Enciclopedia de la Literatura en México

La literatura anticuaria en la Nueva España

mostrar La pasión anticuaria en su contexto

Muchos hechos históricos han sido confirmados
o destruidos en virtud del hallazgo
de una medalla o de una inscripción. 
José Antonio Alzate y Ramírez

 

El 13 de agosto de 1790, día de la fiesta de san Hipólito y conmemorativo del aniversario 269 de la conquista de Tenochtitlan, el pasado prehispánico de México surgió a la superficie desde los subsuelos donde yacía enterrado. Las reformas urbanas promovidas por el virrey conde de Revillagigedo (1789-1794) con el propósito de aliñar la ciudad de México según las últimas modas de higiene y belleza europeas, tenían a la ciudad literalmente revuelta y a la gente quejosa por tanta obra de cañería y empedrado. Para algunos la recompensa fue grande, sin embargo: entre los escombros, unas 37 varas al poniente del Palacio Real, se encontró una muy voluminosa pieza esculpida, representativa de alguna deidad mexica.[1] Más tarde, el 17 de diciembre del mismo año, y a poca distancia de donde se había hallado la primera estatua, se descubrió otra gran pieza, de forma circular, labrada con numerosas figuras jeroglíficas.[2] A lo largo del año siguiente se desenterraron más piezas y algunos sepulcros con osamentas animales. Los hallazgos de 1790-1791 se sumaban, como lo explicaba Antonio de León y Gama en un texto escrito en 1794, a toda una serie de “descubrimientos” aislados que se dieron a lo largo del siglo xviii; estas piezas prehispánicas de tamaños y formas diferentes podían observarse esparcidas por toda la ciudad: arrimadas a las paredes, en las esquinas de las casas y cruces de las calles, o en algunas colecciones particulares.

Sin embargo, las piezas encontradas en la última década del siglo, sobre todo la voluminosa estatua y la piedra circular, despertaron más interés y curiosidad que cualquier hallazgo anterior y se convirtieron en el tema de apasionados y eruditos debates en la prensa. Personajes célebres en la vida cultural mexicana, como José Antonio Alzate y Ramírez (1737-1799) y Antonio de León y Gama (1735-1802), se cuestionaron mutuamente, se retaron e insultaron, en su afán de contestar preguntas sobre el origen, el significado y la función de las piezas. ¿Qué representaba cada una de las piedras? ¿Cuál podía haber sido su uso? ¿Cuáles eran los métodos adecuados para su estudio e interpretación? ¿Cómo –con base en estos y otros hallazgos similares– escribir y reivindicar el pasado prehispánico y colonial de México para enfrentar las historias negativas y estereotipadas del Nuevo Mundo que circulaban en Europa en ese momento?

Esta última pregunta había sido abordada a lo largo del siglo xviii por varios eruditos criollos. En este mismo volumen Jorge Cañizares Esguerra analiza, entre otras, las propuestas historiográficas de Mariano Fernández de Echeverría y Veytia (1718-1780) y de Francisco Xavier Clavijero (1731-1787). Pero aunque escritores como Alzate y León y Gama compartían con Veytia y con Clavijero la misma preocupación por desmentir los errores y falsedades europeas sobre América, las controversias sobre las dos piedras marcaron una importante diferencia con respecto a los estudios anteriores. Clavijero había basado su Historia antigua de México en documentos escritos antes y después de la conquista: manuscritos, códices y libros impresos. Alzate, León y Gama y otros de los participantes en los debates de fines del siglo xviii no descartaron las fuentes escritas, sino que se apoyaron en ellas para indagar en el pasado mexica a través del estudio de sus huellas materiales: piedras esculpidas, instrumentos para labrar, entierros y sitios arqueológicos. Los diferentes textos que conforman el debate sobre las dos piedras se encuentran así entre los primeros ejemplos de literatura anticuaria (para usar la terminología de aquel entonces), o estudios sobre las antigüedades, en la Nueva España.

El enfoque en el objeto material para contar la historia respondía en parte a cambios culturales en el México del siglo xviii. Entre los más notables estuvo un nuevo espíritu de tolerancia por parte de las autoridades religiosas y laicas frente a los restos del pasado prehispánico, pues durante los primeros dos siglos después de la conquista el temor de que toda pieza prehispánica pudiera disimular un objeto de culto o de idolatría había sido responsable de la destrucción y del ocultamiento masivos de antigüedades y, por lo tanto, de la pérdida de una vasta memoria histórica. Y, aun en casos donde el recelo respecto a las prácticas religiosas y creencias indígenas no desapareció del todo en el siglo xviii, sus manifestaciones fueron definitivamente menos violentas. Por ejemplo, la primera piedra hallada en 1790 se encontraba para noviembre del mismo año en el patio de la Universidad, donde se conservó durante unos años; pero, en algún momento después de 1794, fue enterrada nuevamente. Las razones fueron descritas con lujo de detalles por el obispo de Michoacán, recién llegado de España, Benito María Moxó y Francoly, en 1805:

Los indios que miran con tan estúpida indiferencia todos los monumentos de las artes europeas, acudían con inquieta curiosidad a contemplar su famosa estatua. Se creyó al principio que no se movían en esto por otro incentivo que por el amor nacional, propio no menos de los pueblos salvajes que de los civilizados y por la competencia de contemplar una de las obras insignes de sus ascendientes que veían apreciados hasta por los cultos españoles. Sin embargo, se sospechó luego que en sus frecuentes visitas había algún secreto motivo religioso. [A pesar de toda providencia tomada] espiaban cuando no había gente, e iban apresuradamente a adorar a su diosa Teoyaomiqui. Mil veces, volviendo los bedeles de fuera de casa, y atravesando el patio para ir a sus viviendas, sorprendieron a los indios, unos puestos de rodillas, otros postrados delante de aquella estatua y teniendo en las manos velas encendidas o alguna de las varias ofrendas que sus mayores acostumbraban presentar a los ídolos.[3]

Tal muestra de superstición en plena época “ilustrada” no se podía pasar por alto; además, este brote de idolatría confirmaba las preocupaciones de las autoridades en el sentido de que los indios, casi trescientos años después de la conquista, todavía no eran evangelizados y colonizados propiamente, y sus creencias seguían siendo una amenaza latente contra el orden colonial. Cabe recalcar, sin embargo, que el mismo obispo no encontraba ninguna contradicción en la curiosidad de los eruditos y de los estudiosos de las artes y ciencias mexicanas. A fin de cuentas, la estatua no fue destruida –como hubiera ocurrido antes–, sino solamente enterrada, “a muy corta profundidad de la superficie del suelo y solo [...] oculta a la vista por una ligera capa de tierra [...] y fácil de manifestarla, siempre que se quiera”. Así, señalaba el mismo obispo en 1803, durante su visita por la Nueva España, Alexander von Humboldt se valió de poderosas influencias para lograr desenterrar la estatua y estudiarla durante unos días.

Pero al mismo tiempo el estudio de las antigüedades mexicanas era producto de acontecimientos históricos y de tendencias científicas, epistemológicas y políticas que abarcaban un contexto mucho más amplio que la Nueva España. Las excavaciones en Pompeya y Herculano durante la segunda mitad del siglo xviii constituyeron al parecer el estímulo más tangible detrás de la pasión occidental por las antigüedades en ese momento. Este masivo proyecto emprendido en el virreinato de Nápoles por Carlos iii y continuado por Carlos iv, así como la política real de colección de piezas antiguas provenientes de todos los rincones del imperio español, sirvieron de acicate para descubridores, intérpretes y coleccionistas de antigüedades, y definieron a la vez una importante forma de sociabilidad y de identidad para la élite ilustrada. El grand tour anticuario o el viaje a las ruinas (sobre todo griegas y romanas) y la colección y estudio de antigüedades representaban, junto con la práctica de las ciencias a la moda (como lo eran las observaciones meteorológicas o las demostraciones con fenómenos eléctricos y magnéticos), pasatiempos socialmente aprobados para todo noble con pretensiones.

