Enciclopedia de la Literatura en México

La Zona Rosa en los años cincuenta y sesenta

Marco Antonio Campos
2001 / 05 ene 2018 15:38

Se conoce como zona rosa[37] una apretada superficie de veintiocho hectáreas que se encuentra en la colonia Juárez. La conforman veinticuatro manzanas. Se acostumbra considerar su etapa áurea entre 1958 y 1967. Un escritor argentino y un pintor mexicano (Luis Guillermo Piazza[38] y José Luis Cuevas) se disputan la paternidad del nombre. Hubo incluso una discusión pública para ventilar los hechos y dirimir la verdad. En pleno debate, en pleno desacuerdo, Cuevas dejó la sentencia a la fortuna: sacó una moneda, lanzó un volado… y ganó Piazza. Pese a la derrota, Cuevas aún reitera que la paternidad le pertenece y que el nombre se le ocurrió cuando era entrevistado a propósito de una exposición en la galería Proteo sobre los temas que tocaba en sus cuadros en aquella ocasión:

–Son temas de zona roja, de putas, para esta zona rosa– dijo.

Pero como pasa en estos casos, varios años después surge un tercero en discordia. El arquitecto Noldi Schreck, quien construyó uno de los primeros restoranes en la Zona, el Focolare y el Chalet Suizo, afirma que a él se le ocurrió el nombre.

Lo único que no se discute, lo que nadie discute, es que el gran divulgador del nombre de la zona rosa en esos años fue Agustín Barrios Gómez, cronista de sociales del diario Novedades, en las páginas de su columna “Ensalada Popoff”.

La zona rosa no se pensó como un centro intelectual; ocurrió espontáneamente. Sin embargo escritores, intelectuales y artistas empezaron a discutir poco después, con sincera buena fe, que la Zona debería convertirse en ciudad de México lo que era el Village en Nueva York, la Via Veneto en Roma y la Rive Gauche en París. La zona rosa se convirtió en el corazón del arte mexicano y perímetro activo de hoteles, tiendas y restoranes elegantes. Por ese entonces empezó a hablarse, en una curiosa jerga, de “búsqueda de espacios alternativos”. Surgieron cafés, galerías, cines, boutiques, hoteles de cinco estrellas. El Can-Can y el Mauna-Loa marcaban la pauta de la vida nocturna. La calle de Niza se pobló de comercios suntuosos. Abrieron escuelas de idiomas: la Alianza Francesa, la Dante Alighieri y el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales. En Reforma y Niza podía irse a la Librería Francesa y en Reforma y Havre comprar libros en una sucursal –en la buena época de Arnaldo Orfila– del Fondo de Cultura Económica. Existió hasta un pequeño teatro, el Can-Can, en la esquina de Hamburgo y Génova, donde Octavio Paz puso en escena La hija de Rapaccini y hubo espectáculos de Poesía en Voz Alta. Podía irse a cines: al Latino, sobre Reforma, y a otro más antiguo, el Roble, también en Reforma, situado a unos pasos de la Zona, apenas cruzando la glorieta de Cuauhtémoc, el cual se convirtió en el gran centro de reunión anual de los cinéfilos, porque allí tenían lugar las espléndidas Muestras. Gustavo Alatriste puso en la calle de Niza el cine Luis Buñuel, donde conocedores de cine debatían al final de la película con el público asistente.

La primera galería fue la Prisse, en la calle de Londres, que tenía contiguo un elegante prostíbulo afrancesado. Los pintores Alberto Gironella, Héctor Xavier y Vlady la pusieron a andar y aun pagaban la renta. Jose Luis Cuevas la evoca como “el escenario de muchos de mis escándalos de pintor mitotero”. Era una vieja casa con muchos cuartos.

Se abrió luego la galería Proteo, y después la Misrachi, hoy convertida en un sex-shop. Se abrieron también la de Antonio Souza, en los altos del Konditori, en la calle Génova, y la Juan Martín, en la calle de Amberes, y la Arvil y la Pecanins y la Zona Rosa. Llegó a haber cuarenta y dos galerías de “arte alternativo”, de las cuales sólo quedan seis. Hoy las principales galerías se hallan en Polanco.

En 1967 hubo un momento que marcó época en la Zona Rosa: cuando José Luis Cuevas dirigió su mural efímero. El mural se pintó en la azotea de la agencia de viajes Garza Travel Service, situada en la esquina de Génova y Londres. Asistió al acto una muchedumbre. Fue una suerte de happening: nació en un largo instante y en un largo instante murió.

