Hay escritores que, más allá de otras consideraciones, acompañan la vida del lector hasta volverse una parte importante de su vida invisible, esa vida que se mueve por detrás de aquella que advierten los ojos de los demás. Con frecuencia, se suele llamar a este tipo de lecturas, lecturas de formación, esos libros que nos han seducido desde la adolescencia y que, a pesar de que lecturas posteriores ofrecen un sentido distinto a ese primer descubrimiento, siempre tratamos de saborear en busca del regusto que nos dejó aquel primer encuentro, el volver a revivir esa primera turbación; no sólo para rescatar ese primer desasosiego, muchas veces el primero antes de todo lo que tiene que venir que no es poco, dino incluso para recuperar un tiempo que irremediablemente se ha perdido y que, sólo en esos momentos de encuentro con uno mismo, con ese que una vez fuimos que ya no volverá, nos permiten inventar una edad que poco o nada tiene que ver con lo que verdaderamente sucedió, ni con aquello que realmente fuimos.