Enciclopedia de la Literatura en México

Colegios y universidades. La fábrica de los letrados en el siglo XVIII

mostrar [Introducción]

En un celebrado pasaje de la Grandeza mexicana (1603) Bernardo de Balbuena aseguró que la ciudad de México tenía “más hombres eminentes / en toda ciencia y todas facultades / que arenas lleva el Gange en sus corrientes”. Sin tanta hipérbole, cabe imaginar cuál sería el número de vates que concursaron en el Triunfo parténico, certamen literario convocado por Sigüenza y Góngora en 1682; en aquella ocasión, del total de competidores, 51 fueron premiados por sus versos en castellano y en latín.[1] ¿Quiénes eran y de dónde salían todos esos poetas y comediógrafos, prontos a destacar en certámenes públicos, en corrales, en mascaradas, en desfiles? ¿De dónde los tratadistas, los cronistas, los autores de alegatos jurídicos y judiciales, de disertaciones teológicas, los escritores de novenas y vidas de santos y venerables, los predicadores de postín, listos para llevar del púlpito a la imprenta su último sermón? O dicho en otros términos, ¿dónde aprendían esas letras, motivo de tanto orgullo? Todos ellos se sometían a un largo proceso de entrenamiento académico en los numerosos colegios, en estudios conventuales y en las dos universidades del virreinato.

En tanto que profesionales de las letras, los escritores de la época colonial requerían una peculiar formación escolar y, salvo notables excepciones, pertenecían formalmente al estamento social de los españoles y criollos y eran de género masculino. No era lo mismo saber leer y –quizá– escribir, que ser un letrado. Si las mujeres aprendían esas artes debían ser conducidas y vigiladas por un confesor, es decir, por un letrado varón que aconsejaba o prohibía ciertas lecturas y determinadas prácticas escritas. Cuando Sor Juana Inés de la Cruz rompió con su confesor, el padre Antonio Núñez, estaba reivindicando una autonomía intelectual que su condición de mujer no le permitía. Ella alegaba que podía salvarse sin necesidad de un confesor, sin un mentor espiritual y que, por haber recibido el don de la poesía, tenía derecho a ejercerlo libremente.[2] En eso, como en tantas cosas, Sor Juana era excepcional. Los mismos lectores y escritores masculinos laicos, si carecían de estudios académicos formales y de grado universitario, debían ser autorizados y guiados por letrados profesionales, o atenerse a las consecuencias. Peor aún si se trataba de mestizos, mulatos o miembros de otras castas. Los archivos inquisitoriales abundan en ejemplos de la suerte corrida por esos hombres o mujeres “idiotas”, es decir, sin formación literaria profesional, cuando invadían espacios ajenos.[3]

La diferencia capital entre los instruidos y quienes no lo eran la determinaba el latín. Todo letrado tenía en su haber una formación escolar que lo capacitaba para un cierto dominio de las letras latinas. Sin duda el idioma del Lacio ha sido, desde siempre, oficial dentro de la Iglesia romana, pero, por encima de ello, fue la lengua de la academia a lo largo del antiguo régimen. En los colegios, seminarios tridentinos y universidades los cursos se dictaban en latín, lengua que los alumnos debían emplear para responder en clase y para participar en los múltiples estilos de debates académicos. Además, como se sabe, todos los manuales de texto y los libros para el estudio privado de las ciencias y disciplinas académicas también se hallaban en esa lengua, salvo contadas excepciones, y el currículum escolar se estructuraba con base en el latín. Únicamente los primeros rudimentos para el aprendizaje de la lectura, la escritura y la aritmética se enseñaban en lengua romance.

En efecto, las primeras letras se podían aprender en casa, con los padres o con un tutor doméstico, o también en pequeñas escuelas de docentes privados, a veces subsidiadas por el ayuntamiento, el párroco o algún convento local. Los abusos a que se prestaba la libre práctica de los maestros llevaron a las distintas autoridades a intentar regulaciones, sin éxito duradero.[4] Para el aprendizaje, maestro y alumnos solían servirse de una cartilla, que, a más del alfabeto, desde muy temprano incluyó las combinaciones silábicas de vocales y consonantes. Por lo común contenían también los principales rezos, como el padre nuestro y el ave maría, en romance y a veces también en latín; en México podían incluir además la versión en náhuatl.[5] La inmensa mayoría de las cartillas desaparecieron en manos de los usuarios y sobreviven muy pocos ejemplares. Pronto hubo privilegios reales por los que alguna institución monopolizaba el derecho a imprimirlas. Así, todas las estampadas en Castilla debían pagar la licencia a la catedral de Toledo (1583), y el privilegio de las producidas en México se concedió desde 1553 al Hospital de Indios.[6] En Nueva España circularon de modo simultáneo las impresas en México y las traídas de ultramar, según evidencian a lo largo del periodo colonial los inventarios de libros llegados de España. Tras haber aprendido las primeras letras, los niños podían ir a una escuela de gramática.

