Enciclopedia de la Literatura en México

La novela [en el siglo XVIII]

Nancy Vogeley
2011 / 11 ene 2018 10:49

mostrar [Introducción]

La aparente ausencia de la novela en la Nueva España del siglo xviii es, en gran parte, responsable del mito de la inferioridad y esterilidad artística del siglo. Pero, como muchos mitos, éste es falso. Actualmente los investigadores consideran tres datos que muestran el interés de los mexicanos de entonces por la ficción y por la novela en particular: 1] La sátira, en sus formas firmadas y anónimas, da rienda suelta a la invención muchas veces narrativa y novelesca; 2] Los mexicanos leen ávidamente la ficción importada; 3] Los escritores mexicanos en aquellos años preferentemente sueltan su imaginación al servicio de la retórica de los sermones, el juego poético y la especulación científica y filosófica. En parte, es cierto, esquivan la novela por restricciones impuestas en la colonia por la Inquisición y las incertidumbres del reformismo borbónico. Pero en parte, también, sólo están llevando la categoría convencionalmente denominada “literatura” en la dirección del pragmatismo. El neoclasicismo francés, el Siglo de las Luces, y necesidades internas, como la economía minera y la salud, habrían preferido la literatura escrita con fines utilitarios.

En nuestra búsqueda de la novela en México durante el siglo xviii estamos explorando lo que parece ser un vacío. Así debemos considerar con nuevos ojos la sátira. Debemos valorar lo que sabemos del consumo de lectores mexicanos. Debemos olvidarnos de la terminología explícita de “la novela”. Recientemente su definición se ha ampliado para apreciar la diversidad de que gozó en varias épocas y varias culturas.

La novela, que nació en España en los siglos xvi y xvii, sufre cambios en el xviii. Un crítico ha dicho que España entra en el siglo xviii “desnovelado” por la decadencia artística de los últimos años del reinado de los Hapsburgo; solamente recupera un gusto por la forma en los últimos veinte años del siglo, para satisfacer a un público lector todavía deseoso de leer novelas.[1] Aunque la novela tenía un importante desarrollo en Inglaterra en el siglo xviii, en España la estética neoclásica que reinaba tendía a sofocar cualquier desviación de la verosimilitud, cualquier fantasía que caracterizara las preferencias españolas del Siglo de Oro. Lo que antes serían novelas, ahora, bajo los Borbones, son “sueños”, “vidas”, “cartas”, “confesiones”, “historias”, “utopías”, “fábulas”, “viajes”, “memorias”, “diálogos”, “diarios”... incluso “zumbas”. Si la novela parece morir en España en aquellos años, no es cierto; cambia de nombre. Estas formas, como la Vida de Diego de Torres Villarroel (publicada entre 1743 y 1758), son inmensamente populares en España y en México. La prueba es la publicación, en 1816, de la obra que es comúnmente llamada la primera novela mexicana, El Periquillo sarniento; su aparición sería imposible sin el afán por la ficción que habían aprendido los mexicanos a lo largo del siglo xviii. Su autor, José Joaquín Fernández de Lizardi, no emerge sin antecedentes en su país natal.[2]

Recientemente ha habido intentos para conferir el título de “primera novela” a obras más tempranas. De esta manera el crítico que proclama haberla descubierto consigue cierta fama, desplazando aparentemente a El Periquillo de su lugar preminente. Las crónicas de la conquista y Claribelte (una novela de caballería) en el siglo xvi, El Siglo de Oro en las selvas de Erífile (1608), Los sirgueros de la virgen sin original pecado (1620), Los infortunios de Alonso Ramírez (1690) son sólo algunas de las obras que se han propuesto como “la primera novela latinoamericana” o “la primera novela mexicana”.[3] Sin embargo, si uno acepta la validez de una de estas pretensiones al título, es difícil que demuestre un vínculo que conecte la obra con la novela reconocida como tal de Lizardi. Por no ser impresa ampliamente, la obra temprana no cumple con los requisitos sociológicos que asociamos con la novela. Dentro del círculo de alfabetos no es leída por muchos lectores. Su narrativa no compite en el negocio de obras seculares; no suele pretender mover a la diversión. No es autorreferencial con otras novelas ni es imitada por narradores posteriores, acusando así reconocimiento de su carácter distintivo. En contraste con las argumentaciones en pro de la antelación de estas obras, otros historiadores de la literatura insisten en que hay una general ignorancia de la novela en los trescientos años de la vida de Nueva España; explican que la metrópoli suprime su práctica interna y su lectura.[4]

Pienso yo que la realidad se encuentra entre estas dos visiones de la historia de la novela en México. Hay intentos nacionales parcialmente novelescos durante la época colonial y, a pesar de la oficial desaprobación de esta categoría de lectura imaginativa, la cual parece haber cohibido su producción en México, hay evidencias de que los lectores conseguían las novelas modernas del extranjero, creando así una demanda por la forma. En el siglo xviii vemos los brotes de una cultura de ocio (consecuencia de la nueva prosperidad de la colonia), en la cual lectores cada vez más numerosos van a consumir este producto secular; así se estimula el crecimiento del género en México en el siglo xix.

mostrar La sátira

La novela prototípica, El Quijote (1605, 1615), tiene como un componente esencial la sátira, si no en el empleo de exageraciones caricaturescas o un tono sarcástico, sí en el fin de contrarrestar falsedades, de desmitificar, de desengañar, por medio de su temática metaliteraria. Desde que Cervantes en esa obra mostró este plan para la novela en su ataque a los libros de caballería de su día, los novelistas han tenido en cuenta la función satírica del género. Don Quijote, con la cabeza llena de ideales, choca constantemente con las realidades del mundo alrededor; así Cervantes satiriza la visión de perfección que nuestras instituciones quieren enseñarnos. Lo que hoy llamamos “la novela picaresca” era en los siglos xvi y xvii sátira de condiciones de pobreza y corrupción.

