la atracción de novicias, elementos esenciales para su perpetuación.

mostrar La vida conventual: Gobierno interior y situaciones de poder

La vida conventual se aprendía con la práctica de las Reglas de cada convento. Éstas fijaban un ritual que ordenaba la oración, el trabajo y el recreo, y enmarcaba la multiplicidad de actividades dentro del claustro. La disciplina ritual era inflexible en cuanto a las horas de levantarse, rezar ciertas oraciones fundamentales, refectorio, recreo, etc. Sin embargo, existían numerosas oportunidades para crear espacios de comportamiento personal no regidos por las Reglas. Una monja que deseara ensimismarse en la oración en el coro de la iglesia en las horas asignadas para el descanso tenía libertad para hacerlo, aunque a veces era necesario recibir aprobación de la abadesa. En los conventos de calzadas, la adopción del sistema de celdas personales permitía una privacidad desconocida en los más rigurosos de descalzas y capuchinas, como la preparación de comidas y cuidado de las necesidades personales por sirvientas o aun esclavas.

El gobierno interior del convento estaba regulado minuciosamente a base de una jerarquía bien entendida por las profesas y que se fundamentaba en las elecciones canónicas celebradas cada tres años. Sólo las monjas de “velo negro” o ya profesas –nunca las novicias o las monjas de velo blanco– podían votar y ser electas para los cargos necesarios para gobernar y administrar el convento. Si bien el cargo de abadesa era de elección, las “súbditas” le rendían obediencia absoluta mientras durara su periodo de autoridad. Un consejo de ancianas o monjas de experiencia eran las Consejas; prestaban su opinión a la abadesa en todo lo relativo al gobierno material y espiritual del convento. Las elecciones de las abadesas eran eventos de gran importancia, y para fines del siglo xvii demandaban la presencia del obispo o el arzobispo. Esta costumbre no parece haber sido rigurosamente seguida a principios de siglo; con todo, para ser válida, la elección siempre requirió la confirmación del obispo o el arzobispo.

Los “oficios” como maestra de novicias, contadora o refitolera, eran designados por la abadesa electa y se alternaban entre las profesas sin que hubiera mucha oportunidad de contradecir su designación. Este orden interior para el “buen gobierno” garantizaba un papel activo dentro de la comunidad a mujeres que asumían responsabilidades y deberes que las convertían en “profesionales” frente a la jerarquía masculina que las gobernaba. La mujer seglar ama de casa carecía del reconocimiento de autoridades masculinas dentro del sistema legal y usualmente estaba bajo la capacidad legal del padre o marido. Por su parte, las monjas tenían la responsabilidad de manejarse como institución y de ejercer, en buena medida, cierto grado de “independencia” en cuanto a la vida diaria. De acuerdo con lo establecido por las reglas de cada convento y aceptado como verdad incontestable en la Iglesia, las monjas debían obediencia a sus prelados y superiores, cuyo deber era regular y supervisar la vida dentro del claustro. En esta relación hubo muchas formas de acomodar la autoridad entre las profesas y sus superiores o aun entre ellas mismas. Aunque es muy difícil determinar la frecuencia de esos incidentes, las elecciones podían ser objeto de influencias y facciones dentro del convento. Sin embargo, las recriminaciones de fray Thomas de Morales y Antonio Núñez de Miranda al respecto, indican claramente que se formaban partidos y se pedían votos. Morales concedía que las elecciones se habían convertido en fuente de discordia y pasiones. Aparentemente, se buscaba apoyo para parientas y amigas y se murmuraba acerca de las cualidades de las propuestas. Además, siempre existía la posibilidad de que el obispo no concediera su aprobación a la electa, caso poco frecuente en este siglo.

A medida que se van descubriendo datos sobre la vida cotidiana dentro del convento novohispano, se nota que en el siglo xvii la observancia se caracterizó por su creciente “criollización” o adaptación a las normas de vida novohispanas. Autoridades eclesiásticas recién llegadas de España llegaron a acusar a los conventos de “relajación”; sin embargo, esta caracterización debe tomarse como indicativa de la diferencia entre la observancia de España y la Nueva España, y no necesariamente como evidencia de falta de ortodoxia. Muchas veces los ejemplos de fricción entre monjas y superiores se daban entre autoridades recién llegadas de España por encontrar “relajada” la forma de observancia novohispana. Como sabemos, la “relajación” es un término impuesto por el superior, cuya visión posiblemente retornaba a modelos españoles, o a modelos intelectuales que, nacidos del impulso contrarreformista, se mostraban intolerantes de las peculiaridades de las poblaciones “periféricas”.

El claustro en el siglo xvii era un microcosmos que reproducía las condiciones de vida colonial. La presencia de numerosas sirvientas y esclavas, mujeres de origen africano o indígena en abundante número, causó una impresión muy negativa a los prelados recién llegados cuya aspiración era establecer un espíritu más severo en la rutina de la vida diaria. Seguir reglas que autorizaban la vida en celdas privadas, el servicio doméstico personal y, para fines del siglo xvii, el manejo individual de las rentas y el aprovisionamiento de las necesidades de cada profesa, obligaba a un continuo trajín en los locutorios y tornos conventuales, a donde llegaba toda clase de mercachifles, ya de mercancías o de servicio. Estas actividades fueron criticadas continuamente por superiores y visitantes; mas, como estaban tan arraigadas en el ambiente social colonial, fue imposible eliminarlas, fomentando ocasionalmente la irascible conducta de algunos prelados y la resistencia subterránea de las comunidades de religiosas.

Durante el siglo xvii hubo varios incidentes entre prelados y religiosas por causa de las sirvientas. En 1667, las monjas franciscanas de San Juan de la Penitencia iniciaron un recurso en la Audiencia, con miras a ser llevado a España. Argüían contra su comisario general, Hernando de la Rúa, quien trataba injustamente de privarlas de sus criadas y protegidas.[29] Este recurso legal nos revela la visión de las monjas. Desde su fundación ochenta años atrás, tenían la costumbre de tener mozas y criadas y habían profesado bajo ese uso sin que hubiera habido caso contrario. Argüían las suplicantes que no ignoraban las constituciones de la religión ni bulas apostólicas contrarias a la observancia. Vivían “en observancia y ejecución en la forma que estas provincias y los sujetos de las religiosas que profesan en ella pueden adaptarse”. Se negaban a cambiar su forma de vida, protestando fuerzas limitadas para el cambio, así como que este comportamiento era una regla que no habían profesado. Este texto nos indica cuan idóneamente novohispanos eran ya varios aspectos de la vida conventual. Las criadas eran imprescindibles y ningún prelado peninsular les doblegaría la voluntad de tenerlas. Treinta y cinco monjas encabezadas por Isabel de la Anunciación firmaron el documento. Fray Hernando de la Rúa hizo caso omiso de los argumentos y excomulgó a las “cabecillas” de esta rebelión inusitada con su arma más poderosa: su capacidad de quitarles la paz espiritual. La tensión entre superiores y confesores y sus pupilas espirituales estalló en enfrentamientos tales como éste, en el cual las monjas perdieron la apuesta de ganar la aprobación benigna del rey. A fin de cuentas el disgusto del Comisario era, en parte, contra la forma de vida adoptada por las franciscanas del Nuevo Mundo: criadas, comida propia, vida sin conocimiento de la experiencia comunitaria. De la Rúa entendía que las manifestaciones de la vida “criolla” eran un reflejo social y de la época. Aun así, como representante de la autoridad patriarcal y peninsular sobre los conventos femeninos, se arrogó, como padre espiritual, la responsabilidad de corregir a las monjas.

