Enciclopedia de la Literatura en México

Los cafés de los trasterrados españoles

Marco Antonio Campos
2001 / 05 ene 2018 15:29

Durante y después de la guerra civil española (1936-1939) el mayor contingente de refugiados llegó a México. En noviembre de 1941 cientos de españoles arribaron en el barco portugués Quanza, después de padecer sin fin dentro de campos de refugiados en Francia. En principio, creyendo que regresarían pronto a su país, muchos se resistían y aun se negaban a integrarse a la sociedad mexicana. ¿Para qué ahondar raíces en la nueva tierra si debían arrancarse casi de inmediato? ¿Para qué, si a fin de cuentas, Franco caería de un día para otro? “Nadie, entre los fieles a la idea del retorno, piensa por aquel entonces que la emigración pueda ser una larga agonía y una terrible interrogación suspendida sobre la testa peregrina”, escribió, no sin añoranza y aflicción, el escritor trasterrado Otaola en La Librería de Arana.

Pero con el paso de los días y los años fueron percibiendo y convenciéndose de que la cosa estaba muy lejos de una solución inmediata y empezaron a buscar una vida que tuviera mayor apego a la realidad: trabajo fijo, casa, nuevas amistades, lugares para reunirse. Si para el vienés el café es como una casa, para el español, al menos el de entonces, era una segunda casa. ¿No fue Benito Pérez Galdós quien dijo que “el café tenía en política más importancia que un ministerio, y en literatura, más que una biblioteca?” ¿Acaso una de las mejores novelas españolas del siglo, La colmena, no ocurre en un café, donde se hilvanan y deshilvanan historias y anécdotas, chismes y chistes, dimes y diretes de la ciudad de Madrid? Nunca, como en la década de los cuarenta, gracias a los trasterrados, hubo tantos cafés en el centro histórico de ciudad de México.

Los vociferantes españoles se encargaron a veces de desplazar de antiguos cafés a los discretos mexicanos, y a la vez, crearon nuevos locales. Una parodia de este desplazamiento la contó un español, Max Aub, en su cuento “La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”, en el que un mesero mexicano de uno de los cafés que los exiliados visitan –resume María del Pilar Fernández en su artículo “La ciudad de México y los trasterrados españoles”– “harto de sus voces, de su mala educación, de sus eternas conversaciones sobre las batallas de la guerra, de su eterno ‘cuando muera Franco’ decide hacer algo para librarse de tan molesta clientela”.

La decisión es viajar a España para asesinar al dictador con la esperanza de que al regreso los republicanos hayan vuelto al fin a la patria arrebatada: “Desgraciadamente no sólo no regresaron, sino que encima se vieron acompañados de los partidarios de Franco que también tomaron el camino del exilio”. Con su mordacidad característica, Salvador Novo decía en 1967 (Cocina mexicana): “Aparte de la reflexión corroboradora que podríamos hacer acerca de la influencia que hayan tenido en la Independencia mexicana las tertulias en los cafés a fines del xviii y principios del xix, tenemos mucho más próximo en el tiempo el caso de los republicanos españoles, que durante treinta años han estado derrocando a Franco en ese poco sangriento campo de las batallas orales que son los cafés”.

