Después de muchos años de extraordinario esfuerzo, creando archivos y batallando poderosos enemigos en la Real Academia de Historia, en 1791 Juan Bautista Muñoz (1745-1799) dio a luz el primer y último volumen de su largamente esperada Historia del Nuevo Mundo. Para el observador imparcial el abrumador escepticismo del prólogo de la Historia explicaría en parte por qué Muñoz encontró tantos enemigos en la academia. No hay cronista de Indias que considere fiable. Página tras página ataca la credibilidad de las crónicas de Antonio de Herrera, Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro Mártir de Anglería y López de Gómara, por estar llenas de “patrañas”. La actitud de Muñoz frente a los cronistas de Indias es doblemente extraordinaria, porque su posición fue avalada por la corte: Muñoz fue cosmógrafo y cronista real de Indias, y tuvo el apoyo incondicional del ministro de Indias José de Gálvez. Pero los enfrentamientos entre Muñoz y los seguidores del director de la academia, el conde de Campomanes (1723-1803), no tuvieron que ver con rescatar la autoridad de los cronistas de Indias, porque tanto los adversarios de Muñoz como él mismo asumieron que la historia de América tenía que ser reescrita y los libros de los cronistas descartados. La pelea se debió más bien a asuntos epistemológicos: qué fuentes y metodologías nuevas usar para reescribir la historia del continente.[1]
Campomanes y sus seguidores, por ejemplo, consideraban que la academia debía simplemente traducir y añadir glosas a la historia del gran autor escocés William Robertson (1721-1793), porque el presbítero, rector de la Universidad de Edimburgo, representaba la cúspide de las nuevas metodologías de la Ilustración. En su History of America (1777) Robertson no sólo había leído críticamente las versiones de los cronistas e identificado nuevos documentos a través del embajador inglés en Madrid, sino que también había ofrecido una nueva interpretación filosófica del pasado amerindio y colonial. Con base en nuevas teorías de la evolución de las pasiones y la sociabilidad a partir de la expansión del comercio, Robertson ajustó la historia de América al marco de la nueva ciencia de la economía política que tanto él como David Hume (1711-1776) y Adam Smith (1723-1790) crearon en Escocia. El grupo de Campomanes consideró digno de imitación tanto el escepticismo de Robertson como sus contribuciones a la interpretación filosófica de la historia de América. No es de sorprender que este grupo buscara traducir con glosas la historia de Robertson.
Para Muñoz y Gálvez las cosas no fueron tan simples: imitar la Ilustración diseñada por Adam Smith y sus pupilos era simplemente aceptar un mundo ideológico adverso a los logros de España, su imperio y su civilización. En vez de echar mano de tradiciones intelectuales de la Ilustración anticatólica, Muñoz y sus mecenas echaron mano de las tradiciones del renacimiento español: la recopilación y lectura erudita de fuentes primarias. Dicha recopilación, realizada a lo largo y ancho del imperio, dio lugar a la fundación del archivo General de Indias, creado por Muñoz. Por supuesto Muñoz también buscó ofrecer nuevas interpretaciones filosóficas del pasado, no del todo diferentes a las de Robertson. Su énfasis, sin embargo, fue la búsqueda de nuevas fuentes primarias que probaran las contribuciones a la cartografía, la historia natural, la moral y la civilización en general en la conquista española de América.
La historia de los debates epistemológicos que llevaron a la creación del Archivo General de Indias en Sevilla pone de relieve una constante del siglo ilustrado: los historiadores, independientemente de su posición política u origen, consideraron que las narrativas del pasado amerindio y colonial español no eran fiables, y tenían que ser revisadas a la luz de nuevas fuentes y nuevas metodologías. El debate Muñoz-Campomanes sobre cómo escribir la historia del Nuevo Mundo fue sólo uno de muchos a lo largo del siglo. En la Nueva España hubo numerosos debates de este tipo. En las siguientes páginas exploro algunos de ellos a partir del estudio de las obras de cinco autores de la Ilustración en México: Lorenzo Boturini (1702-1755), Juan José de Eguiara y Eguren (1696-1763), Francisco Xavier Clavijero (1731-1787), Antonio de León y Gama (1735-1802) y José Antonio de Alzate (1737-1799). Cada uno de ellos buscó encarar el problema de escribir la historia de Mesoamérica y del continente en el marco de nuevas formas de escepticismo y de crítica histórica.