El virrey marqués de Mancera y fray Joseph Murillo, capellán del convento, lograron que el provincial rescindiera su orden, posiblemente para evitar un escándalo mayor. Cualquier conmoción en los conventos era pábulo de rumores, la formación de bandos dentro y fuera del convento, y un “mal ejemplo” que tanto los conventos como las autoridades trataban de calmar a cualquier costo para evitar posibles disturbios, dada la emoción que las monjas solían causar en algunos diocesanos. Pero la personalidad femenina no cejó y nos deja evidencia de que el espíritu de las monjas novohispanas podía llegar a ser de mayor voluntariedad que el de las autoridades. Así, en su última expresión de rebeldía y confianza en sí mismas, las monjas declararon la renuncia de sus oficios dentro del convento por estar “imposibilitadas de salud” y por reconocer “ser contra nuestras almas y conciencias y que de admitir dichos oficios se ocasionará cisma notorio en dicho convento y disturbios que pueden llegar a destruir el espíritu de esta santa comunidad”. La institución estaba por encima del individuo, pero el individuo retenía su personalidad y libre albedrío.

Si seguimos la línea argumentativa de algunos superiores y monjas reformistas, tenemos una visión de las monjas novohispanas como rodeadas de molicie e inclinadas a pervertir las Reglas de sus institutos. Sería engañoso pensar que las religiosas no hacían nada en el convento o no respetaban las Reglas. Las calzadas profesaban bajo el entendimiento de que su ocupación más importante era la vida espiritual; si bien tenían cargos dentro del convento, estaban exentas de las labores físicas como el aseo del recinto. Las órdenes más rigurosas, como las capuchinas y las carmelitas descalzas, predicaban el trabajo y se esperaba la ocupación dentro del claustro, ya fuera en la cocina, la limpieza, el cuidado de gallinas o de huertos.

Como era imposible salir del claustro para sembrar la religión en los campos del “siglo”, algunas monjas del xvii asumen comportamientos evocativos de santa Teresa. Las monjas carmelitas o franciscanas trabajan en la construcción de sus claustros. Sor Leonor de San Iván de Santa Clara de Atrisco cargó piedras durante la construcción.[30] Otra monja del convento de Santa Clara del valle de Atrisco, la madre Ana de San Antonio López Ximenes, natural del lugar, admitió el oficio de obrera en el convento “en que ayudaba a los peones en el trabajo...” (Vetancurt, 1971, p. 110). Vistos como evidencias de humildad e integridad religiosas, estas “fuentes” indican la capacidad física de mujeres recias dispuestas a cargar pesos y hacer las labores de un hombre. Estas monjas contradicen el discurso de flaqueza y debilidad femeninas. Por otra parte, ese comportamiento era extraordinario y motivado por el fervor religioso. La fe lo podía todo y lo explicaba todo. Un comportamiento criticable en una mujer se convirtió así en un modelo de virtud, digno de ser recordado en las crónicas conventuales. En los conventos de observancia rigurosa donde no se admitían criadas particulares, las religiosas formaban un proletariado necesario para el mantenimiento físico del claustro y de la iglesia. Mas, sólo en el siglo xvii tuvieron algunas monjas la oportunidad de trabajar físicamente en la construcción de su convento.

En los conventos fue más común la costura, ocupación idónea para una monja y una mujer. La madre Beatriz de San Buenaventura de Santa Clara de Atrisco cosía para la iglesia; su biógrafo nos recuerda que tal labor era muy recomendable para entretener los ratos de ocio. Igual ocupación mantenía sor Mariana de la Encarnación, de Jesús María, cuyos trabajos de almohadilla se destinaban a la sacristía. El hábito remendado era indicativo de humildad, pero también era evidencia de la habilidad con la aguja. Las carmelitas poblanas, por ejemplo, se ejercitaban en labrar almohadilla y devanar seda en cuyo ejercicio demostraban paciencia y aplicación, virtudes necesarias tanto para la vida diaria como la espiritual (Gómez de la Parra, 1992, pp. 176, 181 y 185; Sigüenza y Góngora, 1684, p. 157). La labor a mano también fue ocupación que ofreció alivio para los sufrimientos interiores (Gómez de la Parra, 1992, p. 181). En la cocina algunas monjas lograron establecer recetas especiales tanto en repostería como con platillos fuertes ofrecidos a los invitados o a los directores espirituales. Meriendas y refrescos eran ideados y también ejecutados como una forma de humildad y creatividad femeninas.[31]

El cuidado de las cuentas conventuales y su administración era un trabajo intelectual cuyo cumplimiento era obligatorio. Sor Juana Inés de la Cruz actuó como contadora de San Jerónimo por muchos años, labor desempeñada por docenas de monjas en los conventos novohispanos. Apenas después de su profesión en Jesús María, sor Inés de la Cruz se tuvo que hacer cargo de las cuentas del convento. En un momento crítico para la supervivencia económica del convento, sor Inés mostró habilidad, energía y perseverancia; en poco tiempo desenmarañó las cuentas, canceló las deudas y se deshizo del mayordomo cuya administración había llevado al convento casi a la ruina. Sor Inés rehizo los libros e instituyó un cobrador para remplazar al mayordomo.[32]

Las contadoras estaban bien apercibidas de la economía interna y externa y las necesidades de sus conventos, y exhibieron una destreza que muchas mujeres poseían pero que no tuvieron la oportunidad de ejercer. En 1617, sor Isabel de la Concepción, abadesa de Jesús María, protestó la acusación de que durante los dos años anteriores los costos de la harina del convento habían subido. En sus manos había estado el destino de más de 1 100 pesos. Anotó y refutó los cargos contra ella, arguyendo que “tiene dadas muy buenas [cuentas] de todo lo que ha sido a mi cargo...”. Trató de satisfacer el descontento de las monjas respecto a la cantidad de pan distribuida, en sí indicación de tensiones entre súbditas y preladas, y aumentó un poco la ración. Mas no pudo prever un yerro de 600 pesos debido a haber sido engañada con respecto al peso y haber demorado el mayordomo la entrega de harina al convento. La abadesa reprochó al vicario de monjas que le criticara la distribución de pan a monjas que vivían una vida estrecha, y que la condenara a pagar el déficit de 900 pesos (AHSSS, JM, Leg. 4, exp. 1). La madre superiora se defendió de todos los cargos de ineptitud y culpó a las contadoras (una de las cuales estaba dedicada a la fundación de “otro” convento, y era sor Inés de la Cruz). “Somos religiosas sin hacienda ni propio, obligadas con coto a estrecha pobreza y disuena mucho que el más pan que comió el convento o el descuido o culpa que pueden haber tenido las dichas oficialas [panaderas y horneadoras] lo haga de pagar yo.” Aparte del obvio encono contra sor Inés de la Cruz, esta abadesa no se amilanó ante la presión episcopal. El incidente sugiere que a pesar de su respeto a las autoridades, las profesas sabían defender sus prerrogativas dentro del claustro.