En la Nueva España, donde el sueño de visitar ruinas griegas era generalmente inalcanzable, fueron las ruinas prehispánicas las que despertaron la curiosidad de unos cuantos eruditos. Así, en 1785, unos años antes del hallazgo de las dos piedras, Alzate publicó un estudio detallado con grabados, donde ofrecía interpretaciones sobre la pirámide de Xochicalco (al sur de Cuernavaca) y documentaba su deterioro entre sus dos visitas al sitio, en 1777 y 1784.[4] En 1790 el autor volvió a imprimir el mismo estudio, dedicándolo a los miembros de la expedición de Alejandro Malaspina en la Nueva España, quienes, además de detalles sobre flora, fauna, mineralogía, clima y topografía, reunían también información sobre antigüedades prehispánicas. De la misma manera, el 12 de julio de 1785 la Gaceta de México incluyó un reporte breve sobre El Tajín y en abril y agosto de 1790 publicó una lista de coleccionistas de piezas prehispánicas, así como de minerales y especímenes vegetales y animales en la ciudad de México. Finalmente, durante las tres últimas décadas del siglo xviii empezaron a circular noticias sobre el “descubrimiento” y descripciones del fabuloso sitio de Palenque en el sureste de México.[5] Los autores de cada uno de estos reportes, descripciones o tratados mostraban plena conciencia de estar contribuyendo a una moda intelectual –el anticuarianismo–, que involucraba a extensas redes de corresponsales y estudiosos desde diferentes rincones del mundo.

Además de cuestiones de gusto y moda o de prodigiosos hallazgos arqueológicos, la pasión por las antigüedades se nutría de (y a la vez nutría) un importante cambio en la noción de evidencia, que al mismo tiempo significó un ajuste en la relación entre historiadores y anticuarios, entre texto y objeto. En un célebre ensayo publicado en 1950, “Ancient history and the antiquarian”, el historiador Arnaldo Momigliano mostró cómo la transición del humanismo renacentista a la Ilustración implicó, en el caso de la historia, el gradual cuestionamiento de las fuentes escritas y el privilegiar fuentes materiales como evidencia más fiable.[6] Los historiadores renacentistas, escribió Momigliano, concedían autoridad suprema a las historias clásicas (griegas y romanas); la evidencia de tipo material sólo servía para reforzar las narrativas (incuestionables) contadas por los clásicos. Los anticuarios –coleccionistas y estudiosos de antigüedades– ocupaban un lugar inferior a los historiadores. A partir de los últimos años del siglo xvii esta relación se fue invirtiendo. Los documentos escritos eran más fácilmente falsificables y sus autores no eran exentos de parcialidad o prejuicios, argumentaban los partidarios de la evidencia material; en cambio, estos mismos veían una moneda o una inscripción lapidaria como símbolos y pruebas, a la vez, de un proceso histórico pasado. Al mismo tiempo que una consideración epistemológica sobre la fidelidad de las fuentes, el paso del documento escrito al objeto material reflejaba un compromiso político con la historia local. Estudiar el pasado de culturas que habían dejado pocos documentos escritos (o ninguno), o cuyos documentos eran indescifrables –como en el caso de Stonehenge, de la cultura etrusca en el sur de la península itálica, o del pasado mexica, maya o inca– implicaba perder de vista (aunque temporalmente) la centralidad de Roma o Grecia y renunciar a las historias escritas por los clásicos a favor de restos arquitectónicos, de estatuas, de entierros, o de objetos provenientes de la cultura material. Como insistía León y Gama en relación con los hallazgos en la plaza central de la ciudad de México: la “historia antigua de esta nación [mexicana] era exhausta de documentos originales”, pero las dos piedras, junto con otros objetos, fungían para “declarar[la] haber sido una de las más civilizadas y políticas del nuevo mundo”.[7]

El consenso sobre la necesidad de descubrir y reivindicar el pasado mexicano a través de sus restos materiales no se tradujo en fáciles acuerdos sobre cómo llevar a cabo el estudio de estos restos. Por un lado, el estudio iconográfico de las dos piedras revelaba que estos “documentos originales” difícilmente se prestaban a interpretaciones unívocas. Por el otro, su análisis basado en experimentos científicos (químicos y físicos), aparentemente objetivos y cuantificables, tampoco producía acuerdos entre los diferentes estudiosos. A su vez, las reflexiones de índole etnográfica o lingüística (para determinar asuntos tan diversos como el transporte de las piedras o las maneras de labrarlas) ponían en tela de juicio la capacidad de observación o el conocimiento local de los diferentes participantes en la controversia sobre las piezas. Los debates anticuarios sobre las dos piedras representan así, sobre todo, controversias metodológicas. Cómo estudiar las antigüedades mexicanas no era algo obvio ni natural, y ante la falta de convenciones los contrincantes se vieron forzados a definir sus prácticas, a adquirir habilidades interpretativas y herramientas de análisis y a construir y defender modos de proceder ante el objeto del pasado sobre la marcha. Estas primeras aproximaciones al pasado material del México prehispánico constituyen un momento de gran apertura metodológica, de ingenio y de diversidad, donde lo literario y lo científico, el estudio de las costumbres y la observación de la vida cotidiana, la interpretación fantasiosa y el rigor metodológico se encuentran, debaten y negocian constantemente.

mostrar Cronología y dimensiones del debate

Los misterios de los jeroglíficos mexicanos o el debate iconográfico

Desenredar la cronología de los debates anticuarios sobre las dos piedras es una tarea detectivesca. Con la excepción de la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, publicada aparte por León y Gama, los debates se dieron en la prensa, particularmente en la Gaceta Literaria de México, el periódico de Alzate, y en la Gaceta de México, la llamada “gaceta política” de Manuel Antonio Valdés, y tomaron la forma de notas breves, cartas al editor o respuestas contestatarias, escritas a veces bajo seudónimos o por autores anónimos. No es la primera vez que la prensa mexicana sirve como campo de batalla para resolver o para agravar diferencias: en años anteriores el lector de estos dos periódicos había sido testigo de un debate sobre las manchas del sol (entre Alzate y el médico francés Esteban Morel), sobre el malacate, máquina usada para el desagüe de las minas (entre Alzate y Velázquez de León), sobre el sistema taxonómico de Linneo (entre Alzate y el catedrático de botánica Vicente Cervantes), y sobre las auroras boreales (entre Alzate, León y Gama y el michoacano Francisco Rangel). Esta gran diversidad de temas refleja la vitalidad de la prensa mexicana y su importancia para la creación de un espacio público dentro del cual un lector perteneciente a las élites sociales y culturales podía participar, poniéndose al tanto de las últimas novedades (entre las cuales predominaban las científicas), discutiendo y opinando sobre asuntos diversos.