El caso de Lorenzo Boturini ha sido bastante estudiado.[2] El viajero milanés de abolengo aristocrático llegó a México en 1735, encargado de los negocios de la condesa de Santibáñez, radicada en Madrid pero descendiente de Moctezuma. Una vez en la capital, Boturini acumuló una colección extraordinaria de documentos indígenas tanto precolombinos como coloniales. La colección, paradójicamente, surgió de un problema de credibilidad. Muy apegado a los cultos marianos, cuando llegó a México Boturini se declaró apasionado admirador de la Virgen de Guadalupe. Dicho culto, sin embargo, tenía un serio problema: la falta de documentación escrita sobre el milagro. Los archivos arzobispales no contienen ni un solo documento sobre Juan Diego, la aparición en el Tepeyac o la fundación de la capilla que se dice el obispo hizo construir después del milagro. Tamaño silencio documental no ha hecho mella en el culto hasta el día de hoy, pero sí ha dado origen a grandes debates intelectuales en México, no sobre la factibilidad del milagro sino sobre la historicidad del mismo. Cuando Boturini llegó a México los escépticos no dudaban ya en señalar las lagunas documentales.
La solución tradicional a este impasse consistió desde el siglo xvii en postular que la imagen misma era un documento escrito. En repetidos sermones los clérigos no se cansaron de argumentar que, ya que el pueblo mexicano a la llegada de los españoles escribía en jeroglíficos, Dios encontró apropiado escribir en la tilma de Juan Diego un “mensaje” también jeroglífico. La imagen misma se convirtió en prueba documental de su propio origen. Estos clérigos no se cansaron de repetir que la materialidad de la imagen, su extraordinaria belleza y su asombrosa resistencia al deterioro eran pruebas más que suficientes de su origen milagroso.[3] La tradición dio lugar a estudios estéticos, como los del pintor Miguel Cabrera (1695-1768), que argumentó la perfección sobrenatural de la imagen, y a estudios científicos, como los de José Ignacio de Bartolache (1739-1790), que buscó probar la identidad de Juan Diego a partir del estudio microscópico y químico de la tilma.[4]
Dichos usos de la imagen como evidencia material de la historicidad del milagro dieron lugar también a decenas de sermones de interpretación de la imagen como escritura. Los clérigos de México se especializaron en descubrir en cada detalle de la imagen un código providencial secreto, que usualmente sugería el destino privilegiado de México en la historia universal. Miguel Sánchez (1594-1674) inauguró el género cuando en 1648 interpretó la imagen como el cumplimiento de la profecía de san Juan de Patmos. Cada detalle de la historia de san Juan sobre una mujer preñada, atacada en el cielo por la bestia, defendida ahí por el arcángel Miguel, enviada al desierto por Dios y vuelta a perseguir en el desierto por la bestia fue leído por Sánchez en los jeroglíficos de la imagen de Guadalupe. En manos de Sánchez las predicciones del capítulo 12 del libro de Revelaciones se habían cumplido tanto en la conquista de México contra el demonio azteca cuanto en los padeceres de los criollos a manos de los satánicos peninsulares. Así, por ejemplo, la imagen de Guadalupe parada sobre la luna representaba el control que la virgen había adquirido sobre los trópicos: húmedos como las mareas que controla la luna.
La tradición de leer la imagen como documento jeroglífico no decayó a lo largo del siglo xviii, sino que más bien se consolidó. Los casos de José Ignacio Borunda (década de 1780) y José Servando Teresa de Mier (1765-1825) son quizá los más destacados. El anticuario Borunda instituyó un complejísimo sistema de leer la imagen como documento basado en un alfabeto pictórico silábico en náhuatl “clásico”; cada elemento de la imagen era una palabra náhuatl cuyo significado etimológico era un archivo del pasado novohispano. A partir de sus lecturas especulativas de la imagen y otros objetos arqueológicos desenterrados del Zócalo a finales del xviii, Borunda se las arregló para ofrecer no sólo una interpretación absolutamente nueva de la historia mesoamericana sino también del milagro mismo. Ubicó detalles de la imagen (como la figura de un ocho acostado y los pliegues del vestido de María sobre la luna, entre otros) para argumentar que éstos eran signos de origen siriaco y que por lo tanto la imagen no se le había aparecido a Juan Diego sino que había sido traída a México por santo Tomás en la época apostólica. Tamaña tesis fue la que el amigo de Borunda, Mier, presentó en la catedral en 1794 durante las fiestas marianas para conmemorar el milagro. Leyendo la imagen como documento, Borunda y Mier se las arreglaron para desacreditar la narrativa tradicional del culto.[5]
Este tipo de estrategias historiográficas no fueron del gusto de Boturini. Para éste la forma de confirmar la historicidad del milagro consistía en estudiar los documentos indígenas. La lógica de esta aproximación tenía ya una tradición venerable: Carlos Sigüenza y Góngora (1645-1700) la había practicado. Para intelectuales como Sigüenza y Boturini el silencio documental era relativo: si los amanuenses arzobispales permanecieron callados, los indios no. Los anales indígenas alrededor de 1530 debían haber redactado en pictogramas mexicanos tan extraordinario evento. Boturini no sólo copió y estudió los numerosísimos documentos pictográficos recopilados por Sigüenza sino que también realizó campañas de recopilación propias. Es esta obsesión piadosa la que explica el origen de la gran colección de códices precolombinos y coloniales del italiano.