Los conventos femeninos de la ciudad de México pasaron necesidades económicas graves desde fines del siglo xvi hasta el segundo tercio del xvii. Gran parte de las donaciones de los fundadores se invirtieron en la construcción del claustro e iglesia, retablos, misas para los patronos y otras deudas espirituales y materiales. Por ejemplo, sobre el convento de Jesús María, Carlos de Sigüenza y Góngora nota el gran costo del edificio (Sigüenza y Góngora, 1684, pp. 23, 25, 27, 28 passim). La quiebra del mayordomo del convento significó pobreza para las religiosas durante sus primeros años de vida. El convento sufrió grandes estragos en un terremoto de 1611. La llegada del marqués de Guadalcázar, Diego Fernández de Córdoba (1612-1620) y su esposa, María Riedres, mejoró un poco la situación de las monjas. La virreina –cuya ambición en su juventud había sido ser monja– estableció una relación de patronazgo con Jesús María y le extrajo al virrey la promesa de 4 000 pesos de la Real Caja. También se le pidió al rey, Felipe iv, quien como patrón del convento ordenó en 1615 se le dieran 20 000 ducados (entre 27 000 y 27 500 pesos) de los impuestos de diezmos, una suma muy apreciable para aquella época. El edificio de la iglesia requirió 9 000 pesos para el reparo inicial de los desmanes cometidos por un mal arquitecto. Con todo, para 1621 el marqués de Guadalcázar, en palabras de Sigüenza, inauguró la iglesia “con singular aparato”. Adorno de calles, fuegos artificiales, procesión con cofradías y religiosos, la asistencia obligatoria de los indios de las cercanías y de lo más selecto de la burocracia, fueron parte de la función. En 1621 Felipe iv hizo otra donación de 34 375 pesos, dinero que se recibió sólo en parte en 1638. El resto se cobró en tiempos del marqués de Mancera, Antonio Sebastián de Toledo, y el arzobispo fray Payo Enríquez de Ribera (1668-1681). Para finales del siglo, el convento había consumido 109 745 pesos, recibido numerosos regalos y alhajas de los indios comarcanos y de otros conventos, y estaba en vías de convertirse en una institución con una base económica estable y segura (Sigüenza y Góngora, 1684, pp. 27-28, 44).

La inundación de la capital en 1629 destruyó gran parte de algunos claustros y sus iglesias, y dejó a varios en una estrecha situación económica de la cual no lograron recuperarse hasta finales del siglo, y sólo gracias a generosas donaciones y las fundaciones de obras pías por parte de protectores y devotos.[33] Entre ellos se encontraba quizás el más prestigioso claustro novohispano, Nuestra Señora de la Concepción, cuya primera fundación es de mediados del siglo xvi. En 1649, debía 7 000 pesos de pan y 5 000 de carne. El panadero decidió cortar la provisión de pan, y las monjas se vieron obligadas a pedir permiso al vicario para usar mil pesos de una dote y pedir otros mil en préstamo para comprar trigo y pagar parte de la deuda a la panadera María Yáñez. En 1670 el convento de San Bernardo también estaba endeudado con su panadero (AGN, BN, Leg. 1255, exp. 14; Leg. 1221, exp. 3). ¿Cómo solucionaron esos problemas? Para asegurar la supervivencia de los conventos de monjas se llevó a cabo una serie de reformas administrativas instigadas por fray Payo de Ribera, el Vicariato, o por los provinciales de las órdenes regulares. Algunos, como el de Santa Clara de Querétaro, vendieron sus propiedades rurales; los más adoptaron el sistema de que cada monja administrara sus ingresos y bastimentos. Esta decisión reforzaría el problema de compra y venta de mercancías por las criadas en las porterías. Solucionar un problema económico crearía otro de “observancia” y disciplina interior.

En los primeros tiempos después de su fundación los conventos corrieron el riesgo de no tener con qué alimentarse. Desde el siglo xvi protectores y patronos enviaban no sólo dinero en efectivo, sino toda forma de alimentos: pescado fresco y seco, huevos, garbanzos y habas (Vetancurt, 1971, p. 297). Como regla general, en la primera mitad del siglo xvii los conventos compraban bastimentos esenciales que se distribuían entre las profesas. Algunas religiosas tenían ingresos de rentas destinadas a ellas antes de su profesión, que empleaban para surtirse de alimentos no básicos y suplir otras necesidades. Para las medicinas, algunos conventos tenían un arreglo con un boticario que proveía lo necesario a las monjas y enviaba una cuenta mensual a la priora. Conocidas las necesidades por algunos patronos, éstos se hacían cargo de proveer limosnas en efectivo y en comida. En enero y febrero de 1633 las cuentas de Jesús María muestran limosnas de 142 pesos en reales, una arroba de pescado, media fanega de habas, media de frijol y cinco cuartillos de vino de Diego Godoy, más una arroba de vino del doctor Pedro Cano; media fanega de lentejas y cuatro arrobas de pescado de un tal Lorenzana. En mayo de 1632 una modesta “india pulquera” da diez pesos. En octubre de 1633 el mayordomo les da cien pesos “del pago de la limosna de los carneros que dió el señor arzobispo”. Obviamente, el prelado se hacía cargo de vender animales dados posiblemente por el diezmo, y favorecía a las monjas con el dinero en efectivo de su venta. La provisora se encargaba de administrarlo.

La pobreza de algunos conventos como las clarisas de Yucatán o el de Santa Clara de Atrisco, no mejoró a través del siglo. Situados en zonas alejadas del tráfico mercantil, nunca contaron con patronos ricos y aun sus profesas eran de familias de reducidos medios. La madre María de la Santísima Trinidad, de Santa Clara de Atrisco, empleaba las cortas rentas de una obra pía establecida por sus padres para “remediar sus necesidades”, en la celebración de la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, el primer domingo de octubre (AINAH, Colección Antigua, vol. 212, Opúsculos Históricos, pp. 25, 27 y 28). Durante los decenios de estrechez económica que sufrieron casi todos los conventos novohispanos en la primera mitad del siglo xvii, las obras pías y fundaciones espirituales de las enclaustradas fueron esenciales para el mantenimiento del culto religioso. Aun la más nimia cantidad era agradecida pues la compra de cera para velas y el pago de cuotas para las misas fueron necesidades constantes y esenciales para celebrar el culto con la “decencia” requerida. Sin embargo, es bien conocido que existía un divorcio entre las obras pías destinadas a reparación o construcción de iglesias y claustros y su ornamentación interior, y la rutina de administrar los ingresos para cubrir los gastos diarios y anuales. Ya para finales del siglo xvii conventos como La Concepción y La Encarnación habían superado el problema de sus deudas; se sostenían con rentas saneadas y en vías de aumento. También existía el contraste entre religiosas pobres en conventos de medianos ingresos, o aun de la élite, por no contar con familias que podían seguir proveyéndolas para sus necesidades diarias o la compra de sus celdas. Finalmente, el contraste entre la vida capuchina o descalza y las calzadas en cuanto a comodidades materiales, era notable. La vida capuchina no alentaba posesiones personales; las monjas vivían con entradas muy modestas, contando con la caridad de patronos y del público devoto.

mostrar Vida conventual: comida y salud

Si bien el sistema de provisión de los conventos tuvo variedades institucionales, hasta mediados del siglo los mayordomos proveían a las monjas con sumas semanales para comprar alimentos y bastimentos esenciales. Alrededor de 1630, el mayordomo de Jesús María les daba a las monjas dinero en efectivo tres o cuatro veces al mes “para el gasto”. Usualmente eran cantidades pequeñas de menos de veinte pesos. El gasto promedio de “la semana” en marzo de 1633 era de poco más de 115 pesos. De éstos, 20 pesos eran para “comida y regalos de la semana santa”. Usualmente, el gasto promedio de 3 a 5 semanas se elevaba a una suma entre 60 y 85 pesos.

