Enciclopedia de la Literatura en México

La poesía [en el siglo XVIII]

Nancy Vogeley
2011 / 11 ene 2018 10:46

mostrar [Introducción]

La poesía en Nueva España en el siglo xviii refleja, tal vez mejor que ningún otro género literario, el ámbito social de su producción y circulación. La escribían personas de la élite para lectores igualmente cultos. Algunas veces mostraba la influencia de movimientos europeos (el barroco,[1] el neoclasicismo,[2] el prerromanticismo);[3] pero las más de las veces nacía de deseos expresivos americanos como sentimientos coloniales de lealtad, el guadalupanismo como verdadera manifestación espiritual pero también símbolo de una naciente conciencia mexicana, y apreciación de lo distintivas que eran su propia historia y su propia geografía.[4]

Más abajo en la escala de clases la poesía funcionaba de forma diferente. Las composiciones que han sobrevivido como “poesía popular” generalmente son de autores anónimos y circularon en forma oral; por ello mucha de su producción se ha perdido. Esta categoría es difícil de clasificar porque en ella se encuentran no sólo invenciones del “pueblo” sino también poesía sin firma que los autores cultos querían lanzar al público, conscientes de la necesidad de esconder su identidad porque su sátira ridiculizaba a funcionarios oficiales o daba voz a la crítica social. Utilizaban este disfraz y escogían la versificación para que la oralidad la retuviera y promoviera su mensaje. También los archivos de la Inquisición revelan que la “poesía popular” de composición baja muchas veces expresaba obscenidades para acompañar danzas lascivas. Sus temas, en vez de ser abstractos, como la categoría denominada poesía culta, tendían a centrarse en la relación entre el hombre y la mujer, y la música en sí. Su lenguaje se caracterizaba por localismos, coloquialismos e insinuaciones. Sus formas eran menos estrictas que la poesía culta; muchas veces empleaba el romance en vez de modalidades métricas más complicadas como la silva, la décima y el soneto. Eran frecuentes en este tipo de poesía la rima asonante y patrones rítmicos asociados con la oralidad de negros, sobre todo en las costas caribeñas.[5] Se conoce menos la poesía de gente indígena, aunque Francisco Javier Clavijero en su Historia antigua de México (1780-1781) llama su lenguaje “puro, ameno, brillante, figurado y adornado de frecuentes símiles tomados de las cosas naturales”.[6]

Mi ensayo propone una presentación de la poesía del siglo xviii en el siguiente orden: 1] La llegada a Nueva España de autores y fórmulas europeos; 2] la entrada de México en círculos internacionales con el transplante de los jesuitas novohispanos a Italia; 3] el desarrollo interno a niveles alto y bajo. El orden es arbitrario, y aunque puede parecer que la poesía en el virreinato lo debía todo a España, no es así. La práctica poética estaba demasiado arraigada en la colonia, remontándose a la época del precontacto; el ejemplo destacado de Sor Juana era muy conocido por la impresión en el siglo de sus obras[7] y por la memoria, y nuevas fuerzas históricas soltaban lenguas antes calladas.

mostrar La llegada a Nueva España de autores y fórmulas europeos

Juan Pablo Forner escribió en sus Exequias de la lengua castellana (1782): “Hacer versos hoy en España equivale a encadenar dicciones y cláusulas medio francesas.”[8] Así, Forner se queja de la tiranía del gusto francés en la península, de la desaparición de una poesía nativa, varonil y moral, a favor de “el dulce y alegre Anacreonte” de moda en París (p. 74). Como se ve en lo que dice Forner, España, recién entregada a un miembro de la familia real de los Borbones, era un campo de batalla entre facciones castizas y extranjerizantes. La lengua servía como barómetro de lealtades políticas. Se conservaba todavía el gongorismo del Siglo de Oro, pero la estética clásica, ya neoclásica, emergió con fuerza en España en 1737 con la publicación de la Poética de Ignacio de Luzán, un aragonés (1702-1754) que había pasado años en Italia, donde conoció las ideas de Aristóteles y de Muratori, lo que lo llevó a enfatizar la importancia del dictamen de Horacio en el sentido de que la poesía debería ser útil a la sociedad, y deleitosa para el lector.[9] Las teorías de Luzán, y las prescripciones de L’art poétique de Nicolas Boileau (1674), traducido del francés al español por el mexicano Francisco Javier Alegre,[10] afectaron mucho las expectativas para la poesía en España y sus colonias. Nueva atención a las reglas para la poesía entró en México en forma de manuales; por ejemplo, Quantidad de las syllabas explicada por Antonio de Nebrija (1723)[11] y Quantidad de las sylabas por Juan Luis de la Cerda (1743).[12] Sin embargo, en este siglo la prosa importaba más que la poesía. Por ello la prosa poetizada (como las fábulas de Tomás de Iriarte) tenía más acogida en España y sus colonias, hasta que en los últimos años del siglo los versos líricos de Juan Meléndez Valdés y las composiciones patrióticas de Manuel José Quintana y Juan Nicasio Gallego ganaron un público.

Se debe anotar que la poesía producida en España en el xviii era mayormente secular, en contraste con la poesía religiosa que veremos en Nueva España. En España, como influencia de la teoría neoclásica que enseñaba el valor de la epopeya con sus historias heroicas, se publicaron nuevas ediciones de La Araucana de Alonso de Ercilla (1776); también vieron luz Las naves de Cortés, de Joseph María Vaca de Guzmán (1778)[13] y México conquistada, de Juan de Escoiquiz (1798),[14] que tratan la historia mexicana del siglo xvi desde la perspectiva del conquistador. Aunque veremos más cercano en México un poema escrito por un soldado español para celebrar una victoria militar sobre los británicos en el siglo xviii, La rendición de Panzacola y conquista de la Florida occidental por el exmo. Señor Conde de Galvez, de Francisco de Rojas y Rocha (1785),[15] se ve la delicadeza de publicar este tipo de poesía, elogiosa de España en la colonia, en las siguientes palabras del permiso que el censor escribió para la publicación de “Rendición”; en vez de leer el poema como la glorificación de España dice que se debe colegir la lección de que el hombre sea útil al estado:

Su acción, moralidad y metro están nivelados por las reglas que han prescripto los Épicos mas célebres. Una narración grande, íntegra, encadenada, maravillosa y verdadera de la empresa, obstáculos que parecían insuperables, y felices sucesos: pinta viva y enérgicamente la virtud militar del Exmo. Señor Conde de Galvez, que es el Heroe que se propone. No solo hace admirar á éste, sino que inspirando amor á aquella, excita á la imitación.

 

Este es el singular mérito de la obra. Las de su clase han sido el taller de la formación de hombres útiles al Estado, porque sin el duro trabajo de la experiencia propia, imprimen dulce y suavemente gloriosos dictámenes.

