Enciclopedia de la Literatura en México

Lecturas para todos: pronósticos y calendarios en el México virreinal

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A lo largo de los siglos xviixviii entre las publicaciones más populares en la Nueva España –pero también en la Europa occidental y en América (Perú, Nueva Granada, Brasil y las colonias norteamericanas)–, se encontraban los pronósticos astrológicos anuales, una especie de calendarios impresos bajo nombres diversos, como lunario, diario, almanaque, pronóstico o efemérides.[1][2] Estas publicaciones, de unas veinte páginas y generalmente impresas en octavo, salían al final de cada año e iban dirigidas a un público sumamente heterogéneo, que incluía a médicos, pilotos de navegación, agricultores (algunos pronósticos incluían secciones dedicadas “a los labradores”), mujeres embarazadas o nuevas madres (había consejos “a las embarazadas” y “a las paridas”), cortesanos, comerciantes y, hacia finales del siglo xviii, lectores ávidos de novedades científicas. Los autores de los pronósticos formaban un grupo igualmente variado: aunque publicar pronósticos anuales era, en términos oficiales, la obligación del titular de la cátedra de astrología (fundada en México en 1637) en la universidad, la popularidad y por lo tanto la lucratividad de los pronósticos fueron decisivas a fin de que otros autores tomaran la pluma para satisfacer las demandas del mercado y dividírselo, a veces agresivamente. Así, al lado de los tres célebres profesores de astrología en el siglo xvii –fray Diego Rodríguez, Luis Becerra Tanco (autor del libro Felicidad de México [1666, 1675] sobre la Virgen de Guadalupe) y Carlos de Sigüenza y Góngora–, entre los autores de pronósticos se encontraban otros astrónomos y astrólogos de renombre: Enrico Martínez a principios del siglo xvii y Joaquín Velázquez de León y Antonio de León y Gama en el siglo xviii. Destacaba, al mismo tiempo, la presencia de autores provenientes de profesiones variadas: médicos, boticarios, pilotos, agrimensores y, naturalmente, impresores. Éste fue el caso de la gran dinastía de impresores Zúñiga y Ontiveros, quienes publicaron un calendario anual durante la segunda mitad del siglo xviii y las primeras dos décadas del xix. La mayoría de los pronósticos se imprimían en la ciudad de México, aunque incluían a veces noticias de interés para lectores en lugares tan dispersos como las islas Filipinas o las islas de Barlovento. Gradualmente, en el transcurso del siglo xviii las imprentas regionales, sobre todo las poblanas, empezaron a competir con las mexicanas en su producción de pronósticos, y varios autores poblanos prometían ofrecer predicciones en base al “meridiano de Puebla”, aunque es difícil distinguir un estilo o un contenido local en sus escritos.

Los usos de los pronósticos astrológicos, como sus autores y sus públicos, eran diversos, y cambiaron gradualmente durante los siglos xvii y xviii. Había, sin embargo, una constante: situar al usuario dentro de una compleja cronología, en la cual se organizaban el pasado, el presente y el futuro sobre la base de diferentes representaciones del tiempo, desde la astrológica y secular hasta la litúrgica y religiosa. El pronóstico se abría en general con una sección intitulada “Notas cronológicas”, donde se presentaba un recuento de los principales eventos del mundo cristiano y se inscribía la “historia” local como parte de la teleología cristiana; por ejemplo, en su Heliotropio crítico, racional pronóstico, computado al Meridiano de la Puebla de los Ángeles (1752), Joseph Mariano de Medina señalaba que habían pasado 5718 años desde la creación del mundo, 4055 desde el diluvio, 2501 desde la fundación de Roma y, finalmente, 221 desde la fundación de Puebla. Las secciones siguientes se enfocaban en las ceremonias y fechas litúrgicas más significativas del año, especificando en particular las fechas de “fiestas móviles” como Miércoles de Ceniza, Pascua de Resurrección, Corpus Christi y Adviento, así como las fechas de las “témporas” o ayunos que se habían de guardar en cada estación. Seguía una sección llamada “juicio del año” y a veces un “juicio” de cada una de las estaciones, que respondía a la definición astrológica de la tierra como receptáculo de las influencias celestes, las cuales se consideraba que operaban por medio del movimiento y de la luz. En esta sección se señalaban los eventos astronómicos más importantes del año –como el paso del Sol o de la Luna por las doce casas del zodiaco u otros más extraordinarios, como los eclipses, las conjunciones planetarias, y, entrado el siglo xviii, los cometas–, en base a tablas astronómicas o “efemérides” importadas de Europa y adaptadas al contexto local (para calcular el comienzo de un eclipse, por ejemplo). Pero, sobre todo, lo local se reflejaba en la evaluación de las posibles consecuencias –desde climáticas y médicas hasta políticas– de las influencias celestes para la tierra.

Finalmente, la mayoría de los pronósticos concluían con un calendario, que complementaba, de manera más detallada, la información de las partes anteriores. A cada día le correspondía una espesa trama de símbolos y datos de carácter técnico e interpretativo. Símbolos como cruces, lunas llenas o medialunas (que podían ser entendidas hasta por gente semianalfabeta), describían las fases de la luna o indicaban el régimen de trabajo y de días de misa. Así, un día marcado con dos cruces señalaba la obligación de oír misa y de guardar descanso para todos; una sola cruz exceptuaba a los indios, considerados, hasta las primeras décadas del siglo xix, como neófitos. Hacia finales del siglo xviii los calendarios publicados por los Zúñiga y Ontiveros incluían también fechas de índole más secular: los días de correo y los nacimientos de la realeza católica, fechas de gala en la corte virreinal. Al mismo tiempo, hasta la segunda mitad del siglo xviii, cada día presentaba copiosa información de índole astrológica, que abarcaba desde consejos médicos (como los días propicios para ciertas prácticas –sangrías, purgas, o, menos frecuentemente, lavado de cabeza o del cuerpo entero–) hasta avisos meteorológicos sobre lluvias, heladas, chubascos u otros fenómenos. En base a esta sumaria revisión de su formato en general se puede caracterizar al pronóstico como un género sumamente híbrido: en el límite entre la cultura de élite y la cultura popular, entre el símbolo esotérico y abstracto y el chisme de todos los días y en el punto de convergencia de la ciencia, la política, la ley, la tecnología, la literatura de autoayuda y el calendario. Al mismo tiempo, la esencia polifacética y flexible de los pronósticos astrológicos les permitió servir como medio privilegiado de comentario y de crítica local en un momento en el que los vehículos posibles para tales comentarios eran muy escasos; por lo tanto, para el historiador contemporáneo, los pronósticos constituyen uno de los instrumentos más relevantes para examinar las prácticas culturales, sociales, políticas y científicas de los que escribían, censuraban, publicaban y leían estos materiales, así como los sutiles cambios en las relaciones entre estos diferentes actores a lo largo de dos siglos.

Los pronósticos mexicanos de los siglos xvii y xviii presentan otra gran ventaja para el historiador: muchos de ellos se han conservado. En sí, esto es un hecho casi milagroso. Es difícil pensar en literatura más efímera y es natural imaginarse que, una vez acabado el año, el lector de pronósticos compraría el del año siguiente y el viejo calendario encontraría otros usos: para envolver comida, prender el fuego o tal vez para fines más nobles, como la encuadernación de libros. La preservación de pronósticos hasta el día de hoy tiene que ver, de manera indirecta, con el sustrato astrológico de la mayoría de los pronósticos y, paradójicamente, con la censura sistemática de la astrología a partir de finales del siglo xvi. Para el Concilio de Trento, celoso en reformar y disciplinar creencias y supersticiones, el tema de las influencias celestes sobre la tierra y, particularmente, sobre la actividad humana, llegó a ser un punto importante de discusión. Entre otras críticas, se señalaba que la astrología violaba la doctrina del libre albedrío y el monopolio de la Iglesia sobre el milagro.