Buscando coronar a la imagen, Boturini recaudó joyas y fondos en México y movilizó sus contactos en Roma. Sin embargo las leyes del patronato real prohibían semejante intromisión. Bajo sospecha de ser un extranjero tahúr, dedicado a embaucar a los piadosos de México, el virrey le decomisó su colección y lo envió a Madrid a que el rey lo juzgara. La pérdida de su colección de códices, sin embargo, no impidió que el italiano, una vez en la corte, y con apoyo de poderosos clérigos y humanistas, se pronunciara sobre la historia mesoamericana. Boturini escribió en Madrid dos tratados que los estudiosos todavía buscan entender: Idea de una nueva historia general de la América septentrional (1746) y Ciclografía (1749), este último sobre los calendarios y cronologías aztecas.[6]
A pesar de que los intereses del italiano se originaron en la búsqueda por documentar el milagro, en sus historias Boturini descartó todos los estudios precolombinos previos. En una manera típica del xviii presentó su obra como algo totalmente novedoso: basada en fuentes nuevas, con metodologías nuevas y con resultados nuevos, es decir, un corte radical con el pasado. Sus contemporáneos no se dejaron deslumbrar por la retórica y señalaron que la “Idea” era simplemente la aplicación a México de las ideas del napolitano Giambattista Vico (1668-1744). A pesar de haber coleccionado fuentes pictográficas indígenas, a Boturini realmente no le interesó la evidencia escrita (ya fuese alfabética o jeroglífica). De nuevo, fue una criatura de su siglo, uno más de los muchos que durante el xviii buscaron encontrar evidencia alternativa a las fuentes escritas. Como veremos más tarde, unos hallaron dicha evidencia en el estudio de la conducta animal, en la distribución de plantas y animales, en la posición y altura de las montañas y en los fósiles. Pero para Boturini, como para Vico, la clave del estudio de las épocas “oscuras y fabulosas” del pasado debía encontrarse en el estudio de las palabras mismas. La evolución de la palabra hablada (desde la etimología de los vocablos a la gramática) y la evolución de la palabra escrita (desde la pintura a los alfabetos) documentaban la evolución histórica del hombre de la barbarie a la civilización. La misma evolución que documentó Vico en Eurasia la encontró Boturini en México.[7]
A pesar de sus exagerados reclamos de novedad historiográfica, Boturini no fue el único que usó la evidencia etimológica, léxica y gramatical para estudiar el pasado novohispano. Borunda aplicó técnicas similares en México, al igual que lo hizo el anticuario José Ordóñez y Aguilar (muerto en 1840) en Guatemala.[8]
Lo que sí causó revuelo, sin embargo, fueron los reclamos de los amigos de Boturini en la corte en Madrid de que el italiano había sido el primer coleccionista de códices y estudioso serio del pasado indígena. Los amigos del italiano, todos patriotas españoles, aparentemente no tenían idea de las obras del siglo xvi de franciscanos tales como Bernardino de Sahagún (muerto en 1580) y Juan de Torquemada (1557-1624), o de criollos del xvii como Sigüenza. Pero el hecho es que las exageradas aseveraciones sobre Boturini dieron lugar a una gran controversia que se desarrolló entre bastidores en Madrid en la corte y en el Consejo de Indias sobre la credibilidad del italiano y sus calificaciones para ser cronista de Indias. Hubo quienes, como el bibliotecario real Blas Antonio Nasarre (1689-1751) y sus compatriotas aragoneses en la corte, consideraron que las aseveraciones de los amigos de Boturini no hacían más que perjudicar a España, ya que los españoles aparecían como ignorantes, dependientes de la curiosidad y dedicación de estudiosos extranjeros. Los aragoneses también resentían la narrativa evolutiva de Boturini que presentaba a los indígenas mesoamericanos en el momento de la llegada de los españoles como sociedades que, a pesar de sus orígenes primitivos y salvajes, habían adquirido grados de civilización extraordinarios. Ya que en la imaginación europea y criolla los indígenas contemporáneos eran comunidades de miserables, pintar a los indígenas de la víspera de la