En el ámbito de la poesía épica se debe notar la publicación en 1755, en Madrid, de Hernandía. Triumphos de la fe, y gloria de las armas españolas. Poema heroyco. Conquista de México, cabeza del imperio septentrional de la Nueva-España. Proezas de Hernán Cortés, católicos blasones militares, y grandezas del Nuevo mundo.[16] El autor, Francisco Ruiz de León, era mexicano, nacido en Puebla, y es significativo que buscara la publicación de su obra, basada en la Historia de la conquista de México, de Antonio de Solís, no en México sino en España, lugar más propicio para la publicación del tema. La reescritura de historias oficiales, aunque en la superficie parece señalar reiteraciones de narrativas previas y lealtad, también puede sugerir cuestionamiento, y posiblemente la sátira. Por ejemplo, se publicó en 1786 en Madrid La perromachia, imitación juguetona de La gatomachia de Lope de Vega. Pero aunque este poema de Juan Pisón y Vargas, que satirizaba la epopeya,[17] se encuentra en el almacén de un librero en la colonia,[18] su burla parece no haber tenido seguidores.

mostrar La entrada de México en los círculos internacionales

La poesía épica inicia la discusión siguiente de escritores mexicanos cultos, jesuitas que preferían escribir en latín. La obra más temprana que se conoce data de 1704. La Californiada, escrita por José Mariano de Iturriaga, nacido en Puebla y descubierta en 1946 en manuscrito en la Biblioteca Nacional (México), tiene una edición contemporánea.[19] Iturriaga escribió el poema para conmemorar los aniversarios de la fundación de la Compañía de Jesús y la evangelización jesuita de las Californias, comenzada en 1697. El héroe es P. Juan María Salvatierra, quien batalla contra las fuerzas del diablo.[20]

Con la expulsión de los jesuitas del imperio español en 1767, y su llegada a Italia, se inicia en México una fase importante de su historia. Tres de los jesuitas mexicanos se destacan como poetas: Rafael de Landívar (1731-1793), Diego José Abad (1727-1779), y Francisco Javier Alegre (1729-1788). Su expulsión fue una catástrofe para la educación en México, donde los centros de instrucción en los cuales impartían sus enseñanzas sufrieron una pérdida tremenda. El hecho, sin embargo, puede verse desde otra perspectiva porque en Europa se pusieron en contacto con la vida cultural, fuera de las limitaciones intelectuales y artísticas impuestas por la hegemonía de España. Los mexicanos se establecieron mayormente en Bolonia, donde tuvieron acceso a ideas y materiales nuevos. Bernabé Navarro B. contrasta a los tres: “el tema que más interesaba al padre Alegre, era el del hombre, frente a Landívar que está embelesado con la naturaleza y frente a Abad que contempla a Dios”.[21]

Landívar nació en territorio que ahora es Guatemala, pero que entonces formaba parte del virreinato de Nueva España, en Santiago de los Caballeros (ahora Antigua). Su padre, inmigrante navarro, hizo su fortuna en el Nuevo Mundo como hacendado e industrial, y brindó a su hijo oportunidades materiales y culturales (libros, educación preuniversitaria en el Colegio de San Francisco de Borja y después en la Universidad de San Carlos, donde estudió filosofía). Obtuvo el doctorado en esta misma universidad e ingresó en el noviciado de los jesuitas en Tepotzotlán en 1750; en 1755 se ordenó sacerdote y ocupó un cargo en el seminario de San Jerónimo, en Puebla.[22]

Por falta de datos específicos ha habido especulaciones en cuanto a sus viajes en México y Centroamérica (en el norte hasta las Californias, y en el sur hasta Costa Rica). José Mata Gavidia, en su edición del Rusticatio mexicana,[23] la obra maestra de Landívar, cree que fue testigo ocular de la erupción, en 1759, del volcán Jorullo (al sur de Morelia, en Michoacán), debido a la descripción de este acontecimiento en el poema. En 1761 volvió a Guatemala donde trabajó como catedrático de filosofía en el Colegio de San Borja.

Con la expulsión de los jesuitas Landívar buscó refugio en Bolonia, en la casa de los condes de Albergati; murió en aquella ciudad. Hizo publicar el Rusticatio por primera vez en Módena en 1781; la segunda edición salió en Bolonia en 1782. La primera constaba de 3 425 hexámetros latinos en diez cantos; la segunda fue enriquecida por casi dos mil versos, corregida en algunos pasajes, con una oda al principio dedicada a la ciudad de Guatemala y un apéndice que describía la cruz de Tepic. Éste es el único de sus escritos conocidos, aparte de algunas cartas inéditas.

Cortesía Biblioteca Sutro.

La cuestión que ha preocupado a muchos es el porqué de su composición en latín. La razón más evidente es el prestigio internacional de esa lengua en círculos eruditos de la época.[24] Tenía auge no solamente dentro de la Iglesia católica sino también en centros de estudios humanistas y científicos por toda Europa. Landívar había aprendido latín en su juventud, en sus estudios en Guatemala y México, pues se consideraba la forma de comunicación apropiada para la expresión intelectual. En Italia, como parte de la recuperación de la cultura clásica, el latín de escritores como Virgilio estaba de moda pues se lo veía como una manera de alcanzar la sublimidad poética. No es difícil entender, entonces, que Landívar, rodeado de aquel clima, buscara insertar su composición en esa dimensión lingüística. Gavidia disputa la clasificación del poema de Landívar como imitación de las Geórgicas de Virgilio. Encuentra más antecedentes en la poesía helenística (Teócrito, Píndaro) y semejanzas con la poesía italiana contemporánea (que evocaba la vida pastoril y cantaba las virtudes del hombre natural).

La siguiente discusión se basa en la traducción en prosa al español hecha por Octaviano Valdés.[25] Por consiguiente, se olvida de cuestiones estéticas que un estudio de la composición del poema en latín permitiría (como la métrica, el orden de las palabras); se concentra más bien en la temática. Descubrimos la intención de Landívar (y las dificultades de implementarla) en la oda inicial; el poeta cita a Golmario Marsigliano: “Oh, cuán difícil es hallar vocablos y descubrir metros, en asuntos totalmente nuevos” (p. 6). De esto se puede colegir que Landívar no solamente se queja de problemas impuestos por la expresión en latín, que enfrentaría cualquier escritor vernáculo, sino del reto que representa para un americano pintar sus realidades nativas por medio de un sistema lingüístico compuesto por otros; su queja es la de un moderno deseoso de flexibilizar el latín lo suficiente como para tomar en cuenta adelantos científicos recientes: geográficos, botánicos, biológicos, químicos, industriales, económicos, etc. Hay en el poema pasajes líricos pero también exposición fría sin emoción. Se entiende su deseo de utilizar su poesía como vehículo para contradecir las teorías de De Pauw y del conde Buffon, quienes comparaban la naturaleza del Viejo Mundo y el Nuevo, insistiendo en que la de éste era inferior.[26]

Los quince cantos del poema tienen los siguientes títulos: “Los lagos de México”, “El Jorullo”, “Las cataratas guatemaltecas”, “La grana y la púrpura”, “El añil”, “Los castores”, “Las minas de plata y de oro”, “Beneficio de la plata y el oro”, “El azúcar”, “Los ganados mayores”, “Los ganados menores”, “Las fuentes”, “Las aves”, “Las fieras”, “Los juegos”. Como Alexander von Humboldt más tarde, se lee en los temas su deseo de descubrir conexiones entre el mundo de los animales y el de los seres humanos, de mostrar interrelaciones entre la tierra y la vida que ésta sostiene, de hacer ver que en la actualidad se podían probar los resultados de la evolución (por ejemplo trazando cambios en los cursos de los ríos), de especular fundamentándose en recientes investigaciones sobre conocimientos nuevos. Aunque advierte al principio que escribe lejos de su patria en una especie de sueño nostálgico, recordando sitios visitados, parece que parte de su razón para escribir fue reconstruir artísticamente la grandeza de su tierra natal.

