Enciclopedia de la Literatura en México

Los cronistas de monjas en el siglo XVII: La traducción masculina de una experiencia ajena

mostrar Introducción

El propósito del presente ensayo es abordar la historiografía de las monjas novohispanas del siglo xvii. Las fuentes a las que se recurre de manera prioritaria son las crónicas escritas por varones. Sabemos, sin embargo, que las propias religiosas facilitaron la labor de búsqueda de los cronistas, al hacer posible la consulta de sus archivos y de sus crónicas conventuales. La memoria histórica de las monjas ha llegado hasta nuestros días, en primer lugar gracias a los testimonios escritos y resguardados por ellas mismas en sus bibliotecas y archivos. En la época del virreinato, y probablemente en tiempos posteriores, estos manuscritos fueron utilizados por las diversas comunidades religiosas femeninas como soporte esencial para conocer sus raíces. Allí se encontraban sus historias privadas, sus secretos más profundos, su pasado, en ocasiones poco edificante. Periódicamente renovaban, a través de la lectura de esas memorias, un sentimiento de identidad, de pertenencia al monasterio donde vivían y del que difícilmente las monjas profesas se desprenderían algún día, excepto por la muerte.

La mayoría de los testimonios escritos por las religiosas están restringidos a la curiosidad del historiador. Se ha afirmado constantemente que el resguardo celoso de los documentos fue producto de la desamortización de los bienes del clero en la segunda mitad del siglo xix, cuando los archivos fueron saqueados, y frecuentemente reubicados. En parte es cierto. Los legajos que se refieren a asuntos económicos, como propiedades de los conventos, pleitos diversos, rentas de casas o accesorias, diferente tipo de adquisiciones, se localizan hoy día en el Archivo General de la Nación. Alguna documentación enviada a España, específicamente al Real y Supremo Consejo de Indias, se guardó en el Archivo General de Indias, en Sevilla. Sabemos también que hay documentos en algunos claustros españoles, cuyas monjas sostuvieron correspondencia con religiosas de México. Las crónicas, los escritos primitivos de las religiosas, las bulas de fundación y algunas reliquias representativas de los conventos, es decir, los testimonios más preciados de la vida monástica, se encuentran custodiados por las mismas religiosas en sus actuales monasterios. Las monjas contemporáneas prefieren no mostrar a los investigadores esos tesoros porque piensan que sólo pertenecen a su intimidad, herencia del pasado.

Carlos de Sigüenza y Góngora, Parayso occidental, México, Juan de Ribera, 1684.

Sabemos que para el periodo virreinal se fundaron 57 conventos de religiosas, distribuidos en las principales ciudades de la parte central del territorio de la Nueva España. Si cada monasterio poseía una obra propia manuscrita, es decir, una crónica en la que se registraban, a través de los años, además de los escritos relacionados con temas teológicos, datos con las vidas ejemplares del convento y hasta autobiografías, podemos llegar a la siguiente conclusión: el legado conocido es mínimo; queda todavía un camino muy enriquecedor por recorrer y conocer;[1] sin duda éste ofrecerá nuevas perspectivas de investigación y de interpretación sobre el tema. En segundo lugar, conocemos la historia de las monjas por las crónicas de varones redactadas durante el periodo colonial. La mayoría de las obras en que ellos se basaron se encuentran inéditas, esperando historiadores que las saquen de su relativo olvido. Las publicadas encierran cantidad de información, no sólo la relacionada con la vida de las religiosas, el tema prioritario, sino con su entorno conventual, lo cual deja entrever la relación estrecha entre el monasterio y la sociedad.

mostrar Las crónicas de monjas y su temática

Los temas que encierran las crónicas de monjas son, de manera fundamental, la descripción e interpretación de los hechos importantes y extraordinarios de un convento o monasterio. Por lo regular, los cronistas iniciaban su obra presentando los testimonios de las fundaciones: bulas papales, reales cédulas, peticiones de algunas autoridades religiosas o civiles solicitando la apertura del nuevo convento femenino. Después hacían una minuciosa descripción de la fundación del monasterio, con informes sumamente vivos y atractivos para el lector de aquella época y la nuestra. Una vez establecido, los cronistas aprovecharon toda la información a su alcance sobre la vida en los conventos. Consultaron lo que las monjas enclaustradas redactaban en las soledades de sus celdas o bibliotecas acerca de sus antepasadas preclaras que habían dejado testimonios de su paso por este mundo. Muchos de estos manuscritos se refieren a los testimonios relativos a las conductas ejemplares de ciertas religiosas, sus arrobamientos místicos, su comunicación con Dios, las tentaciones de Satanás y sus secuaces. Las monjas prestaban al historiador los verdaderos relatos hagiográficos, más que biográficos, anotados en folios que, posteriormente, se encuadernaban y se resguardaban en los archivos. Entre líneas, en estos documentos podemos conocer lo concerniente a la vida cotidiana del monasterio: las relaciones internas de la comunidad de novicias, profesas y donadas, los nombramientos o confirmaciones de las superioras, esto es, abadesas o prioras, los acontecimientos relativos a sus fiestas litúrgicas, las procesiones en los claustros, las imágenes religiosas y milagrosas existentes en los conventos y, en algunos casos, de la arquitectura del mismo y del trabajo cotidiano de las monjas, entre otras actividades.