Además de harina, pan y carneros se compraba frijol, pescado (bagre o robalo), habas, maíz, lentejas, calabazas, frijoles, huevos, miel y trigo (AHSS, JM, Leg. 5, exp. 18).[34] También se compraba agua, jabón, cera, aceite, vino para la sacristía. Cada mes el mayordomo proveía media fanega de sal. Se atendía de modo especial a las enfermas con bizcochillos, conservas y, sobre todo, con abundancia de carnero y gallinas, porque el cuidado de las enfermas era parte del canon de caridad de las profesas. Las cuentas también nos hablan de la humanidad de las transacciones diarias con que se responsabilizaba la abadesa. En noviembre de 1632 reparte dinero en efectivo entre las monjas enfermas y mozas pobres del convento. En diciembre de 1632 da 13 pesos en sayal azul para faldellines a “las muchachas del servidero”, y en octubre del año siguiente ordena 16 pesos de tela de cotense para las camisas de estas sirvientas. En noviembre da seis pesos para camisas a dos monjas pobres. A una niña, María de San Cristóbal, se le da un peso para zapatos; una tal Magdalena Hernández, posiblemente una criada o protegida conventual, recibió en varias ocasiones zapatos y dinero “para que comiera”. De vez en cuando el mayordomo daba dinero para muebles y haberes del convento, como en noviembre de 1632, cuando, a pedido de las monjas, dio dinero en efectivo para un petate, doce pañuelos (servilletas) de mesa, jarros, cuerdas, papel, zapatos, cañuelas para los bajones que se usaban para la música conventual y velas. En 1654 el convento de San Bernardo anota la compra de ollas, cazuelas, servilletas, platos y jarros (AGN, BN, Leg. 648, exp. 6).

Para los “cumplimientos” sociales el convento compraba cacao y azúcar, o chocolate para moler. Se hacían “regalitos” “para el dotor de casa” y el barbero; en Semana Santa se gastaban 20 pesos en obsequios. Asimismo, la abadesa tenía que disponer de las órdenes de cal, piedra, arena, clavos, tejamanil y sueldos semanales de obreros indios y oficiales. El maestro que “aderezó” el órgano cobró 100 pesos por sus servicios; tanto a él como a sus oficiales se les dio de comer durante ocho días que duraron sus servicios. El padre Diego de la Cruz, que dio pláticas espirituales durante la época de adviento de 1633, recibió un “regalo” de 4 pesos. Las madres cantoras reciben 12 pesos anuales por su participación en las misas, además de dárseles rosquetes y chocolates para la Navidad. La administración de todos estos detalles estaba a cargo de la provisora y la abadesa, como responsables de la administración del convento. El convento llevaba un libro de cuentas y el mayordomo otro, y al final del año, debían cuadrar y ser aprobados por el vicario de monjas.

En oposición a las preocupaciones cotidianas sobre alimentación y ropa, estaba la realidad de las enfermedades y el sufrimiento que ocasionaban. En su estudio de las monjas carmelitas, Manuel Ramos Medina indicó la importancia de la etiología del claustro al analizar las enfermedades como elemento de la historia médica conventual. Entre los riesgos de salud ajenos a las monjas estaba la maternidad que enviaba a muchas mujeres a la tumba después del parto. La exploración metafórica del cuerpo femenino, aun el de las esposas de Cristo, no quedó fuera del temario de biógrafos y escritores piadosos, una de las pocas fuentes de información sobre la salud de las monjas. Anticipamos, sin embargo, que entramos en un mundo sin explicación científica para los accidentes del cuerpo, cuyos limitados recursos curativos pertenecían a un imaginario de medicina folclórica basado en la reputación de cura más que en la certidumbre de la misma.

Sabemos que las monjas sufrieron de graves enfermedades. La madre Isabel de San Gregorio, del convento de Santa Clara de Atrisco, tenía “una llaga o cáncer que le sangrava y le cubría la garganta hasta la cintura y le comió el pecho” (AINAH, Colección Antigua, vol. 212, Opúsculos históricos). Otra fuente describe un tumor doloroso en las plantas de los pies de sor Ana de San Bernardo, profesa en Santa Clara de Puebla en 1613; Mariana de la Encarnación sufrió por dos tumores en el vientre y al final de su vida quedó ciega (Vetancurt, 1971, pp. 5 y 26; Sigüenza y Góngora, 1684, p. 157).[35] La madre Elvira de San Pedro, del mismo convento, sufrió de muchas enfermedades antes de profesar; a pesar de la regla de no recibir novicias enfermas por los gastos que ocasionaban a los conventos, profesó y se curó de sus achaques después de este acto, elemento hagiográfico muy importante para la exaltación de la excepcionalidad del estado religioso. Sin embargo, en su vejez padeció de ciática. Esto le produjo un encogimiento de la pierna, posiblemente por atrofia muscular, que no le permitía andar o estar de pie; a pesar de ello asistía al coro, probablemente ayudada por otras monjas. Sor Ana de Jesús, una de las fundadoras de las carmelitas poblanas, padeció de asma y tos penosísima (Gómez de la Parra, 1992, pp. 164 y 290). Sor Isabel de la Concepción, del mismo convento, padeció de herpes en la cara y las manos, lo que, por temor al contagio, obligó a la separación de sus utensilios de comida. Tiempo después esta monja tuvo un tumor en el muslo (Vetancurt, 1971, p. 26). La variedad de enfermedades mencionadas no acredita la exactitud de la descripción, y hace difícil una diagnosis moderna. Dolores de costado, dolores agudos de estómago de carácter mortal, bultos en el pecho, aires que privaban los sentidos y que eventualmente quitaban la vida, fiebres malignas y epilepsias, son sólo algunos ejemplos del amplio catálogo de achaques para los cuales las armas de la medicina coetánea apenas podían ofrecer sangrías, purgas, ungüentos y curas poco científicas, como poner una polla muerta o un trozo de carnero sobre el estómago (Gómez de la Parra, 1992, p. 326).[36]

Las medicinas que se ordenaban a los boticarios proveedores de cada convento reflejan la farmacopea de la época. Las cuentas del boticario que proveía a Jesús María alcanzaron, hasta el 30 de junio de 1610, 258 pesos y 7 reales. Las mismas consistían en una serie de medicinas preparadas con compuestos vegetales como ruibarbo, cilantrillo, zarzaparrilla, almendras amargas, zumo de rosas, pulpa de cañafístola, diluidos en agua de borrajas, polvos de almácigo, semillas de adormideras, ungüentos refrigerantes y de azahar, píldoras áureas y, en alguna ocasión, aguardiente mezclado con otros ingredientes (AHSSA, JM, Legajo 4, exp. 5). Cuarenta y tres años después, el convento de San Bernardo compraba tres cargas de agua de borraja para las enfermas y tres arrobas de rosa para “sacar agua y haver ungüento para las enfermas” (AGN, BN, Leg. 649, exp. 6). Obviamente estos remedios eran más paliativos que curas efectivas. Las monjas sólo llamaban a médicos y barberos (para efectuar sangrías) en los casos más extremos de enfermedad. Su “modestia” les prohibía reconocimientos corporales o discusión de su cuerpo, y las enfermedades eran tenidas por signos del deseo de Dios de probar a sus criaturas. Frente a esta combinación de factores, es preciso concluir que la calidad del tratamiento o la efectividad de las materias medicinales no aclaran mucho la curiosidad sobre la condición médica de las monjas.

