Viejas, como el perfume, las palabras descienden de las hojas. Quizá por eso forman libros y florecen también al vigor del poeta. Le dan tono al idioma y dignidad al hombre. Expresan lo más grande. Conocen lo más hondo. El poeta las toma para beberse un río o prender una sombra donde habita la muerte. Las abre en dos mitades para saber su estirpe, las besa, les da agua con sus labios, se acuesta entre sus muslos. El poeta las quiere. El poeta las llama a gritos o con voces venidas de la aurora. Son el sol del poeta. Su enorme geografía.
Lector asiduo, al poeta los libros lo incitan a crecer corriendo de cara a los crepúsculos. Se yergue, como el espantapájaros, en medio de una cultura corrompida, ramera, acrítica, odiando todo aquello que los fundamentalistas tienen por verdad. Es increíble que subsista en la tierra nativa de la esterilidad y de los santos. Expatriado a un mundo interior donde la voz del alma es su propia conciencia, el exilio lo alienta en cada nuevo amanecer, en cada alborada diferente.