Un mensaje importante del poema es el valor de México y Guatemala para el resto del mundo. Sus productos contribuyen al beneficio y la riqueza de Europa, sus bellezas naturales son iguales a las siete maravillas del Viejo Mundo (p. 47). Pero, a diferencia de la poesía pastoril europea, Landívar muestra que estas riquezas se obtienen con la intervención importante del hombre. Los indios y los negros son responsables de proveer la mano de obra necesaria para el cuidado de las cochinillas de la grana, la recolección del múrice, el cultivo de las plantas, la preparación de los campos para la industria del azúcar, el trabajo peligroso de sacar los metales de las minas, de atender a los animales domésticos, etc. Su descripción es idílica y antropomórfica en algunos momentos, cuando describe cómo el puerco, recién nacido, “se encamina hacia su madre prisionera y apiñándose agota la ubre con los tiernos labios” (“Inde volutabro juvenilia membra revolvit, / Et lutulenta petit detentam carcere matrem, / Uberaque exhaurit lagbris conferta tenillis”), p. 150. La madre es alimentada hasta la saciedad para que el “abultado vientre” haga que sea prisionera y camine con dificultad. En cambio, sin aparente emoción, Landívar describe escenas de la castración de toros, de la reproducción dirigida calculadamente por los hombres para aumentar los bienes del hacendado, de los procedimientos que utilizan los cazadores para atrapar animales como castores, monos, etc. El mundo no es benévolo; en la naturaleza se encuentra la mosca dañina, y entre los humanos hay toda una jerarquía en que el dueño emplea al mayordomo, quien a su vez gobierna al capataz que maneja a los obreros.

Uno de los capítulos más interesantes de Rusticatio describe la vida en común de los castores. Laboriosos, en perfecta armonía, construyen casas en las que cada familia tiene su espacio. Los jóvenes respetan la vejez. Reconocen las estaciones y se preparan para el frío del invierno. Pero son vulnerables a otros animales como la zorra, el oso, etc., y a la codicia del hombre, quien desea su piel y el líquido (el castóreo) que le sirve como medicina. Landívar no saca conclusiones relativas a este ejemplo de una utopía en el reino animal; el lector puede interpretarlo como guste. El poeta describe al castor como deformado pero de nobles costumbres y “gustosos de la belleza”.

El hombre americano es tratado en iguales términos, caracterizado por su capacidad laboral, su sociabilidad, su adaptación a sus circunstancias; es evidente que el poeta, prescindiendo de explicaciones esenciales filosóficas, quiere contrarrestar descripciones derogatorias del americano, supuestamente científicas, corrientes en Europa. Cuando Landívar habla de los lagos de México, celebra la manera en que los indígenas pudieron dominar su mundo, creando jardines en las chinampas. Pero ese equilibrio se interrumpió con la llegada de los españoles: “Hubo, lejos de aquí, en tierras occidentales, ilustre, la ciudad de México, espaciosa y poblada; por sus hombres y riquezas, magnífica, que en pretéritas edades estuvo al dominio de los indígenas; pero ahora, sometidos éstos a las armas, señorean los hispanos y su imperio rige la ciudad” (p. 8). La vida americana sufrió otro disturbio cuando explotó el volcán Jorullo, destruyendo la rica agricultura y vida ganadera del valle. Sin embargo, con el tiempo la temperatura se moderó, los aires pestíferos se disiparon, el suelo volvió a ser fructífero, y el hombre se recuperó de su espanto para establecerse allí. De manera similar, en el caso de Guatemala el poeta dice que cuando llegaron los españoles encontraron allí una ciudad feliz situada en campos bellos. Pero cuando en 1541 una inundación la arrasó los españoles abandonaron la ciudad indígena, estableciendo su propia urbe lejos. A su vez esa ciudad fue destruida en 1773 por un temblor. Landívar no interpreta las calamidades naturales como señales divinas sino que las nota fríamente como realidades dictadas por el mundo físico; en el caso de externalidades políticas que han afectado al morador americano el poeta se calla, tal vez pensando en la expulsión de su orden de esas tierras.

Estampas tomadas de Pedro Alonso O’Crouley (1774), A Description of the Kingdom of New Spain, ed. de Sean Galvin (John Howell, Lawton and Alfred Kennedy printers, 1774, s.l. Biblioteca personal de la autora).

Se entiende, entonces, que la vida del americano es condicionada por la geografía y la política. Frente a estas fuerzas el indígena, acostumbrado a la dureza, resiste. Por ejemplo, Landívar dice que

La raza india... hecha a los rudos trabajos, ni palidece afeminada bajo las heladas lluvias, ni teme al sol cuando flamea su quemante antorcha. De aquí que, imperturbable, soporte todos los eventos terribles: la luna, el sol, la lluvia, el frío, el calor; y vigile sin descanso, noche y día, ahuyentando de los albeantes gusanos a los perniciosos enemigos. Ímproba labor ciertamente, pero acreedora de crecida ganancia (p. 56).

Por lo general se ve al indio en su papel de labrador, y sólo al final, en el capítulo sobre los juegos, lo vemos en sus horas de recreo, y entendemos su gusto por la pelea de gallos, toros, etcétera.

La cuestión de sus lectores está implícita en la conclusión del largo poema:

Aquí tienes, juventud que floreces con el fervor de la primera edad, a quien la naturaleza concedió gozar un clima benigno, deleitar el oído con las aves y contemplar sus bandadas disparándose a través del espacio con sus alas policromas, y a quien vastamente el campo ofrece verde esplendor de balsámicos gramales, siempre deslumbrando de flores; aquí tienes los cantos con que me esforzaba en engañar las penas torcedoras y los ocios, a las orillas del impetuoso Reno. Aprende a estimar en mucho tus fértiles tierras, a explorar animosamente y a investigar con paciente mirada las riquezas del campo y los excelentes dones del cielo. Sea otro el que vaya por las campiñas, doradas por el sol, con desapercibidos ojos, como los animales, y dilapide indolente todo el tiempo en juegos. Mas tú, que posees gran agudeza de entendimiento, despojándote de las antiguas ideas, vístete ahora con las nuevas, y resuelto a descubrir sagazmente los arcanos de la naturaleza, ejercita en la búsqueda todas las energías de tu ingenio, y con gustoso trabajo descubre tus riquezas (p. 215).

En cuanto al otro jesuita expulso, Diego José Abad, él nació en Michoacán; estudió en el Real Seminario de San Ildefonso y en 1741 ingresó a la orden ignaciana.[27] Llegó a ser maestro de retórica, filosofía, derecho canónico y civil en los seminarios de México, Zacatecas y Querétaro; allí combatió la escolástica y trató de elevar la enseñanza de la filosofía. En 1750 escribió el Rasgo descriptivo de la fábrica y grandezas del templo de la Compañía de Jesús en Zacatecas, en octava rima; la obra, que repudia el gongorismo, consta de tres cantos: “Reparación del templo por los jesuitas, ayudados por benefactores y cofrades”; “Exterior de la iglesia”, e “Interior con imágenes y altares”. Tradujo en verso castellano parte de la Eneida y la égloga viii de Virgilio. Mostrando su interés en el latín como medio de comunicación, hizo publicar en Padua en 1778 Disertación joco-seria sobre la latinidad de los extranjeros (Dissertatio ludrico-seria: Num possit aliquis extra Italiam natus bene latine scribere, contra quam Robertus pronuntiat).[28] Su obra más importante es el poema didáctico De Deo heroica carmina o Heroica de Deo carmina, composición que comenzó a escribir en Querétaro y que terminó en Italia. Escrito en hexámetros latinos, el poema se divide en dos partes: una “Suma teologica” y una “Cristiada” o vida de Cristo. Se publicaron varias ediciones del poema: la primera se tituló Musa Americana seu De Deo carmina (Cádiz, 1769); la segunda (Venecia, 1773) consta de 30 cantos y fue publicada bajo el seudónimo de Jacobo José Labbe, selenopolitano; la tercera se publicó en Ferrara (1775), y la edición definitiva (Cesena, 1789), apareció póstumamente, con su nombre completo y 43 cantos. En 1783 Diego Bringas de Manzaneda y Encinas tradujo el poema al castellano en octava rima y lo hizo publicar en México: Musa americana, poema que en verso heroico latino escribió un erudito americano, sobre los soberanos atributos.[29] Cabe referirse al texto aquí porque Abad toca la disputa entre el Vaticano y las facciones científicas de Copérnico con respecto al movimiento de los planetas.