En cuanto a los debates anticuarios, todo empezó con una breve noticia de José Antonio Alzate y Ramírez en la Gaceta Literaria de México, en diciembre de 1790, donde el autor refería el hallazgo de la primera piedra (la Coatlicue) y ofrecía algunas mínimas hipótesis sobre ella. Alzate pensaba que la pieza había formado parte del “antiguo templo de los mexicanos” en el centro de la ciudad y que, contrariamente a las propuestas de algunos de sus contemporáneos, que querían ver en ella al dios de la guerra y de la muerte, la estatua evadía toda pretensión interpretativa: “¿Qué reglas hay para descifrar los caracteres mexicanos?”, se preguntaba Alzate, contestando él mismo que “éstos son, como los egipcios, símbolos cuya inteligencia se ha perdido, porque se ignora la clave para su inteligencia”. Los intentos de sabios como el jesuita Athanasius Kircher, quien en el siglo xvii se había aplicado a descifrar jeroglíficos mexicanos (y egipcios), eran dudosos y poco aceptados por otros estudiosos, insistía Alzate. Desde esta primera nota Alzate introducía así uno de los nudos más representativos del debate: la (im)posibilidad de descifrar los jeroglíficos mexicanos o, en otras palabras, de leer el objeto esculpido con tales símbolos como texto. En cada una de sus intervenciones en los dos años siguientes, Alzate se mantuvo firme en su escepticismo inicial. Señalaba, sin embargo, una posibilidad remota pero ingeniosa para comprender ciertos jeroglíficos, revelando así su profundo conocimiento de técnicas artesanales: en los años inmediatos después de la conquista los canteros indios (Alzate da el ejemplo de Zempoala) marcaban las piedras con símbolos para indicar a los albañiles cómo se habían de colocar en la construcción de arcos; tal vez averiguar la combinación de estos símbolos podía servir para empezar a descifrar ciertas combinaciones jeroglíficas.

Un mes después, el 11 de enero de 1791, Alzate publicó en su Gaceta la noticia del hallazgo de la segunda piedra (la Piedra del Sol), prometiendo un análisis más detallado de ella en el futuro. Mientras tanto, a partir de marzo de 1791, en la sección “encargos” de la Gaceta de México, empezó a aparecer el anuncio de un estudio sobre las dos piedras por Antonio de León y Gama, quien pedía suscriptores para costear el precio elevado de la impresión de las láminas y del libro. También en la Gaceta de México se publicó el 16 de agosto de 1791 una “Carta al autor de la Gaceta de literatura”, o sea, a Alzate, donde se le recordaba a éste su promesa de volver a escribir sobre las dos piedras. La carta venía firmada por un personaje enigmático, E. F. D. R. H. P. D. N., alias Ocelotl Tecuilhuizintli, cuya identidad permanece encubierta en el misterio, y exponía posibles interpretaciones sobre la función de la piedra circular, como piedra de sacrificios, reloj solar o calendario mexicano. Ocelotl Tecuilhuizintli se inclinaba por la última porque afirmaba haber aislado en esta pieza, con base en los escritos de Francisco Xavier Clavijero, los veinte símbolos con los cuales se representaban los días del mes mexicano. Al mismo tiempo el misterioso autor señalaba la gran precisión de los calendarios mexicas e invitaba a Alzate a hacer uso de sus amplios conocimientos técnicos y astronómicos para cotejar las observaciones de filósofos naturales y astrónomos europeos con los calendarios indianos y con su “ciclografía”, y dejar así demostrada para todos dicha precisión.[8]) En cuanto a la primera pieza hallada en la plaza, Ocelotl Tecuilhuizintli incluía una breve posdata: la estatua no representaba al dios de la guerra y de la muerte (como habían sugerido algunos), sino la combinación de otras deidades prehispánicas: “Teotlacanexquimilli o vulto de obscuridad o Dios sin pies ni cabeza, acompañado de Tlazoltéotl, Venus deshonesta y de Tlateuctli, Dios vengador de los adulterios.”

La respuesta de Alzate a esta carta salió un mes después, el 13 de septiembre, en la Gaceta Literaria de México, y era bastante escueta: él mismo no había proseguido con la descripción de las piedras porque estaba esperando la llegada a México de la obra del doctor Francisco Hernández en una edición dispuesta por Casimiro Gómez de Ortega. El célebre protomédico de la segunda mitad del siglo xvi –quien, entre otros logros, tradujo a Plinio e hizo una extensa compilación descriptiva de la flora y la fauna mexicanas– también dejó al parecer una descripción del templo de los antiguos mexicanos en el centro de la ciudad de Tenochtitlan.[9] Alzate suponía que esta descripción ayudaría a entender el lugar ocupado por cada una de las dos piedras dentro de la arquitectura del templo; a su vez, esto facilitaría su interpretación. Mientras tanto, Alzate no se atrevía a formular más hipótesis, aunque señalaba que Ocelotl Tecuilhuizintli no era el único en suponer que la piedra circular era un calendario; también lo decía, entre otros, el licenciado José Ignacio Borunda, de cuya participación en el debate nos ocuparemos más adelante.

El pequeño intercambio no pasó a mayores. Fue finalmente en junio de 1792, cuando Antonio de León y Gama publicó su tan anunciada Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, que las diferentes hipótesis sobre las mismas se volvieron argumentos en un breve pero animado debate. El tratado de León y Gama, de 116 páginas,[10] sin contar los pareceres de los padres Joseph Olmedo y Joseph Pichardo, empezaba con un “Discurso preliminar” donde el autor lamentaba la pérdida de tantos monumentos que pudieran haber ofrecido testimonio del pasado prehispánico de México. Aunque León y Gama no fue el único autor mexicano de su época en señalar esta pérdida y en reclamar la preservación de lo poco que había quedado,[11] su “Discurso preliminar” se perfila como uno de los manifiestos más vigorosos de la literatura anticuaria mexicana. León y Gama describía cómo, en la época de la conquista, el celo evangelizador –que no sabía diferenciar entre objetos religiosos y de culto y objetos de naturaleza histórica y descriptiva (si es que es posible hacer una nítida diferenciación en todos los casos)– hizo quemar códices y destruir monumentos en piedra. El daño fue mayor, insistía el autor, porque los indios aprendieron a ocultar documentos y objetos pertenecientes a su antigüedad, a callar el verdadero significado de sus monumentos y a inventar “fábulas y despropósitos no sólo a los españoles [sino también] a los de su nación” (p. 3).

Frente a estas actitudes, en el siglo xviii se dio un importante cambio, y León y Gama citaba el ejemplo del rey Carlos iii, quien, en su afán anticuario, había mandado las excavaciones de Herculano y Pompeya y la fundación del museo del Pórtico para guardar las piezas encontradas. León y Gama se preguntaba:

¿Cuántos monumentos históricos no se encontrarían de la antigüedad Indiana si se hicieran excavaciones, como se han hecho de propósito en la Italia, para hallar estatuas y fragmentos que recuerden la memoria de la antigua Roma, y actualmente se hacen en España, en la Villa de Rielves, tres leguas distante de Toledo, donde se han descubierto varios pavimentos antiguos? (p. 4)

De manera explícita, León y Gama situaba su Descripción como parte de corrientes anticuarias más amplias a finales del siglo xviii, corrientes que encontraron un importante promotor en la Nueva España justo en la figura de este criollo. Así, por medio de su texto el autor esperaba, por un lado, “dar luces a la literatura anticuaria que tanto se fomenta en otros países” y, por el otro, corregir los errores que se debían a ocultamientos, engaños y “falsas hipótesis” que “habían desfigurado y confundido” las demás explicaciones de la cultura antigua mexicana. Su Descripción, anunciaba León y Gama, no estaba escrita exclusivamente en base a textos, sino a “documentos originales e instructivos” que ofrecían un “testimonio fiel” de “la cultura e instrucción en las ciencias y las artes” de los indios.

