Aira definió su juego de procedimientos narrativos como un mecanismo que se movía en dirección contraria a las convenciones narrativas. A él no le interesaba hacer lo que todos hacían, ni seguir las líneas de Balzac o Stendhal, a quienes conocía perfectamente y respetaba, porque esa formas ya estaba cristalizadas; la novela contemporánea que tocase los mismos temas y siguiera haciendo algunas variaciones sobre formas narrativas ya canonizadas le hastiaban. A él le interesaba remontase a los orígenes, empaparse en ellos, para luego proseguir una fuga hacia el futuro, hacia lo no manoseado, hacia una escritura estimulante. Sergio Pitol al cabo de una lectura de varios años de la que extraía, casi como una evidencia, la convicción de que el signo más notorio de la intransigencia artística de Aira es su apuesta al valor supremo de la invención, salía a su vez con la certeza de que si hay un impulso que define, y centralmente, esta literatura, ese impulso es el realismo, o su vocación, o su deseo. “Todo deber ser inventado”; “la invención al máximo de su potencia”: si este es el imperativo al que todo, en el arte del relato, debe estar supeditado, no menos cierto es que la realidad es el punto al que toda la literatura de Aira tiende como a un punto de fuga, como a un punto de precipitación; quiero decir, no menos cierto es que la literatura de Aira tiene un imperativo también, o como la otra cara de ese imperativo: un deseo, una vocación de realismo.
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