Estampa tomada de Pedro Alonso O’Crouley (1774), A Description of the Kingdom of New Spain, ed. de Sean Galvin (John Howell, Lawton and Alfred Kennedy printers, 1774, s.l. Biblioteca personal de la autora).

iv

Que de la infancia, y los primeros días
Del mundo sabe el hombre, y atrevidos
En continuadas riñas y porfías,
Como diestros andamos divididos;
Hay opiniones cuerdas, como impías,
De unas y otras nos reímos confundidos,
Y cada qual siguiendo su sentencia
Mutuamente burlamos nuestra ciencia.

v

En otro tiempo inmoble descansaba
En el centro la tierra, y firme estando
Alrededor de sí volar miraba
Al Sol, que sus carreras alternando
Al curso de la Luna espacio daba,
Y ella quieta existía contemplando
De los cielos y todas las Estrellas
Hermosos giros y carreras bellas.

vi

Cansóse el hombre de advertir parada
A la tierra con tanto desaliento,
Y de donde yacía descansada
La removió, y su antojo le dio aliento,
Y ya entre los Planetas colocada,
Corrida de vivir sin movimiento,
Quanto antes la desidia la ocupaba;
Después qual torbellinos ya volaba.

x

Newton, Huygens así lo han asentado;
Pero aquesta opinión sin repugnancia
Cesó, y ya nuestra veleidad ha dado,
En que (para probar nuestra ignorancia)
Donde el exe del mundo se ha notado
Acia el Equador, esta distancia,
Que antes de plano tuvo mil señales,
Se divide en dos partes muy iguales.

xi

Así por nuestro gusto han succedido
Números sin igual de mutaciones,
Y mil leyes al mundo ha establecido
Aquesta diferencia de opiniones.

Francisco Javier Alegre, el tercer jesuita expulso, nació en Veracruz, estudió en Tepotzotlán y se hizo jesuita en Mérida.[30] Pasó a ser profesor de gramática en México y Veracruz; sus conocimientos del latín y el papel de este lenguaje en el ratio studiorum de los jesuitas se exponen en un sermón suyo de 1750, “Prolusio grammatica de syntaxi”.[31] Como historiador, continuó la Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España del padre Francisco de Florencia (1764-1767). Como poeta, dejó dos composiciones importantes: Alexandrías (publicado primero en Forli, Italia, en 1773)[32] y Homeri Ilias: Latino carmine expressa: cui qaccedit ejusdem Alexandrias, sive de expugnatione Tyri ab Alexandro Macedone (segunda edición de Alexandrías, seguida de una traducción al latín de la Iliada, publicada en Bolonia en 1776).[33] También tradujo al castellano, como señalé antes, L’art poétique de Boileau, cuyas ideas sobre la poesía épica supuestamente, según algunos críticos, influyeron sobre él en la composición de Alexandrías, una narración basada en la conquista de Tiro por Alejandro Magno.[34]

En una carta sobre La Alejandríada que envió el autor a un amigo sobre el empleo de la epopeya se refiere no sólo a los poetas clásicos, que usaron esta modalidad, sino también a algunos modernos: Sannazaro, Camoens, Milton, y el mexicano Cayetano Cabrera y Quintero (1698-1775), traductor de Horacio y Juvenal. La carta tiene resonancias políticas y morales a la vez que artísticas; escribe Alegre:

Sin duda Tiro, urbe opulentísima y celebérrima en cierta época, cuyos mercaderes eran príncipes, cuyos negociantes eran grandes de la tierra, como está escrito en Isaías, en otro tiempo una isla, hoy unida a la Fenicia continental, será por todos los siglos un monumento eterno e insuperable del valor y magnanimidad de Alejandro.[35]

Y, recurriendo a la historia del Antiguo Testamento: “Consta, en efecto, por los libros de los Macabeos, que los estados judío y espartano sancionaron alianzas por medio de mutuas embajadas y que fomentaron la amistad con amor fraterno, cosa que después hicieron también con los romanos” (p. 4).

En este recuento se debe mencionar a dos otros jesuitas mexicanos, exiliados en Italia: José Rafael Campoy (1723-1777) y Agustín Pablo de Castro (1728-1790). Campoy era científico e influyente en la labor intelectual de sus hermanos; Castro escribió un poema épico ahora perdido, “La Cortesiada”;[36] compuso versos en castellano y en latín, y dejó traducciones sin publicar de Fedro, Séneca y poesías de Anacreonte, Safo, Virgilio, Horacio y Juvenal.

mostrar Desarrollos internos (cultos, populares y un nivel intermedio)

Poesía culta de nombres conocidos

A lo largo del siglo la poesía producida en la colonia tiende a ser religiosa. En 1747 Joseph de Castro (¿?) hace publicar sus Varias poesías a lo divino.[37] Sabemos algo de este poeta franciscano por el título de la colección: “hijo de la Santa Provincia de Zacatecas, exrector de Theologia, Padre Pro Ministro, en el Capítulo General, Cronista de dicha Provincia, y después Predicador Apostólico del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro donde falleció”. En el volumen de 65 páginas hay décimas, un acto de contrición, y “Redondillas a las llagas de N. S. Padre S. Francisco”.

(Biblioteca personal de la autora.)

Avanzando el siglo, aunque se continúa la publicación de poesías religiosas, aflora con más frecuencia la expresión secular. A partir de 1786 un grupo de poetas lamentan en verso la muerte del conde de Gálvez, virrey de la Nueva España. Joseph Agustín de Castro (1730-1814), Manuel de Santa María y Sevilla (¿?), Joseph Villegas de Echeverría (¿?), Agustín Pomposo Fernández de San Salvador (1756-1842), Joseph Sixto González de la Vega (¿?), Dionisio Pacheco Martínez de Itay Parra (¿?), Vicente Joseph de Ubiella (¿?), Manuel Antonio Valdez (¿?), Bruno Francisco Larrañaga (¿?-1816), todos hacen públicos sus sentimientos de dolor. Este tipo de poesía laudatoria era muy frecuente durante el periodo colonial.