conquista en la cúspide de la civilización era realmente una crítica velada a la brutalidad de España. Los amigos de Boturini en la corte, como el humanista valenciano Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781), no sólo ayudaron a aquél a desarrollar su obra (a Mayans en realidad se lo debe considerar coautor de la Ciclografía), sino que criticaron abiertamente la falta de curiosidad española y la barbarie de los conquistadores. Pero tanto aliados como oponentes concentraron sus energías en cuestionar o en promover la autoridad y credibilidad de Boturini. Los aragoneses se enfocaron en llamar la atención sobre las inconsistencias del italiano, tachándolo de plagiario de Vico y coleccionista de códices “prehispánicos” que en realidad habían sido escritos en papel de origen colonial.[9]
La crítica del testimonio del observador extranjero es también crucial para entender la obra de Juan José de Eguiara y Eguren (1696-1763). Eguiara fue un clérigo de gran talento que llegó a ser nombrado obispo (posición que declinó) y también rector de la Universidad Pontificia de México. Es conocido por su obra magna en muchos volúmenes, de la que sólo se publicó uno, Bibliotheca Mexicana, una compilación bibliográfica de escritos impresos y manuscritos, producidos en el virreinato de Nueva España por españoles, criollos e indígenas a lo largo del periodo colonial. Lo interesante de la obra, como lo han señalado ya muchos estudiosos, es su origen.[10] Bibliotheca Mexicana fue en realidad una obra de muchos donde Eguiara actuó como compilador de información enviada por corresponsales y bibliófilos de varias provincias. Esta obra fue la respuesta colectiva airada de la intelectualidad novohispana a las críticas de los famosos clérigos neolatinistas españoles Nicolás Antonio (1617-1684) y Manuel Martí (1663-1737), sobre la calidad de la vida intelectual en las Indias. Tanto Antonio como Martí presentaron las colonias españolas en América como desiertos intelectuales.
Lo llamativo de la obra de Eguiara, sin embargo, es que no fue simplemente una crítica apasionada a la ignorancia de los dos clérigos metropolitanos, sino una crítica generalizada a la autoridad epistemológica del observador extranjero. El “prólogo” a la Bibliotheca es una defensa sostenida de las virtudes intelectuales del México tanto precolombino como colonial. Pero entremezclada en el texto se encuentra la crítica del viajero que después de visitas breves pretende capturar en sus escritos las realidades locales. Como parte de su crítica al observador foráneo y pasajero, Eguiara también articuló una visión del observador confiable. Para él dicho observador era el clérigo criollo por antonomasia: intelectual, sabedor de los vericuetos y secretos de la realidad local, conocedor de las fuentes indígenas, intérprete del pasado precolombino.[11]
Esta propuesta de una epistemología patriota se profundizará en la segunda mitad del siglo xviii con la llamada “disputa del Nuevo Mundo”. La disputa, nos ha dicho Antonello Gerbi, tuvo que ver con la visión europea de que América era un continente que hasta recientemente había permanecido sumergido en el océano. Sus gigantes y caudalosos ríos, sus vastas selvas húmedas, sus inmensos lagos, eran sólo algunas de las manifestaciones físicas de un continente cuya humedad había causado la degeneración orgánica de sus habitantes humanos y de su fauna y flora. América era un continente que no solamente degeneró a sus animales e indios sino que hizo degenerar también a los criollos. Éstos, a lo largo y ancho de América (incluso en las colonias británicas) reaccionaron furibundos frente a semejante representación.[12] Pero la descripción de la disputa en tales términos deja mucho que desear, porque “la disputa del Nuevo Mundo” fue en realidad una batalla epistemológica sobre el uso y las virtudes de diversas fuentes y formas de evidencia para escribir la historia del continente americano. Vistos desde esta perspectiva, la disputa y sus actores mexicanos, como Francisco Xavier Clavijero, Antonio de León y Gama y José Antonio de Alzate, cobran significados novedosos.
