Enciclopedia de la Literatura en México

Poesía arbórea

Los árboles allí están, a la vista del mundo. No hay un día en que caminemos por cierta playa, un bosque, una simple calle, que no esté alguno de ellos erguido, inclinado, o asomado a la avenida con cierta precaución. Cualquier mañana o noche se topan con nosotros. Nos contemplan en silencio mientras vamos caminando. Apenas cruje alguna de sus ramas o pía levemente al interior de su follaje un pajarito con los ojos aún hinchados porque acaba de nacer. Los árboles cantan a través de los pájaros que les salen del pecho. Como el mirlo y el jilguero, capaces de inventar complejas melodías, o el zorzal, que lo hace con la alegría de los tonos mayores. Así que un árbol puede conocerse por sus espléndidos sonidos. Porque la identidad de un árbol está asociada con la de los pájaros que lo habitan. Por ejemplo, un árbol de Central Park, que no sólo acoge sino que de él emanan los petirrojos americanos, puede presumir de melodías tan bellas que han sido transcritas a los pentagramas. Atún en sus huevos, algunos gorriones practican los sonidos que emitirán después de nacer, y desde pequeños serán aficionados a los frutos del cerezo. Y también hay árboles de sonidos múltiples porque sus pájaros, felices de cantar, logran imitar a más de 30 especies diferentes. Pero los pájaros, como los árboles, son discretos. Los que mejor cantan se visten de colores suaves para no llamar la atención. Dejan los pigmentos a las frondas y las texturas a los nidos. Salvo el azulejo americano o la cardelina inglesa, que no han podido resistirse a la belleza doble del colorido y del canto.

* Esta contraportada corresponde a la edición de 2010. La Enciclopedia de la literatura en México no se hace responsable de los contenidos y puntos de vista vertidos en ella.