León y Gama organizó su tratado en cuatro partes. En la primera, basada en una amplia bibliografía (fray Juan de Torquemada, Cristóbal del Castillo, Lorenzo Boturini Benaduci y Francisco Xavier Clavijero, entre otros), explicaba el modo de dividir el tiempo y las fiestas rituales de los mexicanos, para luego (en la segunda parte) leer en la estatua voluminosa los jeroglíficos de la diosa Teoyaomiqui (recogedora de las almas de los muertos en la guerra y de los sacrificados después del cautiverio) y del dios Teoyaotlatohua (nuncio de la guerra), quienes juntos regían sobre el mes de hueimiccailhuitl, cuando se celebraba e idolatraba a los reyes muertos en las guerras. En la tercera parte León y Gama incluía otro detallado estudio teórico: la comparación de los diferentes calendarios de los indios y su cotejo con el calendario cristiano. Finalmente, en la cuarta parte, el autor sugería las diferentes funciones cronológicas y gnómicas de la piedra circular, como calendario (para reconocer cuándo se había de celebrar cada fiesta y para indicar los movimientos del Sol durante el año lunar) y como reloj solar (para indicar las horas propicias para un sacrificio o una ceremonia religiosa). No dejaba de admirarse León y Gama ante este “apreciable monumento”, revelador de los grandes logros astronómicos de los antiguos mexicanos, pero tampoco escatimaba sus expresiones de desprecio hacia las supersticiones, las idolatrías y los criterios estéticos de los mismos, quienes llegaron a concebir un “simulacro [tan] horrible” como la primera piedra.

La recepción de la Descripción de León y Gama fue casi inmediata. Desde su Gaceta Literaria de México del 12 de junio de 1792 Alzate esbozaba un escueto comentario, donde declaraba estar muy entusiasmado con los grabados de las piezas, realizados por Francisco Agüero, obviamente bajo las instrucciones de León y Gama. Alzate, quien también había acompañado sus descripciones de Xochicalco de grabados y reconocía en la ilustración un requisito imprescindible (que se volvería norma en el siglo xix) para la literatura anticuaria: por un lado, el testimonio visual permitía e invitaba al lector a convertirse en intérprete del objeto; por el otro, en ocasiones, podía un buen grabado quedar como la única memoria de un objeto, al sufrir éste pérdida o destrucción, destino de tantas antigüedades mexicanas. Sobre el resto de la obra de León y Gama, Alzate se mostraba menos complacido. Seguía esperando la llegada del informe del doctor Hernández, por el cual se sabría el significado de las piedras. “Y así, ínterin esto llega –concluía Alzate– demos gracias al Señor de Gama, quien, movido de un espíritu patriótico, publica las estampas, que son exactas: si la interpretación es genuina, lo ignoro; sé que otro anticuario piensa de diverso modo y que se previene para decir lo que siente.”

Fue suficiente provocación. Desde la Gaceta de México del 26 de junio León y Gama retaba al “otro anticuario” a dar a conocer su sistema de interpretación de jeroglíficos. Tres semanas después, el 17 de julio, se publicó en la misma gaceta una carta anónima donde “un anticuario” –muy posiblemente Borunda– se quejaba de que Alzate lo había delatado: a fin de cuentas, expresaba el anónimo, todo lector sabía que él había comenzado desde mozo

a comparar el idioma que conocemos por Mexicano, con sus Gramáticas, impresos, y manuscritos del siglo décimo sexto, y a observar sus costumbres, y las de la Nación que llamamos Otomí, cotejando también documentos auténticos del mismo siglo, y monumentos de la Geografía nacional, que recuerda el sentido de los principales símbolos y jeroglíficos de ambas Piedras.

La siguiente respuesta, de Alzate, se imprimió en la Gaceta Literaria de México del 13 y 31 de agosto, marcando el punto culminante del debate anticuario. Alzate escribió su respuesta en forma de carta a un tal D. N., a quien unos años antes, en 1788, le había dirigido otra carta sobre literatura especializada de minería, desde su periódico Observaciones Útiles (empresa periodística de Alzate anterior a la Gaceta Literaria de México). Aunque la identidad de D. N. permanece enigmática (¿serán las iniciales, iguales a las últimas dos del largo acrónimo de Ocelotl Tecuilhuizintli, una posible clave?), sirve este destinatario para retratar al tipo de lector que leía la prensa mexicana de finales del siglo xviii: a través de los elogios de Alzate nos enteramos de que D. N. era un minero prominente en la Nueva España, interesado e informado sobre la tecnología minera y que, al mismo tiempo, era aficionado a las bellas letras y componía poemas. El pretexto aparente de la carta de Alzate eran dos comentarios hechos por D. N.; por un lado, éste le preguntaba al editor de la Gaceta Literaria de México por qué no se mantenía fiel al nombre de la Gaceta, publicando más noticias propiamente literarias; por el otro, D. N. quería saber por qué Alzate criticaba la Descripción de León y Gama. La respuesta de Alzate al primer comentario es reveladora de cómo éste entendía su papel y el lugar de su periódico en la cultura novohispana:

V. en su soledad devore cuantos poetas se le presenten: diviértase con Horacio y demás autores sublimes, que yo en la mía la paso muy contento leyendo y extractando lo que juzgo útil, y tal vez conversando con aquellos que reputamos por patanes, pero que son los verdaderos físicos útiles. Para el común de los hombres importa más una torta de pan, una lechuga, que todas las ediciones magníficas de los Virgilios, Horacios y demás exquisitos autores...

En cuanto a la segunda objeción de D. N., Alzate dedicó el resto de su sustancial carta a contestarla, hasta el punto de hacer dudar al lector si en realidad fue D. N. quien hizo la pregunta o si la supuesta carta de éste no era sino un recurso retórico que le permitía escribir una crítica detallada de la “obrita” de León y Gama. Después de una apología de rigor, donde se profesaba admirador de la “grandísima aplicación a las ciencias” de León y Gama, e insistía en que su crítica no era producto de rivalidades, Alzate –sabiendo que la Descripción llegaría a Europa y queriendo evitarles errores a lectores transatlánticos ávidos de noticias anticuarias mexicanas– pasaba a puntualizar sus objeciones. Por ejemplo, Alzate rechazaba que la primera pieza fuera de piedra calcárea y la segunda de piedra arenaria, que la piedra circular había sido usada como reloj de sol, que el autor Cristóbal del Castillo (cuya historia de la nación mexica escrita en náhuatl había usado León y Gama para cotejar sus interpretaciones del calendario mexica) fuera indio, o que los indios labraran el tejamanil con cuchillos de piedra. Para cada una de estas críticas Alzate recurría, como veremos más adelante, a sus propios experimentos químicos con las piedras o a su profundo conocimiento de usos y costumbres locales, señalando a la vez la falta de saberes similares en León y Gama.