Este concepto de la evolución de la novela en términos de sátira aparta al género de otras definiciones que lo describen en términos de sus raíces en la epopeya, la historia, y el roman francés.[5] Estas definiciones, aunque valiosas, tienden a insistir en líneas de desarrollo a partir de los teóricos griegos; tienden a buscar consistencias formalistas a través de fronteras nacionales y agrupar aparentes semejanzas en clasificaciones estrechas como “romántico”, “realista”, etc.; tienden a imponer una cronología europea en partes del mundo lejanas, las cuales emplean la novela a su propia manera. Sin embargo, recientemente otros críticos han reconocido que es injusto ignorar una novela porque su pintura de personajes o su didacticismo no se conforma con un criterio moderno, a la moda en París; ellos reconocen condiciones sociales peculiares del país en la aparición de su novela y amplían la definición del género.[6]

Lizardi, en una discusión de la historia literaria en la América española, ofrece una perspectiva sobre las fuentes escriturarias del siglo xviii de las cuales se había valido.[7] Describe dos líneas de expresión abiertas al escritor mexicano: la literatura panegírica y la sátira. La segunda, porque carece de la lisonja, dice la verdad; también es preferible porque “se introduce con más facilidad en el entendimiento”. Leemos en su discusión que aun en Europa escritores de España (Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Agustín Moreto, Baltasar Gracián), Francia (Mathurin Régnier) e Italia (Dante Alighieri) preferían la sátira. Para Lizardi la sátira está conectada con la necesidad de oponer las voces oficiales, de decir la verdad, de documentar las realidades nacionales. En esta reflexión sobre la sátira Lizardi habla de “la poesía”, pero entendemos que la poesía para él significa la literatura imaginativa y que la novela pertenece a esta categoría. No habla en términos genéricos estrechos (la poesía versus la prosa) sino en el sentido de oposiciones basadas en consideraciones de colonialismo.

En un bando de 1771 el virrey de Nueva España, Antonio María Bucareli, publica su censura de la sátira. Así muestra el temor de las autoridades coloniales a sus efectos dañinos:

Hallándome cerciorado de las varias Sátiras, y Versos, con que sin reboso, ni piedad, sangrientamente se lastima el honor de muchas Personas de distinguido carácter, y respecto, y otras, conciderando, que el tolerar semejantes satíricos, é infamatorios Versos, y Libelos, cede en oposicion de las Soberanas Intenciones del Rey nuestro Señor: de las énixas [?] prolixas reglas de un recto politico cristiano govierno: de las buenas, y sanas costumbres, que deben observer los Súbditos: y que lo contrario toca en menosprecio, y ultrage de los Superiores: y finalmente por evitar los pecaminosos escandalos, que indican la mala crianza, que dan al Público tales infamatorios satíricos Versos, sin reparar en el perjuicio, que hacen á sus Almas, y lo aborrecido, que tienen este delicto las Leyes divinas, y humanas. Por el presente hago saber á todos los Naturales, y Moradores de... que no escriban, ni tengan las Sátiras.[8]

Así “la sátira”, en vez de ser un término utilizado por unos pocos literatos, nombraba más ampliamente en el vocabulario policial ataques que ponían en peligro el orden público. Muchas veces lanzada anónimamente, la sátira minaba el control de los oficiales de la corona. Su pintura de males exponía sus errores, su corrupción y las injusticias de su gobierno. El tono de la sátira, decían, que tendía a ser burlesco y escandaloso, les ofendía por ser de mal gusto.

El iniciador de la sátira literaria fue, para muchos, el escritor español Francisco de Quevedo (1580-1645). En varias de sus obras Quevedo usó la ficción para desenmascarar el poder del dinero, los vicios e imperfecciones de personas comúnmente admiradas, lo vanidoso de la honra y de la fama. Se escapó de la censura por la elegancia de su lenguaje y el ingenio de su humor. En su novela picaresca El buscón (1626), y en su fantasía dantesca, Los sueños (1627), Quevedo atacó a personas, reveló abusos que su sociedad toleraba, y desmintió mitos piadosos. Quevedo tuvo sus seguidores en el siglo xviii. En España Torres Villarroel en varias de sus obras, como Vida y Sueños morales (1727-1728), se aprovechó de su ejemplo para criticar condiciones sociales. En México el satirista de más importancia que le siguió fue José Mariano Acosta Enríquez, de cuya biografía sabemos muy poco;[9] su Sueño de sueños es una obvia adaptación de la obra de Quevedo. Por ejemplo, reproduciendo el tono sarcástico y escatalógico de él, Acosta Enríquez hace que Quevedo, uno de sus protagonistas, diga: “Yo te aseguro... que a la verdad, aunque bien creí que predicaba en desierto me valí del arbitrio de champarles todas sus cacas a la cara.” Acosta Enríquez se esconde tras este truco metaliterario de dar voz a Quevedo; es tímido en identificar a los mexicanos que son blanco de su ira.