Cuevas diseñó el mural con las dimensiones exactas del Guernica picassiano. Y dijo: “Lo elaboró una empresa especializada en anuncios espectaculares y fue realizado por un pintor de brocha gorda. Lo cuadricularon, pusieron numeritos y a cierta distancia yo dictaba. Lo increíble es que el resultado fue un dibujo dentro de mi estilo”.

Treinta y cuatro años después el mural efímero sigue siendo mito e historia de la Zona Rosa.

Los buenos cafés nacieron y crecieron: el Carmel, el Tirol, el Konditori, el Kineret, el Leblón, el Lautrec, el Viena…

El Carmel abrió sus puertas en un local del pasaje Génova hacia 1956. Pertenecía a Jacobo Glantz, judío ruso emigrado, quien gustaba de la lectura y que a ratos solía traducir a poetas de su dilatado país. Don Jacobo, padre de la escritora Margo Glantz, había tenido otro local, llamado el Génova, en la planta baja del centro nocturno Montecasino.

Margo rememora la forma del vasto Carmel: un vestíbulo a la entrada con mesas, un largo pasillo con revisteros y con una especie de vitrina-librero –donde se exponían, entre otros, libros del Marqués de Sade y de Henry Miller–, el salón cuadrangular del café situado en la parte de atrás y una terraza con ventanales que daba del lado de la calle de Londres. El Carmel tenía una entrada por la calle de Londres y otra por la calle de Génova. Su famosa pastelería se conservó gracias a que la esposa de Glantz, Elizabeth Shapiro, aprendió a prepararlos con el señor Bondi, dueño del café Viena, judío austriaco que llegó antes de la segunda Guerra Mundial. En el Carmel solían darse lecturas de poetas y escritores. A fines de los cincuenta hubo aun exposiciones de los jóvenes Lilia Carrillo y Manuel Felguérez. Don Jacobo era buen amigo de pintores como Pedro Coronel y Arnold Belkin, quienes lo visitaban a menudo.

Margo revive en la memoria tres tertulias o reuniones de grupos de intelectuales y artistas en los años cincuenta y sesenta: la de jóvenes politólogos, como Francisco López Cámara, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Luis Villoro y de escritores como Carlos Fuentes y Jaime García Terrés, quienes fundaron en 1959 la revista El Espectador, que vivió una vida escueta de cinco números. Aquellos jóvenes hablaban ante todo de política y cultura. Eran los años duros de la salvaje persecución a los ferrocarrileros. Eran años cuando Ernesto P. Uruchurtu gobernaba con mano firme a la ciudad.[39]

Margo evoca a un Fuentes, casado en aquella época con la bellísima actriz Rita Macedo, que llegaba a veces solo, elegantísimo, para hojear o leer revistas extranjeras. Vivía por el rumbo. Recuerda también en las mesas del café a escritores y críticos como Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco y Huberto Batis.

Se daban cita también pintores como Mathias Goeritz, Manuel Felguérez y Lilia Carrillo, que buscaban negar con su actitud y su obra “la ruta única” de los grandes muralistas, y se efectuaban reuniones del Pen Club con Fernando Benítez, Julieta Campos, Gabriel Zaid, Eduardo Lizalde y ella misma.

Quizá reviviendo sus propios años de acoso político y racial, don Jacobo tuvo en momentos del verano y del otoño del 68 una actitud admirable. Margo cuenta el caso de antiguos estudiantes, que se han acercado a ella y recordado que, durante las persecuciones de la policía diazordacista, su padre los escondió en la cocina y aun les dio de comer.

Se dio a tal grado la identificación del propietario con su local, que a don Jacobo llegó a ocurrirle más de una vez en los Estados Unidos, en especial en Nueva York, que gente que vivió en ciudad de México, sobre todo judíos, se acercaban a él y lo saludaban: “¿How are you, Mister Carmel?”

Hacia 1976, luego de treinta años, don Jacobo y su esposa decidieron cerrar el establecimiento. La edad los alcanzó.