Pero en la mayor parte de su carta ahondaba Alzate en su militante rechazo contra la interpretación de jeroglíficos mexicanos por León y Gama. Para empezar, comentaba Alzate, sin la existencia de una clave para “descifrar o [...] adivinar el misterio de los caracteres simbólicos”, él mismo no podía estimar si una interpretación era falsa o verdadera. Muchos intentos de descifrar, no sólo los caracteres mexicanos, sino también los de otras culturas extintas cuyos usos y costumbres se desconocían, estaban forzosamente destinados al fracaso. El autor volvía a dar el ejemplo de Kircher, pero también el de la dudosa y controvertida explicación del topónimo “Tlatelolco” (como “montón de arena” o como “horno”) y, finalmente, el de los numerosos significados de las expresiones Gog y Magog en la Biblia. Al mismo tiempo, Alzate desconfiaba de los esfuerzos de algunos etimologistas, quienes habían querido derivar los orígenes de los idiomas de los sonidos emitidos por animales; las consecuencias de este tipo de etimologías eran fatales porque daban pie a que un libertino como Rousseau (prohibido por la Inquisición en la Nueva España) degradara al hombre, colocándolo entre las bestias.[12] Burlándose de los etimologistas, Alzate recurría al ejemplo de un periódico milanés, El Café, cuyos editores, jocosamente, habían derivado “clara y positivamente” la voz “violín” de la palabra Nabucodonosor. Regresando a la interpretación de los caracteres mexicanos, el autor concluía que éstos eran como los símbolos heráldicos de los escudos: si una catástrofe destruía la civilización que hacía uso de tales símbolos, a partir de excavaciones futuras (como en el caso de Herculano), volverían a encontrarse sus representaciones pero no la posibilidad de interpretarlas. “Lo mismo se debe decir respecto a las pinturas simbólicas de los mexicanos –concluía Alzate–; la nación subsiste, sus costumbres no; mucho menos los inteligentes a quienes estaba reservado (lo mismo que entre los egipcios) el conocimiento misterioso de los caracteres.” Finalmente, el autor remataba su controversial carta con una posdata, dirigida al anticuario anónimo de la Gaceta de México. Éste había entendido los caracteres mexicanos como “restos de geografía o topografía”, mientras León y Gama los había descifrado como “restos de mitología y astronomía de los antiguos pobladores de esta ciudad”. Interpretaciones tan divergentes –que “distan entre sí lo que el cielo de la tierra”, agregaba Alzate irónicamente– sólo corroboraban la arbitrariedad de todo intento de descifrar.

Aparentemente la carta de Alzate puso fin al debate público. Sus varios participantes dejaron de atacarse, defenderse e insultarse en la prensa. En realidad hubo por lo menos una importante respuesta más. En noviembre de 1794 León y Gama concluyó una segunda parte de su Descripción, con el título de Advertencias anti-críticas; por falta de suscriptores esta respuesta no se publicó sino hasta 1832, cuando Carlos María de Bustamante editó juntas las dos partes de la Descripción. Sin embargo, es probable que el texto haya circulado en forma manuscrita entre los eruditos novohispanos, y que se haya discutido en sus tertulias y reuniones; frente a la censura o a los costos elevados de publicación, un manuscrito podía servir de vehículo de diseminación de hipótesis controvertidas o hasta heterodoxas.[13] Pero si el texto circuló durante los últimos años del siglo xviii no parece haber referencias a los argumentos presentados por León y Gama. Tal vez el proceso y exilio, en 1795, de fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), quien había basado su célebre sermón guadalupano en las interpretaciones de jeroglíficos mexicanos por el licenciado José Ignacio Borunda, y la confiscación de la “Clave general de jeroglíficos americanos” de éste por la Inquisición,[14] hicieron desistir a los anticuarios novohispanos en sus intentos por descifrar símbolos y caracteres prehispánicos y, sobre todo, en sus deseos de publicar tales trabajos. Fue apenas en 1804 –dos años después de la muerte de León y Gama–, cuando el jesuita mexicano exiliado Pedro José Márquez (1741-1820) publicó en Italia una traducción de la primera parte de la Descripción, que este texto recobró cierta celebridad. A lo largo de los siglos xix y xx sería gradualmente canonizado como origen de la arqueología mexicana.

Las Advertencias anti-críticas de 1794 presentaban, por un lado, un ajuste de cuentas: a pesar de la crítica recepción de su libro anterior por parte de algunos coetáneos, León y Gama se quejaba de que había esperado en vano dos años para que otro anticuario publicara una mejor interpretación. Por otro lado, el “grande aprecio y elogio de su libro” por “personas instruidas, así del reino como de Europa”, así como la invitación de amigos mexicanos y extranjeros, deseosos de noticias sobre piezas descubiertas posteriormente, lo dispusieron a volver a escribir. Su texto está organizado, por lo tanto, con base en estos dos motivos principales: el autor dedicó los primeros apartados (“párrafos”) a contestar las objeciones de Alzate y los últimos a describir e interpretar otros objetos hallados con ocasión de las obras en la ciudad de México. Al final León y Gama incluía dos apéndices: en uno demostraba el uso de la piedra circular como reloj de sol (uso puesto en duda por Alzate) y en el segundo trataba sobre la aritmética de los mexicanos.

Como era de esperar, León y Gama dedicó una gran parte de sus Advertencias a responder la crítica más intransigente de Alzate: la imposibilidad de interpretar iconográficamente las piezas prehispánicas por falta de una clave universal para los jeroglíficos mexicanos. León y Gama reconocía que no había encontrado ni formulado por su cuenta una clave universal porque tal clave nunca existió. Al contrario, el autor comparaba la relación en náhuatl entre voz y signo escrito o pintado con una relación semejante en el chino: “cada palabra tiene un carácter propio con que la significan [...] pero como pueden inventar cada día más y más voces,[15] necesariamente han de inventar figuras con que las signifiquen”. Finalmente, la interpretación de cada jeroglífico mexicano dependía del uso que se le daba para representar diferentes tipos de historias: la vulgar, sencilla y llana, se empleaba para relatar hechos y sucesos particulares y fácilmente legibles para la gente común; la cronológica dependía del conocimiento minucioso de los calendarios y de la correspondencia entre diferentes calendarios (tezcocano y mexica, por ejemplo), y la astrológica estaba basada en arcanos y símbolos ocultos y era practicada por los sacerdotes con propósitos rituales o adivinatorios. Todos los libros de historia astrológica, los teoamoxtli, identificados como supersticiosos por los primeros misioneros (y también por León y Gama), fueron quemados inmediatamente después de la conquista. Tras una larga lista de ejemplos, el autor concluía su explicación de los jeroglíficos mexicanos señalando que “para su inteligencia se necesitaban tantas claves, cuantos fueron los que inventaron en tiempo de su gentilidad para expresar sus conceptos”. Pero el estudioso podía aproximarse a una interpretación mediante el conocimiento lingüístico (del náhuatl), la comparación meticulosa, el cotejo cuidadoso y la combinación ingeniosa de varios tipos de fuentes (relaciones escritas por los mismos mexicanos inmediatamente después de la conquista, historias impresas por los cronistas y pinturas jeroglíficas); estos diferentes saberes, sugería León y Gama, podrían ayudar a Alzate a “aprovecharse de lo útil de que abundan [y salir] de su ignorancia”.