Las crónicas también contienen otros renglones informativos, como aquéllos que se refieren a la vinculación de las religiosas con su entorno social. Recordemos que, a partir del Concilio de Trento, se recomendó que los conventos femeninos se construyeran en zonas urbanas y no rurales lo cual resultó en una mayor relación entre las monjas y los pobladores de una ciudad. Además, por las crónicas sabemos quiénes eran los benefactores y las obras que éstos realizaron. En ocasiones las crónicas arrojan datos sumamente valiosos para conocer los conflictos y desacuerdos de las comunidades con prelados o provinciales de las órdenes religiosas, lo que, acompañado de otro tipo de documentación, como los diarios o los archivos eclesiásticos, pueden ser verdaderos tesoros informativos e interpretativos. La relación del monasterio con los indigentes y su relativa manutención, así como algunas catástrofes que afectaron a la sociedad en la que vivían y de la que vivían, es otro de los muchos temas que nos ofrece la investigación conventual.

mostrar La cronista

Establecidos a partir de la segunda mitad del siglo xvi en Nueva España, los conventos femeninos guardaban la tradición de preservar el pasado y, con ese fin, nombraban cronista a una religiosa de su comunidad. Ésta redactaba los acontecimientos más relevantes del monasterio. En ocasiones, la firma de estas monjas no aparece porque finalmente sus escritos formaban parte de la memoria histórica del convento. Lo importante era la información, no la informante que podría ser cualquier monja de la comunidad. No sólo la cronista redactaba memorias conventuales; sabemos que confesores y directores espirituales recomendaban, y en ocasiones obligaban a sus dirigidas, a escribir sus experiencias religiosas. Prácticamente estos escritos no fueron dados a la estampa, salvo raras excepciones y a través de escritores varones. No eran noticias públicas, sino intimidades de una casa, de una familia que, en principio, únicamente las hermanas de una misma comunidad leían y reflexionaban en medio del silencio que se procuraba en el refectorio, o bien durante las recreaciones donde las monjas realizaban obras manuales, mientras escuchaban lo propio de la vida conventual. Así se creaban imágenes de perfección y modelos a seguir que de alguna manera había que difundir entre la población.

Para el periodo que nos ocupa, conocemos cinco crónicas conventuales femeninas redactadas por varones. Claramente los autores otorgan en todos sus escritos el crédito correspondiente a las religiosas escritoras, quienes les facilitaron sus documentos; es decir, el archivo monástico se volvió un taller de historiador. Allí se nutrieron los cronistas de las informaciones escritas, los apuntes de historia, resguardados por las monjas. Sabemos también que el diálogo con las religiosas, o sea, la historia oral, se volvió una fuente riquísima de investigación. Ésta se llevaba a cabo en los locutorios, mediando entre la monja y el cronista las pesadas rejas generalmente cubiertas por cortinas oscuras, o en los confesionarios, donde las religiosas –con sus declaraciones– hicieron posible la reconstrucción de sus historias. Las crónicas, además de recrear la historia del convento, constituían una manera de influir en futuras candidatas a la vida religiosa. Quienes leían el pasado de una comunidad se informaban acerca de la pureza y disciplina que se vivían en el monasterio, finalmente, de reafirmar y justificar su presencia en la sociedad.

Para el siglo xvii los cronistas que escribieron acerca de la vida conventual femenina y de los cuales conocemos sus obras son: fray Juan Bautista Méndez, Historia de la fundación de las carmelitas descalzas de San José de México, de 1635;[2] fray Alonso Franco, Historia de la provincia de Santiago de México orden de predicadores en la Nueva España, año de 1645 en México;[3] fray Agustín de la Madre de Dios, Tesoro escondido en el santo Carmelo mexicano ..., de 1648, relacionada parcialmente con la fundación de las carmelitas en las ciudades de Puebla y México; Carlos de Sigüenza y Góngora, Parayso Occidental plantado y cultivado ..., editado en 1684;[4] y fray Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano ..., impresa en 1698. Dejamos para otro espacio las crónicas que describen la historia del siglo xvii pero que fueron impresas o redactadas en el próximo siglo.

mostrar Fray Juan Bautista Méndez y las Carmelitas Descalzas

La vida de fray Juan Bautista Méndez, como la de otros cronistas, nos es poco conocida. No se sabe el lugar ni la fecha de su nacimiento.[5] Se cree que seguramente fue criollo por su pronto ingreso a la orden de predicadores en México (Méndez, 1993, p. x); para 1666 era ya profeso de la provincia de Santiago de México.[6] Fue destinado a la capital del virreinato para llevar a cabo su formación en el colegio de Santo Domingo de Portacoelli en 1667. El 24 de enero de 1671 se graduó de licenciado en teología y el 12 de febrero de 1672 obtenía el doctorado. En 1689 se le concedió la cátedra en propiedad en Santo Tomás, de la que tomó posesión el 22 de diciembre de ese mismo año. Entre los cargos que ocupó en la provincia, sabemos que fue lector de arte y teología, rector del colegio de San Luis de la ciudad de Puebla, primer regente de estudios del convento de Santo Domingo de México y comisario de la archicofradía del Rosario. Se le concedieron facultades para absolver a los religiosos en los casos reservados y se le encargó reunir noticias sobre acontecimientos de los dominicos en Japón, para enviarlas a Roma. Llegó a ser calificador del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Nueva España. En 1679, según las actas del capítulo celebrado en Santo Domingo, fue nombrado cronista de la provincia, cargo que nuevamente se le concedió en el capítulo del 22 de mayo de 1683 (de la Parra, 1987, p. 18). Su obra publicada es la Crónica de la provincia de Santiago de México de la orden de predicadores (1521-1564).

