En todas las provincias y reinos de esta América Septentrional se ha mostrado la gran Madre de Dios y Señora Nuestra, propicia y liberal en sus favores. Porque al paso que la religión verdadera se ha ido dilatando en ellas, han ido creciendo las misericordias de esta Soberana Reina, en que muestra cuánto le agrada el ver extendida la fe de su Hijo en este Nuevo Mundo, De lo cual serán prueba manifiesta los muchos santuarios milagrosos que en él tiene, que son como patentes oficinas de su piedad.[1]
Con esta frase introducía el jesuita colombiano Juan Antonio de Oviedo (1670-1757) la enciclopedia de apariciones de la Virgen María acaecidas en Nueva España que llevaba por nombre Zodiaco Mariano. Aunque la obra estaba impresa en México en 1755 por el Colegio de San Ildefonso, muchos de los materiales contenidos en ella habían sido recopilados en el siglo anterior por el también jesuita nacido en La Florida, Francisco de Florencia (1620-1695). A él se debió la concepción del texto como obra de síntesis, producto de una prolífica actividad difusora de los santuarios novohispanos.[2] A Oviedo, sin embargo, se deben los materiales sobre Guatemala y sobre otros santuarios como Ocotlán, y muy posiblemente su organización temática por episcopados. La obra monumental de Florencia y Oviedo, que les permitía hacer a menudo referencias cruzadas entre todas las apariciones, no era sólo una literatura de propaganda para promover la devoción de los fieles; para ellos las imágenes eran una muestra de los favores divinos concedidos a la Nueva España, una manifestación de la unidad de la fe que existía en América y de su carácter de pueblo elegido. No es de poca importancia que la obra fuera concebida por dos miembros de la provincia novohispana de la Compañía de Jesús, que tenía colegios y misiones en todo el territorio, y que era por lo tanto la única corporación que podía haber producido la percepción unificadora de un reino en los términos de una elección celestial mariana.
El Zodiaco Mariano fue una obra excepcional en cuanto a su visión generalizadora, pero el espíritu que la animó produjo una gran cantidad de textos antes y después de ella. Para el siglo xviii no surgieron nuevos santuarios y las imágenes que se veneraban entonces provenían todas de los siglos xvi y xvii. Esta centuria heredaba, además de una rica tradición, la abundante literatura hierofánica o aparicionista que se había generado de ella y de la que ya se habló en el volumen anterior de esta misma colección. Varios de estos textos del siglo xvii fueron reeditados en dicha centuria como consecuencia de la necesidad de darle una mayor difusión e impulso a la devoción. Son ejemplos de ello las reediciones en 1790 y 1807 de la obra de Alonso Alberto de Velasco sobre el Cristo de Ixmiquilpan, la realizada en Puebla en 1760 sobre la Virgen de la Defensa, obra de Pedro Salgado Somoza, y la del Santo Cristo de Chalma del padre Florencia que reimprimió, con algunas variantes, fray Joaquín Sardo en 1810.[3] Al mismo tiempo se escribían e imprimían nuevos textos sobre otros santuarios, producidos o subvencionados por las mismas corporaciones que desde los siglos anteriores estaban interesadas en la publicidad de dichas imágenes: provincias religiosas, ayuntamientos españoles e indígenas, cabildos catedralicios y cofradías. Sus miembros, provenientes de los sectores criollos, indígenas y mestizos, veían en la promoción de sus imágenes un importante vehículo para el afianzamiento de sus identidades locales y para obtener la protección celestial contra epidemias, hambrunas y demás catástrofes enviadas por Dios como castigo de los pecados de los hombres.
La literatura hierofánica del siglo xviii se dio en dos ámbitos, uno local y el otro nacional, el segundo asociado sobre todo con el santuario de la Virgen de Guadalupe.