Fuera de la parodia o la broma, los cafés representaron una posibilidad para los republicanos de crear diminutas Españas. En ellos los trasterrados hablarían de dos hechos de absoluta inminencia (la predicción nunca fue su fuerte): la caída de Franco y las condiciones políticas y económicas objetivas que permitían una nueva revolución en México. Hablarían de las vicisitudes de la segunda Guerra Mundial y del principio de la Guerra Fría, de usos y costumbres del país en que vivían comparándolo a cada instante con España, de arte y literatura mexicanos y peninsulares y recortarían muy bien el traje del prójimo. Los exiliados tenían como punto de encuentro varios cafés del centro histórico: el ruidosísimo Tupinamba, en Bolívar número 44, donde llegaban también toreros, actrices y ex miembros del Partido Comunista Español, y cuyo dueño, Pedro Dosal, pagaba inserciones con el pregón siguiente: “¡Donde el café espresso es auténtico café!”, dando a entender que en los otros establecimientos el café espresso que se servía era un cuento y una estafa; La Parroquia, en calle Venustiano Carranza; el pequeño y estrecho Papagayo, siempre pleno de gente, en la esquina de López y Avenida Juárez; el Madrid, con su “regusto provinciano”, pese a su tremendo nombre de capital de nación; las Chufas, donde se encontraban poetas jóvenes como Luis Rius, Juan Espinasa, Manuel Durán y Tomás Segovia; el Campoamor, que recordaba el aire de los cafés de la Puerta del Sol madrileña; el Do Brasil, de estilo más moderno, y el Fornos en Bolívar 20, y el Betis en 16 de Septiembre, y el Sevilla y el Latino.

Estos cafés y los cafés de chinos y el Café París representaron para los exiliados los refugios dilectos de locales del género.

En su retrato de Juan Rejano, el yucateco Ermilo Abreu Gómez dijo que el poeta andaluz tenía perfil de gitano pero sabía mirar de frente como los buenos. Yo recuerdo a Rejano, ya viejo, como un hombre de alma pura que daba siempre la mano a los jóvenes para que publicaran en el suplemento literario del periódico El Nacional. En un artículo, “Los cafés de chinos”, que no tiene broza, Rejano, en un cuadro de época de los años cuarenta, recuerda la prodigiosa cantidad de estos cafés en el país y los días duros de pobreza que vivió en ciudad de México que lo hacían refugiarse en tales locales para encontrarse con amigos españoles y mexicanos.

El cuadro de época y el ambiente de los cafés de chinos me parecen tan bien ilustrados que no sería un exceso transcribir el artículo:

“No sólo en el Distrito Federal: en cualquier ciudad del país se encuentra uno con los cafés de chinos. A veces hasta en esos pueblecitos salen a nuestro encuentro a lo largo de un viaje. Va uno con ganas de tomar una taza de café o de engullir algún plato, y al entrar en el rústico restaurante, tropieza con los ojos oblicuos del dueño que lo miran impasiblemente. ‘¿Pero también aquí?’, dice uno entonces. En todas partes. Los cafés de chinos son como ritornelo que rueda por todos los ámbitos de México. Ignoro a qué se debe este permanente florecimiento, ni por qué los chinos cultivan esta industria con tanta preferencia. Es curioso que sean unos elementos extranjeros los que proporcionen a este país –a ciudad de México, sobre todo– una de sus notas más típicas. En otras ciudades –Nueva York, Londres, Barcelona– existen barrios chinos, donde viven, pululan y trafican los hombres de raza amarilla. En México andan por todos los rincones y sus cafés se multiplican por los más distantes rumbos. Por las calles de Dolores, Bucareli, Guerrero, Santa María la Redonda y San Juan de Letrán es donde aparecen amontonados. Se diría que esas calles son como la aspiración de un barrio chino que no llegó a cuajar”.