Es imposible saber si las soluciones esgrimidas por León y Gama en su manuscrito hubieran contentado a Alzate (si es que éste tuvo acceso al manuscrito de las Advertencias) o hubiesen tensado más una relación ya de por sí bastante polarizada. Pero más allá de las propuestas de León y Gama el debate sobre los jeroglíficos mexicanos revela que la interpretación iconográfica de las antigüedades mexicanas estaba sujeta a las ambigüedades propias a toda interpretación filológica y parecía originar más preguntas que respuestas, más dudas que certezas. Ante la falta de un diccionario de lo figurativo o de una iconografía de posibles significados, era difícil evadir la pregunta: ¿cómo distinguir lo filosófico de lo religioso, lo cronológico de lo profético, lo astrológico de lo histórico, lo ornamental de lo esencial? León y Gama trazaba las distinciones en función de cálculos astronómicos y de meticulosos estudios jeroglíficos y lingüísticos. Sin embargo, sus respuestas, lejos de traer consenso, implicaban el regreso a la evidencia textual y a la lectura, con todas sus dificultades inherentes, entre las cuales el problema de la fiabilidad del texto no era la menor. No en vano insistía León y Gama sobre el carácter confiable de cada una de sus fuentes bibliográficas.

Pero mientras el aspecto simbólico o iconográfico de las piezas permanecía plagado por incertidumbres, su materialidad pétrea ofrecía una serie de datos distintos, aparentemente más tangibles, como lo era la información química (sobre la clasificación de cada piedra) y tecnológica (sobre los métodos empleados para mover los objetos). El estudio “material” de las dos piedras en la última década del siglo xviii no ha recibido atención por parte de los historiadores de la arqueología mexicana; cuando se le menciona es siempre de paso, como un simple dato curioso, secundario al debate iconográfico. No lo consideraban así los varios participantes en el debate: la virulencia de los ataques refleja que los datos técnicos ocupaban un lugar cada vez más importante en la literatura anticuaria. León y Gama, por ejemplo, reforzaba este aspecto de su estudio al nombrar su primer tratado Descripción histórica y cronológica de las dos piedras (y no “piezas”). Aunque el análisis de las características materiales de las piezas tampoco llevó a un consenso entre los diferentes participantes en los debates, el simple hecho de tomar en cuenta la materialidad del objeto apuntaba hacia una nueva dirección en la literatura anticuaria mexicana. El estudio de las antigüedades mexicanas no representaba solamente una revolución epistemológica que privilegiaba la evidencia material sobre la textual, sino que implicaba inventar y poner a prueba nuevos métodos de aproximación física al objeto. En esto la ciencia contemporánea desempeñó un papel imprescindible. 

Hacia una autopsia de las dos piedras 

La transición epistemológica del texto al objeto como fuente fiable de evidencia se dio a través de la transición del método filológico a lo que el historiador de la arqueología Alain Schnapp ha denominado la “autopsia del objeto”, entendida como apertura, invasión o división, o sea su examen minucioso mediante los sentidos del tacto, del gusto, del olor y, sobre todo, de la vista.[16] En el caso de las dos piedras encontradas en la ciudad de México el interés por su análisis material se manifestó desde el momento inicial del hallazgo de la primera pieza: recién desenterrada ésta, el rector de la Universidad propuso trasladarla a esta institución con el propósito de estudiarla allí con más detenimiento y de hacerla “medir, pesar, dibujar y grabar, a fin de publicarla, con las noticias que aquel ilustre cuerpo [la universidad] tenga o pueda indagar acerca de su origen”. Para noviembre de 1790 la pieza se encontraba en el atrio de la Universidad, desde donde, como mencionamos arriba, atrajo la atención de indios que llegaban a dejarle ofrendas y velas encendidas; no se podía decir lo mismo del rector, cuya atención se dejó tal vez llamar por otros asuntos y quien seguía sin cumplir su promesa. Fue León y Gama quien finalmente llevó a cabo el estudio de ésta y de la segunda piedra, no sin mayores dificultades; dado su volumen y forma irregulares, su peso se podía determinar solamente por medio de complicados cálculos trigonométricos, una vez conocida la densidad de cada piedra. A su vez, esto requería conocer su composición química, y tanto León y Gama como Alzate diseñaron experimentos diversos e ingeniosos para averiguarla.

En otras palabras, las dos piedras fueron sometidas a prácticas provenientes de la ciencia mexicana de vanguardia en aquel momento, la cual derivaba su autoridad del uso de instrumentos y de experimentos cuantificables, y de sus vínculos estrechos con conocimientos de los últimos avances de la ciencia europea. En este sentido, hay que recordar que por lo menos Alzate y León y Gama –el perfil de los estudiosos anónimos o bajo seudónimo es más difícil de averiguar– eran practicantes activos y meticulosos de las ciencias. Alzate, entre muchos otros méritos, realizó observaciones meteorológicas diarias a lo largo de treinta años, escribió tratados varios sobre la grana cochinilla, sobre la topografía y el temperamento de la ciudad de México y sobre las varias epidemias que la azotaban, y fue corresponsal de la Académie des Sciences de París. A su vez León y Gama era, sobre todo, un astrónomo consagrado y, como hemos mencionado, unos dos años antes de los debates anticuarios había sostenido otro debate sonado contra Alzate y contra Francisco Rangel alrededor de las auroras boreales observadas en los cielos de la ciudad de México en 1790.

El rigor metodológico de Alzate y de León y Gama influyó en sus respectivos análisis de las dos piedras y se vio reflejado en particular en un punto apasionadamente debatido: la composición química de las piedras. Entre los primeros en aventurarse en este asunto, aunque de manera muy fugaz, figuró el anónimo Ocelotl Tecuilhuizintli, quien propuso que la primera pieza era de jaspe. En su Descripción León y Gama emprendió un análisis mucho más pormenorizado, para describir la primera piedra como “la especie 156 de las piedras arenarias que describe en su mineralogía Valmont de Bomare, dura, compacta y difícil de extraer fuego de ella, semejante a la que se emplea en los molinos”.[17] En cuanto a la segunda piedra, León y Gama la clasificaba como “calcárea, dura y compacta, semejante a la de la especie 107 núm. 2”, según el mismo Valmont de Bomare. En su carta publicada en la Gaceta Literaria de México Alzate criticaba las clasificaciones de León y Gama, invitándolo a llevar a cabo una serie de experimentos: observar las piedras con un microscopio y tocarlas con ácidos minerales –vitriólico, nitroso y espíritu de sal marina– para descartar que éstas hicieran cualquier tipo de reacción con los ácidos. Este último era un experimento crucial para separar las piedras calcáreas de las vitrificables y demostraba, según Alzate, que la segunda pieza estaba hecha de piedra volcánica, de la cual también se fabricaba el metate, “instrumento bien conocido en Europa porque sirve para preparar el chocolate”, añadía Alzate. Para reforzar sus argumentos, Alzate señalaba que esta especie de piedra era preferida por los antiguos mexicanos porque “es muy dócil, y no se despostilla al labrarla como otras de diversa naturaleza”. En cuanto a la primera piedra, razonamientos similares en base a ciertos experimentos químicos y físicos lo llevaban a describirla como granito. En sus Advertencias anti-críticas León y Gama defendía sus clasificaciones al señalar varias fallas de procedimiento y de interpretación en los experimentos de Alzate. Entre otras impugnaciones, León y Gama observaba cómo Alzate había atribuido al polvo que cubría la piedra la ligera reacción de la segunda piedra con ácidos minerales; en realidad, sostenía León y Gama, la reacción no era nada leve, pero Alzate estaba experimentando sobre una superficie muy reducida.