La literatura hierofánica alrededor de los cultos locales
Tres de los ejemplos más significativos impresos en el siglo xviii alrededor de la tradición hierofánica local están relacionados con la formación identitaria de tres ciudades de raigambre indígena: Querétaro, Tlaxcala y Pátzcuaro. El primero es un novedoso texto que no se refería ni a una imagen de la virgen ni a un Cristo sino a una cruz. Se trata del libro impreso en 1722 que lleva por título La cruz de piedra, imán de la devoción, del franciscano fray Francisco Xavier de Santa Gertrudis, religioso del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro.[4] En este texto se narra por primera vez el origen de la cruz de piedra que se veneraba en este convento y se la asocia con una prodigiosa batalla, en la que también se apareció Santiago, que dio el triunfo a los ejércitos cristianos (dirigidos por el cacique otomí Nicolás Montañés) sobre los chichimecas. Después de la derrota, éstos encontraron en el cerro de Sangremal las cinco piedras “de un color ajedrezado blanco y rojo” que despedían un suave olor a rosas y azucenas, con las que fabricaron la cruz venerada en el colegio; desde entonces la cruz comenzó a realizar prodigios: se movía y crecía, resucitó a una niña, retornó a la conciencia a aquellos que habían caído de caballos o de edificios y a los atropellados, curó a los paralíticos y convirtió a los pecadores empedernidos.[5]
La obra del padre Santa Gertrudis terminaba con un panegírico a la ciudad de Querétaro, a la que llamaba “Paraíso de América” y “Nueva Jerusalén”, gracias a la prodigiosa cruz, su sagrado blasón:
No hay ciudad más parecida a Jerusalén que Querétaro, así en la configuración de sus collados y valles y amenidad de su terreno, como por la gran similitud que tiene su monte Sangremal (en donde está nuestro apostólico colegio y se venera la milagrosa cruz) con el monte Calvario... mereciendo por tanta gloria el exceso que hace a las demás ciudades por tanto título.[6]
El autor daba como fuente de su novedosa información una Relación histórica de la conquista de Querétaro que los indios habían conservado en su poder desde los tiempos de la milagrosa fundación de la villa. Como he demostrado en un estudio sobre este documento de tradición indígena (que por su forma narrativa está emparentado con los llamados “títulos primordiales”, narraciones míticas de la fundación de los pueblos), su factura se remonta de hecho a la segunda mitad del siglo xvii, después de que los habitantes españoles consiguieron para Querétaro el título de ciudad en 1656, y por lo tanto un ayuntamiento propio, con lo cual los gobernadores indios quedaban desplazados. Un mito fundador que daba a los indios otomíes un papel esencial en la fundación de la ciudad y de la batalla milagrosa en el cerro de Sangremal restituiría la preeminencia arrebatada por los españoles en la ciudad. Para conseguir privilegios de la corona, los representantes indomestizos de Querétaro debieron utilizar la retórica de la conquista, la participación del apóstol Santiago y la cruz de la leyenda constantiniana como signos más efectivos de su “hispanidad”, antes que hablar de un poblamiento pacífico de la zona, lo sucedido en realidad.[7]
El Colegio de Propaganda Fide, por su parte, se veía también beneficiado por la difusión del prodigio. Gracias a la posesión de esa reliquia, convertida en el símbolo mismo de la ciudad, el colegio de los franciscanos apostólicos se volvía el centro espiritual de Querétaro, el calvario de la nueva Jerusalén, el núcleo de su fundación, su lugar más sagrado. El hecho de ser poseedor de la cruz de piedra y de estar situado en el cerro donde “se llevó a cabo” la batalla fundacional y el prodigio permitía al nuevo instituto insertarse en un medio donde competían muchas órdenes religiosas y en el que el clero secular tenía una fuerte presencia. Por último, la obra del padre Santa Gertrudis daba a la ciudad de Querétaro un hecho fundador prodigioso que explicaba el escudo de armas dado por el rey en 1656 en una historia “coherente”, en la cual se unían la cruz de piedra, el apóstol Santiago y la fundación milagrosa, un hecho celestial que muy pocas ciudades podían aducir para sus orígenes.