Sueño de sueños es valiosísima por varias razones; una porque el autor muestra el valor de su lectura:

La ocasión de llegar a mis manos un tomito de nueva edición que contiene los Sueños del señor don Francisco de Quevedo y Villegas, me excitó la gana de darles un nuevo repaso, porque a la verdad, la primera leche con que yo me nutría fueron sus obras, las de Cervantes, las de Torres, y las de todo el glorioso coro de poetas que han hecho recomendable el Parnaso español (p. 113).

La geografía mexicana que reproduce es el mundo que tiene en la cabeza, creado por los libros.

La novela de Acosta Enríquez, que en parte es un diálogo extendido entre Cervantes, Quevedo y Torres, en el que discuten la novela, nos permite ver la amplitud del conocimiento mexicano de ese género. Cervantes y Quevedo preguntan por la fama de sus obras en el día, y Torres les asegura que son muy leídas (“Don Quijote es el pasto común de la gente de buen gusto.”) Sigue diciendo que “de treinta y cuarenta años a esta parte se han mejorado las imprentas españolas”; el detalle es importante porque da a entender que México estaba viendo la novela por medio de esa producción. El autor (en la voz de Torres) también cuenta la novedad del sistema de suscripciones, reportando que ahora, en el siglo, éste remplaza el antiguo sistema de mecenazgo. Dice Torres que la previa garantía de compradores tiene otra ventaja; “supone autorizar lo ya escrito”, subvirtiendo así el papel de la Inquisición, porque hacía difícil retirar un libro que muchos ya habían pagado.

Entonces Torres pasa a hablar de las novelas modernas con una lista que demuestra la familiaridad de Acosta Enríquez –y por ende del público lector mexicano– con la novela española y con traducciones de novelas del extranjero:

[éstas] muchas fabulitas preciosas y útiles, substituyendo a muchas perniciosas antiguas son el Aterior[10]la Eudoxia,[11] el Rodrigo,[12] la Pamela,[13] Adela y Teodoro,[14] el Robinson,[15] los dos Ronsones,[16] la Carolina,[17] El hombre feliz,[18] La mujer feliz,[19] Amelia,[20] Casita y Polidoro,[21] La huerfanita inglesa,[22] La mártir,[23] el Alexo,[24] Carlos Gardison,[25] El hombre sensible;[26] por otro lado Las noches de invierno, Las veladas de la quinta,[27] Los aguinaldos de Apolo,[28] Viajes de Enrique Wanton,[29] y con el título de Aventuras, las de Blance,[30] las de Telémaco,[31], Tonjones, o el Expósito,[32] y sobre todas... las de Gil Blas de Santillana,[33] las de Clara Harlowe,[34] Los enredos de un lugar, e historia de los prodigios y hazañas del célebre abogado Concuela, El licenciado Tarugo;[35] esta obrita que corre en tres tomos, su autor don Fernando Gutiérrez de Vegas, difuntos míos, es lo más primoroso que ha salido, y puedo asegurar que si alguno le asemeja al Quijote es el Tarugo, pero sin jactancia, sin hacer su autor alarde, sino con una discreción, disimulo y arte que parece hizo particular estudio en esto (p. 150).[36]

Es interesante por qué estas novelas están en la lista y otras no. Muchos títulos son de Francia; ello delata el gusto borbónico en España y, por consiguiente, el internacionalismo de la lectura en México. La lista indica la preferencia por una historia moralizadora y ejemplarizante; pero muestra también la preocupación de la sociedad por el recreo. El tema del amor, visible en el nuevo romanticismo, comienza a aparecer; pero no están en la lista las novelas sentimentales cuya popularización se iniciaba entonces (como Cartas de una peruana, Pablo y Virginia, Atala, Correspondencia de Abelardo y Eloísa), probablemente porque se pensaba que llevarían al lector al libertinaje de las costumbres. Los errores de ortografía sugieren que Acosta Enríquez sólo había oído hablar de algunas de las novelas.

Sin embargo, no todas las sátiras escritas en México en el siglo xviii se derivan del modelo de Quevedo. Una obra sumamente original es La portentosa vida de la Muerte, escrita por fray Joaquín Bolaños (1741-1796) y publicada en México en 1792 por la imprenta Herederos de José de Jáuregui.[37] Parece que la tirada era pequeña porque se ha dado el dato de que hoy solamente existen en México cinco ejemplares de la edición princeps.[38] Indicio de que era favorecida por lectores religiosos y piadosos en su época es su inclusión en el inventario de los libros del obispo de Oaxaca, Antonio Bergosa y Jordán, compilado en 1802;[39] también Lizardi elogia la novela de Bolaños en varias de sus obras.