Para 1687 el capítulo provincial nombró al padre Méndez confesor de las monjas de Santa Catalina de México. Ese mismo año se ordenó “que la crónica de la provincia que ha llevado a cabo con tanto trabajo, la haga publicar lo más brevemente posible, para honra y gloria de nuestra provincia” (Provincia Santiago de México, 1992, p. 557). En 1697 fue nombrado cronista de la provincia y hacia 1705 murió (Provincia Santiago de México, 1992, p. 558). Muy probablemente fue confesor de algunas de las religiosas de San José de carmelitas descalzas. Quizá por ello y por el nombramiento que como cronista de la orden de Santo Domingo había obtenido, a fray Juan Bautista Méndez se le facilitó el archivo para que escribiera una crónica con la historia de su fundación: Historia de la fundación de las carmelitas descalzas de San José de México, escrita por el reverendo padre dominico fray Juan Bautista Méndez, que permanece inédita hasta la fecha. El ejemplar conocido se encuentra en el archivo del convento de las monjas de San José, en Tlacopac, San Ángel, D.F., y es una copia manuscrita con letra del siglo xviii. La obra está dividida en dos grandes libros. El primero se refiere a la historia de la fundación del monasterio de carmelitas descalzas de San José de la ciudad de México, sus bienhechores, el convento de Jesús María, de donde se desprendieron dos religiosas: Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación cuyas vidas el cronista nos relata, llenas de milagros y hechos sobrenaturales. La narración del traslado de las monjas de Jesús María al nuevo convento de San José de las carmelitas descalzas está descrita con muchos detalles, que nos transportan a aquellos tiempos:

Ya estaban deseosos los ciudadanos de México de ver el día [de la fundación]. Amaneciá el día grande del santo ángel Custodio, primero de marzo de 1616, en que a cosa de las siete de la mañana las señoras doña Ana Arindes, mujer del licenciado Diego Núñez Morquecho y doña Isabel Bañuelos Cabeza de Vaca [...] mujeres de oidores antiguos de esta Real Audiencia, con toda majestad y señorío, de vestido entero de terciopelo negro con broches y botonadura de oro, adornados sus tocados con preciosas perlas y ricas joyas, salieron en una carroza descubierta, de carmesí con clavazón dorada, con cortinas de damasco granadino. A ésta tiraban seis caballos en el color iguales y en las plateadas guarniciones conformes. Y acompañadas estas señoras de mucha nobleza, pasearon las principales calles de México hasta llegar al convento Real de Jesús María para ser madrinas de las dos ilustres madres y nuevas carmelitas descalzas ...[7]

Esta primera parte se compone de 54 capítulos cortos, en donde se da noticia de todo el proceso de la fundación del monasterio de San José, los primeros prioratos, así como la relación de la vida y muerte de la fundadora, Inés de la Cruz, y los hechos sobrenaturales que rodearon al convento. Es una verdadera delicia leer esta crónica, llena de noticias, lo mismo de las monjas que de los prelados, del virrey, de la virreina y de las damas de la corte. Podemos recrear la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad de México y su relación con un nuevo monasterio.

El libro segundo, de menor extensión, se refiere a la vida de las religiosas preclaras que vivieron en esta comunidad hasta mediados del siglo xvii. La crónica es una apología del Carmelo femenino en la ciudad de México. En 1616 se inauguró el primer convento teresiano mostrando una gran novedad en el número de monjas y en su fuerte disciplina comunitaria. Fray Juan Bautista Méndez anota la fundación conventual como un privilegio, no sólo para la orden del Carmen, sino para la misma sociedad: “Sólo digo que la esclarecida familia del Carmelo experimentó dichosa [la fundación] en este observantísimo convento del gran patriarca y padre nuestro san José de México; no sólo para su consuelo [...] sino para alivio de esta ciudad gozando en medio de ella de tan ejemplar dechado de virtudes” (Méndez, 1635, lib. 1, cap. 1).

La fundación provocó ciertos malestares entre las religiosas de la comunidad de Jesús María, donde vivían en su mayoría monjas criollas. Inés de la Cruz era peninsular y, según la crónica, quería llevar a cabo una reforma en la ciudad de México, por lo que adoptó la regla de Santa Teresa. Las concepcionistas, por su lado, afirmaron que no podrían vivir la regla tan rígida y que pronto verían su fracaso por estar acostumbradas a beber chocolate y a llevar una vida “regalona”. El resultado es que, posteriormente, las carmelitas decidieron agregar a sus votos de pobreza, castidad y obediencia, el cuarto voto de “no beber chocolate”.

mostrar Fray Alonso Franco Ortega y las Monjas de Santa Catalina de Sien

El segundo cronista, fray Alonso Franco Ortega, nació en México en 1591. Fue hijo de Alonso Franco, originario de la villa de Illescas, en el arzobispado de Toledo, y de Francisca de Ortega, sevillana. Ingresó en el convento de Santo Domingo de México en 1607 y profesó al año siguiente, el 12 de marzo, junto con otros cinco novicios (Provincia Santiago de México, 1992, p. 567). Al parecer, permaneció la mayor parte de su vida en ese convento. Además de convertirse en el cronista de la orden, sucesor de fray Hernando de Ojeda, ocupó los cargos de maestro de novicios entre los años 1625 y 1627. Fue vicario de la doctrina de la Candelaria de Tacubaya de 1646 a 1648. Murió en el convento de México hacia 1663.