El segundo caso, el de Tlaxcala, se centraba en la advocación local a la Virgen de Ocotlán, una imagen muy cercana a la familia Mazihcatzin, señores mestizos de Ocotelulco, y al clero secular que administraba la parroquia y el santuario de la ciudad. A mediados del siglo xviii uno de los miembros de esa familia, el clérigo Manuel Loayzaga Mazihcatzin, capellán del santuario, escribía la Historia de la milagrosísima imagen de Nuestra señora de Ocotlán que se venera extramuros de la ciudad de Tlaxcala, obra impresa en Puebla en 1745, auspiciada por las autoridades de la Villa de Córdoba. Esta primera versión fue tan popular que cinco años después, en 1750, salió en México una nueva, revisada y aumentada por el propio Loayzaga. En esta segunda edición se reunieron, según su autor, diversas tradiciones que venían dándose desde los orígenes del santuario (la primera mitad del siglo xvi) para dar razones a los fieles y acrecentar su devoción. La obra se inicia con una apologética descripción de Tlaxcala y con la narración del martirio a manos de los idólatras de los niños Cristóbal, Antonio y Juan, con cuya sangre se había “alfombrado de rosas” el terreno donde María hizo su aparición. Cristóbal es llamado “protomártir de la América en el abril de su edad” y Antonio y Juan son comparados con “los del signo de Géminis, dos luceros que podían pasar por soles al desvanecer las tinieblas de la idolatría y superstición con sus brillos”.[8]
A continuación, el autor describe la caritativa actividad del vidente Juan Diego, antecedente de las apariciones de María que presenció en un cerro cercano a Tlaxcala (en un sorprendente paralelismo con la Virgen de Guadalupe) y de la promesa de otorgar un agua salutífera a los indios. Ante la incredulidad de los franciscanos acerca del prodigio (como la del obispo Zumárraga en la narración guadalupana), la virgen se manifestó dentro de un ocote ardiente ante varios frailes e indios. Aunque no se conservó la fecha exacta del prodigio, éste se dio en los principios de la evangelización como un apoyo que permitiría la aceptación del cristianismo. A partir de ahí se sucede la narración de los milagros, algunos asociados con la construcción del soberbio santuario del siglo xviii (en el que Loayzaga participó activamente), otros con curaciones y solución de necesidades de indios y españoles o con la movilización prodigiosa de la imagen. Las descripciones del santuario, de sus retablos y yeserías, y de la misma escultura milagrosa, complementan este texto escrito por su capellán. El santuario había sido promovido por el obispo de Puebla, Pantaleón Álvarez de Abreu, y por ello el culto a la Virgen de Ocotlán vivió una extraordinaria expansión en el ámbito del obispado en la segunda mitad del siglo xviii. En 1755 se juró su patronato sobre la ciudad y provincia de Tlaxcala y, tiempo después, los Mazihcatzin vinculaban a Juan Diego como terrazguero de su casa solariega y mandaban remozar una capilla en el pueblo natal del vidente, Santa Isabel Xiloxochtla.[9]
El tercer ejemplo proviene de la ciudad de Pátzcuaro y del santuario de la Virgen de la Salud y es obra del jesuita nacido en Guadalajara y rector del colegio de Pátzcuaro Pedro Sarmiento (1694-1747), quien publicó en 1742 una Breve noticia sobre sus orígenes.[10] Dicha imagen remontaba su historia al siglo xvi y estaba asociada con el obispo fundador de la diócesis de Michoacán, Vasco de Quiroga, quien había traído la imagen de España para ser colocada en el hospital de Santa Marta y la Concepción de la ciudad. Muy pronto desde ahí la devoción a la Virgen de la Salud se extendió a todos los hospitales del territorio fundados a instancias de don Vasco. A partir de 1560 Pátzcuaro tuvo dos ayuntamientos, uno español y el otro indígena (algo que sólo tenía en ese momento la ciudad de México), lo que propició que la imagen se españolizara. Con el traslado de la capital episcopal de Pátzcuaro a Valladolid, en 1580, los habitantes de la primera centraron su identidad en una reliquia (el cuerpo de Vasco de Quiroga) y en la imagen de la Virgen de la Salud. En 1737, a raíz de la terrible epidemia que asoló toda Nueva España, la Virgen de la Salud era proclamada patrona de la ciudad de Valladolid a instancias del cabildo criollo y con el aval de su catedral.[11] El pequeño texto de Sarmiento estaba asociado con esa jura.