Presentada como un libro de devoción, la alegoría de Bolaños tiene toda la pinta de una novela. La Muerte, la figura central, es una mujer en cuya genealogía, crecimiento y fallecimiento vemos la estructura de una vida. Diez y ocho láminas decoran el texto. Un tono satírico y toques imaginativos suavizan la advertencia de la mortalidad a todo ser humano. Otras publicaciones de Bolaños son sermones, una guía religiosa (Sentimientos de una exercitante concevidos en retiro, 1793, 1811), y la continuación de Año Josefino, una historia de los franciscanos (1793).[40]

Bolaños era franciscano. Nació en Michoacán y vivió en Zacatecas; era examinador sinodal del obispado del Nuevo Reyno de León. La publicación de La portentosa vida de la Muerte despertó crítica. José Antonio Alzate y Ramírez discutió la obra en varios números de su Gaceta de Literatura, quejándose de sus vuelos imaginativos que recordaban la fe pasada de moda y sin entender el doble sentido de la sátira. La muerte era una preocupación en el clima secularizante de la época; el censor, quien dio la aprobación para la impresión de la obra, reconoció explícitamente que impíos como Voltaire, negando la existencia de Dios y los consuelos de promesas de una vida después de la muerte, la habían hecho espantosa y terrible. Jansenistas y jesuitas, con sus discusiones sobre la probabilidad en cuanto a los límites del conocimiento humano, habían abierto la posibilidad de que la Iglesia no pudiera poseer verdades absolutas.

El fin satírico de la obra de Bolaños se ve en referencias a “un célebre maestro de la universidad parisiense”, en capítulos dedicados a México (una dama de América, la ciudad de Celaya), en una descripción de “el más autorizado congreso de sabios teólogos y filósofos”. Este último capítulo sugiere que el autor escribía para los clérigos y los intelectuales de su época, quienes perturbaban la paz de los fieles por medio de argumentaciones lanzadas en “contiendas injuriosas”. Bolaños cita las palabras del papa Inocencio xi (1679) quien, temeroso de que los libros impresos, manuscritos y disputas públicas provocaran dudas, llamó a la obediencia a “los doctores y alumnos”. Se ve, entonces, que la sátira es más bien realismo. No depende del cruel humor en un intento de atraer a los lectores; utiliza el formato de la novela (la personificación de la Muerte, su interacción con varias personas en un intercambio de voces) a fin de clarificar para los ministros responsables por preparar a su grey para la muerte cuáles eran sus deberes. En aquel siglo no sólo había proliferación de placeres mundanos sino que había demasiada controversia dentro de la Iglesia. La obra de Bolaños es mucho más que el devocionario que aparenta ser. Recuerda en muchos momentos el Fausto de Goethe, el cual, escrito en Europa en las mismas condiciones de cuestionamiento, dramatiza el dilema del hombre que vende su alma al diablo para ganar los placeres y satisfacciones del mundo.[41]

Otra obra recién descubierta en la Biblioteca Nacional de Madrid, “Segunda parte de los sonados regocijos de la Puebla”, muestra un carácter artístico semejante en su invención de personajes y situaciones, pero intelectual al reflejar cuestiones típicas del siglo xviii. Este manuscrito de 126 páginas es de un autor anónimo y probablemente se escribió en 1785.[42] El pretexto de un sueño permite que hable un poblano, don Francisco Poderoso de Alcatraz, quien visita la ciudad de México y dirige sus pensamientos sobre el teatro a un pobre mendigo, Tejocote. Tejocote constantemente pide que Poderoso traduzca su uso del latín a un lenguaje más inteligible.

“El teatro” se entiende ampliamente. El tema sirve para explorar cambios en lo que era el espectáculo colonial, ya que dramaturgos como Molière (pero también Pedro Calderón de la Barca y Sor Juana Inés de la Cruz) introducían temas seculares a la conciencia europea y americana por medio de su teatro. La lectura privada y sus placeres sustituían las palabras de predicadores y confesores; los poderes eclesiásticos imponían penas como la excomunión a los comediantes, y la cuestión de si el ocio llevaba al vicio o si podía posibilitar la virtud no estaba resuelta. El tema del teatro también se extiende a los juegos de gallos y las corridas de toros. Si “las corridas de toros son agenas de la piedad y caridad cristiana”, ¿cómo puede decir al papa el rey español, en su protección de ellas, que no sea pecado mortal verlas? Se detecta en el tono de “Sonados regocijos” el mismo choque entre valores antiguos y nuevos que hemos visto en el plan para una novela introducido por Cervantes. “Sonados regocijos” no es una obra satírica en el sentido de destruir por medio de la ironía cruel o la burla, pero sí una confrontación seria de la filosofía y la teología con realidades históricas.[43]

mostrar Las importaciones y los lectores mexicanos

Los investigadores nos han dado mucha información sobre las actividades del Santo Oficio en sus controles sobre los libros en el siglo xviii.[44] Monelisa Lina Pérez Marchand divide el siglo en dos etapas ideológicas, señalando lapsus en sus controles en la primera mitad del siglo, pero más exigencias después de la Revolución francesa de 1789. Muestra que algunos recibieron licencia para tener libros prohibidos (clérigos, científicos como Antonio León y Gama, y oficiales de la Inquisición como Benito Díaz de Gamarra); esta investigadora da a conocer un edicto de 1757 que regulaba los deberes de los libreros, mercaderes de libros, etc. Periódicamente el Santo Oficio publicaba edictos (1716, 1747, 1757, 1762, 1770, 1790, 1792, 1794, 1796, 1797, 1798, 1799, 1805) con listas de los libros prohibidos; conviene señalar que si bien algunos libros fueron prohibidos in totum, otros sólo fueron expurgados de sus pasajes peligrosos. Los edictos en realidad llamaban la atención sobre estos pasajes cuando especificaban qué palabras debían borrar los dueños de los libros.