Los enemigos de los historiadores mexicanos criollos que he citado fueron intelectuales europeos, tales como Cornelius de Pauw (1734-1799), el abate Raynal (1713-1796), William Robertson (1721-1793) y el conde de Buffon (1707-1788). Es necesario contextualizar la obra de estos intelectuales para poder entender la de los mexicanos. Los citados autores europeos llegaron a sus conclusiones sobre el Nuevo Mundo como parte de un proyecto intelectual ambicioso. Según señalé en la parte inicial de este artículo, autores como Robertson no tenían fe en las versiones tradicionales de la historia de América escritas por cronistas de Indias, basadas en fuentes escritas y orales indígenas y en testigos españoles. Los europeos ilustrados, por razones que quedarán claras en breve, no consideraban confiables las fuentes escritas en general. Robertson, de Pauw, Raynal y Buffon fueron parte de un movimiento ilustrado generalizado que buscó desarrollar técnicas y metodologías alternativas para estudiar el pasado a partir de evidencias que no fueran ni libros ni fuentes escritas. Como parte de ese movimiento intelectual habrían de surgir en el xviii nuevas técnicas y disciplinas como la geología: el estudio de la historia de la tierra a partir del uso de fósiles, y no de la Biblia.
En el caso de América, la evidencia que estudiaron los europeos fueron fósiles, la conducta de los animales, la forma de las montañas, la distribución de la flora y fauna, la evolución natural de las pasiones y la sociabilidad, por citar sólo algunas. En el contexto del desarrollo de esas metodologías estos autores desarrollaron grandes teorías especulativas sobre el pasado del continente y de sus habitantes. Dada la naturaleza de la evidencia, la reconstrucción del pasado se convirtió por necesidad en conjetural, como también monumental.[13]
Para entender el rechazo a la veracidad de los cronistas españoles de parte de autores como Robertson, Raynal y De Pauw (y también Muñoz y Campomanes) el lector debe familiarizarse con dos tradiciones. La primera tiene que ver con el desarrollo de una nueva forma de lectura de fuentes a lo largo del xviii. A diferencia de la crítica de fuentes del renacimiento, caracterizada por privilegiar a los testigos, la nueva crítica consideraba no fiable el testimonio de testigos. Como parte de debates académicos más generales acerca de la probabilidad de los milagros, autores como David Hume comenzaron a argumentar que los testimonios debían ser juzgados por su consistencia interna, y no por la posición social o la educación de los testigos. Ya que las crónicas de Indias estaban basadas en el testimonio de testigos, su credibilidad se vino abajo.
Por consistencia “interna” los ilustrados entendieron la capacidad de un testimonio de no contradecir las predicciones de las ciencias sociales. Por ejemplo, los cronistas afirmaban que los aztecas eran millones, pero la economía política sostenía que sociedades no comerciales como los aztecas, sin monedas ni medios de transporte, no podían haber mantenido semejantes poblaciones. El hecho de que un testimonio viniese de un testigo no significaba gran cosa, porque los testigos, como cualquier ser no ilustrado, tendían a ser poco objetivos, a exagerar, a confundirse, a interpretar lo visto a la luz de sus prejuicios e ignorancia. Estas nuevas formas de sopesar y aquilatar el valor de las fuentes y los testigos estuvieron, a su vez, estrechamente vinculadas con el rápido desarrollo en el siglo xviii de la “esfera pública burguesa”. En ella el crítico masculino buscaba imponer su autoridad y credibilidad demostrando que no había sido tocado ni por las emociones femeninas ni por la influencia de mecenas poderosos.[14]
La segunda tradición tiene que ver con la lectura de fuentes indígenas, no la evaluación de testigos españoles. Durante mucho tiempo los europeos consideraron confiables los escritos indígenas producidos por las sociedades de Nueva España y los Andes en códices y quipus. Sin embargo, en el transcurso del siglo xviii esas fuentes perdieron gran parte de su atractivo y comenzaron a ser recopiladas más bien por lo que tenían que decir acerca del desarrollo de las facultades mentales humanas. En el pasado los cronistas se habían basado en la información almacenada en los quipus incas y en los códices aztecas y mayas para reconstruir las genealogías dinásticas y las migraciones amerindias. En la Ilustración los intelectuales se interesaron en los documentos en escrituras no alfabéticas para desarrollar historias sobre la evolución de las facultades mentales humanas, promoviendo la idea de que los pueblos pasaban primero por estados mentales primitivos reflejados en la pictografía de los aztecas, luego por desarrollos parciales de