La Ciudad de México y sus dos santuarios fundadores
Desde el siglo xvii la capital del virreinato desarrolló una abundante literatura hierofánica alrededor de las dos imágenes que se encontraban en su entorno y que la “protegían” de las catástrofes naturales, y sobre todo de sequías, inundaciones y epidemias: la Virgen de los Remedios, cuya leyenda aparicionista estaba vinculada con la conquista, era transportada desde su santuario a la capital cuando la falta de lluvia se hacía intolerable; la Virgen de Guadalupe, cuyo origen mítico se remontaba a la época de fray Juan de Zumárraga y al indio vidente Juan Diego, se volvió el centro de un importante peregrinaje de los capitalinos gracias a su cercanía con la ciudad de México. A lo largo del siglo xvii ambas imágenes (la primera vinculada al ayuntamiento, la segunda al cabildo catedralicio) recibieron la atención de los grupos criollos, mestizos e indígenas de la capital, aunque a finales de la centuria comenzaron también a ser promovidas en otras regiones del territorio; la Virgen de los Remedios mediante una copia de la imagen denominada “La Peregrina” que hacía viajes para recabar limosnas para el santuario, la Virgen de Guadalupe por la fundación de santuarios bajo su advocación en las principales ciudades del territorio.[12] Gracias a estas fundaciones y al gran impulso que le dieron los jesuitas y el clero secular (sobre todo el cabildo de la catedral de México y los doctores de la universidad) esta segunda imagen adquirió en el siglo xviii una presencia que terminó por opacar a la otra, la cual comenzó a vincularse con los peninsulares burócratas y comerciantes y a perder fuerza entre la población nativa.
Esto explica por qué, a todo lo largo de la centuria, frente a la abundante literatura guadalupana, sólo una obra tardía se dedicó a dar referencias sobre la Virgen de los Remedios y otra la mencionó junto a las tres imágenes consideradas baluarte de la capital. La primera es el texto que Ignacio Carrillo y Pérez imprimió en 1808, Lo máximo en lo mínimo, un relato basado en la obra del siglo xvii de fray Luis de Cisneros.[13] La segunda obra, escrita varias décadas atrás por el poblano Mariano Fernández de Echeverría y Veytia (aunque impresa hasta 1820), retomaba la idea de Francisco de Florencia sobre los cuatro baluartes que defendían la ciudad de México de toda catástrofe (Guadalupe, Los Remedios, La Piedad y la Bala) y sobre la segunda hacía una recopilación de materiales basada también en la obra fundante de Cisneros.[14]
Fue por lo tanto la Virgen de Guadalupe la que acaparó la mayor atención de los escritores de prodigios durante el siglo xviii, aunque la mayoría de sus textos tuvieron un carácter más apologético que propagandístico. De hecho, la finalidad de muchos de ellos era demostrar la autenticidad histórica de los sucesos narrados por Antonio Valeriano (el supuesto autor de la primera narración) ante los embates del criticismo ilustrado, más que dar a conocer las historias ya fijadas y divulgadas hasta la saciedad en el siglo anterior. Desde el cabildo catedralicio de México, la Real Universidad, la provincia jesuítica y el Seminario Tridentino, los letrados criollos pugnaron por el reconocimiento formal de la imagen guadalupana como patrona de la capital y de la América septentrional, y la convirtieron en estandarte de sus aspiraciones espirituales.
El detonante de tal proceso fue sin duda la gran epidemia que asoló la Nueva España entre 1736 y 1737. Después de haber solicitado a varias imágenes la solución a la catástrofe, finalmente la ciudad de México organizó un novenario a la Virgen de Guadalupe, después del cual unas fuertes lluvias extinguieron la epidemia. La imagen fue llevada entonces en procesión por las calles y algunos, como lo habían hecho los israelitas, marcaron las puertas de sus casas con el signo de María y no con la sangre del cordero. Para ese entonces la literatura guadalupana ya había consolidado la idea de que México, la ciudad, era el pueblo elegido.
En 1736, poco antes de que se iniciara la epidemia, desembarcaba en Veracruz el valtelinés Lorenzo Boturini (1698-1755), quien permanecería en Nueva España hasta 1743. A lo largo de su estancia este peculiar personaje recopiló una enorme cantidad de documentos sobre la tradición guadalupana y el México prehispánico, gracias a sus recorridos por pueblos indígenas y archivos y bibliotecas eclesiásticos y al apoyo de algunos miembros del cabildo de la catedral, encargados por ese entonces del santuario. La obra de Boturini, aunque quedó manuscrita e inconclusa, contribuyó mucho al fortalecimiento de la tradición guadalupana, pues fue capaz de encontrar las fuentes primarias que hablaban de sus inicios en el siglo xvi.[15] Sin embargo varios de los más distinguidos letrados criollos vieron con malos ojos que un extranjero que se autonombraba “Historiador de Nuestra Señora de Guadalupe” estuviera solicitando por todos lados documentos históricos sobre el milagro y se inmiscuyera en un tema que debía concernir sólo a los escritores nativos del país e instruidos en su historia.