El capítulo provincial celebrado en octubre de 1637 encomendó a fray Alonso Franco la redacción de la crónica que se intituló Segunda parte de la historia de la provincia de Santiago de México orden de predicadores en la Nueva España, la que concluyó en 1645 y comprende un periodo de 54 años a partir de 1591. Es continuación de la obra de fray Agustín Dávila Padilla. Fue publicada en 1900, por cuenta del Supremo Gobierno de México, a solicitud de fray Secundino Martínez e impresa en el Museo Nacional.[8]

La crónica de Alonso comprende tres grandes libros y se refiere preferentemente al rescate de la vida de los religiosos de su provincia. Como el monasterio de Santa Catalina de Siena dependía directamente de la provincia de Santiago de los dominicos, las monjas fueron incluidas en esta obra. Y dice de ellas:

¿Qué razón hay para que se prive al siglo presente y a los que viven de ejemplares tan grandes y que por cercanos y próximos no tengamos noticia los que hoy somos y que se reserve su noticia para los venideros y que han de ser de aquí a cien años? [...] Y es circunstancia que de lo que se escribe de próximo con facilidad se hallarán testigos que apoyen o reprueben lo que se escribe y podrán argüir de verdad o mentira lo que saliera a luz [...] La de tantos luceros insignes en santidad y la hermosura de muchas religiosas estrellas guían a vuestras reverencias (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 5).

Los informes de las monjas están en el libro i, capítulo 19; en el libro ii, capítulos 44, 51 y 60; y en el libro iii, capítulos 10, 12, 13, 14, 15, 16, 19 y 21. Básicamente son notas sobre la fundación del convento de la ciudad de México, apuntes biográficos referentes a las religiosas, así como algunos datos de sus preclaros hechos. Como otros cronistas, justifica la presencia de las dominicas en la ciudad de México:

Este monasterio, que se inició con todo rigor y observancia de nuestras constituciones, va dando a toda la ciudad de México fragantísimos olores y virtud y santidad, de manera que han aficionado a su imitación y ejemplo a muchas doncellas nobles y ricas que, dejando el mundo para quien es, [...] se han encerrado en este monasterio menospreciando todos los haberes del mundo por seguir al celestial esposo en soledad y quietud. Y así [...] han florecido en este convento grandes y santas religiosas (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 77).

Llama mucho la atención que presta al renglón de la música interpretada por las monjas, así como al trabajo en torno a ello: “se esmeran en tener mucha y buena música en su coro, haciendo en todo oficio de ángeles, que con pureza de almas y divinas canciones asisten al Divino Cordero, siendo este convento un remedo del cielo” (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 458). Y en otro párrafo, escribiendo sobre sor Juana de Santa Catarina: “supo el canto perfectamente, que podía componer y fue de tan virginal encogimiento y modesta compostura que nunca cantó sola, sino en comunidad” (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 460). O bien, de la misma religiosa, dice: “seis años antes de su muerte tuvo una enfermedad de un cancro en la espalda, originada del ejercicio del cantar y del escribir, porque escribió mucho en cosas de canto” (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 462). Por último, aunque no son las únicas referencias, historiando la vida de sor Ana de San Francisco, criolla quiteña, comenta:

estando en el coro cantando esta sierva de Dios un villancico al niño Jesús vido que llegaba un niño de edad de diez a doce años y le alzaba la manga del hábito para que no le estorbase al instrumento que tocaba y después de haber levantada la una levantó la otra. Sor Ana no vio quién alzaba sus mangas, pensando que hacía este oficio alguna de las niñas que allí estaban y sintiendo que la estiraban volvió el rostro a mirar y la niña dijo: oigan, el niño que está alzando la manga a mi maestra y ahora se ha puesto muy despacio a oírla (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 471).

Sus referencias a la vida sobrenatural son similares a las de los otros cronistas que en este trabajo citamos. Fray Alonso, con sus notas, crea un verdadero menologio de las dominicas: María de la Asunción, “rigurosa en sus penitencias tenía una como sábana, toda de cilicio y traía en sus carnes otro al modo de escapulario” (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 416). Sobre las reliquias que se generaron en el monasterio, muy buscadas por la sociedad, como fue el caso de sor Mayor de la Trinidad, quien murió el 12 de agosto de 1619, explica “por ser tan conocida su santidad, el que la enterró le cortó dos dedos y los velos de la cabeza” (Agreda y Sánchez, Segunda parte, p. 390). Asimismo, los datos del cronista Franco nos ayudan a conocer la vida de la ciudad de México durante la primera mitad del siglo xvii. Por ejemplo, las epidemias y enfermedades que azotaron a la capital del virreinato, las que también ingresaron y devastaron a las comunidades de monjas. De este tenor es la narración de la gran peste de 1633 “en que cayeron enfermas 60 religiosas y murieron 24”.