Biblioteca Nacional de Madrid

Irving A. Leonard nos ha mostrado en su trabajo que la Inquisición no podía impedir la llegada de libros españoles a las colonias americanas.[45] Las prohibiciones sobre la novela, por ser perjudicial a la imaginación de pueblos más “débiles”, sólo se extendían a los indígenas. Las pesquisas de Leonard en las facturas de barcos demuestran que realmente muchas novelas españolas arribaron a México por los puertos de Veracruz y Acapulco; en los 1780 y 1790 otras llegaron clandestinamente desde Luisiana, donde se cruzaban intereses políticos y comerciales de Francia y de España.[46] Un edicto de la Inquisición (1797) prohíbe Lettres d’une peruvienne, de Françoise de Graffigny[47] y Lettres de Abelard et Eloise,[48] y así revela que esas novelas ya estaban en el territorio mexicano. Pero se ve que varias de las novelas de la lista de Acosta Enríquez son anunciadas abiertamente; éstas, tal vez, entraron legalmente en el séquito francés que acompañó al virrey, el segundo conde de Revillagigedo (1789-1794), favorecedor de la cultura francesa.

Sabemos que en 1803 el librero mexicano Manuel Antonio Valdés compró en Madrid 21 cajones de libros destinados para el envío a Veracruz.[49] Aunque no hay registro del contenido de los cajones, podemos sospechar que habría novelas. La librería e impresora de Valdés era importante en la época; publicó El Periquillo y otras de las obras de Lizardi; en 1817 compró los bienes de otro librero destacado, doña María Fernández de Jáuregui. Más tarde se convertiría en la librería del heredero de Alejandro Valdés, Luis Abadiano, para entonces entrar en el almacén en la colección de la Biblioteca Sutro (San Francisco). Allí se encuentran muchas novelas impresas en España, las cuales son traducciones del francés, del inglés y del italiano. Podemos concluir, entonces, que estos títulos estaban de venta en la librería de Valdés en las fechas de su publicación.

Otras novelas y obras novelescas del extranjero se imprimieron en México, como Viage de América a Roma, de Joseph de Castro (esta historia, originalmente impresa en Madrid, fue reimpresa dos veces en 1745: por Francisco Rodríguez Lupercio, y por la viuda de don Joseph Bernardo de Hogal). De 156 páginas, en forma poética, la obra tiene un carácter narrativo, con lo que contribuye al gusto de los mexicanos por el género. Es el relato autobiográfico del viaje de un cura de Zacatecas a Cuba, España, Francia e Italia. Los detalles son deliciosos:

En la Nao de San Antonio
una cámara nos dieron,
donde vide muchos votos,
sin escuchar un reniego.
Era el Bagel Genovés,
de los que llaman de asiento,
ocupado en conducir,
muchos partidos de Negros,
y assí en él fuimos tratados
como cautivos Morenos.
Iba cargado de Azúcar, y de Tabaco Habanero
y grande carga de Tinta,
y otros géneros diversos.

Castro dice que las iglesias de Francia no tienen la ornamentación de las de las Indias, pero que los franceses cuidan de sus mesones; así “cada tierra a su modo / tiene sus procedimientos”.[50]

Sin embargo, la novela más importante que llegó a México en el siglo xviii, reconocida como tal y universalmente admirada, es Don Quijote, reimpresa 44 veces entre 1700 y 1808, la mayoría de ellas entre 1720 y 1740. Hay ediciones de Londres y La Haya.[51] Dos biografías de Cervantes (de Gregorio Mayans y Siscar en 1738 y de Vicente de los Ríos en 1780) y una discusión de él de José Luis Munárriz en su traducción de las Lecciones de la retórica, de Hugo Blair (1798, 1804), aumentaron el prestigio del Quijote.[52] En 1783 Antonio de Sancha, el impresor madrileño, publicó las Novelas ejemplares de Cervantes, en 1784 La Galatea, Viaje al Parnaso y una edición de Numancia y El trato de Argel.

Entre 1787 y 1791 Sancha también publicó colecciones que daban a conocer otras novelas españolas: Teatro histórico-crítico de la elocuencia española (de Antonio de Capmany de Montpalau, 5 vols.); Colección de novelas escogidas, compuestas por los mejores ingenios españoles. También Sancha publicó en 1786 El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara; en 1787-1791 Vida de Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán; en 1788 Obras escogidas, de Francisco de Quevedo.[53]

Además del Quijote otras dos novelas españolas tuvieron mucha acogida en México: Fray Gerundio y Gil Blas. Fray Gerundio de Campazas, una sátira del excesivo culteranismo y la malentendida erudición de la oratoria sagrada de la época, escrita por el jesuita José Francisco de Isla, fue publicada por primera vez en 1758 (con ediciones posteriores en 1768, 1770, 1784, 1787). La sátira dirigida hacia los frailes y los predicadores fue prohibida por la Inquisición. Sin embargo, sabemos que circularon copias manuscritas en México, que el virrey marqués de Croix prestó su copia a amigos, y que dos bibliotecas privadas de México recibieron permisos especiales para tenerla.[54] Otras pruebas de la acogida en México de Isla son la presencia en la colección Sutro de dos de sus obras de 1785,[55] y la publicación en México de un folleto de 1820, “Viaje de Fr. Gerundio a la Nueva España”. Las cartas de Isla a su hermana, cuñado y otras personas también circularon en ediciones de 1786 y 1790.