El registro de Castro es más largo; por ello se lo trata separadamente; Larrañaga también demanda atención especial. Santa María y Sevilla escribe Suspiros, que en la muerte del Exmo. Señor Conde de Gálvez, exsalo el cadete del regimiento de dragones de España Don...;[38] Villegas de Echeverría, Coloquio tierno y lastimosos ayes de la america en la nunca bien llorada muerte del Exmo. Señor de Gálvez... quien lo dedica a la nobilisima ciudad de México;[39] Fernández de San Salvador, La América llorando por la temprana muerte de su amado... El Exmo. Señor D. Bernardo de Gálvez;[40] González de la Vega, Mexico llorosa, y México risueña, tristeza, y alegría, pésame y parabienes por la sentida muerte del Exmo. Señor D. Bernardo de Gálvez... y por el Feliz nacimiento de la Señora Doña María Guadalupe Bernarda Felicitas de Gálvez;[41] Pacheco Martínez de Itay Parra, Las lágrimas de la aurora en dos distintos efectos. Discursos metafóricos, políticos e históricos que en la muerte del Exmo. Señor D. Bernardo de Gálvez... y al nacimiento feliz de la Señora Doña María de Guadalupe de Gálvez;[42] Ubiella, Demostración que en la muy sentida y lamentable muerte del Exmo. Señor Conde de Galvez... hizo y dedica a su memoria Don... teniente escrivano de camara de la real audiencia,[43] y Valdez, Apuntes de algunas de las gloriosas acciones del Exmo. Señor D. Bernardo de Gálvez... Hacíalos en un romance heroico Don... autor de la Gaceta Mexicana.[44]

La experiencia de que así fueran llamados a expresar su emoción parece haberles autorizado para detenerse a considerar su propio ser y tomar la pluma. En 1786 Joseph Agustín de Castro hace publicar Sentimientos de la América, Justamente dolorida en la temprana, inesperada muerte del Exmo. Señor Conde de Galvez,[45] y El triunfo del silencio. Canción heroica, que al glorioso martirio del ínclito sagrado protector del sigilo sacramental San Juan Neopomuceno.[46] Éste invoca una obra más temprana, La Eloquencia del Silencio. Poema heroyco, Vida y Martyrio del Gran Proto-Martyr del Sacramental Sigilo, Fidelíssimo Custodio de la Fama, y Protector de la Sagrada Compañía de Jesus, San Juan Neopomuceno, de Miguel de Reyna Zevallos, publicada en Madrid en 1738.[47] En los dos poemas se pinta el martirio de este santo checo, quien rehusó revelar los secretos del confesionario y fue torturado por un rey tirano. En 1791 Joseph Agustín de Castro hace publicar Acto de contrición. Poema místico;[48] en 1792 Gratitudes de un exercitante a las misericordias de Dios; primer impulso que sintió en el corazon para la reforma de su vida;[49] en 1797 Miscelánea de poesías sagradas,[50] y en 1809 Colección de poesías sagradas.[51]

(Biblioteca personal de la autora.)

Otros dos poetas hacen públicos sus versos entonces: Joseph Antonio Plancarte (1735-1815) y Joseph Manuel Sartorio (1746-1839). En 1785 Plancarte publica Flores guadalupanas, o sonetos alusivos a la celestial imagen de María Santísima nuestra Señora en su advocación de Guadalupe, especialmente quanto al vestido y adornos. Escritos por un autor americano de nombre incierto; revistos y añadidos por... religioso menor de la santa provincia de Michoacán;[52] en 1794 Afectos piadosos de un pecador convertido. Romance castellano. Dispuesto para bien de las almas por... de la regular observancia de N. S. P. S. Francisco, hijo de la santa provincia de los GG. AA. S. Pedro y S. Pablo de Michoacán;[53] en 1794 Recreación poética en varios sonetos, y unas endechas de piadosas consideraciones,[54] y en 1797 Miscelanea de poesías sagradas y humanas (2 tomos).[55] Sartorio, presbítero del arzobispo de México y activo políticamente (primero durante la monarquía y después durante el gobierno de Agustín de Iturbide), publica Poesías sagradas y profanas en 1832.[56]

El poema de Larrañaga, La America socorrida en el gobierno del excelentisimo Señor Don Bernardo de Galvez... Égloga dedicada a María Santísima en su portentosa imagen de Guadalupe,[57] sobresale por dos razones: la égloga está escrita en latín y castellano, impresa en face, y las dos voces representan una especie de acto teatral. Melibeo, el Reyno de las Indias Occidentales, llora la calamidad de 1785 cuando todas las semillas se helaron; Titiro le ofrece consuelo, diciendo que “el piadoso gobierno de Gálvez” muestra la merced de Dios y de la virgen.

Los poemas de Larrañaga nos hacen pensar en el papel que la poesía tenía en el teatro. Dos obras dramáticas, también escritas hacia el final del siglo y publicadas en México, demuestran este empleo. En 1788 Juan Pisón y Vargas, a quien ya mencioné, publica La Elmira. Tragedia moderna en cinco actos.[58] La historia tiene lugar en el Perú, donde don Guzmán, gobernador, se enfrenta con Macoya y Mozoco, caciques del Potosí; en el prólogo conocemos a las figuras alegóricas de La Tragedia, La Nobleza, El Afecto y El Vulgo. En 1796 Fernando Gavila hace publicar La lealtad americana, drama heroyco en un acto que se ha de representar en el teatro de esta M. N. y L. Ciudad de México el día 9 de Diciembre de 1796, en celebridad del feliz cumpleaños de nuestra augusta soberana, y colocación de la estatua del rey nuestro señor;[59] Gavila se identifica como “primer actor del coliseo”. En una introducción insiste que la obra se conforma a la verosimilitud y a las unidades. Cuenta la historia, sacada de Piratas de la América de Esquemeling (1678), de “la entrada del Inglés Juan Morgan por Tierra-firme el año de 1670, y ruina de Panamá, Ciudad Capital de aquel Reyno, fundada sobre el Ysmo à quien dá Nombre, y á orillas del Mar Pacífico en la América Meridional”. Por un lado tenemos el gobernador español y “un rico comerciante americano español”, y por otro Juan Morgan “célebre Inglés”.

Cambios en la poesía

Pasamos ahora a analizar una categoría de poesía que vemos con más frecuencia a fines del siglo xviii y comienzos del xix. Está escrita para inspirar la devoción (los himnos y rezos en forma de devocionarios) para un mercado compuesto de numerosos lectores. Igual que las formas en prosa (los sermonarios, novenas, catecismos y calendarios para marcar los acontecimientos de la vida de la Iglesia), las poesías muestran el afán de inventar formas literarias para responder a nuevas necesidades comunicativas. Debido a varios factores –mayor alfabetismo, más divulgación de las herramientas didácticas, más impresores nacionales– se ve el crecimiento de esta nueva poesía, diferente de la vena religiosa de años anteriores. Ésa, producida para unos pocos ojos en los monasterios y los conventos, en los círculos de la universidad (por ejemplo, la poesía mística de san Juan de la Cruz o el Sueño de Sor Juana) se cultivaba para la instrucción, la meditación y el gozo estético e intelectual de personas cultas, quienes podían entender y admirar su excelencia. En cambio la nueva poesía, tradicionalmente considerada inferior y mediocre por los antólogos e historiadores, representaba “la poesía” para la mayoría de entonces, sirviendo para modernizar tanto la religión como el arte.