“Yo he frecuentado los cafés de chinos cerca de dos años. Lo mismo creo que les ha pasado a muchos compatriotas míos. No es que ellos y yo tuviésemos predilección por esos lugares, es que no disponíamos de dinero para ir a otros mejores. Eran los primeros tiempos de estancia en México. Tiempos de forzosa bohemia, tan escasa de literatura como sobrada de penurias. Se vivía con estrechez, pero se vivía. Disfrutábamos de libertad, de sol, y nos alimentaba la ilusión de ser útiles a este país y de seguir trabajando por recobrar algún día el nuestro. Yo entraba cada día en el café de chinos con una alegría de que ahora carezco cuando entro en otros restaurantes más caros. El estrecho recinto, lleno de humo, me ofrecía una familiaridad, una intimidad casi conmovedora. Disponía el menú y esperaba a que llegasen mis compañeros de condumio. Generalmente eran Emilio Prados, Lorenzo Varela, Adolfo Sánchez Vázquez y algún otro. Con frecuencia iban a hacernos compañía algunos amigos mexicanos, como Juan de la Cabada, Andrés Henestrosa, Pepe Alvarado y César Ortiz. Juntos todos, consumíamos los ‘platillos’ que una mano servicial nos tendía, y a la hora del café, se levantaba el altar de las divagaciones literarias y políticas, y dominaba el ambiente una algarabía de proyectos, críticas, conjeturas, afirmaciones, sátiras y recuerdos. A veces era Ortiz el que acababa el tumulto, con un ‘notición internacional ‘ que nos hacía abrir la boca. A veces se constituía en dueño Cabada contándonos sus aventuras en España o el argumento de una novela en ciernes, que tendría por fondo la selva de Campeche. En ocasiones Emilio Prados, con su ceceo malagueño, melancólico e incisivo, recordaba algún viejo cuento de los litorales andaluces llenándonos de regocijo, o Andrés Henestrosa, medio tarareando ‘La Sandunga’ y ‘La Llorona’, tiraba del archivo de los retruécanos y nos hacía lanzar exclamaciones de protesta. Cuando mayor era la algazara, sonaba la voz de Petere desde un rincón del pullman, y entonces comenzaba el segundo capítulo de la jornada: las canciones. Cantábamos a media voz viejas tonadas españolas o corridos mexicanos que ya íbamos aprendiendo. Pero, además, solíamos improvisar ‘letras’ a las que se ponía música de ésta u otra obra conocida. Por lo general las ‘letras’ aludían siempre a nuestros aconteceres cotidianos, a personas y cosas de la emigración. No quisiera cerrar esta impresión sin transcribir una de las que se hicieron más ‘populares’ entre nosotros, después de haberle dado vida en comunidad. Se cantaba con música de la mazurca de los marineritos de la zarzuela La Gran Vía, y rezaba así:

Sirven los chinos

con ánimo sereno

los huevos con jamón grillet,

y eso que llaman bistec;

y, mientras tristes

mastican los iberos,

con rostro de meliflua beatitud

sonríen por doquier.

¡Ay, qué placer

vivir aquí

como en los buenos tiempos de Madrid!

¡Que melancólica ilusión

los huevos con jamón,

los huevos con jamón…!”

Al Café París asistieron, con menos o más asiduidad, poetas y escritores trasterrados como León Felipe, Pedro Garfias, José Moreno Villa, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Francisco Giner de los Ríos, Juan Larrea, y los arriba descritos Emilio Prados, [Luis Herrera] Petere y Juan Rejano, quienes compartían y departían también con artistas y escritores nacionales. José Moreno Villa, en su libro Cornucopia Mexicana, de 1940, habla de las tertulias que frecuentaba casi recién llegado de España: la de médicos en el Hotel Imperial, y la literaria en el Café París.

Por los muchos cafés donde acampaban los exiliados rondaba un aragonés escritor y vendedor de libros, José Ramón Arana, poseedor de una asombrosa librería ambulante, y quien inspiró el multicitado libro de Otaola. En La Librería de Arana se hace un retrato de un hombre quijotesco, hondo, emotivo. El vendedor, cuenta Otaola, iba “con su Librería, con su secreto, con su pesado sueño español en los ojos”.

Arana fue conocidísimo en el ambiente y a menudo operaba con pérdidas. Aun quienes menos lo conocían hablaban de él como “ése que vende libros por los cafés”.

Desde una perspectiva mexicana resultó una fortuna que no cayera Franco. La otra conquista española, la verdaderamente valiosa, la intelectual, la hicieron, sin armas ni crucifijos, los exiliados republicanos. Desde los Siglos de Oro no se había dado en España una camada de poetas, escritores, pensadores y artistas tan importantes, y esa camada, con la emigración, vino a dar en su gran mayoría a México y esa gran mayoría se quedó aquí. Fue de altísimo nivel e incluía también profesionistas, científicos, filósofos, libreros, editores y excelente mano de obra.

Los mexicanos somos ahora un poco de la luz que ellos dejaron.