la capacidad de abstracción, manifestados en los ideogramas chinos, culminado por último en la adquisición de la razón con la llegada del alfabeto. Cada etapa representaba a su vez un avance de la confiabilidad de las fuentes documentales. Autores como Giambattista Vico fueron quienes, buscando defender la credibilidad de la Biblia, afirmaron que las cronologías egipcias y chinas, que documentaban pasados de mucha mayor antigüedad que los de la Biblia, eran poco fiables, porque venían de pueblos estancados en etapas primitivas de la evolución de la mente. Estas escalas evolutivas de la escritura, que cuestionaban la credibilidad de fuentes no alfabéticas, afectaron profundamente la historiografía del continente americano.[15]
Una vez que los ilustrados europeos cuestionaron tanto la confiabilidad de los cronistas españoles como la de los documentos en quipus incas y códices novohispanos, se vieron en la necesidad de encontrar nuevas formas de evidencia y nuevas metodologías. Por ejemplo, los sistemas de escritura se convirtieron en pruebas materiales que, con base en conjeturas, podrían ayudar a reconstruir las migraciones y los acontecimientos del pasado. También se usaron los fósiles, la dirección de las montañas, la conducta animal, la distribución de flora y fauna, la estructura de los lenguajes humanos, la evolución de la pasión y la sociabilidad como nuevas fuentes de evidencia documental. El uso de estas nuevas formas de evidencia condujo, a su vez, a nuevas hipótesis sobre la historia de América. No es de sorprender entonces que autores como De Pauw, Buffon y Raynal escribieran historias que sostenían, entre otras cosas, que la humedad de la América tropical, sus peculiares especies animales y el supuesto carácter primitivo y degenerado de los indios y los colonos criollos (particularmente los americanos de origen español) eran prueba de que el Nuevo Mundo había sufrido convulsiones geológicas catastróficas o que había emergido recientemente de las aguas. Si bien acusar a los indios y a los criollos hispanoamericanos de ser degenerados y feminizados no era nada nuevo, las nuevas narraciones históricas de los ilustrados europeos revistieron de gran autoridad a viejos prejuicios.
Fueron autores en España, como Muñoz y Campomanes, quienes encabezaron el esfuerzo por deshacerse de las viejas fuentes y narraciones sobre el pasado americano. En el proceso los españoles crearon muchas nuevas instituciones. Una de las principales preocupaciones de la Real Academia de Historia, fundada en 1736, fue producir nuevas historias del Nuevo Mundo. Muchos de los avances en la historiografía atribuidos a Leopold von Ranke (1795-1886) fueron elaborados en España durante los apasionados debates que se dieron en la academia a lo largo del siglo, incluido el descrito entre Muñoz y Campomanes. Como Ranke, Muñoz privilegió las fuentes primarias sobre las fuentes impresas, a las que consideraba sesgadas y escritas para promover una posición partidaria. Dicho énfasis en el estudio de documentos públicos, como hemos visto, lo llevó a crear el Archivo de Indias, uno de los mayores archivos de documentos coloniales de España reunidos en la historia.
Al darse cuenta de que los imperios coloniales eran perdidos o ganados por los que controlaban la descripción de los territorios y los pueblos, autores como Muñoz hicieron un llamado urgente para renovar la historiografía, la cartografía y los estudios botánicos españoles. Muñoz fue categórico sobre la necesidad de producir nuevas historias de la colonización y el descubrimiento, y de controlar la designación de los nombres de plantas y lugares americanos si se quería que el imperio español sobreviviera. Pero a pesar de todo el esfuerzo y los recursos invertidos durante el siglo xviii en la escritura de nuevas historias de América, la cifra de publicaciones en España fue deprimente. Las rivalidades entre diferentes corporaciones y grupos de cortesanos, que por lo general representaban diferentes regiones geográficas, condenaron a multitud de esos escritos a la oscuridad de los archivos privados y públicos, donde muchos de ellos todavía siguen esperando pacientemente ser publicados.[16]
Todos estos debates historiográficos tuvieron gran repercusión en el Nuevo Mundo, particularmente en el virreinato de la Nueva España. A mediados del siglo xviii los autores criollos comenzaron a producir contundentes críticas epistemológicas de la nueva historiografía europea. Surgió de este modo una forma de epistemología patriótica que puso en entredicho la capacidad de los extranjeros para comprender la historia de América y de sus pueblos. En las páginas que quedan hago un análisis de la epistemología e historiografía de Clavijero, León y Gama, y Alzate.
