Fui un asiduo cliente de cafés en mi natal San Andrés Tuxtla y lo seguí siendo en la ciudad de México en los locales a los que asistí con un grupo de amigos durante dos décadas. Ahora, con el tiempo encima, sé que no abundan como antes los cafés mezclados con la literatura, y cuando asisto a una cafetería, voy en busca de lo que Marco Antonio Campos llama "un lugar para la soledad reflexiva". Tal vez, como sugiere el autor de este sabrosísimo libro no muy cargado, un día entramos al café como a la vida, y pasa el tiempo, llegan los tragos dulces o los amargos, y de pronto termina la época dorada de la existencia y cuando aún nos queda el último buchito de un descafeinado, se acerca un mesero que no reconocenos y nos dice "Ésta es su cuenta, señor. Ya vamos a cerrar. La vida ha terminado".
Francisco Hernández