En el caso de Gil Blas de Santillana tenemos una adaptación, Gil Blas de Santillana en México, escrita por el militar español Bernardo María de Calzada. Alain René Lesage (1668-1747) escribió Gil Blas de Santillane en 1715-1735; en 1787 el padre Isla tradujo lo que parecía ser una historia española de la corte del conde duque de Olivares. En 1792 Calzada, traductor de varias obras del francés al castellano, aparentemente se inspiró en la novela y extendió la historia, llevando a su héroe a México. En la introducción Calzada explica que traduce una obra publicada originalmente en Amsterdam en 1744; pero debemos suponer que está usando este pretexto para insertar un reportaje contemporáneo. La secuela de Calzada salió en una edición de dos tomos, publicada por la Imprenta Real de Madrid. Su obra, que Julio Jiménez Rueda reeditó en 1945, se llamó originalmente Genealogía de Gil Blas de Santillana, continuación de la vida de este famoso sugeto, por su hijo Don Alfonso Blas de Liria, restituida en la lengua original en que se escribió por el Teniente coronel Bernardo María de Calzada. Jiménez Rueda seleccionó la última parte del primer tomo y los primeros capítulos del segundo para ofrecer a sus lectores las aventuras del hijo en México.[56]

No se sabe si Calzada llegó a México. La descripción del viaje que hace el protagonista desde Veracruz, pasando por Jalapa, Tlaxcala y Puebla hasta llegar a la ciudad de México, hace pensar que el autor conoció realmente el país.[57] Si Acosta Enríquez disimulaba su crítica, Calzada es directo. Su novela se concentra en la historia de un comerciante español y sus negocios en el desarrollo del comercio en el interior. Tiene contactos con una casa comercial en Cádiz, la cual le provee los productos que necesita para la venta en México; entonces devuelve a España por la flota oficial los géneros y productos de México (sobre todo la cochinilla). Llamándose buhonero, vuelve a su país, rico.

En su enfoque la novela es históricamente exacta; en el crecimiento de la población y demanda consiguiente de productos, México se abría a este tipo de hombre, ya que Madrid comenzó a permitir ciertas libertades de comercio. Como comenta un cínico cuando inquiere por qué ha venido a México, “les manifestase yo cierto anhelo de saber qué cosa podía haber llevado a unos países que nadie visita sino por el cebo de la ganancia”. Nuestro protagonista generalmente es honrado y aprende a ser caritativo; da diez por ciento de sus ganancias a los pobres. Pero el narrador también nos permite entender la extensión de sus negocios como dueño de todo el comercio de Oaxaca

tiene aquella sola provincia trescientos cincuenta lugares, proporcionado número de aldeas y ciento sesenta conventos de hombres y de mujeres. Todos se proveían, casi en mi casa sola, de los géneros de Europa. Me vi obligado a establecer varias escalas, almacenes y factores en diferentes pueblos, y a mantener cuatrocientos machos casi siempre en movimiento (p. 54).

Calzada es ejemplo de la importancia, en el desarrollo de la novela en México, de los traductores, quienes adaptaron al castellano obras escritas originalmente en francés, inglés, italiano, alemán, latín, etc. Como hemos visto, Tomás de Iriarte tradujo el Robinson de Daniel Defoe al español. Calzada tradujo varias obras: Adela y Teodoro o Cartas sobre la educación, de Stephanie Felicité de Genlis; Voyage sentimental, versión de Sentimental journey through France and Italy, de Laurence Sterne, y Don Quijote con faldas, de Charlotte Lennox. El abate José Marchena (1768-1821) tradujo Emilio y La nueva Eloísa, de Rousseau. José Miguel Alea (1786-1826) tradujo Pablo y Virginia, de Bernardin de Saint-Pierre, en 1798. En 1801 fray Servando Teresa de Mier (1768-1827) tradujo e hizo publicar en París Atala o Los amores de dos salvajes en el desierto, de François René, vizconde de Chateaubriand. Varias obras del francés Jean-Pierre Claris de Florian (1755-1794), publicadas primero en francés, fueron pasadas al español: sus Novelas (traducidas por don Gaspar Zabala y Zamora, Madrid, 1799), y otra colección de Novelas nuevas (también traducidas por Zabala y Zamora, Perpiñán, 1800).[58] Algunas de estas traducciones llegaron a México.