Como consecuencia de estos debates, el papa Sixto v dictó en 1586 una bula que dividía la astrología en un ramo permitido que vinculaba causas naturales –como los movimientos planetarios– con efectos naturales, como heladas, tormentas, tendencias a ciertas enfermedades, y un ramo prohibido, la llamada astrología judiciaria, que juzgaba o interpretaba las influencias celestes sobre el destino individual del hombre, prediciendo cosas como la fecha de la muerte, el matrimonio o la fortuna de cada uno. La astrología judiciaria estaba agrupada con otras artes divinatorias, como la hidromancia, la geomancia, la quiromancia y la necromancia, aunque muchos astrólogos rechazaban su identificación con oficios tan “vulgares”. Quedaba prohibida la escritura, lectura o cualquier forma de divulgación de la astrología judiciaria, aunque la misma bula sancionaba la publicación de pronósticos astrológicos escritos con fines médicos, náuticos o agrícolas. En realidad esta bula no logró disuadir de manera absoluta a los aficionados a la astrología; siguieron difundiéndose predicciones judiciarias, algunas de cierta notoriedad: cuando Tommaso Campanella predijo la muerte del papa Urbano viii en febrero de 1630, cardenales españoles, franceses y alemanes se reunieron en Roma para escoger un nuevo papa. Pero, al sobrevivir sano y salvo –y furioso– tras la fatídica fecha, Urbano viii reforzó la bula de Sixto v con otra bula en contra de la astrología judiciaria, la llamada Inscrutabilis de 1631.[2] A ésta le siguieron otros refuerzos papales en 1640 y 1740.[3]

En la Nueva España el alcance de estas prohibiciones tampoco era total, según lo reflejan los juicios de algunos célebres astrólogos como Melchor Pérez de Soto y Guillén de Lampart, en las décadas de 1640 y 1650. Al mismo tiempo, se trató de reforzar el control sobre los pronósticos anuales. En 1647, con el intento de reducir violaciones, la Inquisición española decretó un importante cambio en la jurisdicción: desde ese momento el Tribunal del Santo Oficio sería la única institución encargada de otorgar los permisos necesarios para la impresión y distribución de los pronósticos (antes concedidos por el titular de la cátedra de astrología en la universidad). Los inquisidores se mostraban particularmente preocupados por estos textos, cuyo público consistía, según los censores, de “hombres rústicos e ignorantes y los menos prudentes que creen de ligero, dan crédito y tienen por cierto dichos pronósticos, aunque conozcan que los juicios que en ellos se hacen dependen de la humana voluntad y libre albedrío”.[4] En México el nuevo auto empezó a aplicarse poco antes de 1649, fecha de las primeras revisiones de pronósticos por la Inquisición de la Nueva España.

Este cambio de jurisdicción representó una medida indudablemente represiva para los escritores y los impresores de pronósticos, pero prueba haber sido de gran ventaja para el historiador: los archivos de la Inquisición del Archivo General de la Nación, en la ciudad de México, contienen un siglo y medio de lunarios, la mayoría de ellos manuscritos.[5] Lo que es más significativo, junto con los pronósticos manuscritos se encuentran los comentarios y los permisos de los inquisidores. Lejos de ser exclusivamente un instrumento de represión, los comentarios de los censores ofrecen sugerencias, explicaciones y anécdotas que permiten recrear el contexto de la escritura y lectura de los pronósticos astrológicos. Por ejemplo, los censores actuaban decididamente para extirpar cualquier creencia supersticiosa, pero también para evitar miedos innecesarios o ansiedad por parte de los lectores. De esta manera, al corregir las predicciones astrológicas incluidas en el pronóstico de 1676 de Juan de Saucedo, por insistir en la inevitabilidad de los fenómenos predichos, un censor recuenta la anécdota de otro astrólogo que había predicho una helada, causando gran consternación entre los campesinos. Cuando el fatídico día llegó y pasó con sol y brisa –y sin hielo– los labradores juntaron los lunarios escritos por el dicho astrólogo y los quemaron, quemando de tal forma al autor en efigie.[6] De particular preocupación para los inquisidores, eran las posibles interpretaciones por parte de las lectoras de lunarios. Un censor instaba a Becerra Tanco a que dejara fuera la parte del pronóstico para 1671 donde prometía “todo gusto y prosperidad al sexo femíneo”. “Lo cual es anuncio –explicaba el censor–, para la fragilidad de las mujeres (siempre mal entendidas) suficiente a que por este tiempo se esfuerzan a esperar y solicitar el gusto y prosperidad pronosticada la cual Dios les niegue si ha de ser a costa de ofensas suyas.”[7] En los archivos de la Inquisición cada pronóstico manuscrito constituye, por lo tanto, una arena de complejas negociaciones y confrontaciones entre críticos y autores, entre la doctrina oficial y lo que se podía decir al margen de ella, entre el texto escrito y las prácticas de lectura de cada lector o grupo de lectores. Entre estas negociaciones emerge también una noción diferente del público: como lo ha señalado Roger Chartier en sus varios ensayos sobre la cultura popular en la época moderna, lejos de consumir pasivamente los textos producidos por la clase alta, hasta el lector más humilde se apropia del pronóstico de una manera particular e idiosincrásica.[8] En el caso del México virreinal los pronósticos anuales ofrecen así una de las escasas posibilidades de aproximación a la cultura popular.

A pesar de su gran abundancia documental, los pronósticos mexicanos de los siglos xvii y xviii han recibido muy poca atención por parte de los historiadores.[9] En parte esta marginación tiene que ver con el trasfondo astrológico de cada pronóstico y con los usos y percepciones actuales de la astrología: hoy en día los pronósticos astrológicos tienden a considerarse lectura para los curiosos y los ociosos y pueden aspirar a ser divertidos, pero rara vez serios. Sin embargo, basar la ignorancia del pasado en la reputación ambigua de la astrología en el presente es una actitud anacrónica. Hasta el siglo xviii los astrólogos ocupaban puestos importantes en sus sociedades, tanto en Europa como en América: tenían cátedras en las universidades, escribían para reyes y príncipes, y sus estudios fungían frecuentemente como vehículos de cambios científicos, culturales o políticos. Entre ellos encontramos a Tycho Brahe y a Kepler. Al mismo tiempo, los pronósticos son rara vez tomados en consideración, porque su naturaleza inherentemente híbrida y sus usos tan variables no permiten su clasificación dentro de los nichos disciplinarios preestablecidos. En este ensayo no pretendo hacer un estudio exhaustivo del género sino abordar algunos pronósticos escritos entre los siglos xvii y xix desde su inquietante idiosincrasia: cada pronóstico emerge, por lo tanto, como producto de intereses encontrados, tendencias políticas y religiosas, modas científicas y literarias, costumbres médicas, citas y plagio, para constituir un reflejo singular de su momento histórico.