mostrar Fray Agustín de la Madre de Dios, cronista de las Carmelitas

El cronista de las carmelitas fue fray Agustín de la Madre de Dios, religioso de la misma orden, quien dedicó varios capítulos de su obra Tesoro escondido en el santo Carmelo mexicano ... para dar a conocer las fundaciones de la ciudad de México y Puebla, durante la primera mitad del siglo xvii. Fray Agustín nació en Ávila de los Caballeros, Castilla, en 1610. Ingresó desde muy joven a la orden de la Reforma del Carmelo en la ciudad de Pastrana, provincia de Guadalajara. En 1631, después de su profesión solemne, se le solicitó trasladarse a la Nueva España, como acompañante del padre visitador de la provincia, Andrés de San Alberto. Más tarde, fray Agustín de la Madre de Dios se incorporó a la provincia de San Alberto de carmelitas descalzos de México donde desempeñó diversos cargos.

Durante los años que vivió en México se dedicó a investigar y a escribir la crónica Tesoro escondido ..., obra apologética de su orden, que se inicia con la fundación del Carmelo en Medio Oriente hasta la reforma de Teresa de Jesús; posteriormente relata la historia de los carmelitas en Nueva España. Tuvo conflictos fuertes con las autoridades carmelitas de su provincia, en razón de la defensa que manifestó públicamente a favor de los criollos. Criticó acremente a los religiosos peninsulares que llegaban al virreinato y que desdeñaban a los futuros candidatos a su orden por el “estigma” de haber nacido en la Nueva España, descendientes de los propios españoles. Esto le costó diversos castigos, como dejar de celebrar misa, predicar, escribir. Quizá fue una de las razones por las que su crónica no se publicó en el siglo xvii, a pesar de tener un cúmulo de información sobre el nacimiento de la orden en México, además de gran perfección literaria en su redacción.

La crónica está compuesta por una introducción dedicada al lector, en donde lo hace partícipe de la obra, y cinco extensos libros. El autor no concluyó su redacción y quedó trunco el libro quinto, en el que no informa acerca del establecimiento del colegio de San Ángel, en Coyoacán, ni de la fundación de Salvatierra. Fray Agustín escribe, en el libro tercero de su crónica, la historia de los inicios de la fundación del convento de San José de carmelitas descalzas de la ciudad de México. Relata que las madres Inés de la Cruz, Mariana de la Encarnación, Marina de la Cruz y Ana de la Concepción, religiosas de velo y coro del monasterio concepcionista de Jesús María, abrazaron el modo de vida carmelitano porque su objetivo era una nueva comunidad y, por ello, iniciaron una vida diferente al resto de las monjas de Jesús María. Con el respaldo de la abadesa y de los frailes carmelitas, pudieron concretar su sueño, aunque tardó varios años. Juan Luis de Rivera y su mujer, Juana de Avendaño, apoyaron con parte de su herencia la fundación. Para ello pensaban sustentar el costo del viaje de algunas religiosas ya formadas en España. Murieron y el capital fue destinado a que las monjas de Jesús María llevaran a cabo la erección del convento de las carmelitas descalzas.

En el libro cuarto fray Agustín dedica los capítulos 11 al 15 a historiar la creación del monasterio de San José de la ciudad de Puebla de los Ángeles, en 1604, el primer convento de la reforma de Santa Teresa en la Nueva España. Va desde los inicios de un beaterio, en el puerto de Veracruz, y su transformación en monasterio en la ciudad de Puebla de los Ángeles, hasta las vidas de algunas preclaras religiosas poblanas, como fueron los casos de la hermana Teresa de Jesús y de sor Isabel de la Encarnación. A esta carmelita le dedica un mayor espacio, más que a cualquier otro fraile: ocho capítulos del libro cuarto, en los que narra los hechos aparentemente sobrenaturales, como las visiones y la posesión demoniaca, la vida cotidiana y la muerte de la monja y su impacto en la sociedad del siglo xvii.[9] El convento de las carmelitas, como cualquier otro monasterio, no se apartó de los acontecimientos de su entorno. Cuando relata la vida de Inés de la Cruz (capítulo cinco del libro quinto), hace mención de los terribles sucesos que asolaron a la ciudad de México por el conflicto de poderes entre el virrey, Diego Carrillode Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves (1621-1624), y el arzobispo Juan Pérez de la Serna (1613-1625), en 1624. El prelado fue quien aceleró el proceso de fundación del convento de San José y, por tanto, el cronista toma partido en defensa del arzobispo. En su obra, fray Agustín deja muy en claro que escribió para informar acerca del impulso que dieron los religiosos carmelitas al ambiente espiritual de su época en la Nueva España; de manera muy notoria, en sus acercamientos como confesores y predicadores en las comunidades de monjas: “cuando llegaron a la ciudad de México empezaron a repartir luces que en su oración habían granjeado y arrojar en los corazones aquel fuego que, cual otros prometeos, habían bajado del cielo para encender a los hombres en el amor de Dios. Con él encendieron y afinaron en crisol los conventos de Regina, de la Concepción, de San Jerónimo y otros de aquesta ciudad donde prendió tan bien aquella llama que hasta ahora dura (Madre de Dios, 1984, lib. iii, cap. 27, núm. 1, p. 211).

