A veces se necesita solamente una pizca de sal,
unas rodajas de cebolla, un diente de ajo y unas
hierbas de olor para dar sabor al caldo y hacer
feliz a la familia reunida alrededor de la mesa.
En la santa mano de la guisandera se oculta el
misterio de la sazón, un saber profundo alimentado
por dos fuentes, la cocina prehispánica
y la ibérica.
Mientras que los conquistadores sometían
duramente al Anáhuac, en fogones y anafres se
mezclaban las sustancias de una nueva cocina,
cuyos olores y sabores alegrarían los corazones
de los mexicanos. Quizá las protagonistas de
esta historia sean las mujeres, con su milenario
oficio de dar de comer a propios y extraños.
Como sus abuelas, las mujeres indígenas continuaron,
entre ollas y comales, cociendo frijoles
y echando tortillas.
Por su parte, las inmigrantes españolas, en sus
relucientes sartenes, freían en manteca carne de
puerco aderezada con ajo y cocían pan de trigo
en hornos de leña. Luego vendrían las innovadoras,
mujeres de pueblo que ofrecían tacos, quesadillas,
chalupas, guisados en los tianguis o en
los “jacalones de comideras” de la Plaza Mayor.
También en enormes cocinas cubiertas de azulejos,
de las manos de las monjas salían manjares
clásicos y postres supremos que pasaban de los
banquetes de los virreyes a la imaginación popular.
De las deliciosas artes de fritangueras y monjas
viene el secreto de la sazón de generaciones
de mujeres. Hoy llega a tu mesa. Disfrútalo.
* Esta contraportada corresponde a la edición de 1995. La Enciclopedia de la literatura en México no se hace responsable de los contenidos y puntos de vista vertidos en ella.