Uno de estos escritores era el poeta, dramaturgo e historiador criollo Cayetano de Cabrera Quintero (ca. 1695-ca. 1775), quien contrastaba la figura de Sigüenza como autoridad en el tema y como recopilador de materiales con la labor de Boturini, considerado como plagiario y advenedizo. Los papeles reunidos por Boturini resultaban ser, más que los materiales fundamentales del historiador, unas peligrosas “máquinas troyanas”. Como el caballo de Troya, los documentos, bajo el aspecto de auxilios, podían ser en realidad una trampa que arriesgara los fundamentos históricos del milagro.[16] La primera vez que Cabrera rompió lanzas sobre el tema fue en 1738, a raíz de un parecer jurídico que Juan Pablo Zetina Infante, maestro de ceremonias de la catedral de Puebla, escribió en contra del patronato guadalupano. En él no sólo argumentaba como principal impedimento para la jura el silencio de la Sagrada Congregación de Ritos, sino que además remarcaba de nuevo la falta de los testimonios originales del milagro. El escrito desató una furibunda réplica que Cayetano de Cabrera Quintero publicó en su contra, usando el seudónimo de Antonio Bera Cercada, y con el título El patronato disputado.[17]
A causa de su escasa difusión, este texto fue incluido por su autor en una obra más amplia, escrita entre 1740 y 1746 y redactada por encargo del arzobispo Vizarrón y del ayuntamiento de la capital: Escudo de armas de México.[18] La portada, obra de José de Ibarra, muestra a los miembros de esa corporación en primer plano y al escritor en el siguiente, mientras la imagen de la virgen sobrevuela la ciudad asolada por la epidemia derramando sobre sus habitantes sus gracias. Este libro era la crónica de la desastrosa epidemia y un alegato en favor de la historicidad de las apariciones de la Virgen de Guadalupe y de la legalidad de su adopción como patrona de la capital y de todo el reino. Cayetano Cabrera fundamentaba la autenticidad de la aparición de la virgen exponiendo que ésta podía determinarse de tres formas: en primer lugar, si se tomaba en cuenta la milagrosa conservación y permanencia de la imagen en el ayate del indio Juan Diego, y proponía una nueva inspección de la pintura realizada por los peritos de la materia; por otro lado, resaltaba la importancia que tenía la persistencia de la tradición del culto guadalupano, lograda a través de la transmisión oral cuyo origen se remontaba al siglo xvi. Pero sin duda el fundamento histórico más importante que sugiere Cabrera y Quintero se refiere a la existencia de escritores y testimonios de los archivos públicos, manuscritos y libros impresos referentes al relato primitivo de las apariciones y a los cuales Becerra Tanco y Sigüenza y Góngora hacen referencia, a pesar de que nadie más haya encontrado físicamente rastro alguno de aquellos documentos. El texto, por último, pretendía acallar las dudas de varios escépticos para los cuales la falta de testimonios de origen en el milagro lo hacía sumamente cuestionable.[19]
En 1746, el mismo año que salía la obra de Cayetano Cabrera Quintero, culminaba el entusiasmo nacido en 1737 con el triunfo sobre la epidemia. En esa fecha se llevaba a cabo la jura del patronazgo general de la Guadalupana sobre toda la Nueva España gracias a la colaboración de los representantes de todas las diócesis novohispanas. Ahora sólo faltaba conseguir la confirmación pontificia. Así, en nombre de todas las sedes novohispanas, el jesuita Juan Francisco López y el prebendado del cabildo eclesiástico de la capital, Cayetano Antonio de Torres, llevaron a Roma la petición para que el sumo pontífice sancionara el culto y una copia de la imagen pintada por Miguel Cabrera.[20] Finalmente, en 1754, Benedicto xiv nombraba a la Guadalupana “Patrona de la América septentrional”, aunque no fue sino hasta 1756 que la santa sede sancionó el culto y otorgó oficio especial.[21]