El cronista carmelita confiesa que conoció a algunas de las religiosas fundadoras, tanto en Puebla como en la ciudad de México; como fue confesor de ellas, por eso le confiaron sus historias y hasta sus secretos. En ese sentido, y con la gran información que de primera mano obtuvo, se decidió a escribir para “satisfacción de todos”. La historia de sus hermanas del Carmen Descalzo es, como en otros cronistas, eminentemente apologética: “las religiosas descalzas de la ciudad de Puebla parece que no son humanas y que, aunque como mujeres, se adelantan a ser mujeres divinas, haciendo que las juzguen de otra especie los que miran sus costumbres y digan que son ángeles en carne los que traten su interior” (Madre de Dios, 1984, lib. iii, cap. 27, núm. 1, p. 211). Hay datos sumamente importantes de la vida cotidiana de las carmelitas; entre otros, las lecturas que las monjas realizaban en los tiempos permitidos, como las obras de la fundadora Teresa de Jesús, que circulaban en México en copias manuscritas, y la dedicación de las religiosas a la música, a la oración y a la mística.

mostrar Carlos de Sigüenza y Góngora y la historia de las Concepcionistas

Carlos de Sigüenza y Góngora nació en la ciudad de México en 1645 (véase Codding), hijo de Carlos Sigüenza, “maestro que fue del serenísimo príncipe don Balthasar Carlos” (1684, p. 36), y de Dionisia Suárez de Figueroa y Góngora, sevillana, hija de familia con pretensiones aristocráticas, a quien conoció en México. Don Carlos se trasladó a la Nueva España en 1640, en busca de una fortuna que no encontró. Carlos Sigüenza fue el segundo hijo de una familia que procreó nueve. Una de sus hermanas, sor Lutgarda de Jesús, ingresó al convento de Jesús María y es probable que por eso hubiera tenido el autor del Parayso Occidental un contacto más estrecho con el monasterio de las concepcionistas y sus archivos.

Sigüenza afirma claramente que el Parayso Occidental no es resultado de una obra personal. Confiesa honestamente que se sirvió de los escritos de las monjas para llevar a cabo la redacción del libro: “y así ocurrí al archivo del Real Convento, cuyos papeles se me entregaron”. Fue privilegiado al tener acceso al “taller del historiador”, generado y cuidado por las mismas religiosas. Sigüenza descubrió allí los manuscritos antiguos, que le facilitaron las monjas para su recopilación. Cuando cita los textos, otorga el crédito a las religiosas escritoras y, en ocasiones, como es en el caso de la biografía de Inés de la Cruz, fundadora del convento de San José, primer Carmelo de la ciudad de México, transcribe completas sus palabras: “Quiso Dios nuestro Señor poner en mis manos una brevísima relación en que la misma V.M. Inés de la Cruz le dio cuenta de su conciencia a su confesor, que es la que ya se sigue, copiada del original que se conserva en el archivo del religiosísimo convento de San José de carmelitas descalzas de esta ciudad, con advertencia de ser mías algunas palabras que se añadieron o porque se necesitaba en el contexto” (1684, p. 129 vta., núm. 303ss.).

Otras fuentes de información fueron las pláticas con las mismas religiosas, especialmente con las que habían sido testigos de la vida de ciertas monjas o presenciado determinados hechos. Es decir, las transmisoras de la tradición oral del propio monasterio.

El Parayso occidental comprende tres libros. El primero de ellos se refiere a la fundación del convento concepcionista, el tercero en la ciudad de México. Para Sigüenza existe un antecedente en la época prehispánica: “Concordaron los bárbaros mexicanos con los romanos antiguos en destinar vírgenes puras para que cuidasen de la perpetuidad del fuego [...] Debióle México este nuevo estado de vírgenes sacerdotisas al cuarto de sus reyes, el valeroso Itzcoatzin” (1684, p. 2).

La admiración por el mundo antiguo llevó a Sigüenza a hacer un paralelo de las religiosas novohispanas con las aztecas y dice que, concluidas las primeras ceremonias de consagración de las vírgenes a la edad de 18 años, basado en el cronista Fernando de Alva “la cual refiero [dice Sigüenza] con las mismas palabras”:

se la volvían a sus padres, para que la criasen hasta edad de ocho años, que era el tiempo destinado para que entrasen en clausura; y habiendo determinado el día de la función y, congregándose los parientes, la conducían al templo, coronada de flores y vestida a la usanza, donde era recibida por el Sumo Sacerdote y después de haber hecho reverente adoración a sus falsos Dioses, incensándoles y degollando en su presencia un número determinado de codornices, bajaban a las salas y lugar de recogimiento donde, en presencia de la superiora y las restantes doncellas, el Tequacuilli, o vicario de estos conventos, decía: Muy amada y preciosa niña, siendo cierto que ya los años te han dado posesión, uso de la razón, ¿cómo es posible que ignores que el Señor y gran Dios invisible te crió sólo porque quiso y por su voluntad naciste para renuevo del mundo? (1684, p. 3)

En esta primera parte el autor anota en forma detallada el establecimiento del monasterio Real de Jesús María y concluye con los inicios de la fundación del convento de San José de carmelitas descalzas, desprendido del primero. El segundo libro se refiere a la vida extremadamente virtuosa de Marina de la Cruz, “principal objeto de esta historia”, a la que dedica 28 capítulos. El tercero está destinado a la historia de la vida de Inés de la Cruz, fundadora del monasterio de San José de carmelitas descalzas en la ciudad de México, la continuadora de la obra de Santa Teresa de Jesús, con lo que resalta los frutos de la comunidad de Jesús María. Finalmente, da noticias de otras monjas preclaras del convento concepcionista, así como la biografía del capellán de Jesús María, Mathías Gámez.