¿Fueron las enfermedades en algunos casos producto de la dieta y las privaciones que se imponían las monjas para lograr la perfección espiritual, o accidentes comunes de la población femenina? Aunque es difícil establecer una línea clara de separación entre ambas esferas, indudablemente los ayunos y la disciplina pueden resquebrajar la salud cuando se ejercen sin moderación. Si los ayunos no son constantes y van acompañados de una dieta sana, la parquedad puede alargar la vida, según sugieren hoy día investigaciones de la ciencia. El propósito de restringir el consumo de alimentos diarios o de adoptar una dieta de disciplina de pan y agua, era alcanzar el dominio sobre el cuerpo y el triunfo del espíritu sobre la carne. Aunque en los siglos xvii y xviii muy pocas veces se establece la causalidad de penitencia y debilitamiento, sí hubo cierta comprensión de que el ayuno continuado afectaba la salud. Por ejemplo, en el caso de la franciscana María de la Purificación del convento de Santa Isabel de México, sus ayunos causaron aprensión en sus superiores de “que perdiera por ayunar la vida”. Se le mandó por obediencia que los aminorara. Mariana de la Encarnación, fundadora de la orden Carmelita en Nueva España, comenzó a reformar su régimen alimenticio en un anhelo de perfección que su biógrafo presenta como obra de Dios en el proceso de redefinición de su observancia: “Dio en hacer rigurosas penitencias y ayunos extraordinarios con que iba aminorando la salud y enflaqueciendo las fuerzas; porque el amor de Dios luego estimula a hacer guerra a la carne ...” (Madre de Dios, 1984, p. 212). Los ayunos de pan y agua eran frecuentes en cuaresma. En general los ayunos eran parte de la práctica de mortificación llevada a cabo por las monjas ejemplares.

Las monjas reformadas de las órdenes Carmelitas y Capuchinas fueron las que más se destacaron por lo riguroso del régimen vegetariano y los ayunos como forma de observancia; pero no se debe hacer regla de lo que fue excepción. La mayoría de las monjas novohispanas comían bien; encontraban en la cocina una vía para su creatividad que no parecía reñida con la disciplina conventual. Los dulces y platillos de las monjas llegaron a convertirse en leyendas locales y aun nacionales, como el invento del mole, presuntamente en un convento poblano. Carnero, pollo y pescado eran la base de la dieta en los conventos de calzadas. También el chocolate se consumía en grandes cantidades y a diario, entendiéndose como una bebida de uso casi medicinal. Estos alimentos proporcionaban calorías y proteínas necesarias para restablecer a las enfermas y mantener con buena salud a las demás. Aun así, las carmelitas ayunadoras resistían comer carne o beber chocolate. Esto último se suponía como una amenaza a la pobreza, la obediencia y la castidad.

¿Afectaron las dietas y achaques la longevidad de la vida conventual? Aunque no existe ningún estudio sobre el asunto, una rápida y no necesariamente científica mirada a la edad de la muerte de las monjas biografiadas por los cronistas Vetancurt y Gómez de la Parra sugiere que muchas llegaron a vivir una larga vida. Vetancurt cita casos de extraordinaria longevidad dentro del claustro. Gerónima de San Juan vivió 55 años en el claustro. Sor Micaela de San Gerónimo, de San Pedro de Alcántara, murió de más de 90 años, en 1678, en Santa Isabel de México; sor Isabel de San Estevan, del convento de Santa Clara de Atrisco, profesó en 1616 y murió en 1660, tras 44 años de religiosa. Gómez de la Parra cita a algunas religiosas que vivieron en el convento durante 38, 40, 50 y 51 años. Si ninguna enfermedad contagiosa invadía el claustro, la longevidad era de esperarse, a pesar de la dieta y el castigo del cuerpo (Vetancurt, 1971, pp. 38-39; Gómez de La Parra, 1992, pp. 234, 332, 334, 336).

mostrar El final de la jornada

El fin de la vida conventual era un evento que se veía como un proceso de “repatriación” al cielo, aunque bien sabían las enclaustradas que el purgatorio era el paso intermedio usual antes de llegar a la gloria de la salvación. El concepto de “patria” con el que se describe la otra vida supera su sentido actual, y más bien sugiere la región donde vive el padre, Dios, en su reino, a donde sus súbditas desean regresar como premio a sus sacrificios en este mundo. Es lógico, por lo tanto, que en la literatura religiosa del siglo xvii, la muerte se represente como un acto que abre la posibilidad de un disfrute no conocido en la Tierra. Así, se “paga el débito” de la muerte antes de “dormirse” en el Señor. También se “goza” el descanso y los “favores eternos” (Vetancurt, 1971, pp. 64, 73, 97, 101 y 112). Sor Catalina de San José de San Juan de la Penitencia, pasó “de esta vida en compañía de su esposo a gozar la dulzura de sus bodas”. Esta última forma de ver la muerte recuerda a las monjas y los lectores el destino privilegiado de quien vivió como compañera de un esposo distante pero real, subrayando la fidelidad que todas le debían para recibir el premio de su compañía. Igualmente promisoria era la referencia a la salvación cuando se describía a la muerte como ir a “gozar de la alegría espiritual al paraíso celestial”, dicha que tuvo sor María de San José, abadesa de San Juan de la Penitencia. Las religiosas excepcionales de quienes nos hablan los cronistas percibían la cercanía de la muerte y se preparaban para el “tránsito” que podía ser privilegiado con una señal del cielo, como el anuncio de la misma por Cristo, o la compañía del arcángel san Miguel. En tales circunstancias la muerte era esperada por todo el convento. Sus miembros rodeaban a la religiosa en un momento para el cual se habían preparado a través de toda la vida. “Mírole la cara a la muerte [...] con aquella alegría de los justos”, describe Gómez de la Parra, o con “sereno espíritu, alegre rostro y muestras de gran consuelo”.

Otra característica de la transfiguración del cuerpo a través de la muerte, es la recuperación de una perfección física que niega los estragos de la vida. La muerte podía rejuvenecer. La virtud en la vida religiosa lograba que el cuerpo físico diera indicación de la gracia alcanzada manifestándose en un retorno de la belleza. Así, dice Vetancurt, en su Menologio, que Inés de San Juan, de Santa Clara de México, que profesa en 1586, y que habiéndose puesto “muy percudida y el rostro muy lleno de arrugas” por su edad y penitencias, logró, después de muerta, “una extraordinaria transformación, viendo la blancura y la transparencia que mostraba en su rostro apacible y hermoso” (Vetancurt, 1971, pp. 24-25). Otro aspecto de esta visión de la muerte vencida por la virtud, es la falta de corrupción del cuerpo, hecho comprobado durante la exhumación del mismo tras varios años. Como cierre de la vida material, la muerte tuvo un hondo significado espiritual. La partida es vista si no con alegría, sí con la fe de que es un paso hacia un alto estado de felicidad.