A lo largo de las dos décadas siguientes los promotores guadalupanos en todas las ciudades del virreinato se dieron a la tarea de consolidar los fundamentos históricos y jurídicos de la adopción de esa imagen frente a las críticas de sectores escépticos que los consideraban insuficientes, siendo el ayate, para la mayoría de los defensores, la prueba incontestable del milagro. Al ser uno de sus principales argumentos la imagen misma, entre 1751 y 1752 el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, quien había promovido dos años atrás la fundación de una colegiata en el santuario atendida por canónigos, encargó su inspección a varios de los más connotados pintores y “científicos” del reino.[22] El dictamen más conocido fue el del pintor Miguel Cabrera (1695-1756) quien, con un grupo de colegas, había sacado una calca del original para enviar, como vimos, una copia a Roma. En 1756 salía a la luz el dictamen de esta inspección bajo el título de Maravilla americana, opúsculo dedicado al arzobispo Manuel Rubio y Salinas.[23] El pintor Cabrera iniciaba su obra señalando lo prodigioso de la incorruptibilidad del lienzo en un ambiente salitroso como el de la laguna, analizaba el material concluyendo que no era fibra de maguey y afirmaba que la imagen había sido pintada con una inusual combinación de técnicas y pigmentos. En la obra se concluía que por su belleza y perfección, la pintura no podía ser obra de pinceles humanos.[24] Al mismo tiempo, estas dos décadas vieron aparecer sermones en los que se exaltaban la imagen con atrevidas metáforas, como la de comparar el milagro del ayate con la Eucaristía.
Sin embargo, junto a una nueva oleada de reimpresiones de algunos textos del xvii (como la Estrella del Norte de México de Francisco de Florencia, que recibió dos ediciones, una en Barcelona en 1741 y otra en Madrid en 1785), comenzaron también a aparecer varias obras críticas que, basadas en los textos recopilados por Carlos de Sigüenza y Lorenzo Boturini, volvían sobre el argumento de la falta de pruebas documentales de la época de Zumárraga. Uno de estos textos fue el titulado Manifiesto satisfactorio. Opúsculo guadalupano, de Ignacio Bartolache (1739-1790), doctor en medicina, profesor de matemáticas en la Universidad de México, autor de varios tratados sobre asuntos científicos y editor del Mercurio Volante, gaceta de difusión de ciencia y tecnología. En la obra, con el rigor de un racionalista ilustrado, el autor se dedica a analizar la pintura y encuentra que la tela o áyatl era demasiado larga y estrecha para haber sido empleada como el manto de un indio, que la tela había recibido un aparejo o preparación, que el material no era fibra de maguey sino un textil más fino llamado iczotl, una especie de palma silvestre. Finalmente, la imagen era defectuosa de acuerdo con las normas de la pintura:
lo primero: la desproporción que se dice haber en el muslo izquierdo, más grande de lo que correspondía a todo el cuerpo. Lo segundo: las contraluces, esto es, las luces encontradas sin arte. Lo tercero: los perfiles negros, que dicen ser de mal gusto, y prohibidos por los tratadistas que escribieron sobre el arte de la pintura. Lo cuarto: lo dorado de la túnica, que se representa como una superficie plana, sin quebrar, como parecía correspondiente, en los parajes en que en dicha túnica está encañonada o plegada. Lo quinto: que el hombro izquierdo parece estar muy abultado y las manos, al contrario, muy pequeñas.[25]
A pesar de sus declaraciones de creyente, lo que había hecho Bartolache era demoledor, pues trataba la imagen de Guadalupe con los criterios de sus cualidades artísticas o técnicas y consideraba que podía sufrir el deterioro de cualquier obra humana. Después de un silencio forzado, en parte, por el impacto de la obra de Bartolache, en 1794 apareció otra novedad que afectaba la tradición canónica de las apariciones. Con motivo de la celebración de la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794, se encargó al dominico fray Servando Teresa de Mier (1765-1827) el sermón de la celebración ante la presencia del virrey marqués de Branciforte y el arzobispo de México Núñez de Haro. Ante el azoro de los asistentes, el fraile dio en su sermón versión no canónica de la aparición: la tela donde se estampó la imagen milagrosa no era la tilma de Juan Diego sino la capa del apóstol santo Tomás, a quien los indios conocían como Quetzalcóatl.[26] El mismo santo había depositado la imagen en las colinas de Tenayuca de modo que fuese venerada por los indios, pero cuando éstos cayeron en la apostasía santo Tomás la ocultó. Mier no negaba la aparición de la Virgen María a Juan Diego, pero aseguraba que en ella sólo reveló la ubicación de su imagen oculta, de manera que pudiese llevársela a Zumárraga. Fray Servando hacía remontar la imagen de Guadalupe al tiempo en que la virgen aún vivía, cuando se imprimió su efigie en la túnica del apóstol.[27]