Se estudia valiosamente esta poesía porque señala nuevas direcciones: su implícita secularización, su americanización y su democratización. Destacan cuatro nombres: Joseph Agustín de Castro, Joseph Manuel Sartorio, Joseph Antonio Plancarte y Agustín Pomposo Fernández de San Salvador (1756-1842). En 1804 tres de ellos (menos Sartorio) contribuyeron con sus versos a una colección, Cantos de las musas mexicanas, con motivo de la colocación de la estatua ecuestre de bronce de Nuestro Augusto Soberano Carlos iv. Esas poesías políticas (aunque apropiadamente clásicas en su selección de lenguaje elegante y refinado) apuntan hacia fray Manuel de Navarrete y más tarde los miembros de la Arcadia, algunos de los cuales adoptaron otros temas y fórmulas discursivas para explorar la intimidad psicológica. Sus experimentos se calificarán, según algunos, como brotes del romanticismo en México.

Como representante de esta nueva poesía se tomará a Agustín Pomposo Fernández de San Salvador. Éste, licenciado y “abogado de la Real Audiencia y rector que ha sido de la Real Universidad” (como se describió en la oda y octavas que contribuyó a Cantos), hizo publicar en 1802 una colección de poemas en dos tomos, Los dulcísimos amores, poemitas de Mariano de Jesús (México, Mariano de Zúñiga y Ontiveros). Eligió publicar esos poemas, que fingió encontrar manuscritos, bajo un seudónimo (los críticos coinciden en que “Mariano de Jesús” es Fernández de San Salvador), razones por las cuales se considerarán adelante.

La colección es importantísima. Primero, por el dato sobre su recepción. Encontramos al final del segundo tomo una lista de más de 700 suscriptores, la cual delata la mucha demanda para este tipo de literatura. Hay nombres de curas y damas, como es de esperar, pero también los hay de algunos caballeros, la mayoría señalados por “Don”, o “Lic.” o “Sr.”. Hay suscriptores en la capital y las provincias, pero también tan lejos como Manila (donde se suscriben tres mujeres); algunos piden múltiples ejemplares (uno hasta 16). Así se ve cómo la religión se estaba comercializando, reforzando su poder entre unas clases mientras la Ilustración estaba extendiéndose entre otras. Documenta la importancia del papel de “la poesía” en la vida de los mexicanos de entonces. Igualmente testimonia cómo sus expectativas imaginativas y lingüísticas establecieron en la sociedad nuevas formas de pensamiento. No es literatura popular en el sentido de hablarle al pueblo; más bien parece representar el interés por parte de personas instruidas en centros urbanos grandes, de comunicarse con gente en regiones distantes, y participarle noticias de la vida de la capital.

Segundo, la colección es importante porque Fernández de San Salvador, en contraste con la motivación de poetas religiosos previos, escribió específicamente para ganar dinero para la ampliación de la casa de ejercicios, parte de la iglesia de San Felipe Neri. Castro, Sartorio y Plancarte eran sacerdotes, pero Fernández de San Salvador era laico. Así, aunque sus poesías reflejan la influencia de san Ignacio de Loyola, se lee que eran escritas menos para ser usadas en una situación de control donde un director buscaba dirigir la concentración de sus ejercitantes, y más para captar el interés de lectores, libres para leer o no. En vez de ser castigados por sus pecados, y advertidos severamente de lo que les esperaba en el juicio final y el infierno, el poeta trata a los lectores como “amantes”. Éstos, “amantes hombres, mugeres de todas edades, clases y estados” (i, p. 2), son infelices por haber malentendido el amor. Sufren la desigualdad de amores humanos no correspondidos, la ausencia de la persona amada y la ingratitud. Lo que se entiende comúnmente por amor, entonces, engaña a los hombres. El poeta pregunta, como si fuera un lamento personal, “Porque por lo común, los corazones / a quien nos quiere bien no se los damos?” (i, p. 26). Pero si sus lectores pueden entender y apreciar el amor abundante y perfecto de María y Jesús, sus bienhechores, pueden alcanzar la felicidad.

Tercero, Fernández de San Salvador conscientemente recuerda a sus predecesores literarios, pero después de nombrarlos los descarta para proclamar su originalidad. Al principio de la colección hace patentes los modelos de Garcilaso de la Vega y de Juan Meléndez Valdés, renovador de la poesía anacreóntica en España, para desarrollar su tema predilecto: el amor. Como Garcilaso, inventa a dos pastores, “dos finos Amantes” quienes “lanzan ayes inocentes”, para desplazar en ellos sus propias emociones. Éstos ya tienen la evidencia del mundo natural que les muestra la bondad de sus dueños; ya tienen en el seno el retrato de la madre María con el hijo en el brazo como la imagen de la perfecta hermosura. Pero, aunque quieren ser agradecidos y amarlos, sienten que, como seres humanos, su amor es deficiente, sus corazones fríos, y son miserables. Al lado de Mariano y Antonio, una tercera voz, la de un “Poeta”, describe sus sufrimientos y el paisaje mexicano en donde cantan.

Al principio de la colección, cuando “Mariano” se despide de sus poemitas, Fernández de San Salvador los personifica y autoriza a que hablen: “Estamos muy distantes / de los versos de Horacio, de Virgilio, y de Homero / de Petrarca y de Taso; / Tampoco parecemos / á los de Garcilaso, / de León, ó de Quevedo, / Cervantes, o Cadahalso; / No á los de los Iriartes, / González, Metastasio, / Landívar, o Meléndez, Alegre, ó: Jovellanos; / Ni a Partenio, Vanyere, / á Barelio, o Lozano, / ni en fin a ningun Poema / bueno nos acercamos” (i, p. 4). De esta manera el poeta sitúa modestamente sus versos entre los malos; y también, aunque demuestra su conocimiento de aquellos poetas prestigiosos, parece rechazar su literariedad con el propósito de enfatizar realidades circundantes.

En otros momentos, sin embargo, acusa la influencia de Eugenio Gerardo Lobo (1679-1750), cuyas Varias poesías (Madrid, 1769) eran muy leídas en la época. Igualmente quiere que sus versos se comparen con la poesía española de moda. Escribe en un pasaje: 

lo que ha hecho inmortal el nombre de Anacreonte es aquella incomparable dulzura y suavidad junta con una sencillez que encanta: aquella Filosofía que prefiere los deleytes puros y sencillos de la naturaleza a las vanas opiniones que se han formado los hombres del honor, de las riquezas, sabiduría &. Si esto y las demás bellezas de su estilo, lenguage y armonía es lo que ha sido causa de que Anacreonte en todas edades haya sido las delicias de todos los hombres de gusto... si en fin las gracias, los amores, los placeres y las bellezas verdaderas hacen el carácter propio de este género de poesía lírica, y la Poesía con todas sus gracias fue inventada para cantar al verdadero Dios y sus obras; por qué no llamaremos Anacreóntico el siguiente y otros Poemitas de Mariano de Jesús?... debemos hacerlo ahora... en honor de la Poesía hispano-Americana (i, pp. 104-105).

El doctor Ramón Casaus, uno de los lectores oficiales responsables por el permiso de publicar los versos de Fernández de San Salvador, escribió de ellos:

No se encuentran los defectos comunes en muchos Poetas cristianos, de dirigir sus versos a fingidas deidades del Paganismo... Al contrario estos Poemitas merecen por su pureza y santidad ponerse al lado de las poesías sagradas de Fr. Luis de Leon, del Conde de Rebolledo; de los Argensolas y Herreras y Jaureguis, de los Hojedas y Carrascos, y de Lope de Vega, y de un Vaca de Guzman, y de un Melendez Valdes.