Se dio en los claustros novohispanos el fenómeno de la guarda de reliquias de las profesas a quienes se les había tenido como merecedoras de una gracia especial por su vida ejemplar. Durante la velación de sor Ana de Jesús, muerta en Puebla en 1612, ocurrió un verdadero despojo al cuerpo ya frío de la monja. La búsqueda de alguna reliquia comenzó con los prebendados de la iglesia. Estos cortaron pedazos del hábito, algo casi rayano en la falta de decoro estricto de la época pues ningún hombre se hubiera atrevido a tocar el hábito de una monja viva. El cadáver de sor Ana casi perdió su hábito y capa antes del entierro. Se suponía que la reliquia hubiera recibido una transferencia de las virtudes de la persona a que perteneció con el contacto diario del cuerpo (Gómez de la Parra, 1992, p. 166). Los cilicios de sor Antonia de San Jacinto, del convento de Santa Clara de Querétaro, circularon entre los confesores de la monja después de muerta ésta, como prenda que venía de una persona de sobresaliente santidad.[37]

mostrar La vida singular

Una de las pocas autobiografías de religiosas del siglo xvii que vio la luz en su tiempo fue la de sor Inés de la Cruz, fundadora y prelada del convento de Carmelitas Descalzas de San José de México. Fue impresa por Carlos de Sigüenza y Góngora en su Parayso occidental. Esta autobiografía es, en muchos de sus detalles, emblemática de la vida de una mujer-monja del “siglo” y conviene cerrar este capítulo con un breve análisis de su mensaje.[38] Si bien se supone que, como era habitual, Sigüenza editó este y otros pasajes de pluma femenina en su libro, el texto está mucho más cerca de su autora que otros de la época pues fue una autobiografía escrita para su confesor y no para el historiador del convento.

Oriunda de España y emigrante a Nueva España con su familia en su adolescencia, Inés pertenece a ese grupo de mujeres peninsulares que encontró albergue y estado en el Nuevo Mundo y que, como señala Kathleen Ross, llevó a cabo su destino en éste. Quizás la idea de la conquista americana estaba ya suplantada por la de la tierra promisoria donde se podía cambiar el curso de la vida, y donde el triunfo del espíritu carmelita se realiza dentro de ámbitos acogedores. Inés traía consigo una formación de letras (latín, música, cuentas) que de entrada la elevaba sobre otras criollas, algunas de las cuales en esos tiempos iniciales profesaron sin tener las primeras letras. Trajo también consigo una vocación religiosa no muy difícil de encontrar en las mujeres ibéricas de finales del siglo xvi, posiblemente reforzada por sus confesores jesuitas a ambos lados del Atlántico. Como joven peninsular, sus escritos reflejan el concepto que gente como ella y su familia tenían antes de embarcar hacia la colonia americana: tierra inhóspita y poblada de infieles que le daría la oportunidad de un martirio espiritual. Aunque descartados después estos conceptos como “ignoracia y boberías”, su identificación peninsular asoma de otros modos. Su mejor amiga y compañera maternal dentro del convento fue otra peninsular, Marina de la Cruz. Ya dentro del convento, se estableció una brecha emocional y espiritual entre su forma de concebir la vida religiosa como en España, inspirada por Teresa de Jesús, y la observancia “americana” de Jesús María. La separación entre criollas y peninsulares reflejaba la realidad social fuera del claustro a principios del siglo xvii. Si bien la migración de mujeres peninsulares era ya mínima a finales del siglo, la conciencia de una creciente modalidad “criolla” en la cultura se hizo más acendrada con el tiempo.

Como para muchas otras mujeres de su tiempo, para sor Inés la práctica de la observancia religiosa en la vida seglar fue el prólogo de la profesión. El sentido de destino a la vida conventual es, por ello, muy de tenerse en cuenta. Su profesión en Jesús María, cuatro años después de su llegada a Nueva España y a la edad de 18 años, fue parte de una ola de profesiones que colmó este convento a finales del xvi, y que no tuvo necesariamente mucho que ver con su misión de proteger doncellas pobres y desamparadas. De hecho, su rápida aceptación por intercesión personal le fue sospechosa a algunas monjas. Pero Inés, por sus habilidades, encontró en el convento mucho que hacer. Su intensa labor como contadora es paradigmática en varios sentidos. Experimentó todo lo que fue significativo de finales del siglo xvi y comienzos del xvii: la quiebra y mala administración de los mayordomos; preladas que delegaban su autoridad por completo en las más hábiles; una visión generosa del dinero y las necesidades de las profesas. Sus ocupaciones dentro del convento llegaron a ser un escudo protector que, como en el caso de sor Juana Inés de la Cruz muchos años después, le permitieron desentenderse de otros asuntos y disfrutar una soledad deseable.

También se encuentra en sus escritos otro de los problemas éticos de la observancia novohispana: los “devotos” que sor Inés se encargó de ahuyentar del claustro en la medida que le fue posible. Estos caballeros, seglares y religiosos, visitadores de monjas a través del siglo xvii, podían ser platónicos o no, pero su presencia era una amenaza contra el voto de castidad, y ocuparon un lugar muy importante en la literatura prescriptiva de los prelados. La afición de algunas profesas a esas visitas hizo que aun la perseverante sor Inés fracasara en sus intentos. La reforma del instituto llegó a ser la obsesión de sor Inés. Al igual que los prelados llegados de España, ni el chocolate, ni los devotos, ni la falta de pláticas y recogimientos espirituales eran de su agrado. La predicación dominica y jesuítica, los escritos franciscanos y una lectura de santa Teresa fueron las guías espirituales que influyeron en su decisión de establecer una orden reformada y más penitente. La adopción voluntaria de una vida parca, con el sacrificio de comer poco y efectuar mucha oración, unida a la insatisfacción con lo que hasta entonces se había alcanzado dentro de Jesús María, la impulsaron a ver en la orden reformada del Carmelo la solución a sus ansiedades.

En ese nuevo mundo espiritual que tenía una meta difícil de lograr, comienza a revelarse el mundo visionario de sor Inés, del cual sólo quedan algunos atisbos en esta narración sostenida por un impulso reformador. El cielo, como un lugar bucólico con “un río de cristal cercado de muchas florestas” pobladas de ángeles, y las conversaciones con la virgen María, fijan su destino. Posteriormente, tuvo visiones de las almas de sus hermanos y hermanas fallecidos, y un atrevido lance con el arzobispo García Guerra, en el cual le da a entender en una carta –impulso divino– cómo su presencia en los toros ocasionaba temblores en la ciudad. Todos ellos, en conjunto, fueron signos que, para las visionarias reformadas y sus biógrafos, aseguraban el apoyo de Dios. Las comunicaciones con el mundo del espíritu y lo divino fueron los resortes comunes de la práctica espiritual del siglo xvii que no podían faltar en su experiencia.