 

 

mostrar Profecías cumplidas: los pronósticos hacen historia

Nuestro primer escenario es el de la ciudad de México en el año 1664. El protagonista es el Diario y Discursos Astronómicos, Morales, y Políticos, según la revolución y eclipses deste año que viene de 1665, escrito por Gabriel López de Bonilla, quien era originario de Alcolea de Tajo, Toledo, y vecino de la ciudad de México, y que para 1664 había escrito unos 37 pronósticos y un tratado sobre el cometa de 1652. El Diario, que incluía predicciones (principalmente) para la Nueva España y, en menor grado, para las islas de Barlovento y las Filipinas (lo cual nos indica que los pronósticos de López de Bonilla también se leían allí), se acabó de escribir –por lo menos en su primera versión– el 29 de junio de 1664, fecha que aparece en la dedicatoria.[11] López de Bonilla lo presentó ante la Inquisición en algún momento entre el 29 de junio y el 30 de agosto del mismo año, fecha de las primeras censuras. El 22 de septiembre recibió el permiso de publicación, condicionado a varias revisiones.

Desde el mismo título, Diario y discursos astronómicos, morales y políticos, el texto, según los censores, presentaba problemas; así, el calificador, padre Alonso de la Barrera, opinó que lo político y lo moral del título inscribía el diario dentro del género de la astrología judiciaria, ofreciendo predicciones sobre la actividad humana. A su vez otro censor, el padre Juan Ortiz de los Heros, señaló determinadas profecías judiciarias hechas por Bonilla en su Diario, como rebeliones inminentes, piratas y latrocinios y se mostró particularmente preocupado por la mención de la muerte de cierto personaje principal. Tales predicciones se podrían calificar de astrología judiciaria pero no necesariamente de políticas, y daban su toque de morbo y curiosidad a la gran mayoría de los lunarios de la época.

El aspecto propiamente político se deja vislumbrar en la dedicatoria del Diario al arzobispo Diego Osorio de Escobar y Llamas, a quien el astrólogo le deseaba “tan felices años de salud y asistencia de Gobierno como esta ciudad desea para su bien y reparo” y, particularmente, en la fecha de la dedicación, el 29 de junio de 1664, momento culminante en el conflicto político entre el virrey conde de Baños y Diego Osorio de Escobar y Llamas, obispo de Puebla (y arzobispo provisional de la Nueva España desde 1661). El conde de Baños había tomado posesión como virrey en septiembre de 1660 y su gobierno fue marcado por corrupción, arrogancia contra los criollos y depresión económica. A principios de 1664, respondiendo a numerosas quejas, la corte real en Madrid mandó las cédulas que anunciaban el cese del virrey de su puesto y su remplazo temporal por el arzobispo. Las cédulas fueron interceptadas por los espías del virrey, pero el arzobispo, informado de su existencia, mandó leer una proclamación de las mismas en la catedral de México el 19 de marzo de 1664. Al mismo tiempo amenazó con la excomunión a los que habían secuestrado los documentos. El virrey trató de asesinar al lector de la proclamación y el arzobispo, temiendo por su propia vida, se refugió en el monasterio carmelita de Santa Ana, en las afueras de la ciudad, desde donde continuó involucrándose en el desarrollo de los hechos. El 12 de junio, por ejemplo, desafió públicamente al virrey y a su familia cuando ordenó que la procesión de Corpus Christi no pasara frente al palacio virreinal. Luego, el 28 de junio, las cédulas llegaron por fin a manos de Osorio de Escobar y Llamas; los navíos de España habían naufragado y no pudieron arribar al puerto de siempre, evadiendo de esta forma a los hombres del virrey. El arzobispo regresó a la ciudad el 29 de junio en medio de celebraciones; los celebrantes llevaban representaciones grotescas del virrey y de su esposa. Más tarde, el mismo día, el virrey tuvo que aceptar al arzobispo como nuevo virrey. Osorio de Escobar y Llamas estuvo a cargo de la Nueva España hasta septiembre del mismo año.[12]

López de Bonilla dedica su Diario el 29 de junio, en el contexto tragicómico de enredos políticos: el pronóstico se puede leer, por lo tanto, como una de las posibles representaciones del conflicto, e inscribe el curso de la política dentro de un escenario de cambios celestes. Así, al principio del pronóstico, López de Bonilla recuerda al lector una premisa astrológica esencial, la correspondencia entre la tierra y el cielo: “es cosa muy puesta en preceptos de esta ciencia que cuantos géneros de estados hay en una república, todos están subordinados a los siete planetas y de la manera que ellos se mueven en sus orbes así influyen en la sangre”. Dentro del esquema simbólico-astrológico de López de Bonilla el Sol, “significador general de personas supremas”, se refiere al virrey, mientras que Saturno representa al arzobispo; en ningún momento cabe la duda de que en la guerra de los planetas el resultado favorece al segundo. Por ejemplo, en su “Juicio general del año” el astrólogo decide que las señas del cielo indican “trabajos en el estado secular”, pero prometen “felicidad y buenos sucesos en el estado eclesiástico”. En su análisis detallado del año astronómico, después de la sección sobre el juicio general, el astrólogo describe cómo la ambición inconmensurable del Sol, reinante desde 1659 (un año antes de la llegada del conde de Baños) ha destruido las virtudes de la tierra. En sus últimos momentos de dominio (“estando como hombre cercano a la muerte”) y aliado con el sangriento Marte, el Sol intenta arrebatarle el gobierno a Saturno, con resultados desfavorables tanto para el reino humano como para el animal:

No dejará de ser aún peor de lo que hasta ahora ha sido, haciendo muchos daños, no sólo en los frutos, sino en muy agudas enfermedades de su adusta naturaleza, muertes violentas, robos, alborotos y sediciones por gente facinerosa por tener como tiene toda la dañada influencia de Marte en sí.

En una superposición de las repúblicas celeste y terrestre, López de Bonilla recurre a la Política de Aristóteles y urge a los ministros de justicia a remediar el curso determinado por el movimiento del Sol. Al mismo tiempo, no enteramente convencido de la justicia humana, el astrólogo pide por la divina: “Permita su Majestad divina que desde este año en adelante se experimente el remedio que poco antes fue comenzado a tener, pues Saturno, señor del año, en su [...] gran dignidad lo demuestra.”

López de Bonilla concluye su diario con la descripción de dos eventos prodigiosos experimentados en los cielos nocturnos de marzo de 1664: una luna negra y un cuerpo cometario, de movimiento lento y rodeado por multitud de estrellas pequeñas, que aparecía en el lugar alcanzado por el Sol al mediodía. Significativamente, la luna negra fue vista el 19 de marzo, cuando también se proclamaron en la catedral las cédulas reales que anunciaban el cese del virrey. Después de enfatizar que los signos de la naturaleza nunca aparecen en vano, nihil faciunt frustra, el astrólogo declara que todo evento no natural y extraordinario en los cielos es portento de mutaciones y alteraciones del orden presente. Estos cambios son de esperar, sostiene López de Bonilla (como lo ha venido haciendo a lo largo de su diario) y los signos en los cielos son como una campana celeste para despertar a los hombres de su apatía: “Grande causa hay en las contestaciones celestes de este año de 65 para haberlos si sucedieren que no podrán dejar de ser vistos, creer que son golpes que la campana celeste da para recordarnos el letargo que nos tiene como muertos en las cosas de temor de Dios.”