El título de la historia escrita por Clavijero en Italia habla por sí mismo: Storia antica del Messico cavata da’ migliori storici spagnuoli, e da’ manoscritti, e dalle pitture antiche degl’ Indiani (Cesena, 1780-1781). Es cierto, como muchos autores lo han señalado,[17] que la historia de Clavijero fue un esfuerzo por defender la naturaleza americana y el carácter de los indios y los criollos en la disputa del Nuevo Mundo. Es también cierto que Clavijero buscó dotar al reino de Nueva España con un pasado glorioso, precondición esencial de cualquier patriotismo local. Pero la historia de Clavijero fue asimismo un trabajo que respondió a las nuevas epistemologías de los europeos, es decir, una respuesta sobre qué evidencia usar y a quién creer. Para Clavijero la respuesta al escepticismo europeo consistió en reconstruir el pasado a partir “de los mejores historiadores españoles y de los manuscritos y pinturas de los indios”. Clavijero no tuvo vergüenza de usar fuentes que De Pauw y Robertson ridiculizaron: me refiero a Torquemada y a los códices indígenas novohispanos.
La realidad es, por supuesto, más compleja, ya que Clavijero no asintió ciego a la verdad de toda fuente indígena o franciscana. Todo lo contrario. El jesuita sopesó el valor de cada fuente con exquisito cuidado, siguiendo normas de crítica histórica típicas del renacimiento. Aunque Clavijero en realidad no usó más que códices indígenas ya publicados, el jesuita los leyó cuidadosamente, reconstruyendo el mapa político del reino azteca a partir de su lectura de la Matrícula de tributos editada por el cardenal Lorenzana en 1770, y el Códice mendocino publicado por Samuel Purchas en 1625 y por Melchisédec Thévenot en 1672. Me tomaría demasiado espacio reconstruir las lecturas de fuentes indígenas ofrecidas por Clavijero; lo que importa enfatizar aquí es su proyecto epistemológico general.
Entre las fuentes indígenas que estudió, Clavijero consideró que había una gran diferencia entre las de origen precolombino y colonial temprano y las de origen más tardío. Para Clavijero las élites indígenas del pasado fueron los ancestros de los criollos del presente y por lo tanto fueron loables y creíbles. Los indígenas del presente, sin embargo, eran para el jesuita otra cosa: miserables y poco fiables. El patriotismo epistemológico de Clavijero fue muy típico de los criollos mexicanos: las fuentes creadas por las élites indígenas del pasado debían valorarse, aquellas creadas recientemente debían descartarse. La jerarquía social implícita en el proyecto epistemológico y político criollo fue una visión de patria típica del antiguo régimen. Criollos como Clavijero nunca consideraron sus patrias “colonias” sino “reinos”. Se veían a sí mismos como mestizos nobles de antepasados indígenas e hispanos, dirigentes clericales y laicos de sociedades del antiguo régimen.
Esta sensibilidad epistemológica de “antiguo régimen” es precisamente la que organizó el trabajo de otro contemporáneo de Clavijero, José Joaquín Granados y Gálvez. Sus Tardes americanas... noticia de toda la historia indiana... desde la entrada de la nación tulteca... hasta los presentes tiempos apareció en México en 1778. Como la obra de Clavijero, la historia de Granados y Gálvez buscó dar respuesta a los problemas epistemológicos contemporáneos: ¿eran creíbles las fuentes y narrativas sobre los imperios mesoamericanos? Granados y Gálvez ofreció respuestas similares a las que Clavijero publicó un par de años más tarde en Italia: sólo los que podían leer los códices precolombinos indígenas eran fiables; sólo los clérigos locales eran capaces de hacerlo porque ellos eran los herederos biológicos de las élites indígenas del pasado; sólo las fuentes indígenas tempranas eran valiosas porque las del presente habían sido escritas por indígenas miserables, truhanes contaminados por los valores mezquinos de las castas urbanas.[18]
Pero la evaluación de fuentes en Clavijero no sólo fue crítica de testimonios indígenas recientes sino también del testimonio de viajeros, a quienes consideró aves de paso. Como Eguiara y Eguren, Clavijero no toleró como testigo al viajero filósofo, dispuesto a dar cátedra sobre países lejanos después de visitarlos por unos días. Clavijero se mofó repetidamente de fuentes escritas por viajeros sin ningún conocimiento de los idiomas locales. Semejantes testigos dependían de intérpretes e intermediarios, y podían ser fácilmente engañados y manipulados.