En el Parayso Occidental se destaca en primer lugar, como uno de los principales objetivos, escribir “historia de mujeres para mujeres” y así perpetuar las vidas de las madres virtuosas del Real Convento de Jesús María: “Cuántas sagradas vírgenes lo ilustraron esparciendo fragancias de las flores de sus ejemplos y admirándonos con los sazonados frutos de sus virtudes y aunque estos árboles se trasplantaron ya al paraíso de la gloria, quédanse otros tantos cuantos que son las vírgenes que en su clausura contiene cuyos calificados procederes son admiración y ejemplo de la República”. Con la publicación del Parayso Occidental se pretendía dar a conocer en su entorno las vidas de las religiosas “para que con infatigable trabajo y desvelo [de que soy buen testigo] sácase de las muertas cenizas de las antiguas memorias las vivientes Estrellas, que nunca mejor Astrólogo que hoy saca a la luz pública del mundo, allanando sus estudios y diligencia en su Parayso Occidental”.[10] Más adelante afirma: “es pues mi asunto encomendarle a la memoria las vidas de las venerables esposas de Jesucristo, a quienes el convento Real de Jesús María sirvió de estadio donde corriendo velozmente para alcanzar las virtudes consiguieron por premio de ellas la posesión de su amado Esposo” (1684, p. 48 vta.).

Las historias que aborda Sigüenza en la tercera parte de su libro son las vidas de las monjas descendientes de conquistadores y primeros pobladores que, en general, no podían pagar la dote y, por lo tanto, encontraban en el Real Convento de Jesús María un amparo seguro. El libro responde al otorgamiento de esa continuidad al recibir a “la mayor nobleza de las pretensoras, a su mayor desamparo y al riesgo en que algunas de ellas se hallaban por su excelente hermosura”. El autor arrancó las más íntimas confidencias de la comunidad de concepcionistas de Jesús María. Desde las apariciones sobrenaturales hasta los constantes arrobamientos, las figuras demoniacas y las celestiales, de los que –pensaríamos– dudaría como científico. Como afirma Guillermo Tovar de Teresa, “parece ser el científico [Sigüenza] que impugna, y no el que escribe las páginas de este libro, que describe fenómenos extraños del comportamiento”.[11]

Hubo otro objetivo, que era común cuando se daba a la estampa una crónica religiosa en el Nuevo Mundo: éste consistía en informar al Real y Supremo Consejo de Indias, al Consejo de Castilla y, desde luego, al monarca, sobre la historia de la orden o del monasterio para solicitar el favor real. Se enviaban varios ejemplares de la obra a España y se repartían entre las instituciones. Así, Sigüenza siguió este consejo: dar a conocer a Carlos ii y a la corte los frutos del Real Convento de Jesús María que el rey Felipe ii, “Salomón de España”, había fundado en el siglo xvi bajo su patronato. Como patronos, los soberanos españoles estaban obligados a apoyar económicamente la obra conventual. A fines del xvii se inició en el monasterio una nueva etapa constructiva[12] y quizá la publicación del libro respondió a ello. Esta puede ser una forma de interpretación de las exageradas virtudes de las monjas que muestra Sigüenza y Góngora.

Se ha dicho que la obra de Sigüenza y Góngora es la de un criollo. En el Parayso Occidental esto se manifiesta especialmente desde el título, en el que se afirma que “supuesto que nada falta en este Parayso de lo que tuvo el primitivo que engrandeció el Oriente porque si el mismo Rey de Reyes plantó éste como lo dijo Moisés [...] este Occidental le debe su ser a nuestros Reyes Católicos” (“Prólogo”). Son constantes sus referencias para engrandecer la obra de las religiosas novohispanas del convento concepcionista de Jesús María; como sabe que el libro llegaría a España, también resalta su ciudad natal, México, “cabeza y metrópoli de América”. Finalmente, el fértil e infatigable autor criollo se queja en esta obra de lo difícil que es llevar a cabo una publicación: “Si hubiera quien costeara en la Nueva España los impresos (como lo ha hecho ahora el convento Real de Jesús María) no hay duda [de] que sacara yo a luz diferentes obras a cuya composición me ha estimulado el sumo amor que a mi patria tengo y en que se pudieran hallar singularísimas noticias (1684, “Prólogo”). Las dificultades para editar sus trabajos se debieron a insuficientes recursos económicos.[13] La publicación del Parayso Occidental, obra costosa, fue respaldada por el mismo convento concepcionista de Jesús María. Por su tipografía y papel se trató de una edición de magnífica impresión.[14]