No conocemos la forma en la cual se imprimió finalmente el diario de López de Bonilla una vez que éste aceptó hacer los cambios requeridos por los censores. La versión que se encuentra en los archivos de la Inquisición es la presentada para su revisión. Esta primera versión del pronóstico provee pistas invaluables para entender el papel de la astrología en la vida cotidiana y sus posibilidades como vehículo de crítica política, comentario, especulación y propaganda. A través de este texto, dirigido a un gran número de lectores, el astrólogo pretende canalizar el miedo y las ansiedades provocadas por una situación política incierta hacia una percepción unívoca de los eventos y de su fin, induciendo de esta manera la participación de los lectores a favor del arzobispo. López de Bonilla logra este efecto al emplear varios recursos sumamente persuasivos, propios de la escritura astrológica. El astrólogo produce una narración que invierte el caos del presente y del futuro con un sentido de dirección, de forma histórica y de diseño dramático. Esta narración tiene una base cuantitativa (los cálculos de movimientos celestes) y está organizada alrededor de lo extraordinario y lo inusual: cometas, eclipses, conjunciones y una luna negra, todos sirven como nudos para codificar el presente y el futuro en un momento en el que se creía que los eventos celestes comunicaban la voluntad divina. Para interpretar estos signos López de Bonilla recurre a autoridades de peso, como Aristóteles, pero también a las artes emblemáticas contemporáneas, que ejercían un gran atractivo entre los lectores. Así, el simbolismo astrológico era particularmente popular en los ritos políticos, y en 1666, un año después de la publicación de este pronóstico, las pompas fúnebres de Felipe iv en México inmortalizaban el deceso del rey como el ascenso del Sol entre los planetas. De esta forma, al hacer uso de varios mecanismos legitimadores –que abarcan la neutralidad de signos matemáticos y planetarios, la retórica persuasiva de los emblemas y la solidez de la teoría política clásica– López de Bonilla encuentra el camino hacia el comentario político, presentado como verdad verificable. La legitimidad de la escritura astrológica radica, a fin de cuentas, en la epifanía divina a través de señales celestes. A su vez, el astrólogo, experto en este sistema explicativo y expresamente dotado de talento y experiencia, funge como decodificador de los designios de Dios.

Un cuarto de siglo después de la publicación del Diario de López de Bonilla Carlos de Sigüenza y Góngora (cuñado del mismo), fue uno de los primeros críticos mexicanos en denunciar los usos (y abusos) políticos del pronóstico astrológico. Sus críticas aparecieron no solamente en su célebre debate con el padre jesuita Francisco Eusebio Kino alrededor del cometa de 1680-1681, sino también en sus propios pronósticos anuales, a partir de la década de 1690. En comparación con los pronósticos de otros autores, los de Sigüenza y Góngora han recibido más atención por parte de los historiadores, quienes se han dedicado a limpiar, a través de complicadas demostraciones filosóficas, el “estigma” de la astrología de la trayectoria científica del sabio criollo.[13] En este ensayo, más que un análisis técnico de los pronósticos de Sigüenza y Góngora, pretendo describir cómo su crítica contra la astrología y, sobre todo, contra las supuestas influencias del cielo sobre la tierra y sus habitantes, tiene también una motivación extracientífica que define la postura y la intervención del autor en la arena de intereses políticos, sociales y culturales de la capital virreinal de finales del siglo xvii.

Es el caso de su Almanaque para 1693, que fue entregado a la Inquisición el 16 de octubre de 1692 y aprobado para publicación el 29 del mismo mes, sin observaciones o cambios.[14] Compuesto entre junio y octubre de 1692, este pronóstico ofrece comentarios sobre uno de los periodos más críticos en la historia novohispana: más de un año de catástrofes naturales, epidemias, cosechas insuficientes y hambrunas, que culminaron en el motín de los indios el 8 de junio de 1692. Estas calamidades cumplían –de manera general y no específica– las predicciones de otros astrólogos contemporáneos, que asociaban las desdichas con un eclipse total del Sol de 23 de agosto de 1691. Había también quienes atribuían las desgracias al mal gobierno. En cambio, en su Almanaque Sigüenza y Góngora negó la primera versión, por estar basada en “principios quiméricos y fantásticos”, y redujo la comprensión del eclipse a un asunto de cálculos astronómicos y matemáticos; quedaba invalidada así la asociación entre el eclipse y los padecimientos de la capital, o el uso político y potencialmente subversivo del eclipse como reflejo del gobierno virreinal. Al mismo tiempo que el Almanaque, Sigüenza escribió una carta (“Alboroto y motín de los indios de México”) en defensa del virrey, donde regresó al tema del eclipse como augurio funesto, caracterizando el miedo al eclipse como fenómeno social despreciable o como chisme vulgar, y señalando que un buen par de telescopios y unos cálculos confiables eran las mejores armas contra las supersticiones del pueblo.

Al identificar la astrología como pensamiento vulgar y potencialmente peligroso Sigüenza y Góngora reforzaba una de las críticas más fuertes contra los pronósticos, presente en la copiosa legislación del siglo xvii, y abría una brecha ideológica entre el pueblo y el hombre de ciencias. Sus ataques repetidos contra la astrología le causaron conflictos y denuncias ante la Inquisición por parte de astrólogos contemporáneos, celosos de guardar el crédito de su lucrativa profesión. La mayoría de las veces los censores apoyaron a los denunciantes. Sin embargo, los pronósticos críticos de Sigüenza y Góngora tuvieron cierta popularidad entre los escritores de pronósticos del siglo xviii. Por ejemplo, en su pronóstico para 1709, Juan Antonio Mendoza y González citaba los pareceres de Sigüenza respecto al eclipse de 1691 y, unos años después, Joseph de Escobar y Morales se dedicaba a “plagiar” en sus propios pronósticos pasajes de aquellos donde Sigüenza mostraba su desprecio hacia la astrología. A lo largo del siglo xviii, estas tendencias antiastrológicas se fueron acentuando, para culminar a fin de siglo en el rechazo absoluto a la astrología por parte de las élites ilustradas novohispanas. No obstante su influencia más allá de su muerte, la animosidad de Sigüenza contra la astrología era poco coherente con el hecho de que, a lo largo de su vida, escribió unos treinta pronósticos, dejando uno para publicación póstuma para el año de 1701. ¿Cómo explicar la contradicción? ¿Por qué seguía publicando pronósticos? En parte la respuesta tiene que ver, indudablemente, como lo han señalado sus biógrafos, con las ganancias materiales. No se puede descartar, sin embargo, que Sigüenza, así como otros críticos de la astrología, viese el pronóstico como un medio de fácil divulgación para intervenir en la mentalidad popular y para asegurar la publicación –de manera abreviada– de algunas de sus teorías e hipótesis (sobre el calendario mexica o sobre la Virgen de Guadalupe, por ejemplo). En cambio, como él mismo se quejaba amargamente, muchos de sus libros y tratados más extensos se quedaron inéditos y son numerosos los que se han perdido con los años.

A principio del siglo xix la popularidad del género, su flexibilidad y su capacidad de influir en la esfera pública seguían atrayendo a uno de los primeros escritores del México independiente, el prolífico José Joaquín Fernández de Lizardi. La producción de pronósticos por Lizardi es en realidad poco significativa en proporción con sus demás escritos, pero refleja sugerentemente los usos políticos del pronóstico en el difícil periodo de transición entre el México colonial y el independente. Entre sus varios pronósticos destaca el Calendario histórico y pronóstico político de 1824, escrito después de la abolición de la Inquisición y conservado en forma impresa.[15] El contexto político e ideológico de este texto halla su reflejo en las “Notas históricas mexicanas” (una sección nueva, colocada después de las tradicionales “Notas cronológicas”), donde Lizardi empieza con la fundación del imperio mexicano en 1327, su conquista por Cortés en 1521, y salta inesperadamente al “primer grito de Independencia el 16 de septiembre de 1810”. Sigue la secuencia de acontecimientos políticos entre 1810 y 1823, que concluye con “la entrada fúnebre y solemnísima de los restos mortales de los primeros héroes de la patria, el 17 de septiembre de 1823” y con la “instalación del Congreso Constituyente” unos meses después. Esta cronología inicial informa, por lo tanto, la lectura del resto del pronóstico, en el cual Lizardi aspiraba, por un lado, a anular el legado del pasado colonial (tan tajantemente omitido) y, por el otro, a construir una historia heroica que sería un origen –y pronóstico– digno para la nueva república.