El comentario del doctor Casaus demuestra la típica actitud de un censor eclesiástico, pero también la pervivencia en México de un clima religioso que temía que “en las calles y en las plazas de noche... sonasen otros cantares”.[60]

Así, Fernández de San Salvador da evidencia de adaptar formas literarias europeas para expresarse en términos mexicanos. El pensil de los poetas clásicos, el jardín del amor cortés de los poetas renacentistas, se convierten en su poesía en un “Jardin permanente” (ii, 31) donde se encuentran flores mexicanas –el cacaloxóchitl, el coatzontecoxóchitl y el yoloxóchitl. También se encuentran en el jardín flores con propiedades curativas y económicas (tintes), las cuales demuestran las mercedes divinas. Sin embargo, el poeta sólo habla de sus bellos colores y de sus aromas dulces. El paisaje, aunque levemente mexicanizado, todavía es pintado dentro de un marco libresco; el poeta no se atreve a singularizar más las conexiones de su mundo artístico con México. Aunque dice en un verso que estamos “cerca de la gran México” y alude al simbolismo virgiliano del mundo vicioso de la ciudad y el campo virtuoso (i, pp. 13-14), no extiende este mensaje moral. Cuando hacia el final dedica un poema a “la belleza y amenidad del Pueblo de San Agustín de Cuevas” (ii, pp. 269-273) tampoco elabora su significado campestre.

Vemos más explícita la conciencia americana en los varios poemas dedicados a la Virgen de Guadalupe. Los hay rutinarios, varios de los cuales juegan con la idea de que la imagen de la virgen sea hecha por la divinidad y no por manos humanas (el tema recuerda la discusión de Miguel Cabrera relativa a la pintura a mediados del siglo). Pero sobresale uno de estos poemas, “Un estudiante criollo implorando la protección de María Santísima baxo su advocación de guadalupe de méxico” (i, p. 150): 

soneto

¡Oh, Tú, dulce maría guadalupana!
¡Tú, dulce Iman de todas mis ternuras!
¡Tú, inmenso Mar de ciencias y dulzuras!
¡Tú, Hechizo amante de tu gente indiana!
¡Tú, tan piadosa, que pisaste ufana
Esta tierra nutrida de amarguras!
¡Tú, Madre del Gran Dios de las alturas!
¡Tú, Madre de la gente Americana!
Pues de esta soy humilde gusanillo,
Influye, anima, enciende y acalora
Mi aplicación, mi pecho y mis potencias;
Que si qual debo ante tus pies me humillo,
¿Quién me podrá impedir, Sabia Señora,
Que tú me inspires saludables ciencias?

La imagen de un estudiante criollo implorando a la virgen que le inspire “saludables ciencias” sugiere el conflicto en México entre influencias espirituales y mundanales, y al mismo tiempo un intento por parte del poeta de sintetizar lo tradicional y lo moderno. Este esfuerzo de utilizar así sus versos lleva al poeta, en otras ocasiones, a dificultades. Parte de la iconografía conocida representaba a la Virgen María con el infante en los brazos, y otra parte del conjunto de metáforas aceptadas insistía en que la leche de sus pechos nutría al niño pero que también gratificaba a sus amantes y salvaba a los pecadores. En varias ocasiones Fernández de San Salvador visualiza así a la virgen. Pero la desnudez femenina de tales escenas contrasta con la descripción de otro poema, “Los payos juiciosos hablan de las Currutacas disolutas” (ii, p. 154) en que las espaldas, brazos y pechos de las mujeres están expuestos a la vista y “sus carnes / gritan: luxuria”. La bajeza de la lengua coloquial (y la rima asonante de “u” “a”, que sugiere su trabajo) refuerza la noción del pecado sexual. María reprocha a esta mujer disoluta en el poema siguiente, pero también reprocha al “hombre deshonesto / que de tela delgada / el pantalón ajustas, / a tu pureza para provocarlas” (ii, p. 165). Así el poeta encuentra en el conjunto de sus poemas la manera de reconciliar ideas establecidas y materialidades que todos veían pero que la gente “decente” no quería reconocer y verbalizar. La introducción del realismo que hace Fernández de San Salvador linda con la sátira que otros escritores desarrollarán más tarde.

Tal vez el precedente literario que mejor ilumine los Poemitas sean los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola.[61] Aunque los jesuitas fueron expulsados del imperio en 1767, su influencia todavía era fuerte unos años más tarde, cuando Fernández de San Salvador compuso sus versos. Se sabe poco de él. Nacido en Toluca, da evidencia en sus poesías de haber sido educado por los jesuitas, de conocer el recogimiento de la casa de ejercicios y el plan de disciplina que allí regía. Por ejemplo, en “Oda a los ojos” (i, p. 76) reproduce la insistencia de Ignacio en que la visión ayude a la fe; en otro poema, donde describe minuciosamente la violencia de la crucifixión, instruye al lector que lo lea “con pausa y reflexión” (ii, p. 54). En repetidas ocasiones pone énfasis en las lágrimas y su valor para enternecer el alma (ejemplarmente en ii, p. 201).

Sin embargo, sugiriendo experiencias personales, dice en un poema que la pobreza enseña buenas lecciones, expresando agradecimiento a sus padres por la humildad que las circunstancias le enseñaron. De hecho, la muerte temprana de su padre dejó a este hijo mayor, a la edad de 13 años, para cuidar de su madre viuda y cuatro hermanos. Trabajó diligentemente entonces, y más tarde, cuando fue nombrado curador de su sobrina Leona Vicario, para mantener a la familia.[62] Aunque Agustín Pomposo tiene fama de ser monárquico, su hijo mayor, Manuel, se hizo insurgente al lado de su sobrina. En su trabajo en el bufete y en la universidad mostraba su deseo de participar en la vida colectiva de su país, publicando folletos políticos y, como miembro de la Arcadia, un grupo de élite de poetas, versos bajo el seudónimo Mopso. Esta fraternidad poética, aunque propiamente fuera de los confines de este volumen por ser activa en la primera década del siglo xix, cuando muchos de sus integrantes publicaban sus versos en el Diario de México, incluía a otra figura a quien hemos visto: Joseph Manuel Sartorio. El más conocido del grupo es el fraile franciscano Manuel de Navarrete (1768-1809); también eran miembros F. M. Sánchez de Tagle (1782-1847), Anastasio María de Ochoa (1783-1833), Mariano Barazábal (1772-¿?),[63] José María Lacunza (¿?) y José Mariano Rodríguez del Castillo (¿?) (éste fundó el grupo). Todos tomaron un nombre ficticio, pensando que así se asemejaban a los poetas griegos cuya poesía clásica querían emular.

Cuando más tarde algunos insurgentes adoptaban alias para reservar su identidad, se colige la urgencia que sintieran algunos en la época de mantener separadas sus vidas pública y privada, y por qué específicamente Agustín Pomposo Fernández de San Salvador prefiriera publicar Poemitas bajo un seudónimo, y por qué la decisión de esconderse así le era tan fácil. La colección es semiautobiográfica en su aparente familiaridad con frialdades espirituales y tentaciones emocionales. Es innovadora no solamente en su pintura de payos y currutacas sino de situaciones personales, como la muerte de un marido y el abandono de su familia. Más importante aún, es radicalmente nueva en su adopción de un estilo sencillo, donde se ve el proceso de la democratización de la poesía. El poeta rechaza el barroquismo del lenguaje elegante (metáforas rebuscadas, conceptos forzados, perífrasis difíciles de entender) en favor de un lenguaje llano y directo.