Con el sermón heterodoxo no sólo se arrebataba a España la gloria de haber introducido el cristianismo en América sino también se emitía una variante en el “dogma” oficial del guadalupanismo. La descabellada tesis de Mier, sin embargo, no era de su autoría: la había oído del licenciado Ignacio Borunda, quien sostenía que las dos piedras recién desenterradas en la Plaza Mayor, la Coatlicue y el “Calendario Azteca”, contenían la historia del mundo a partir del diluvio, la predicación de santo Tomás en América y los misterios de la encarnación y la trinidad. Con este afán por descifrar los jeroglíficos prehispánicos Borunda también aplicó a la Virgen de Guadalupe este método y la estudió como un jeroglífico.[28]
El sermón de Mier y las tesis de Borunda parecían ser una respuesta tardía al Manifiesto Satisfactorio de Bartolache, quien ya había muerto para entonces. La solución que encontraron ambos autores era digna de la cultura barroca y cien años atrás hubiera sido aplaudida, pues unía los dos símbolos más caros para los criollos. Pero en un periodo en que era necesario afianzar la tradición canonizada, la intervención de Mier se consideró peligrosa. El sermón caía además en un momento muy poco propicio: la guerra entre España y la república francesa había creado una psicosis colectiva, acentuada por el descubrimiento de una “conspiración” que intentaba imponer en Nueva España las nuevas ideas revolucionarias. Cualquier escándalo o inquietud en materia política o religiosa era visto como un intento por alterar el orden.
La desgracia política se abatió entonces sobre fray Servando, a quien el arzobispo retiró sus licencias para predicar. El encargado de responder al herético sermón fue el canónigo José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796), quien ridiculizó la descabellada teoría con argumentos racionales y mostró la peligrosidad de hipótesis tan fantasiosas: se daban bases a los impíos para reforzar sus burlas contra los milagros y se debilitaba la fe del pueblo al mostrar una versión que difería de la tradicionalmente avalada por la Iglesia. Este canónigo de la catedral y maestro universitario había escrito en 1778 una Disertación histórico-crítica en la que se enfrentaba a la incredulidad y escepticismo de aquellos que negaban los milagros. Aunque estaba de acuerdo con una crítica prudente hacia las prácticas religiosas nacidas del ámbito popular, encontraba que el culto guadalupano no sólo estaba avalado por una documentación que remontaba al siglo xvi, sino además, y sobre todo, por una tradición documentada, constante e inmutable desde sus orígenes.[29]
Sin embargo, el más furibundo de los ataques a la autenticidad de las apariciones guadalupanas no vino del ámbito criollo sino de España. En 1794 el cronista de Indias Juan Bautista Muñoz presentaba en la Academia de la Historia de Madrid una breve disertación histórica sobre las apariciones de la virgen mexicana; en ella negaba abiertamente la historicidad del hecho, basado sobre todo en el manuscrito de la Historia de Sahagún. La obra de Muñoz era heredera de una actitud crítica hacia las apariciones milagrosas que se había manifestado en España desde mediados de la centuria con autores como el marqués de Mondéjar, Manuel Martí y Juan de Ferreras, quienes habían puesto en duda tradiciones religiosas como la prédica de Santiago en España y la aparición de la Virgen del Pilar. Estas obras, al igual que el Teatro crítico de Benito Jerónimo de Feijoo, fueron leídas por los novohispanos desde su aparición, pero en ellos no tuvieron impacto como para cuestionar el milagro guadalupano.[30] De hecho, el texto de Muñoz, que no se conoció en México sino hasta 1817, no pudo haberlo suscrito ningún criollo.[31] La Virgen de Guadalupe se había convertido en un elemento tan fundamental de la identidad patria, tanto de la capital como de todas las ciudades del territorio, que negar su historicidad hubiera puesto en peligro el sustento de su emblema más sólido. En efecto, las ricas metáforas que había creado la retórica barroca al quedar aplastadas por argumentos racionalistas generaron un callejón sin salida. El guadalupanismo, que se había alimentado de una convivencia entre la devoción popular y el exaltado discurso de los sacerdotes criollos, se partía en dos vertientes irreconciliables: una popular que seguiría viva hasta hoy, y la otra culta que enfrentaría el gran dilema que tanto había atormentado a los historiadores guadalupanos anteriores: la falta de testimonios contemporáneos a los hechos narrados por la leyenda.[32]