El tipo de piedra usada para esculpir los dos monumentos mexicanos no era un simple asunto de composición química, sino que tenía una relevancia particular porque servía para identificar el lugar desde donde se había extraído el material de cada una de las antigüedades estudiadas. Así, en el caso de la segunda piedra Alzate sugería que los indios la habían conducido desde el pedregal de Coyoacán, y “para hablar con los naturalistas” pasaba a documentar algunas de las peculiaridades de este lugar tan extraordinario que presentaba superficies llanas de más de treinta varas de diámetro; aquí la gente podía construir sus casas sin cimientos, libres de inundación, sobre suelos exentos de las vicisitudes de las estaciones. Alzate no podía esconder su asombro frente a tanta “profusión de la naturaleza”: “este rincón de Nueva España [...] merece observarse con atención [porque] encierra en sí particularidades, así del reino mineral como el vegetal; y como es producción volcánica muy distante del cráter o boca volcánica, su registro manifestaría a los hombres raras novedades”. A su vez, el registro del lugar de proveniencia de la piedra llevaba a los dos antagonistas a maravillarse de los métodos de transporte de piedras tan enormes. Aunque León y Gama reconocía en su primer tratado que no había podido encontrar datos sobre los métodos usados por los indios para el traslado, señalaba con admiración la sencillez y ligereza de los instrumentos prehispánicos y la perfección de los objetos producidos con ellos, y se detenía en el ejemplo del tejamanil, lámina muy delgada de madera, labrada con el uso de un instrumento de piedra. Esta mención casual le costó otro reproche por parte de Alzate, quien argumentaba que el tejamanil se labraba con madera de pino, y le criticaba a León y Gama no haber puesto más atención a la manera de talar pino de los indios y el no haber consultado con los propietarios de haciendas cercanas a la ciudad de México, quienes le hubieran informado mejor.

No obstante sus serios desacuerdos sobre la naturaleza química y física de las dos piedras y sobre la tecnología empleada para labrarlas y moverlas, Alzate y León y Gama partían de una premisa común en sus respectivas aproximaciones al objeto: el conocimiento científico, antes ignorado en la escritura de la historia, tenía que formar parte integral de todo estudio anticuario. Pero de ninguna manera se podía limitar tal conocimiento a saberes de índole teórica o formal (como la astronomía o la física), ni a las verdades ofrecidas por una ciencia universal. Aunque un libro como el de Valmont de Bomare no dejaba de ser una referencia obligatoria tanto para Alzate como para León y Gama, el estudio de las antigüedades mexicanas involucraba al mismo tiempo una variedad de prácticas menos formales que juntas podrían calificarse como experiencia local: el viaje al sitio arqueológico o al lugar de origen de la piedra, su análisis topográfico, el examen meticuloso de la flora y la fauna de este sitio, el contacto con los “prácticos” y los “rústicos” (para emplear la terminología de Alzate), el conocimiento extenso de sus costumbres, tradiciones e idioma. Estas diferentes formas de acercarse a un objeto podían ser de gran ayuda cuando las ciencias formales ofrecían respuestas ambiguas, difíciles de interpretar o incompletas. No se trataba solamente de certezas científicas, sin embargo. En los escritos de los anticuarios mexicanos de finales del siglo xviii el conocimiento local y práctico llegó a desempeñar un importante papel político porque permitía la afirmación del pasado mexicano contra la visión peyorativa del Nuevo Mundo ofrecida por historias de corte universalista de moda en Europa.

mostrar ¿Civilización o barbarie? Para documentar el progreso de los mexicanos

En su citado artículo, Arnaldo Momigliano presentaba todavía otro importante matiz de la relación entre anticuario e historiador a mediados del siglo xviii: simultánea a la recién cobrada importancia de la literatura anticuaria –necesariamente sensible al detalle y a toda pista material que pudiera conducir a una explicación–, surgió una nueva tendencia historiográfica, entre cuyos máximos representantes encontramos a Voltaire y a Montesquieu: la historia filosófica. El tema privilegiado de la historia filosófica era la civilización, su tiempo preferido el presente. Si los filósofos de la historia se interesaban por algunos de los datos estudiados por los anticuarios –como el arte, las costumbres, la religión y la tecnología–, este tipo de información servía para enumerar las etapas que medían el avance de la humanidad, o sea su progreso de la barbarie a la civilización para llegar a su expresión culminante en la Europa occidental (sobre todo Francia e Inglaterra). En las historias filosóficas el detalle anticuario se volvía, así, un simple marcador universal, cuya idiosincrasia necesariamente se veía sacrificada a favor de una narrativa lineal y generalizadora del progreso.

Dentro de este esquema universalista la América prehispánica y la colonial pertenecían a fases barbáricas o atrasadas, respectivamente, las cuales, por fortuna, habían sido superadas por las naciones civilizadas. Las vías para llegar a esta sentencia eran muy variadas y complejas, y tenían su origen en tradiciones cartográficas y astrológicas antiguas, en teorías climáticas y ambientales antiguas y modernas, en estereotipos étnicos (contra los indios pero también contra los españoles) y en las burdas generalizaciones de viajeros al Nuevo Mundo a lo largo del siglo xviii. Entre los criollos mexicanos de finales del siglo xviii Alzate fue tal vez el más enérgico (tenía, a fin de cuentas, más medios a su disposición) en corregir errores meteorológicos, botánicos, zoológicos e históricos y en combatir, de esta forma, los prejuicios europeos respecto al pasado y al presente de México. La literatura anticuaria mexicana de este mismo periodo cumplía un papel similar, y en esto los diversos participantes en el debate anticuario mostraban un consenso incuestionable: el de aclarar que, lejos de representar una etapa primitiva en el progreso de la humanidad, ciertas culturas americanas (como la mexicana) habían adquirido un alto grado de civilización. Así, León y Gama definía uno de los propósitos principales de su Descripción como

el [de] manifestar al orbe literario parte de los grandes conocimientos que poseyeron los indios de esta América en las artes y las ciencias, en tiempo de su gentilidad, para que se conozca cuan falsamente los calumnian de irracionales o simples los enemigos de nuestros españoles, pretendiendo deslucirles las gloriosas hazañas que obraron en la conquista de nuestros reinos (p. 5).

A su vez, al emprender su estudio anticuario de más profundidad e interés, sobre las ruinas de Xochicalco, Alzate señalaba:

Los monumentos de arquitectura de las naciones antiguas... sirven de grande recurso para conocer el carácter de los que los fabricaron, siempre que hay falta de autores coetáneos, como también para suplir la omisión o mala fe de los historiadores. Un edificio manifiesta el carácter y cultura de las gentes: porque es cierto que la civilidad o barbarie se manifiestan por el progreso que las naciones hacen en las ciencias y las artes (s/n).

El autor procedía a detallar que, de no haber sido por la masiva destrucción de antiguos monumentos mexicanos, éstos podrían proveer información muy diversa sobre “el legítimo origen de los indios, sus costumbres, su legislación, el carácter de sus monarcas, y su comercio; y finalmente se haría patente el que era una nación de las más poderosas del orbe”. Entre sus avances más extraordinarios mencionaba Alzate, por un lado, el alto grado de conocimientos astronómicos de los mexicanos, que dispusieron las fachadas de la pirámide de Xochicalco precisamente hacia los cuatro puntos cardinales; Alzate invitaba así al célebre astrónomo francés Joseph Jerôme Lalande a enmendar una futura edición de su historia de la astronomía,[18] donde el científico documentaba logros similares entre los antiguos egipcios pero ignoraba totalmente los de los mexicanos. Por otro lado, Alzate reflexionaba que la construcción de edificios tan masivos y tan complejos requería una asombrosa organización del trabajo y, por lo tanto, una impresionante legislación; “pues esto es lo que demuestra ser una nación civilizada”, concluía el autor, desmintiendo así al conde de Buffon y al “suizo Bomare”, quienes habían tratado a la “antigua nación mexicana de poco numerosa, de ignorante y poco civilizada”.