Esta autobiografía también nos ofrece una rara descripción del estado de ánimo durante la profesión. Así, cuenta que cuando tomaba el hábito carmelita: “No parece que estaba en mi sentido, ni me acordaba de nada, ni atendía a cosa, porque estaba mi alma embebida en un grande agradecimiento a Dios, y con un amor que parece se me deshazía el corazón y esto me causó tal desmayo que me senté, y se detubo la procesión, lo mismo me sucedió en la iglesia mientras la misa ...” (Sigüenza y Góngora, 1684, p. 147). Ese testimonio de sor Inés nos habla de la sinceridad de su fe compartida con otras profesas. Su ilusión de soledad, rezo y vida de contemplación no le fue posible por tener que asumir la responsabilidad de una nueva comunidad. El trabajo físico que costó la obra y el cuidado de las enfermedades de la otra fundadora, sor Mariana (Marina) de Jesús, ocuparon su tiempo.

Las relaciones entre confesores y monjas fueron muchas veces ambiguas en cuanto a que creaban tensiones de voluntad y de interpretación; sin embargo, eran consideradas bases imprescindibles de la fe y la vocación. Sor Inés de la Cruz siempre recibió consuelos espirituales de sus confesores, todos jesuitas. A mediados de siglo, las carmelitas se vieron envueltas en una porfiada situación con el arzobispo de México, Mateo Saga de Bugueiro (f. 1663), cuando comenzaron a reclamar confesores de su orden, apoyadas nada menos que por el virrey, Francisco Fernández de la Cueva, Duque de Alburquerque y su consorte. La negativa cerrada de éste y otros arzobispos crearon disturbios de “obediencia” que sor Inés posiblemente nunca pudo prever (Lavrin, 1995, pp. 57-58). En este caso quien la confesaba cuando escribía su autobiografía fue como “enviado de Dios”. En él depositaron ella y su comunidad una gran confianza para, con su guía, seguir el camino recto.

Quizás la nota espiritual más fina de esta autobiografía es la confesión de cómo adquirió “el don de fe”, esa habilidad que prevenía “sequedades” espirituales y atizaba las virtudes y el conocimiento de las bondades de Dios. Sor Inés no sabe cómo agradecer el hecho de ser “cristiana, y hija de la Iglesia”. Ese don de fe fue el resultado de un “arrebato del espíritu” que la llevó a la presencia de la Santísima Trinidad, donde tuvo la revelación. La religiosidad emotiva se asienta en la comunicación espiritual y se interioriza a través de la oración. Está temperada, sin embargo, por el trabajo físico y el sufrimiento del cuerpo; depende de la guía espiritual de los ministros de la iglesia, y se reafirma por la renuncia de las comodidades y las pasiones humanas. Esta convicción fue la que hizo a sor Inés de la Cruz, peregrina de España y fundadora conventual, una mujer representativa de la vida en los claustros novohispanos del siglo xvii.

En el mundo conventual novohispano del siglo xvii pocas religiosas salieron de las fronteras espirituales definidas por la contrarreforma: obediencia, humildad, abnegación, amor al esposo y concentración en la regla o forma de llevar la vida religiosa como un elemento esencial de la vida espiritual; aspiración a la vía unitiva, pero sin desafíos a la teología oficial de la iglesia. Si la perfección en este mundo no era alcanzable, era natural, dados los desafíos de adaptación a un nuevo medio cristiano. Ese mundo estaba dominado por hombres y, dentro de él, la mujer enamorada de la vida dedicada a Dios tuvo un espacio propio; pero esta independencia de espíritu tenía sus límites y la voz femenina se podía oír sólo cuando solapadamente se escapaba del vaso de la iglesia en delgados hilos de agua. Fue ese mundo el que habitó sor Juana Inés de la Cruz, rodeada de hermanas en religión que aceptaron los muros de sus conventos como protección a sus mundos interiores.

mostrar Bibliografía selecta

Fuentes manuscritas

AINAH, Colección Antigua, vol. 212, Opúsculos Históricos sobre el Convento de Santa Clara de la Villa de Carrión, 1621-1678.

Archivo del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Colección Antigua, vol. 992. Archivo General de Indias, México, Leg. 829.

Archivo General de la Nación (México), Bienes Nacionales, Leg. 1,256.

Archivo Histórico del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Fondo Franciscano, vol. 104.

Archivo Histórico de la Secretaría de Salud y Salubridad, Fondos de Jesús María.

Ediciones

Borda, Fr. Andrés de, Práctica de confesores, México, 1708.

Convento de San Gerónimo, Libro de cocina, Toluca, Instituto Mexiquense de Cultura, 1996.

Godínez, Miguel, S.J., Práctica de la teología mística, Quito, Imprenta de V. Valencia, 1856. [Reimpresión].

Gómez de la Parra, José, Fundación y primero siglo. Crónica del primer convento de carmelitas descalzas de Puebla. 1604-1704, México, D. F., Universidad Iberoamericana/ Comisión Puebla v Centenario, 1992.

Gómez, Fr. Joseph, Vida de la venerable madre Antonia de San Jacinto [...] hija del Real y religiosísimo convento de Santa Clara de Jesús de la ciudad de Santiago de Querétaro, México, Imprenta de Antuerpia de los herederos de la viuda de Bernardo de Calderón, 1689.

Madre de Dios, Fray Agustín de la, Tesoro escondido en el Santo Carmelo Mexicano. Mina rica de ejemplos y virtudes en la historia de los carmelitas descalzos en la provincia de Nueva España, ed. de Manuel Ramos Medina, México, D. F., Probursa/ Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana, 1984.

Modo de dar el hábito, profesión y velo a las religiosas agustinas recoletas Sacado del Impreso en Madrid en la Imprenta del Reyno, año de 1636. Por orden del Ilustrísimo y Excelentísimo Señor Doctor D. Manuel Fernández de Santa Cruz, Obispo de Puebla de los Ángeles, Puebla, Imprenta del Capitán Juan de Villa-real, 1696.

Morales, Fr. Thomas de, Directorio para religiosas, Puebla, Viuda de Miguel Ortega, 1722.

Núñez de Miranda, Antonio, S.J., Oración funeral Sermón de honras al muy ilustre Conde del Valle, etc. D. Juan de Chavarria Valera caballero de la Orden de Santiago en su iglesia y convento de san Lorenzo cuyo patrón es [...] Predicola el P. Antonio Núñez de la Cia de Jesús, México, Viuda de Bernardo de Calderón, 1684.

----, Cartilla de la doctrina religiosa, Mexico, 1710.

----, Plática doctrinal [...] en la profesión de una señora religiosa del Convento de San Lorenzo, México, 1710.

----, Distribución de las obras ordinarias y extraordinarias del día, para hacerlas perfectamente, comforme al estado de las señoras religiosas ..., México, Viuda de Miguel Ribera Calderón, 1712.