Un caso típico del intelectual de café zonarrosero de la década de los sesenta fue el poeta y novelista michoacano Homero Aridjis. Tuvo como segunda casa El Tirol, giro al que asistió casi a diario de 1960 a 1966, y aun, en 1963, conoció en él a una chica neoyorquina, Betty Ferber, quien estudiaba en la ciudad literatura comparada, y con quien se casó un año después. Aridjis permanecía de seis o siete de la tarde hasta las diez u once de la noche. Al establecimiento solía llegar gente de cine como los actores Enrique Rocha y Julián Pastor, el cineasta José Estrada y el crítico Emilio García Riera, o gente de teatro como Ludwik Margules, Juan José Gurrola y Juan Ibáñez, o novelistas como Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez (antes de la celebridad) y Juan García Ponce, u ocasionalmente pintores como Fernando García Ponce, Francisco Toledo y Roger von Gunten. En el local algunos parroquianos se demoraban jugando largas partidas de ajedrez.

Rondaba el local un personaje solitario, curiosísimo, chistosísimo, a quien acabaron integrando a la tertulia. Era un exiliado ruso, que según la imaginación de todos, trabajaba como espía. Sin embargo, en todo ese tiempo, sólo pudieron corroborar que leía periódicos en muchos idiomas y daba clases de Derecho Romano. Cuando en abril de 1966 se expulsó al doctor Ignacio Chávez de la rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México en medio de vejaciones deprimentes e inútiles, el profesor Lubán profetizó la triste muerte de la universidad. No dejó de tener alguna razón: a partir de los años sesenta, con la creación de los cch por Pablo González Casanova, con el desaforado crecimiento de la matrícula, propiciado por el ex presidente Luis Echeverría, con la improvisación continua, con un buen número de profesores que enseñan mal o no enseñan y estudiantes que se forman mal o ni siquiera se forman, con la negación a las reformas académicas en nombre de una universidad popular y de masas por parte de demagogos de izquierda, el deterioro en la educación ha llegado a límites descorazonadores, salvado por las espléndidas élites que hay, que siempre ha habido en la unam, de profesores, investigadores y alumnos, que no existen en tal número en otras universidades. De 80 000 alumnos en 1968 hay ahora 260 000. El colmo: ya ni siquiera puede considerársele nacional; es una macrouniversidad en la zona metropolitana en la capital de la República. A ser nacionales aprendieron mejor la lección la Universidad Iberoamericana y el Tecnológico de Monterrey.

Un dato gracioso: poco después de que Nixon perdió las elecciones estadounidenses contra Kennedy vino a ciudad de México y pasó una vez por la Zona. Un cliente del Tirol era un escritor catalán, Pedro Miret, quien tenía la manía o el tic de mesarse todo el tiempo el cabello. Nixon, que pasaba, creyó, al ver el movimiento de la mano, que era un saludo. Se detuvo y dio la mano a todos los de la mesa.

Varios de los poemas de sus dos primeros libros (Antes del reino y Mirándola dormir) –recuerda Aridjis– los escribió en las mesas de el Tirol.

El Tirol tenía marcadas incongruencias: el nombre del establecimiento y los vestidos de las meseras eran los de una provincia austriaca, pero la dueña, Paola, procedía de Nápoles, y las meseras eran indígenas nacionales. En el Tirol –vaya el elogio– Paola introdujo la pizza en México.

Con una de las meseras Aridjis tenía a diario un diálogo buñueliano:

–¿Qué le sirvo?

–Un capuchino para Dios.

–Usted no es Dios.

–Para usted no, pero para mí desde luego.

La propietaria terminó traspasando el café a unos catalanes, madre e hijo. El hijo se llamaba Jaime Vidal. De sabida y consabida la historia resulta un fastidio su repetición: los dueños hostigaban a los parroquianos que consumían poco hasta que lograban echarlos: “Al café le habíamos dado prestigio pero ellos querían negocio”, deplora Homero Aridjis: “Cuando volví en 1968, luego de estar dos años en Europa, gracias a la beca Guggenheim, las reuniones ya se realizaban en El Perro Andaluz.”

En Marzo de 1993 Aridjis y su mujer cometieron el comprensible error de pasear por la Zona y buscar antiguas sombras. La experiencia les causó angustia. En un poema dedicado a su mujer, “Café Tirol: treinta años después”, Aridjis cuenta la visita a un giro penosamente irreal y evoca lo vivido y lo perdido:

Volvemos al lugar de nuestro encuentro

treinta años después.

Pero ya no está el lugar

ni estamos nosotros.

Todo se ha ido: el café,

las meseras, y ellos,

nuestros fantasmas,

clientes del día desvanecido.

Rentando el local para otra casa,

el café Tirol se volvió tienda,

boutique y juguetería.