Esta devoción popular, extendida ya como símbolo del reino, explicaría el impacto que tuvo el gesto de Miguel Hidalgo al enarbolar la imagen de la Virgen de Guadalupe como enseña de campaña en Atotonilco, el santuario más importante de la región. En ella se había conjugado la potestad del reino de la Nueva España, las demandas de justicia para los americanos y una devoción popular ya muy extendida. A pesar de que en ambos bandos (realista e insurgente) había criollos guadalupanos, la sociedad novohispana estaba sumamente polarizada. Insurgentes y realistas la invocaban para fortalecer proyectos políticos radicalmente distintos. Esto explica por qué Mariano Beristáin, un crítico furibundo del movimiento insurgente, encabezó una misa de desagravio por el “mal uso” que los insurrectos hicieron de la imagen de la Virgen de Guadalupe.[33] Detrás de ello también estaba la jura que el ejército realista hiciera en 1811 de la Virgen de los Remedios como generala y campeona frente a los insurgentes, recuperando su carácter de Virgen de la Conquista y siendo víctima de fusilamientos por parte de los insurrectos.[34]
Los textos aparicionistas habían sufrido un profundo cambio en doscientos años. Aunque todos ellos nacían de la existencia de una comunidad de creyentes que compartían los mismos códigos con quienes los describían, con el paso del tiempo se iban distanciando cada vez más los dos mundos, el de las prácticas y el de la escritura. En los textos del siglo xvii y la primera mitad del xviii se pueden observar todos las características propias del mundo de la retórica: la presentación de documentos, testimonios e informaciones utilizados como argumentos característicos de una sociedad de escritura, aunque la inmediatez de lo narrado, el uso de imágenes textuales, la ausencia de crítica y la gran credulidad eran características propias del mundo de oralidad. La imposición de un medio impreso (que se difundía sin embargo por medio de sermones y fiestas en una sociedad analfabeta), y la misma impresión de estampas, eran elementos que se revertían sobre el ámbito de la oralidad y le imponían una serie de categorizaciones. En el proceso de recepción se recomponían las narraciones, se les daba un sentido de veracidad y se reforzaba su mensaje salvífico fomentando el culto y las peregrinaciones. Las elucubraciones de los cronistas religiosos sobre la necesidad de las imágenes, sobre la posibilidad del milagro, sobre la compilación de testimonios, quedaban así como meros recursos retóricos, al igual que la reiterada alusión a la iconoclastia de los protestantes. Conforme avanzaba el Siglo de las Luces y con él la secularización, la repetitiva descripción de milagros perdió su razón de ser como fenómeno literario y se volvió un mero ejercicio reiterativo, pero las prácticas que estos textos habían fomentado durante décadas ya estaban tan arraigadas que no se vieron afectadas por los cambios de la modernidad y, siguiendo su propia dinámica, continuaron formando parte de la vida de las comunidades pues prometían la solución de las necesidades más apremiantes de los seres humanos: la conservación de la vida, la salud, el alimento, la fertilidad.
Textos aparicionistas de siglo XVIII
Bartolache, Joseph Ignacio, Manifiesto satisfactorio anunciado en la Gaceta de México (tomo i, núm. 53). Opúsculo Guadalupano, México, Felipe de Zúñiga y Ontiveros, 1790; publicado por Ernesto de la Torre Villar y Ramiro Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupanos, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 599-651.
Cabrera, Miguel, Maravilla americana y conjunto de varias maravillas observadas con la dirección de las reglas del arte de la pintura en la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México, México, Imprenta del Colegio de San Ildefonso, 1756; publicado por Ernesto de la Torre Villar y Ramiro Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupanos, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 494-528.
[Cabrera Quintero, Cayetano], El patronato disputado, dissertacion apologética, por el voto, elección, y juramento de Patrona, a María Santissima, venerada en su imagen de Guadalupe de México..., México, Imprenta de María de Rivera, 1741.
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