El rechazo a la colonia y sus instituciones quedaba reafirmado en la sección de “Notas curiosas”. Aquí Lizardi criticaba la costumbre de considerar a los indios como catecúmenos o neófitos después de trescientos años de evangelización; en los calendarios esta distinción se reflejaba a través del número de cruces correspondientes a cada día. Al mismo tiempo, a Lizardi le indignaba la cantidad de fiestas del calendario mexicano y abogaba por reducirlas a los domingos y algunos días más, “como en Francia”. Las fiestas no beneficiaban a nadie, explicaba el autor: los artesanos perdían dinero y todos usaban el día libre, no para recogerse religiosamente o escuchar misa, sino para emborracharse y perpetrar abusos. Pero Lizardi reservaba su crítica más acérrima contra la celebración de la fiesta de san Hipólito, el 13 de agosto: este día conmemoraba la conquista de México por Cortés y, por lo tanto, la muerte de miles de indios, su esclavitud y la “usurpación de su patria”.

Por estos crímenes escandalosos –apuntaba Lizardi– se vestía la nobleza de gala y pendón [...] La insignia infame de nuestra esclavitud era llevada con pompa y aparato a la iglesia de San Hipólito; allí se cantaba el Te Deum, y al Dios de la paz, al justo por esencia se le tributaban solemnes gracias porque en semejante día se habían perpetrado los delitos más abominables que positivamente le desagradan y que nos prohíbe expresamente [...] Guardar la fiesta es mofarse de la ignorancia de los americanos.

Los ataques de Lizardi al calendario heredado de la colonia prueban que un calendario, más que una neutra sucesión de días, es un campo de batalla entre intereses de todo tipo. Aunque Lizardi nunca adopta la posición radical de los revolucionarios franceses, quienes durante la última década del siglo anterior habían acabado con todas las asociaciones religiosas del tiempo (la semana de diez días erradicaba el “día del Señor” y su festejo), el Pensador Mexicano reconocía el alto valor propagandístico del calendario al rechazar símbolos directamente ligados con la memoria de la colonia y al articular el tiempo alrededor de nuevos significados políticos. En gran medida, el Calendario de Lizardi es el teatro de la memoria, el equivalente escrito de la procesión de los restos de los héroes de la patria el 17 de septiembre de 1823 (a trece años del grito); así, cada mes se abre con el grabado de un héroe, posando encima de un pedestal con una pequeña inscripción recordatoria. Entre otros, se suceden a lo largo del año el padre Hidalgo, Ignacio Allende, Hermenegildo Galeana, Guadalupe Victoria, Antonio López de Santa Anna, a caballo o a pie, rodeados por fieras salvajes o por enemigos, con explicaciones sumarias de sus hazañas más heroicas. Este juego emblemático de imagen y texto breve tiene un fuerte carácter didáctico y activaba la memoria hasta de los “lectores” menos alfabetizados. Lizardi cierra cada mes con una pequeña estrofa, cuyo propósito evidente era contribuir a crear una mínima cultura cívica republicana. De esta forma, en enero, Lizardi exhortaba: “Ante la ley ser deben/Todos iguales;/Pero los ricos siempre/La sobresalen./Y esto consiste/En que los ricos dan/los pobres piden.” En agosto, criticaba los abusos del lenguaje legal: “Si el Congreso no olvida/La jerigonza/Greco-hispano-latina,/Mal va la cosa./Con pocas leyes,/Claritas y sencillas/Mejor se entiende”, mientras en noviembre se expresaba contra la religiosidad extravagante del pueblo (que se manifestaba a través de ofrendas, altares y contribuciones): “Los párrocos debieran/Por su instituto, /Desterrar de los pueblos, /Muchos abusos. /Y si no lo hacen/Porque les vale plata, /Son criminales.” Finalmente, en diciembre Lizardi concluía su pronóstico: “si algunos de estos pronósticos no se cumplieren, mejor. Será señal de que las leyes se observan, el despotismo huye, la ilustración se aumenta, los abusos se destierran y nuestra libertad se afirma.” 

El Calendario de Lizardi fungía, sobre todo, como manual del ciudadano mexicano, y su propósito era construir la memoria histórica y sentar las bases y las costumbres políticas, legales y morales para la nueva república. Tal vez sea señal de su éxito que este calendario se volvió a publicar en 1825 (obviamente, con las fechas correspondiente al nuevo año). Salió al mismo tiempo, también firmado por Lizardi, un Calendario para el año de 1825, “dedicado a las señoritas mexicanas”, donde se incluían noticias de interés para las mujeres: retratos de los actos patrióticos de mujeres mexicanas durante la guerra de independencia y algunos consejos, bastante mojigatos –sobre la virginidad, la elección de novios, el trato del marido y la educación de niños patrióticos– para las señoritas y futuras esposas. Destaca la siguiente estrofa para el mes de febrero: “Jamás por ser mujer/Mires las ciencias/Como que no importan, /Que eso es de necias./Es la lectura un adorno muy doble/ De la hermosura.”

Los pronósticos de López de Bonilla, de Sigüenza y Góngora y de Fernández de Lizardi fueron escritos en diversos momentos durante un siglo y medio. A pesar de sus diferencias (la función astrológica, por ejemplo, aprovechada por López de Bonilla, criticada por Sigüenza y Góngora y ausente en Lizardi), los objetivos de sus pronósticos no son tan disímiles: sus autores aprovechan el popular género del pronóstico para comentar sobre momentos políticos críticos (en un contexto que ofrecía poca oportunidad para la crítica) y para participar de manera indirecta, y no menos influyente, en la percepción popular de tales momentos y en su desenlace. No siempre el pronóstico tomó la forma de comentario a acontecimientos políticos y sociales; ni se ocultó siempre detrás de claves herméticas o astrológicas, ya que, para la mitad del siglo xviii, la astrología había quedado bastante desacreditada. Es en este momento que –para emitir sus juicios sobre su entorno político y social– el autor de uno de los pronósticos mexicanos más interesantes tomó prestados los recursos narrativos, los simulacros y los caprichos de la ficción, hecho que refuta el cliché de que en la Nueva España no se escribían ficciones.