Otro traductor y novelista en español, cuyas novelas llegaron a México, fue Pablo de Olavide y Jáuregui (1725-1803), un peruano trasladado a España, quien escribió bajo el nombre de pluma de Atanasio Céspedes y Monroy. Olavide era una figura muy controvertida en España puesto que fue procesado por la Inquisición a causa de sus traducciones de Voltaire. Un ataque anónimo a Olavide, Vida de Don Guindo Cerezo, circuló en manuscrito en España y en México en los años 1770 y 1780;[59] se sabe que en este último país la Inquisición hizo quemar un ejemplar en Toluca hacia 1788. Sin embargo, bajo la protección de Gaspar Melchor de Jovellanos, Olavide había introducido reformas en la Universidad de Sevilla. Sus novelas ejemplares, El desafío, La paisana virtuosa y La presumida orgullosa fueron publicadas en Madrid en 1800 por Josef Doblado.

En las vísperas del siglo xix la Inquisición prohibió una novela que pronto tuvo una gran acogida por toda Europa y en América: Cornelia Bororquia o la víctima de la Inquisición.[60] Publicada anónimamente en París en 1801, fue escrita por un ex fraile trinitario español, Luis Gutiérrez (1771-1809). Redactor de la Gaceta de Bayona, Gutiérrez (alias Francisco Godínez) estaba metido en actividades napoleónicas, así que fue sentenciado a muerte en Sevilla. Su novela epistolar está basada en una historia verídica en los anales de la Inquisición, aunque Gutiérrez ficcionaliza los detalles. Una señorita, hija del gobernador de Valencia lista para casarse y enamoradísima de su galán honrado, es raptada por el arzobispo de Sevilla, ministro de la Inquisición. Cuando ella lo mata tratando de defenderse de sus amores, es condenada y quemada.

La obra, que criticaba a la Inquisición, preguntando cómo en el espíritu de tolerancia y racionalismo de la Ilustración se podría justificar la severidad del tribunal supuestamente religioso, fue tan popular que salió en una quinta edición en 1819. Se conoció en México porque cuando llegó allí en 1822 un librero de Estados Unidos los mexicanos le pidieron el título. Sobre todo el edicto de 1803, ampliamente promulgado en México, el cual tan virulentamente condenaba la novela y Contrato social, le dio mucha publicidad. Los inquisidores especularon que el traductor de Contrato social fue el autor de Cornelia Bororquia y prohibieron su lectura aun para las personas que tenían licencia de leer libros prohibidos. Los lectores del edicto podrían adivinar el contenido de la novela en la prohibición (parte de la cual sigue):

hemos resuelto arrancar de las manos de los fieles la venenosa zizaña que el hombre enemigo ha meditado sembrar en el campo del Señor por medio de esta novela, que se puede llamar el compendio de cuantos vituperios, infames calumnias y ridículas falsedades han vomitado los enemigos de la religión contra el Santo Oficio, con el objeto no sólo de debilitar primero para destruir después este muro que la defiende, sino de introducir la herejía. Éste es el plan de semejante libro y éste es el empeño del autor; seducir a los fieles pueblos de la nación española, contándoles un suceso falso, pero que embelece con el artificio su atención, para que desconfien de la opinión nacional de que es recto, pero más misericordioso que severo; y al mismo tiempo sembrar disfrazados todos los errores, injurias, blasfemias y herejías que ultrajan la Religión, injurian al Santo Oficio, infaman a nuestros reyes y llenan de dicterios a los jueces del Tribunal de Inquisición.[61]

Así, antes de los debates de las Cortes de Cádiz, donde se discutía el valor de la Inquisición, y de la publicación de su historia por Juan Antonio Llorente (1818), los mexicanos leerían en las páginas de la novela una discusión de la contraindicación de este instrumento de terror empleado por una institución religiosa, de la complicidad de reyes religiosos en una política que dependía de la superstición e ignorancia del pueblo. Más aún, el novelista dramatiza la brutalidad del interrogatorio y la injusticia de los veredictos. Lo que sabemos de acontecimientos posteriores muestra que las advertencias de los inquisidores hicieron poco para que los lectores temieran esta novela y su embeleso. En general sus edictos ayudaban a que lectores en España y en México aprendieran que las novelas nuevas les resultaban interesantes porque les enseñarían noticias del mundo que los rodeaba.

mostrar La narrativa con fines prácticos

Una obra sumamente original para la época es Apuntes de la vida de D. José Miguel Guridi y Alcocer. Guridi y Alcocer (1763-1828) llegó a tener una doble carrera, eclesiástica y secular, siendo doctor en teología y en cánones, ocupando un curato en el pueblo de Acaxete y varios puestos importantes en Puebla y en México, pero también sirviendo de diputado por Tlaxcala a las Cortes de Cádiz, parte de la Junta Provincial Gubernativa de Agustín de Iturbide, y miembro del primer Congreso Constituyente Mexicano. Apuntes no fue publicada sino hasta 1906; esta autobiografía, sin embargo, pertenece al siglo xviii porque documenta los primeros años de su vida hasta 1801-1802. No sabemos si el manuscrito circuló en la época, aunque sí que Lizardi elabora, en su La Quijotita y su prima, un incidente que Guridi y Alcocer apunta: la muerte de Pamela, una perrilla que él regaló a una de sus amantes.[62] Si Lizardi no había leído el manuscrito, por lo menos sabía del incidente.