Los espacios del tiempo

nos expulsan a cada momento

de nosotros mismos, y para anclarnos

sólo nos queda lo que no hemos sido.

 

Antes, las calles de Reforma y los ríos

llevaban al café Tirol todas las tardes

y allá nos fumábamos el día,

nos bebíamos los años:

con amigos, enemigos,

escritores, artistas, vagos,

y putos de ambos sexos

dispuestos a venderse a cualquier precio

a burgués, político o delincuente.

Como nadie les compró el cuerpo ni la cabeza,

allí andan vivos todavía,

enfermos de su peor miseria,

la de ser ellos mismos.

 

Tú y yo, por nuestro lado,

nos fuimos del café Tirol

a buscar el árbol de la vida

entre los árboles talados de este mundo,

y hoy, como ayer, sólo hallamos

la hija caída del fulgor presente.

De aquellos días ya no decimos:

“Nos vemos a las siete en el Tirol”,

porque de lo que fuimos

sólo quedan palabras.

También José Luis Cuevas hizo una visita análoga. Relató la experiencia como si fuera el personaje de una novela de ciencia ficción que regresa de un viaje en el tiempo; la encontró de tal manera extraña que le pareció que estaba en otra ciudad.

Salvo Luis Guillermo Piazza, quien considera que la Zona no ha decaído a niveles denigratorios, y afirma “que no es mejor ni peor”, sino sólo ha cambiado, la opinión generalizada es la opuesta. El arquitecto Noldi Schreck, por ejemplo, dice que el esplendor antiguo no volverá nunca: “Esto se acabó. No tiene remedio”. De zona rosa, considera la mayoría, se pasó a zona zoja. De 560 negocios que existen en la actualidad, 150 son giros negros: más de la cuarta parte. Bares y Table Dances operan abiertamente desde la una de la tarde. Las calles se han convertido en un establo y se vive en la inseguridad. Pululan las prostitutas, proxenetas, travestis, asaltantes, drogadictos, tarjeteros, mendigos, vendedores ambulantes, pero también empleados de banco, burócratas de dependencias ministeriales, cajeras de pequeño comercio y supermecado que se sienten en onda, estudiantes del rumbo y posmodernos y poshippies. Muchos de la segunda camada pertenecen a la estirpe ultranumerosa que aprovecha el equinoccio de primavera en Teotihuacan o las idas al Tepozteco “para cargarse de energía”, que conocen de memoria las canciones de Maná, de Luis Miguel, Chayanne y Fey, y sienten su semana completa si van los viernes o sábados a las discotecas y los domingos a ver una película con nominaciones al Óscar.

En el perímetro hay apenas veinte inmuebles para habitación, donde viven cerca de 600 personas. El mismo subdelegado, José Antonio Suárez, dijo resignado sobre la Zona: “Se ha convertido en la cantina más grande de ciudad de México”. Otros empresarios y comerciantes del lugar son más concluyentes: “Es sólo un gran prostíbulo”.

¿Pero cuándo empezó la decadencia de la Zona Rosa? Se acostumbra ubicarla a finales de los años sesenta. Las causas principales que se suelen argüir son la instalación del Metro en la glorieta Insurgentes y la persecución estudiantil del 68. El Metro se infestó de ambulantes de baratillo y de todo tipo de gente que se desplegaba, como hormigas disparadas luego de un manotazo a un hormiguero, a través de las calles de la Zona. Después del 2 de octubre de 1968, y durante cosa de dos años, todo universitario, intelectual o artista se volvió sospechoso. Desde luego esto llegó a la Zona Rosa. Margo Glantz resumió la experiencia triste en una frase lacónica: “La persecución y la satanización de los estudiantes le dio un signo trágico a algo que había sido una utopía amable”.

Por un tiempo El Perro Andaluz, que abrió el director de teatro Juan Ibáñez en la calle de Copenhague, o el Konditori de la calle Génova, siguieron siendo en la década de los setenta refugios de escritores, intelectuales y artistas, quienes tal vez no estaban o no querían estar conscientes de que los años áureos de la zona, la cual inspiraron a que fuera como el Village neoyorquino, la Via Veneto romana o la Rive Gauche parisiense, dormían ya en una casa habitada por espectros y fantasmas. La joya de las décadas de los cincuenta, sesenta y parte de los setenta se volvió, como tantas cosas en ciudad de México, un depósito de inmundicia y un paraíso de vicio triste.