mostrar 1775: la tierra vista por los lunáticos

Se trata de un lunario de curioso título, Syzigias, y quadraturas lunares ajustadas al Meridiano de Mérida de Yucatán por un Anctítona o havitador de la Luna [...] para el año del Señor 1775, donde se conjugan, debajo del espectro de la literatura fantástica, nuevas modas científicas, costumbres afrancesadas y la crítica social y moral. El pronóstico, que permanece lamentablemente inédito, fue presentado a la Inquisición en 1775 como parte de la documentación en el caso contra Manuel Antonio de Rivas, fraile franciscano del convento de la tercera orden de Nuestro Padre San Francisco en Campeche. Rivas, como él mismo lo cuenta en una carta en su propia defensa, era español de origen, “excolegial del insigne Alba de Torme”, y contaba con “título con sello del colegio y con subscripciones de los catedráticos de Escoto de la Universidad de Salamanca”. Había llegado a la Nueva España más de treinta años antes, en calidad de definidor (especie de consejero encargado de resolver los casos más graves de su orden) y comisario delegado del padre general de Indias, fray Manuel de Rega. Sus relaciones con sus hermanos de religión eran bastante tormentosas, ocasionando la primera acusación contra él ante la Inquisición. En 1773 fray Manuel Antonio de Armas lo acusaba de religiosidad dudosa, poca participación en misa, de haber negado la existencia del purgatorio y de haber atacado el culto de las imágenes; al mismo tiempo se le denunciaba por haber escrito en 1762, “con letra fingida unos pasquines en el idioma yucateco, cuyos contenidos eran las diabólicas doctrinas de Triclef y Juan Huz”. Los pasquines habían sido repartidos por todos los lugares públicos del pueblo maya de Tekax, donde fueron recogidos por un sacerdote (implicado en los pasquines) y finalmente mandados traducir al español por la Inquisición en 1773. Más que las doctrinas del inglés John Wyclif y del moravo Jan Hus, teólogos que se manifestaron en contra de la corrupción eclesiástica y a favor de la reforma de la Iglesia católica entre los siglos xiv y xv, lo “diabólico” de los pasquines eran las acusaciones, con lujo de detalles grotescos y concretos, sobre las relaciones sexuales de ciertos curas –mencionados con nombres y apellidos– con las indias de sus pueblos. Al mismo tiempo, los pasquines advertían a los feligreses en contra de las misas o de los sermones de los curas denunciados, porque Cristo no podía estar en la hostia que pretendían consagrar. Las diversas acusaciones en contra de Rivas (quien negaba haber escrito los pasquines) no procedieron, tal vez por la intervención de algún protector poderoso. Sin embargo, en 1775 al expediente de Rivas se agregó el lunario, cuyo original nombre Syzigias se refiere, según el Diccionario de Autoridades, a las fases de la Luna, designando el tiempo entre las oposiciones y conjunciones con el Sol.

Las Syzigias fueron escritas, al parecer, para el divertimiento de un erudito “Br Dn Ambrosio de Echeverria” (probablemente un seudónimo), “entonador de Kyries funerales en la Parroquia de el Jesús de la Ciudad de Mérida, y Professor de Logarithmia en el Pueblo de Mama de la Peninsula de Yucatán”.[16] El pronóstico estaba dividido en una larga introducción (unas 14 páginas manuscritas), una sección cronológica y el calendario de rigor donde se apuntan las fases de la Luna y las horas de salida y puesta de Sol a lo largo del año. Los “Cómputos cronológicos de épocas insignes” consisten en una lista larguísima y bizarra que aspira a conjugar temporalidades variadas, más allá de la cronología hebreo-cristiana: “es el año judaico 5535”; “es el año griego olympiádico 2550”; “es el año 2958 del incendio de Troya”; “es el año 1709 del incendio del templo Jerusolimitano por Tito, hijo de Vespasiano”, etc. El interés de las Syzigias consiste especialmente en la introducción, escrita en forma de carta a don Ambrosio de Echeverría. Curiosamente, el remitente de la carta es el secretario del Atheneo o reunión de sabios anctítonas o habitantes de la Luna, quienes se juntaron con el propósito expreso de contestar una carta mandada por un “atisvador” u observador (terrícola) de los movimientos lunares. (No deja de extrañar que los sabios lunáticos no le contestan directamente al atisvador, sino a don Ambrosio.) En medio de la cortés reunión, un carro volante rompe estrepitosamente la atmósfera de la Luna y, ante las miradas atónitas de los ilustrados anctítonas, del carro baja un hombre, quien les habla de “monsieures” (lo que no extraña para nada a los lunáticos, tan empapados de la “universal” cultura francesa como todo pueblo civilizado de la segunda mitad del siglo xviii) y se presenta como Onésimo Dutalon, originario, naturalmente, de Francia. El resto de la carta es el recuento de la estancia de Dutalon (a quien el secretario de la asamblea lunar se refiere también como “el Maquinario Dutalon”, en honor a la afición dieciochesca por todo tipo de máquina y autómata) en la Luna: su interesantísima conversación con los lunáticos, su visita de reconocimiento por la superficie lunar y, finalmente, su partida, no sin haber prometido entregarle la carta a don Ambrosio y repetir su visita a la Luna en compañía del erudito yucateco.

La larga introducción a las Syzigias está escrita en la forma de un viaje extraterrestre y constituye, muy probablemente, el primer texto de este género en la Nueva España; merecería, por lo tanto, una primera edición. Pero si es un primer viaje mexicano a la Luna, al mismo tiempo se puede inscribir dentro de una rica tradición occidental de viajes fantásticos, entre los cuales figuran Icaromenipeo (tal vez primer viaje de este género), escrito por Luciano de Samósata, en el siglo ii, el Somnium (1634), de Johannes Kepler, y L’autre monde ou les états et empires de la lune (1657) de Cyrano de Bergerac; en el siglo xviii entre los representantes más famosos del género se encuentra el Micromégas (1752) de Voltaire. A pesar de su amplísimo espectro cronológico, los diferentes viajes al espacio comparten propósitos comunes: por un lado, el género obliga al viajante a ver la Tierra desde otra perspectiva y, por lo tanto, a poner en tela de juicio o relativizar sus verdades más absolutas. De esta forma, el viaje extraterrestre, al igual que las utopías, permite la revisión crítica de este mundo (con sus costumbres, su orden social y político y sus representaciones) y la construcción, por lo menos ficticia, de un mundo mejor. Por el otro lado, el viaje fantástico sirve para exponer nuevos modelos científicos o para proponer o experimentar con nuevas hipótesis de manera menos comprometida que en un tratado científico.[17] La carta que abre las Syzigias, como otros textos del género, combina la tendencia crítica con el experimentalismo científico.

Regresemos, pues, a la visita del maquinario a la Luna. Tras verse rodeado de anctítonas, Dutalon hace un breve recuento autobiográfico: al rechazar la escolástica como inútil, Dutalon cuenta cómo se dedicó a la física experimental, “la más verdadera”, y a leer a Newton, y llegó así a ser “dueño de los más profundos arcanos de la geometría”. Su pasión por el vuelo lo llevó a inventar un carro volante, lo que casi le costó la vida porque sus contemporáneos lo juzgaron por “mágico” y estuvieron a punto de quemarlo en la plaza. A salvo, Dutalon emprendió varios vuelos para resolver algunas de las controversias más de moda de su tiempo: la existencia de un pasaje (noroeste) entre América y Eurasia (Dutalon descubrió que estaban divididas por un mar glacial); el comportamiento del aire a grandes altitudes (al llevar a cabo experimentos de altura en los picos del Tenerife o del Pichincha, en el Perú, Dutalon descubrió que el aguafuerte no disolvía el oro ni la plata y que el pimiento y el chile perdían su picor). Pero su ambición lo dirigió más allá de la atmósfera terrestre, rumbo a la Luna y, en el curso de su viaje, a 25 mil leguas de la tierra, pudo comprobar la anulación de las leyes de la gravitación y de la catóptrica (física de los espejos) y descartó (como lo había hecho también Feijoo en el primer tomo [1726] del Teatro crítico y universal) la hipótesis de Descartes sobre la existencia de vórtices (remolinos de materia fina) que giraban entre las materias más pesadas del espacio: “no hay turbillón”, concluía Dutalon, “porque [tiré] una pipa llena de agua del Río Lethio que se preservó inmóvil en aquel ether purísimo”.

