Desde su primer libro de poesía, La penumbra del paisaje (1998), Ernestina supo que la poesía lírica es, por excelencia, aquello que nombra lo íntimo, lo personal. Luego, en su segundo libro, Los delirios de Eva (2003), reafirmó lo que solo la poesía sabe decir con entera precisión: que sin Eva el paraíso no hubiera sido tal ni tampoco el infierno por supuesto. El edén adánico —antes de Eva y sus delirios— era tan solo un paisaje sin gracia. La gracia viene junto con el pecado. Y la poesía lírica está siempre ahí: donde gracia y pecado se juntan para hacer el mundo más humano, más terreno.
Con su tercer libro de poesía, Los conjuros del cuerpo (2013), este que el lector tiene en sus manos, Ernestina Yépiz pone unas páginas más al libro único que ha venido escribiendo, desde hace tres lustros, para decirnos que "todo cuerpo desnudo es una pregunta que busca respuesta" y que "todo amante se esfuerza por dar nombre a su deseo". Un conjuro no es otra cosa que un ruego mágico o, en todo caso, una alquímica fórmula para conseguir que un deseo se cumpla. Con esto estamos definiendo también al poema mismo, pues todo poema es un conjuro y más aun si del amor se trata.
El clásico español nombró algunos de los síntomas de ese padecimiento llamado amor: “desmayarse, atreverse, estar furioso...olvidar el provecho, amar el daño”. Ernestina Yépiz sabe lo propio y lo define muy bien: amar jamás es tedio: siempre hay cuentas pendientes que saldar. Y por eso el amor jamás es el remedio, sino la enfermedad.
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