Palafox y Mendoza, Juan de, Obras del ilustrísimo, excelentíssimo, y venerable Siervo de Dios, vol. 3, pt. 1, Direcciones para los señores obispos, Madrid, Imprenta de Gabriel Ramírez, 1752, pt. 1, cap. v, “Cómo se ha de gobernar a las religiosas de su Obispado”, pp. 31-34; Puntos que el señor Obispo de la Puebla de los Ángeles, Juan de Palafox y Mendoza, deja encargados y encomendados a las almas a su cargo, al tiempo de partirse de estas provincias a los reynos de España, Puebla, Impreso por el bachiller Juan Blanco de Alcaçar, s. f., “A las religiosas esposas de Jesucristo bien nuestro”, pp. 220-233.

----, “Pastoral a las madres abadesas y religiosas de los monasterios de Santa Catalina, La Concepción, San Jerónimo, Santa Teresa, Santa Clara, la Trinidad y Santa Inés, de la ciudad de los Ángeles, cuan indigno obispo de la misma ciudad”. [Pastorales, exhortaciones, etc. del Obispo de Puebla, a las corporaciones religiosas. Copia notarial hecha en Roma, 20 septiembre 1769, Manuscrito MSS 3877 en la Biblioteca Nacional, Madrid].

----, Biblioteca Nacional, Madrid, ms. 3877, “Regla y constituciones que han de guardar las religiosas de los conventos de La Concepción”, fol. 208-257.

Robles, Juan de, Oración fúnebre, elogio sepulcral en el aniversario de la muy ilustre señora y venerable madre Antonia de San Jacinto religiosa profesa de velo negro en el observantísimo Convento de Santa Clara de Jesús en la ciudad de Santiago de Querétaro, México, Viuda de Juan de Ribera, 1685.

Sigüenza y Góngora, Carlos de, Parayso Occidental (1684), ed. facs., México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de MéxicoCentro de Estudios de Historia de México, 1995.

Vetancurt, Fray Agustín de, "Menologio franciscano", en Teatro mexicano, ed. facs., México, D. F., Porrúa, 1971. 

Crítica

Amerlinck de Corsi, María Concepción, “El exconvento de san José y la iglesia de Santa Teresa la antigua, sus arquitectos, artistas y artesanos”, en Manuel Ramos Medina (coord.), El monacato femenino en el Imperio español: monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, México, D. F., Centro de Estudios de Historia de México, 1995, pp. 477-495.

Arenal, Electa y Stacey Schlau (eds.), Untold sisters: Hispanic nuns in their own works, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1989.

Arenas Frutos, Isabel, “Mecenazgo femenino y desarrollo conventual en Puebla de los Ángeles (1690-1711)", en Clara García Ayluardo y Manuel Ramos Medina (coords.), Manifestaciones en el mundo colonial americano, vol. 2, México, D. F., Universidad Iberoamericana/ Instituto Nacional de Antropología e Historia/ Centro de Estudios de Historia de México, 1994, pp. 29-39.

Berthe, Jean-Pierre, “El arzobispo fray García Guerra y la fundación del convento de San José de México: análisis de textos”, en Manuel Ramos Medina (coord.), El monacato femenino en el Imperio español: monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, México, D. F., Centro de Estudios de Historia de México, 1995, pp. 225-237.

Bravo, María Dolores, “El ‘Costumbrero’ del convento de Jesús María de México o del lenguaje ritual”, en Mabel Moraña (ed.), Mujer y cultura en la colonia hispanoamericana, Pittsburgh, Biblioteca de América/ Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 1996, pp. 161-170.

Chinchilla Pawling, Perla, Palafox y América, México, D. F., Universidad Iberoamericana, 1992.

Couturier, Edith, “For the greater service of God: Opulent foundations and women’s philanthropy in colonial Mexico”, en Kathleen D. McCarthy (ed.), Lady Bountiful revisited: women, philanthropy and power, New Brunswick, Rutgers University Press, 1990, pp. 119-141.

García Ayluardo, Clara y Manuel Ramos Medina (coords.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, 2 vols., México, D. F., Universidad Iberoamericana/ Instituto Nacional de Antropología e Historia/ Centro de Estudios de Historia de México, 1994.

Lavrin, Asunción, “La vida femenina como experiencia religiosa: biografía y hagiografía en Hispanoamérica colonial”, Colonial Latin American Review, vol. 2, núms. 1-2, 1993, pp. 27-52.

----, “Cotidianidad y espiritualidad en la vida conventual novohispana: siglo xvii”, en Memoria del Coloquio Internacional Sor Juana Inés de la Cruz y el Pensamiento Novohispano 1995, Toluca, Instituto Mexiquense de CulturaUniversidad Autónoma del Estado de México, 1995, pp. 203-219.

----, “Vida conventual: rasgos históricos”, en Sara Poot Herrera (ed.), Sor Juana y su mundo, México, D. F., Universidad del Claustro de Sor Juana, 1995, pp. 33-91.

----, “La celda y el siglo: epístolas conventuales” en Mabel Moraña (ed.), Mujer y cultura en la colonial hispanoamericana, Pittsburgh, Biblioteca de América/ Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 1996, pp. 139-159.

Martínez López-Cano, Pilar, Gisela von Wobeser y Juan Guillermo Muñoz (coords.), Cofradías, capellanías y obras pías en la América colonial, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1998.

Muriel, Josefina, Conventos de monjas en la Nueva España, México, D. F., Editorial Patria, 1946.

----, Cultura femenina novohispana, México, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1982.

Myers, Kathleen, “A glimpse of family life in colonial Mexico: A nun’s account”, Latin American Research Review.

----, Word from New Spain. The spiritual autobiography of Madre María de San José (1656-1719), Liverpool, Liverpool University Press, 1993.

Reyna, María del Carmen, El convento de San Gerónimo: vida conventual y finanzas, México, D. F., Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1990.

Ramos Medina, Manuel (coord.), El monacato femenino en el Imperio español: monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, México, D. F., Centro de Estudios de Historia de México, 1995.

----, Imagen de santidad en un mundo profano, México, D. F., Universidad Iberoamericana, 1990.

----, Místicas y descalzas: Fundaciones femeninas carmelitas en la Nueva España, México, D. F., Centro de Estudios de Historia de México, 1997.

Robles Díaz, Alma Patricia, Fundación y vida interna del convento de Santa Inés, 1600-1750, Tesis de licenciatura en Historia, México, D. F., Escuela Nacional de Antropología e Historia, 1990.

Ross, Kathleen, The baroque narrative of Carlos de Sigüenza y Góngora: A New World paradise, Nueva York, Cambridge University Press, 1993.

Rubial García, Antonio, “Un caso raro. La vida y desgracias de sor Antonia de San Joseph, monja profesa en Jesús María”, en Manuel Ramos Medina (coord.), El monacato femenino en el Imperio español: monasterios, beaterios, recogimientos y colegios, México, D. F., Centro de Estudios de Historia de México, 1995, pp. 351-367.

----, Los libros del deseo, México, D. F., Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1996.

----, “Monjas y mercaderes: comercio y construcciones conventuales en la ciudad de México durante el siglo xvii”, Colonial Latin American Historical Review, vol. 7, núm. 4, 1998, pp. 361-385.

Silicia Vojtecky, Paul A., El obispo Palafox y su lugar en la mística española, Mexico, D. F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1965.

Trasloheros, Jorge E., “Los motivos de una monja: sor Feliciana de San Francisco. Valladolid de Michoacán, 1632-1655”, Historia Mexicana, vol. 47, núm. 4, 1998, pp. 735-763.