De repente las disertaciones de Dutalon ante los anctítonas son interrumpidas por la llegada de un ejército de diablos, que conducen el alma de un materialista –pecador de moda en la segunda mitad el siglo xviii– hacia el “gran Pyrofilacio”, el Sol. Esto se debe, explican los diablos, a que ni siquiera el propio Luzbel acepta dentro de su reino la presencia de un espíritu tan impío, “inquieto, turbulento, enemigo de la Sociedad racional y de la espiritualidad del alma [en cuya opinión] la madre que le parió no era de mejor condición que el zorro, el puerco espín y otro cualquier vil insecto cuya alma muere con el cuerpo”. Por lo tanto, el castigo póstumo de tales monstruos se basa, señala un diablo, en las disertaciones de un tal “Svindin”, anglicano londinense, y en las actas de los eruditos (tal vez las Philosophical Transactions) de 1745, el Sol.

En realidad, por sorprendente que parezca, la ubicación del infierno en el Sol correspondía a nuevas modas teológicas que, ante el crecimiento del ateísmo, proponían modernizar y reconciliar las topografías del castigo con las nuevas leyes de la física. Cuando a mitades del siglo xvii el jesuita Jeremias Drexler calculó –matemáticamente– que el centro de la tierra no era suficiente para alojar a tantos pecadores, hubo quienes replicaron que la comodidad nunca había caracterizado al infierno y que el amontonamiento era parte del castigo. Pero hubo también propuestas para reubicar el infierno en sitios más holgados. Los cometas, cuyas rutas alternaban el castigo del fuego con el del hielo y el de las tinieblas, eran candidatos ideales. El inglés Tobias Swindon, en su libro An inquiry into the nature and place of Hell, publicado en Londres en 1714, prefería el Sol, donde abundaba el material combustible, aunque sus conjeturas ponían de cabeza veneradas jerarquías políticas (según las cuales el Sol y los planetas reflejaban el orden cortesano del rey y sus súbditos), y rechazaba indirectamente el geocentrismo (antes el infierno había estado en el centro del mundo, o sea, en medio de la tierra).[18]

El autor de las Syzigias cita precisamente a Swindon, cuyo nombre le había llegado deformado como “Svindin”, para justificar el destino del materialista. Éste, a la manera de algunos pecadores heroicos de Dante, es menos aborrecible de lo que la descripción de su pecado quisiera convencernos, y resulta ser un conversador entendido e informado a la hora de hablar con los anctítonas y con Dutalon; se lo extraña cuando, tras una sumaria crítica contra la astrología y contra ciertas prácticas prohibitivas, como las de hacer índices de libros prohibidos, el materialista es arrebatado por los diablos hacia su paradero final.

Al acabar este intermedio de carácter teológico-ideológico, el autor retoma la historia de Dutalon, quien, recién concluida su sumaria visita por la superficie lunar, se prepara para regresar a la Tierra. El secretario del Atheneo le entrega la carta para don Ambrosio, junto con sus observaciones sobre la Tierra, particularmente sobre la provincia de Yucatán. En esta especie de lunario al revés los anctítonas consideran la posición geográfica de la ciudad de Mérida, con la latitud septentrional de 20 grados y 20 minutos (o sea en la “mitad del tercer clima”, la llamada zona tórrida) y la velocidad de rotación de la Tierra sobre su propio eje, para concluir lo siguiente:

Verdaderamente es un milagro continuado de la omnipotencia, que todos sus habitadores no sean lanzados por los aires [...] Debéis padecer un vértigo o desvanecimiento de cabeza permanente, que impida las funciones y reflexiones de una alma racional, dándoos, como gente sin un adarme de seso, a todo género de profanidades: al luxo; a la farándula; al dolo, a la perfidia, a la alevosía, a la simulación profunda, a la codicia sórdida, a la ambición violenta, hasta pisar descaradamente lo sagrado; una adulación fastidiosa hasta el abatimiento, una calumnia detestable hasta el más alto grado de malicia; una discordia perpetua entre la lengua y el corazón, una sensualidad más que brutal, que sólo con la muerte acaba; una mendacidad por herencia; una volubilidad o inconstancia por temperamento, y otras torpezas indignas de la naturaleza racional, que pueden llenar de borrones más papel que conduce una flota al Puerto de la Veracruz. De intento hemos formado este panegírico, o llámese invectiva si así lo queréis, en despique de los Chistes, que nos comunica el Atisvador en su carta [...] en que dice que los pocos terrícolas, que allá están convencidos de nuestra existencia dicen que sí; que somos como gente; pero, ¿qué gente? una gente sin palabra, sin vergüenza, sin seso; somos tramposos, inconstantes, lunáticos. ¡Miren quiénes hablan!!

La crítica que el autor de Syzigias pone en boca del lunático ofendido por la carga de la palabra “lunático” entre los terrícolas tiene un fuerte trasfondo determinista: la ubicación geográfica de la ciudad de Mérida (definida con precisión científica) ejerce una influencia perniciosa sobre el temperamento de sus habitantes. Datos físicamente comprobables, como latitud, movimiento de la tierra (demasiado acelerado en estas latitudes) y clima, son culpables de males menos palpables, como volubilidad e hipocresía. La conexión entre ambiente y rasgos morales inscribe las Syzigias dentro de una fuerte tendencia ambientalista o neohipocrática de la segunda mitad del siglo xviii, representada, entre otros, por el barón de Montesquieu en su Esprit des lois (1748). El objetivo de vincular las características naturales de un lugar con nociones más o menos concretas, como la salud moral y física, las costumbres civiles y políticas, era contrarrestar los efectos nocivos del ambiente a través de reformas morales, ambientales o legales.[19] Este propósito no se les escapa a los varios censores de Syzigias, quienes reconocen y aprueban las críticas del lunático como una fábula moralista con fines correctivos.

Al mismo tiempo, el espíritu crítico de este pasaje hace que los enemigos de fray Manuel Antonio de Rivas identificaran al autor de Syzigias con el de los pasquines, a quien varios inconformes habían caracterizado como “atisvador de todos, quien divide a todos con su lengua infernal, con tantas voracidades en sus proposiciones”. Como mencioné en otro momento, Rivas negó, no muy convincentemente, haber sido el autor de estos dos textos. (Tal vez descifrar la identidad del enigmático don Ambrosio nos acercaría más a la verdad.) De todas formas el conflictivo fraile, probablemente con ayuda de algún superior, desaparece sin huella de los archivos de la Inquisición después de octubre de 1777. Más allá de su dudosa autoría, sin embargo, este pronóstico yucateco presenta una imagen singular del México de la segunda mitad del siglo xviii y ofrece pistas sobre cómo circulaban, se leían y se apropiaban teorías y novedades científicas (como el cartesianismo, el materialismo, el ambientalismo, ciertas controversias geográficas y físicas), sobre el profundo arraigo de modas y costumbres francesas de conversación e interacción social entre las élites intelectuales (quince años antes del estallido de la Revolución francesa) y sobre algunos problemas apremiantes de la sociedad colonial (la censura, la superstición, la hipocresía y la corrupción). El escenario que emerge, aun en este rincón alejado de la capital virreinal, da la impresión de cierta efervescencia científica, política, social y religiosa. Pero las Syzigias son mucho más que un texto crítico. Su experimentalismo literario y sus alusiones científicas tienen el propósito de informar y entretener a un nuevo tipo de lector ilustrado (en este caso el misterioso don Ambrosio) y de premiar su erudición y curiosidad. Así, la circulación de las Syzigias en forma manuscrita y clandestina se puede interpretar como un gesto deliberado, destinado a esquivar la censura ejercida sobre toda obra impresa y a asegurar la “libre” diseminación de ideas entre un reducido público ávido de todos tipos de novedades.