Las obras de León y Gama y de Alzate responden a valores epistemológicos similares. Alzate es quizás el autor que más se rebeló contra la autoridad del observador extranjero. Sus Gacetas de Literatura fueron inauguradas en México en 1788 como un periódico dedicado a llamar la atención, entre otras cosas, sobre los absurdos publicados como certezas filosóficas por viajeros y autores europeos. En las páginas de las Gacetas se leen repetidamente críticas y, con más frecuencia, mofas descarnadas de las aseveraciones sobre México en los escritos del abate Joseph de la Porte (1713-1779), lord George Anson, barón Ignaz von Born (1742-1791) y Filippo Gilli (1721-1789), por nombrar sólo a unos pocos.[19] En las notas que preparó para la traducción al español de la historia de Clavijero que Antonio de Sancha quiso publicar en Madrid (nunca dada a luz por la crítica furibunda que el jesuita catalán Ramón Diosdado Caballero [1740-1810], desde Italia, desató en España), Alzate no sólo repitió la crítica de Clavijero al observador pasajero y extranjero (ignorante de los idiomas nativos, dependiente de intermediarios locales, fácilmente engañado por sus informantes), sino que la profundizó.[20]
Alzate sentía tal rechazo por el observador extranjero ingenuo y pasajero que su carrera científica como naturalista se entiende mejor desde esta perspectiva. Recordemos que se resistió a adoptar las nuevas taxonomías de Linneo, introducidas en México por los naturalistas peninsulares de la expedición de Martín de Sessé. De acuerdo con Alzate, dichas taxonomías tipificaban la presunción europea de querer comprender los fenómenos naturales distantes sin entenderlos.[21] Alzate dedicó gran parte de su carrera como naturalista a identificar curiosidades naturales que contradijeran las “leyes” de la naturaleza descritas desde Europa.[22]
La actitud de Alzate frente al pasado indígena fue algo más complejo que la de Clavijero, porque aquél, como De Pauw, Robertson y Raynal, consideró que los códices y formas de escritura no alfabética mesoamericana no podían ser ya interpretados o entendidos. Igual que estos estudiosos europeos, a quienes tanto aborreció, Alzate también consideró que la historia precolombina podía ser entendida a partir del uso de evidencia no escrita. Fue un pionero del estudio de ruinas arqueológicas. Su trabajo sobre Xochicalco es sin duda el más conocido.[23]
León y Gama fue el gran rival de Alzate; entre ambos coincidieron en poco y se enfrascaron en batallas públicas sobre asuntos tan variados como la interpretación del origen de la aurora boreal o el significado de hallazgos arqueológicos. A diferencia de Alzate, León y Gama le dio gran importancia a entender e interpretar fuentes indígenas precolombinas. Fue sin duda el estudioso más brillante de códices precolombinos de toda la Ilustración, el más profundo conocedor de formas de escritura no alfabética.[24]
Pero a pesar de las diferencias, León y Gama, como Alzate, Clavijero, y Eguiara y Eguren, consideró que solamente los intelectuales criollos, empapados de conocimiento profundo de la naturaleza y lenguaje locales, eran capaces de estudiar y comprender el pasado del Nuevo Mundo. Esta actitud permeó la totalidad de su obra. Sus estudios sobre el poder curativo de las lagartijas, por ejemplo, son característicos de su epistemología. En varios tratados polémicos dirigidos a los críticos de la idea de que las lagartijas mexicanas eran capaces de curar el cáncer (cancro), León y Gama insistió en que la razón por la que las pruebas clínicas de los críticos eran negativas era porque éstos (peninsulares) no conocían en detalle las diferencias minúsculas de especies, los alimentos peculiares que debían dar a las lagartijas cautivas, y toda otra serie de detalles naturales que explicaban su fracaso.[25] Precisamente era esta actitud sobre la imposibilidad del observador extranjero, ingenuo y pasajero, de entender los pequeñísimos detalles que daban coherencia a las escrituras no alfabéticas indígenas, lo que había hecho imposible a los extranjeros entenderlas, y como resultado de tal ignorancia, tampoco entender la totalidad del pasado novohispano y continental.[26]
Brading, David, First America, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
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