A lo largo de su escrito sobre Xochicalco, Alzate avanzó algunas hipótesis, más allá de la mala fe de los europeos, para explicar la percepción tan extensamente difundida del supuesto atraso de los antiguos mexicanos. Este estereotipo sobre el antiguo México se debía sobre todo al estado de los indios en el México del siglo xviii: “los indios componen la ínfima plebe, tan solamente reducidos a las penosas ocupaciones y trabajos mecánicos. ¿La plebe en qué país del mundo se reputa por instruida?”, se preguntaba Alzate. Él mismo había podido documentar la ignorancia y la superstición de los indios al negarse éstos a servirle de guía dentro de los complicados túneles subterráneos de la pirámide por temer la aparición de terribles fantasmas. El contraste entre la gloria del México antiguo y la decadencia del presente representaba un lugar común en la literatura novohispana; a finales del siglo xvii Carlos de Sigüenza y Góngora había exaltado las virtudes de los monarcas mexicas en un arco triunfal, a la vez que condenaba a la plebe india de la ciudad de México y su participación en el motín de 1692. Un siglo después Alzate añadía un importante matiz a esta comparación: en su calidad de plebe, los indios del siglo xviii se parecían a los modernos habitantes del Peloponeso y, como a nadie se le hubiera ocurrido juzgar las glorias de la antigua Grecia en base a las miserias de su presente, el autor pedía una actitud similar hacia el pasado prehispánico de México.

El mensaje no podía ser más claro: la antigua civilización mexicana había llegado a una etapa comparable con la de los máximos representantes de la cultura clásica. La literatura anticuaria mexicana del siglo xviii recurría a toda una variedad de conocimientos y experiencias locales, formales e informales, con el propósito de minar los sistemas filosóficos de un Buffon o de un Bomare, quienes hubieran calificado a los antiguos mexicanos como bárbaros. Pero, al impugnar lo falso a través de meticulosas compilaciones de datos locales, los anticuarios mexicanos no cuestionaban la narrativa lineal del progreso impuesta por las historias filosóficas de los europeos. Al contrario, la tensión entre lo local y lo universal se resolvía al reinscribir el pasado de México dentro de la fase correcta. Existía un orden cultural, político y tecnológico de la humanidad y el México antiguo cumplía con las instituciones imprescindibles para representar la época clásica de la civilización.[19]

La comparación del México antiguo con Grecia, Roma o Egipto constituía, al mismo tiempo, una concesión a la pasión por las ruinas y las antigüedades en la Europa de finales del siglo xviii. Como hemos señalado, en sus estudios anticuarios tanto León y Gama como Alzate se dirigían no solamente a un público lector novohispano, sino también a lectores europeos, quienes conocían los escritos de Karl Weber (sobre Pompeya) o de Johann Joachim Winckelmann (sobre el arte de la Grecia antigua). Es difícil saber hoy en día quiénes eran los interlocutores europeos de estos anticuarios mexicanos, pero sus trabajos anticuarios –sobre todo los de León y Gama– siguieron difundiéndose en Europa después de su muerte. Entre los primeros en emprender la tarea de divulgación se encontraba el jesuita mexicano Pedro José Márquez (1741-1820), exiliado en Roma después de la expulsión de 1767. Márquez, asiduo astrónomo, anticuario y miembro de varias academias de bellas letras y artes (en Roma, Florencia, Bolonia, Madrid y Zaragoza), publicó en 1804 tanto una traducción al italiano de la Descripción de León y Gama (Saggio dell’astronomia, cronologia, e mitologia degli antichi messicani), como un estudio sobre El Tajín y sobre Xochicalco (Due antichi monumenti di architettura messicana).[20] En su prólogo a Due antichi monumenti Márquez explicaba que la publicación de estas dos obras respondía al gran entusiasmo de los europeos por antigüedades de todo el mundo; a su vez, este divulgador de las antigüedades mexicanas en Europa no quería defraudar el gusto y las expectativas de sus lectores. Así, en la descripción de El Tajín y de Xochicalco –la segunda basada extensamente en los escritos de Alzate (hasta para comparar la decadencia de los mexicanos con la de los griegos)– Márquez incluía también frecuentes referencias a antiguos monumentos egipcios, griegos y, sobre todo, romanos, que tuvo la oportunidad de estudiar detenidamente en Roma. Por ejemplo, el número y distribución de “nichos” en la pirámide de El Tajín le hacían pensar a Márquez en la ciencia cronológico-astronómica de los romanos, quienes también representaban el año en algunos de sus monumentos, como en el templo de Jano; al mismo tiempo, para mostrar lo difundido de los sacrificios humanos entre los pueblos antiguos, el jesuita señalaba que esta práctica no era exclusiva de los mexicanos, sino que, en los pedestales del arco de Septimio, “desenterrado estos días”, se podían observar “melancólicos esclavos, representados en relieve, que estaban destinados a semejante sacrificio”. Finalmente, la estructura piramidal de los edificios mexicanos le sugería a Márquez un origen común para todas las culturas antiguas: el calco de esta forma arquitectónica era la torre de Babel y la dispersión de la gente la había llevado a América (entre los peruanos y los mexicanos) y a varias culturas mediterráneas (entre los griegos, romanos, egipcios y judíos). Esta hipótesis había sido formulada varias veces durante los siglos anteriores y culminaría en el siglo xix con la teoría de lord Edward Kingsborough (1795-1837) sobre el origen judío de los americanos.

Pero más allá de subrayar la familiaridad de las antigüedades mexicanas para los gustos de su público europeo, Márquez insistía en que ni siquiera lo extraño y lo diferente deberían ser tema de burla o risa para un lector cosmopolita, quien

tiene a todos los hombres por compatriotas y sabe que cualquier lengua, por exótica que parezca, en virtud de la cultura puede ser tan docta como la griega, y que cualquiera que sea el pueblo, por obra de la educación puede devenir tan pulido como aquel que se crea el más a sí mismo. Con respecto a eso, la verdadera filosofía no conoce la incapacidad de ver a un hombre o porque sea nacido blanco o negro, o porque esté educado bajo los polos o bajo la zona tórrida (p. 18).

Esta declaración de fe de Pedro José Márquez sobre las capacidades innatas de todo ser humano y sobre la hermandad de toda humanidad representaba en realidad el final de una época. A lo largo del siglo xix el filósofo cosmopolita, el viajero romántico y el caballero ilustrado interesados a la vez en la antigua cultura mexicana y en las ruinas de la Grecia clásica serían remplazados por el especialista. La arqueología se constituiría como disciplina alrededor de algunos de los nudos más controvertidos de la literatura anticuaria: la tensión entre texto y objeto se resolvería a favor del objeto; entre el método filológico y el análisis material, a favor del análisis material; a su vez, de la tensión entre lo local y lo universal surgiría el tipo como categoría clasificatoria de todo artefacto cultural. Sobre todo, contrario al credo cosmopolita de Márquez, y lejos de romper fronteras (culturales, lingüísticas, étnicas y políticas), el estudio de las antigüedades llegaría a desempeñar un papel patriótico inusitado en la construcción de un pasado nacional para las nuevas naciones fundadas, como la mexicana, en el siglo xix.