La obra merece atención en una discusión de la novela por varias razones: igual que Fray Gerundio, la línea narrativa de Apuntes se concibe desde la perspectiva de una carrera dentro de la Iglesia. Si el padre Isla pinta las oportunidades que las invitaciones a pronunciar sermones abrieron para los destinos de un joven, Guridi y Alcocer detalla también las amistades e intrigas que adelantaron a unos y retrasaron a otros. En el siglo xviii muchos de los autores, por su educación, eran religiosos; así, la literatura que produjeron forzosamente se situó en el ámbito de la Iglesia y la religión.

La obra de Guridi y Alcocer no es una lista de sus triunfos, sino un catálogo de sus primeras travesuras y reveses. Confiesa las demandas de su familia pobre, sus relaciones íntimas con amigos clérigos (uno le servía como “paño de lágrimas”), incluso sus “amores platónicos” con mujeres bellas en México. Éstos los debemos entender como juego y galantería hasta que leemos dos capítulos en que el autor describe su asistencia a dos partos. En el primero, en que se murieron la madre y el hijo, y el segundo, en que sobrevivieron madre e hijo (la madre era explícitamente una de las bellezas a quienes nuestro autor adoró) hay revelaciones que muestran un sentimiento auténtico; el autor lucha para ajustar sus antiguos sueños románticos a realidades adultas porque ahora ve a la mujer a quien dedicaba poesías elegantes en sus sufrimientos de madre. En las reflexiones al final de la obra trata de entender cómo sus primeras frustraciones tuvieron resultados positivos; pero allí no habla de un plan divino sino de la necesidad del crecimiento psicológico necesario para participar en el intercambio de favores y combatir a los enemigos.

Guridi y Alcocer da descripciones vívidas de contactos en México (José Mariano Beristáin, el conde de la Valenciana, fray Servando Teresa de Mier), de contrastes entre los paisajes del valle de México y las montañas de Puebla, de sus viajes en los pobres caminos de la época, de las celebraciones de sus indios, que lo amaban mucho, en Acaxete. Pero básicamente su historia pinta un paisaje interior. Es la historia de un hombre de esperanzas constantemente frustradas, un hombre intelectual que, desterrado a la soledad de un pueblo de provincia donde no tiene comunicación con sus pares, lamenta su distancia de la capital, un hombre cuyas inclinaciones personales no tienen salida aceptable.

mostrar Conclusiones

Las novelas mexicanas que hemos visto –Sueño de sueños, La portentosa vida de la Muerte, “Segunda parte de los sonados regocijos de la Puebla”, Apuntes de la vida de D. José Miguel Guridi y Alcocer, Gil Blas de Santillana en México– muestran el carácter particular de la novela en el siglo xviii. El estudio de esas obras nos enseña que es útil pensar en “la novela” como una categoría discursiva en vez de un género en un sentido formal. La novela, igual que los folletos políticos, los periódicos y los informes de viajeros, estaba inventándose como respuesta a nuevas necesidades sociales. Así, una función importante de la novela entonces era tomar los discursos religiosos y políticos existentes y considerarlos a la luz de circunstancias nuevas. No es accidental que paralelamente veamos tratados de retórica y elocuencia en que los autores examinan las reglas para la expresión lingüística. En muchos sentidos estas novelas son extensos discursos o diatribas en los que la acción es el juego del lenguaje. Hay muchas alusiones a libros de teología muy respetados y a novelas españolas del Siglo de Oro en proceso de volverse canónicas. Estos escritores mexicanos, que empleaban recursos novelescos, vivían en un mundo literario. No les interesaba el mundo exterior sino el mundo interior. Su primera preocupación era desconectarse mentalmente de autoridades restrictivas y ajustarse a realidades apremiantes, si no modernizarse.

Las novelas del siglo xviii también se caracterizan por su mixtura de elementos. Buen ejemplo es “Sonados regocijos”. En esta obra, aparte de las palabras de Poderoso (Tejocote habla poco), hay poesía, un catálogo de los títulos de 145 comedias aprobadas, incluso una minicomedia de tres jornadas y un sainete en la que hablan en verso asonante un poeta y un muchacho. Como en Tristram Shandy (1760-1767), del inglés Laurence Sterne, el argumento es poco importante, y se pierde muchas veces en la abundancia satírica.

Gil Blas (que tiene un desarrollo lineal, enfocándose en condiciones materiales), y Apuntes de la vida de D. José Miguel Guridi y Alcocer (que tiene una perspectiva íntima), señalan la dirección que van a tomar las novelas del siglo xix. Éstas, con su enfoque costumbrista y frecuente exploración personal, pierden el tono satírico que caracterizaba a las novelas del siglo xviii; pierden su preocupación por libros y discursos autoritarios y la necesidad de liberarse de sus controles.

Las cinco novelas que hemos considerado ejemplifican de varias maneras la función de la novela mexicana en el siglo xviii. El autor de Sueño de sueños señala, cosa importante, el perfil de los lectores de novelas en México, quienes están aprendiendo a gustar de la forma nueva. Su lista muestra que ellos, a la vez que están liberados por las historias seculares de la nueva forma, están atrapados por traducciones y sensibilidades extranjeras. Necesitan que una novela nacional, en lenguaje auténticamente suyo, como el que usará Lizardi en El Periquillo sarniento, les muestre su propio mundo.

mostrar Bibliografía selecta

Ediciones

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