Para atraer a lectores nuevos, Fernández de San Salvador prefiere un tono rogativo y no disciplinario ni aleccionador. No quiere enajenarlos. Depende de que sus suscriptores entiendan la compra del libro como limosna para posibilitar la ampliación de la casa de ejercicios. El trabajo dará de comer a los pobres. Los padres de familia podrán enviar allí a sus hijos extraviados, los amos a sus obreros perezosos para aleccionarlos. El mensaje es menos la salvación de almas y más la utilidad de la persona a Dios y al estado. Se lee en sus poemas, entonces, que la religión era un campo discursivo contestatario, donde “el amor”, “el corazón”, “el alma”, y “la belleza” todavía funcionaban para evocar significados individuales, pero donde estos términos estaban adquiriendo nuevo sentido.

Poemitas, entonces, marca un hito en la transición hacia la literatura del siglo xix. Su público lector era numeroso. Tácitamente enseñaba las lecciones de la modernidad política y comercial: que el amante imperfecto debería reconocer la donación del amor divino y responder con gratitud en una especie de contrato con responsabilidades recíprocas, que la experiencia individual traía beneficios para la sociedad. Aspectos de la exposición anticipan temas y técnicas de la siguiente generación de escritores; por ejemplo, la percepción (ii, p. 72) de que los pájaros de Nueva España (pericos, loros, papagayos, cotorras, guacamayos) estaban caracterizados por su habilidad de imitar sonidos, dando la impresión de que hablaran, sugiere el empleo, en 1816, de tal pájaro por José Joaquín Fernández de Lizardi para el título de su novela, El Periquillo sarniento.

Poesía "popular"

Primero consideramos la poesía que Pablo González Casanova y José Miranda han llamado “perseguida” y “clandestina”. Esta poesía, hallada mayormente en los archivos de la Inquisición, es una mezcla de composiciones que muestran la autoría erudita y la popular. Como lo han demostrado González Casanova y Ángel José Fernández en sus estudios, la primera se asocia mayormente con los centros urbanos, la segunda con la periferia y el campo. Los dos investigadores destacan las raíces de ambas especialmente en Veracruz[64] donde, como puerto, entraban y se localizaban dos influencias que el gobierno consideraba subversivas: las ideas de la Ilustración y la cultura negra de los esclavos. También en Acapulco, adonde llegaban muchos filipinos, vulgarmente llamados chinos, según José Toribio Medina en su Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México,[65] florecía una cultura oral que requería la observación y el control. González Casanova discute “la noción del pueblo” en su libro, refinando esta atribución en que la poesía anónima muchas veces está velada bajo la etiqueta “popular”.

Sin embargo, la sátira en los niveles alto y bajo se encuentra temprano en el interior del país. González Casanova y Miranda registran un poema que recogió la Inquisición en 1701, el cual confesó haber escrito el presbítero Pedro Muñoz Castro como “bufonería” en contra de Juan Ortega Montáñez, arzobispo y virrey de México (p. 47). La primera estrofa: 

¿Quién es aquel figurón
de los pobres atestín,
que sabe más que Merlín
con su ciencia de Platón?
El oro es su diversión,
perlas y conchas también,
vajillas y tutiplén,
La cueva de Sahagún,
y la mesa como un
Heliogábulo de bien.

Hacia el final del siglo, cuando entran las ideas de la Ilustración y las inmoralidades de Madrid y París bajo el pretexto del cortejo y el refinamiento, la sátira de la oficialidad continúa, pero la irreligiosidad es marcada. El secularismo justifica catecismos políticos e imitaciones de formas religiosas como “El Padre nuestro contra los gachupines” y “Los mandamientos ilustrados” (boleras). Al nivel de la plebe, el desafío de lecciones religiosas y la burla del clero se expresan más abiertamente en sones, coplas, etc. En el “Pan de jarabe ilustrado” (1784) se lee: 

Ya el infierno se acabó
ya los diablos se murieron;
ahora sí chinita mía,
ya no nos condenaremos.[66]

La castellanización de los esclavos negros es un campo de investigación todavía abierto.[67] Se piensa que, a diferencia de los pueblos indígenas que mantenían intactas sus costumbres y su lengua, los negros, en mayor contacto con sus dueños, aprendían su idioma, adaptándolo a sus necesidades discursivas. Cantaban, entonces, muchas veces en castellano; bailaban al son de letras castellanas de su propia invención. Alejo Carpentier, basándose sobre todo en Historia de la música en México, de Gabriel Zaldívar, describe cómo en 1776 una flota con muchas personas “de color quebrado” llegó a Veracruz de Cuba, llevando una danza con apropiadas coplas: “el chuchumbé”.[68] Cita Carpentier a un informante de la Inquisición: “Las coplas se cantan mientras otros bailan, ya sea entre hombres y mujeres o bailando cuatro mujeres con cuatro hombres; el baile es con ademanes, meneos, sarandeos, contrarios a toda honestidad... por mezclarse en ellos abrazos y dar barriga con barriga” (p. 66). La Inquisición trató de parar su inmediata popularidad por juzgar la danza y sus coplas “escandalosas, obscenas y ofensivas de castos oídos”,[69] pero no tuvo éxito. Aunque la música se ha perdido, restos de las coplas han quedado en los archivos de la Inquisición. Allí se lee que su letra parodiaba la religión, se burlaba del clero, y expresaba abiertamente y con regocijo groserías sexuales.[70] Las danzas se practicaban en las pulquerías, al aire libre, en riñas de gallos; pero su música invadía también las iglesias, como describe González Casanova que ocurrió una vez en Jalapa en 1772:

Al estarse celebrando la misa diaria, en la madrugada de la Natividad de Cristo, cuando el sacerdote elevaba la sagrada hostia, comenzaron en el órgano a tocar el Chuchumbé y otros sones, como el Totochín y Juégate con Canela, “todos lascivos, torpes e impuros, que no solamente bastaron a interrumpir la devoción, sino que escandalizaron a los fieles” (p. 68).

Carpentier asocia “el chuchumbé” con la música de origen africano de Cuba. Tomando en cuenta esta tradición coplera en el Caribe, se puede identificar una cultura popular negra de larga duración en México, ejemplificada en el folclore del “poeta negro”. Sor Juana Inés de la Cruz y José Joaquín Fernández de Lizardi reconocieron el talento de esta figura para exteriorizar los sentimientos de su clase social, para ingeniarlos según formas métricas, y para improvisar. Se da a conocer al poeta en el Calendario del negrito poeta mexicano, publicado en México en ¿1856?-1867; en seis números el editor Simón Blanquel publica cerca de ochenta coplas. También la colección que publicó Nicolás León en 1912, El negrito poeta mexicano y sus populares versos, extendió su fama.[71]

Sin embargo, la tradición poética popular en México no se explica totalmente por el porcentaje de población negra. El romance llegó temprano a la colonia de España, permitiendo la explosión de romances en la época de la independencia y la aparición del corrido más tarde, en el siglo xix.[72]

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En la historia de la poesía mexicana a lo largo del siglo xviii se puede ver la transición hacia gustos democráticos. El género perdura; los placeres visuales y auditivos provenientes de la rima, el ritmo, la onomatopeya, el lenguaje figurado, etc., hacen que el género siga vital en la sociedad en la plenitud de su colonialismo. Sin embargo, el contexto en que aparece la poesía comienza a cambiar; los devocionarios, las publicaciones políticas, etc., hacen que fluya en otras direcciones. La poesía que siempre ha tenido dos rumbos de desarrollo –el escrito y el oral– se amplía, preparando el camino para la independencia.