mostrar El público se divide: pronósticos ilustrados y supersticiones vulgares

Durante la segunda mitad del siglo xviii el público lector de pronósticos, nunca caracterizado por su homogeneidad, entró en un proceso definitivo de fisura, que se venía anunciando desde un siglo antes, cuando los censores de la Inquisición comentaban y marcaban su distancia respecto de los supersticiosos usuarios de este tipo de literatura. A finales del siglo xvii Carlos de Sigüenza y Góngora señalaba de manera explícita la brecha entre el pueblo, creyente en la astrología y en sus predicciones, y el hombre de ciencia, quien rechazaba la astrología aunque seguía escribiendo pronósticos. Después de la muerte de Sigüenza y Góngora, y a lo largo del siglo xviii, esta brecha se volvió cada vez más insoslayable. Reflejo de esta tendencia es el comentario antiastrológico que el autor de las Syzigias puso en boca de uno de sus ilustrados personajes, pero sobre todo las críticas cada vez más acérrimas y más numerosas contra los pronósticos desde la literatura periódica de las últimas décadas del siglo. Así, en su Diario Literario de México (1768), José Antonio Alzate y Ramírez publicaba la carta de un lector indignadísimo con los abusos de “librillos proféticos” por parte de las mujeres y de las clases más bajas. El repudio contra la astrología y sus lectores se volvió comentario de rigor para todo periódico ilustrado, formando una preocupación constante para Alzate en sus demás periódicos, Asuntos Varios sobre Ciencias y Artes (1772), Observaciones sobre la Física, Historia Natural y Artes Útiles (1787) y sus Gacetas de Literatura (1788-1795), para José Ignacio Bartolache en su Mercurio Volante (1772), o para los diferentes colaboradores de la Gaceta de México (fundada en 1784) y los del Diario de México (1805-1811).

Esta creciente tendencia antiastrológica correspondía a importantes distanciamientos de orden social y cultural entre los diferentes participantes en la sociedad novohispana a lo largo del siglo xviii. Así, en un sugerente estudio sobre el entretenimiento en México, ¿Relajados o reprimidos?, Juan Pedro Viqueira Albán demuestra cómo en la ciudad barroca el orden jerárquico se veía reforzado por la participación conjunta de toda la sociedad en ritos y costumbres colectivos, como en las procesiones de Corpus y de Carnaval. En cambio, en la ciudad de finales del siglo xviii la jerarquía se venía reforzando cada vez más a través de la exclusión y de la separación entre diferentes pautas y patrones de identificación social y cultural: por un lado la cultura cortesana del gusto, el refinamiento, la sensibilidad, los salones y las tertulias; por el otro, el desorden callejero, vulgar y potencialmente subversivo, reflejado por las pulquerías, las peleas de gallos, el teatro de la calle. A su vez, la separación introducía una seria necesidad de control: así, mientras los viejos ritos de participación común (Corpus y Carnaval) fueron prohibidos, al mismo tiempo otras formas de entretenimiento se volvieron exclusivas (como el teatro en el Coliseo para las clases altas), con la consecuencia de que muchas de las formas de divertirse de las clases bajas –toros, gallos, jamaicas– se vieron prohibidos o estrictamente reglamentados.[20]

Aunque los pronósticos astrológicos se seguían publicando y vendiendo, su identificación con el fanatismo vulgar y con las creencias supersticiosas de los incultos y de las mujeres convirtió este tipo de literatura en un terreno de ataque, de control y de diferenciación por parte, ya no tanto de la Iglesia como antes, sino de las élites ilustradas. Así, por un lado, creció el rechazo hacia la dimensión pública y la interpretación simbólica de los protagonistas más visibles de la astrología (los fenómenos únicos como cometas, eclipses, lluvias de fuego, signos en el cielo), no sólo porque una lectura simbólica caía, según los críticos del siglo xviii, en un error de interpretación, sino porque podía resultar subversiva, política y socialmente, entre el vulgo crédulo y entusiasta.

Por otro lado, la degradación de la astrología en la escala sociocultural motivó que las élites civilizadas –compuestas en la Nueva España por mineros, comerciantes ricos, altos burócratas, algunos eclesiásticos y ciertos profesores de la universidad– adoptaran como sello distintivo la importación y la práctica de nuevas ciencias. Al lado de contundentes rechazos contra la astrología, la prensa de finales del siglo xviii definió también los rituales, los gustos, los espacios y los temas de la nueva cultura científica: en salones y tertulias, dentro los auspicios de la conversación civilizada, se llevaban a cabo experimentos con fines didácticos, de diversión o de sociabilidad, y se debatía sobre asuntos tan diversos como la meteorología, el magnetismo, la electricidad, la educación de los niños, el paso de Venus sobre el disco del Sol, las manchas del Sol, las auroras boreales y la superioridad de los médicos sobre las parteras. Se emprendía, de esta forma, la ardua tarea de reordenar la relación entre el individuo y su entorno, más allá del animismo y la superstición, con bases en la experimentación, la observación y la cuantificación instrumental. No poco tuvo que ver con la creación de este nuevo ideal de lector la publicación de un nuevo tipo de pronóstico de índole técnica y científica. Por ejemplo, los calendarios de Felipe y de Mariano de Zúñiga y Ontiveros (quienes entre los dos imprimieron más de medio siglo de pronósticos, desde 1753 hasta 1825) empezaron a incluir tablas demográficas anuales con datos sobre nacimientos, muertes y matrimonios, los cuales –como señalaba Alzate– servían para determinar la población de la ciudad de México; Antonio de León y Gama ofrecía cálculos sobre eclipses y otros fenómenos celestes, e Ignacio Vargas presentaba en sus pronósticos sesudos datos sobre la cantidad de luz presente en la atmósfera, la presión barométrica y la temperatura promedio diarias.

Los pronósticos “científicos” de finales del siglo xviii fueron una moda pasajera; a lo largo del siglo siguiente la especialización hizo que la ciencia abandonara para siempre los salones a fin de encontrar su espacio casi exclusivo en el laboratorio. En cambio los pronósticos se diversificaron dramáticamente y sus herederos, los almanaques –entre las publicaciones mexicanas más exitosas del siglo xix– seguían reflejando la cultura popular, a la vez que influían de manera apreciable sobre la formación de ésta. Los calendarios decimonónicos correspondían a todos los gustos y a todas las corrientes ideológicas, políticas y religiosas, e incluían diálogos dramáticos, cuadros de costumbres, ensayos de divulgación de la ciencia, poemas de corte orientalista, al lado de consejos médicos y agrícolas. Se dirigían a las casadas, a las señoritas y a los niños, a cocineras y a sensibilidades artísticas, a liberales y a conservadores, a Maximiliano y a Carlota. Uno de ellos, el Calendario del más Antiguo Galván (fundado en 1826) continúa hoy una tradición popular mexicana empezada hace más de cuatro siglos.