mostrar Fray Agustín de Vetancurt y las Franciscanas

Fray Agustín de Vetancurt es conocido no sólo por sus amplias crónicas, sino también por sus escritos en castellano, latín y náhuatl. Una de sus obras más difundidas es el Theatro Mexicano, publicada en 1698 (véase Rubial García; y Rose). Esta crónica es la última de las cuatro grandes de la provincia franciscana del Santo Evangelio de México escritas durante los siglos xvi y xviiAgustín de Vetancurt redactó otra gran obra, continuidad del Teatro Mexicano, intitulada Crónica de la Provincia del Santo Evangelio de México, cuarta parte del Teatro Mexicano de los sucesos religiosos, publicada también en México por doña María de Benavídez, viuda de Juan de Rivera, en 1697, un año antes del Teatro Mexicano. Nos referimos a esta obra porque en ella se consignan los interesantes datos de las franciscanas.

Como sucede con otros cronistas, conocemos poco de la vida de Vetancurt. Era originario de Ayotzingo, e hijo de Luis de Vetancurt y Mariana de Vetancurt y Cabrera. Su padre era oriundo de Tenerife, en las Islas Canarias, y su madre, criolla. Nació en 1622 o 1623, y en 1640 solicitó su ingreso al noviciado de la orden de San Francisco, perteneciente a la provincia del Santo Evangelio.[15] Ocupó diversos cargos, como el de definidor de su provincia, lector de teología, predicador general, cronista apostólico, vicario y cura ministro de la parroquia de San José de los Naturales de la ciudad de México. Según el libro becerro de su misma orden religiosa, murió en 1708 (Camelo, 1998, pp. 107-113).

La Crónica de la Provincia del Santo Evangelio de México está dividida en cuatro partes. La primera es la crónica misma, la que contiene cinco tratados: Tratado primero, de la Fundación de la Provincia del Santo Evangelio en la Nueva España, e incluye seis capítulos; Tratado segundo, de las provincias y conventos; Tratado tercero, de las custodias de la provincia; Tratado cuarto, de los conventos de las monjas que administra la provincia del Santo Evangelio de México. Además, el volumen comprende el Menologio franciscano de los varones más señalados, que con sus vidas ejemplares, perfección religiosa, ciencia, predicación evangélica, en su vida y muerte ilustraron la Provincia del Santo Evangelio. Dos tratados más cierran la obra: el de la ciudad de México y las grandezas que la ilustran después que la fundaron los españoles, y el de la ciudad de Puebla de los Ángeles y grandezas que la ilustran. Como puede observarse, la crónica es de gran interés no sólo para el rescate de la memoria histórica de la provincia de los franciscanos sino para el conocimiento del virreinato de la Nueva España en los siglos xvi y xvii.

Por lo que se refiere a nuestro tema, el tratado cuarto de la Crónica de la Provincia del Santo Evangelio es una apología de aquellas mujeres novohispanas que tomaron el estado religioso en la orden de las franciscanas: “Gran premio merece mi religión en haber dado al Cordero tantas súbditas y tantas Esposas al Esposo” (núm. 4, p. 105). Aquí Vetancurt nos informa acerca de las primeras monjas que vinieron a México el 14 de enero de 1530, provenientes del convento de Salamanca, bajo la responsabilidad de fray Francisco de la Cruz. Las cuatro franciscanas fundaron el primer monasterio de la ciudad de México, el de la Concepción, en ese momento dirigidas por los frailes de su propia orden, posteriormente bajo el ordinario. El tratado cuarto encierra cinco capítulos con los que el autor nos ofrece una historia general de las religiosas mexicanas en sus distintos conventos: Santa Clara, San Juan de la Penitencia y Santa Isabel de la ciudad de México; Santa Clara de la ciudad de Puebla y el monasterio de Atlixco, en la villa de Carrión.

Como puede observarse, la obra de los cronistas de monjas es extremadamente valiosa dentro de la historiografía novohispana. En ella es patente el rescate de la historia de los monasterios femeninos, pero especialmente de la historia de la mujer en la época virreinal. El paso siguiente es que el lector pueda disfrutar de cada una de estas crónicas, que son parte fundamental de la historia de México.

mostrar Bibliografía Selecta

Ediciones

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----, Crónica de la Provincia de Santiago de México de la Orden de Predicadores (1521-1564), trans. y pres. de Justo Alberto Fernández F., México, D. F., Porrúa, 1993.

Parra y Díaz de León, Mónica Alejandra de la, Paleografía de la crónica de la Provincia de Santiago de México del Orden de Predicadores, Tesis de licenciatura, México, D. F., Universidad Iberoamericana, 1987.

Sigüenza y Góngora, Carlos de, Parayso Occidental plantado y cultivado por la liberal benéfica mano de los muy Cathólicos y poderosos Reyes de España Nuestros Señores en su magnífico Real Convento de Jesús María de México, México, Juan de Ribera, 1684.

Vetancurt, Agustín de, Crónica de la Provincia del Santo Evangelio de México, cuarta parte del Teatro Mexicano de los sucesos religiosos, México, doña María de Benavídez viuda de Juan de Ribera, 1697.

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Crítica

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Trabulse, Elías, Los manuscritos perdidos de Sigüenza y Góngora, México, D. F., El Colegio de México, 1988.