Ícaros desorientados no es un libro pesimista. De eso lo salva la modulación de la expresión del autor, que es capaz de darle la vuelta, con la ironía o la cotidianeidad fuera de plazo de una expresión inesperada, a guisa de cachorro juguetón o lluvia imprevista sobre la cabeza de un pensamiento machaconamente adoptado, a cualquier giro por el que corríamos peligro de deslizarnos por la cuesta de la desolación. Mesura sería, quizá, la palabra que más le conviene a este modo de escribir.
Ícaros desorientados es, ante todo, una vuelta a casa. A la casa de las palabras, que es como se ha de llamar a la poesía. A saber, el único hogar en el que las máscaras se resquebrajan y recobramos la oportunidad de reconocernos. En palabras del poeta: “Han tocado a la puerta y era yo: he venido a buscarme”.