mostrar El ciclo de humanidades

En el antiguo régimen la frase escuela de gramática remite, sin excepción, a las instituciones donde se enseñaba la gramática latina, la única impartida en las aulas. Hoy en día Antonio de Nebrija es recordado por su Gramática de la lengua castellana, impresa en Salamanca en 1492. Sin embargo, el libro no se utilizaba en las escuelas, por ello sólo volvió a imprimirse dos siglos y medio después, en 1744. En México la primera noticia de una edición local remite a 1807, cuando apareció un anónimo Compendio de la gramática y ortografía castellanas dispuesto con arreglo a las de la Real Academia de la Lengua, para uso de las escuelas de primeras letras.[7] Se trató, por lo tanto, de una edición en las postrimerías del periodo colonial, y destinada a la enseñanza de primeras letras, no de latín.

La fama de Nebrija en el antiguo régimen se debe pues, ante todo, a sus Institutiones grammaticae, publicadas por primera vez en 1481, y reelaboradas en 1492, en cinco libros.[8] Los tres primeros trataban de las conjugaciones verbales, de las declinaciones de nombres y adjetivos, y de las ocho partes en que se dividía la oración latina. A continuación, el cuarto se ocupaba de la sintaxis, y el último de la medición de las sílabas, es decir, de la poética. El tratado fue reestructurado, respetando el número de libros, por el jesuita Juan Luis de la Cerda (1568-1643), quien obtuvo en 1598 un privilegio de Felipe III (que se mantuvo vigente durante los siglos xviixviii) para que, en lo sucesivo, todas “las universidades, estudios y escuelas de nuestros reinos” enseñaran sólo el arte de Nebrija, “reformado”.[9] A partir de entonces los manuales para el estudio de la gramática latina en la península y en las dependencias americanas se derivaron de la adaptación del padre Cerda. Con el tiempo muchos autores españoles y americanos hicieron sus propias adecuaciones, poniendo el nombre de Antonio al lado suyo. De ese modo obedecían el mandato real, si bien en la práctica se alejaban cada vez más del texto original.

Una de las virtudes del tratado de Nebrija estribó en que sus cinco libros abarcaban de modo global todo lo relativo a la enseñanza de la gramática, desde los aspectos más elementales hasta los más complejos. A partir del siglo xvi diversos pedagogos, y de forma muy destacada los jesuitas, diseñaron un currículum de humanidades que comprendía la enseñanza de la gramática, la poética y la retórica durante un periodo de cinco años. Ese lapso se abreviaba cuando la escuela no contaba con suficientes medios ni con una planta completa de profesores. Quienes aprendían los primeros elementos de la gramática eran llamados mínimos; en un segundo nivel estaban los menores; el tercer año lo estudiaban los medianos. Acto seguido, se cursaba la poética y, finalmente, la retórica. Ello significa que el tratado de Nebrija servía para la enseñanza de los cuatro primeros años, pues la retórica se estudiaba, en el quinto, a partir de otros manuales. Con el paso del tiempo, para adaptarse mejor a los usos escolares, la obra empezó a publicarse fragmentariamente, a fin de disponer de un libro de texto específico para cada nivel.

Año con año las flotas de la península traían decenas, cuando no cientos, de Artes de Nebrija, muchas veces el tratado íntegro, pero también partes de él, en función de los niveles escolares. De modo paralelo, durante los siglos xvii y xviii la gramática se imprimió profusamente en México. La viuda de Ribera Calderón publicó los cinco libros en 1709.[10] Por su parte, el carmelita Manuel de Santa Teresa (1724) y el limeño don Esteban de Orellana (Lima, 1759 y México, 1781) editaron sendos compendios de la obra en su conjunto. Sin embargo fueron más frecuentes las ediciones y adaptaciones parciales. Así, en 1710 y en 1727 se publicaron las Advertencias de declinaciones y de todo género de tiempos, para los mínimos, del licenciado sevillano Pedro de Reinoso. De otro sevillano, Diego López, al parecer laico, se publicó Construcción y explicación de las reglas del género (1685, 1705, 1713 y 1774). Un jesuita anónimo editó Preceptos útiles para la clase de mínimos (1710, 1727, 1766) y otro tanto hizo el franciscano Diego Romero (1726). Para el nivel intermedio, el de los menores, circularon los textos de Antonio Arteaga, profesor del seminario tridentino de México (1716, 1720) y del sevillano Reinoso (1717). Por fin, el libro iv de Nebrija, dedicado a la sintaxis latina, era estudiado por los cursantes del tercer rango, los llamados medianos. Las impresiones mexicanas del libro cuarto superan la veintena, y fueron obra, entre otros, de los jesuitas Manuel Álvarez, portugués, y Mateo Galindo, criollo. Alguna edición fue solicitada por el seminario tridentino de Puebla (1764), mientras muchas otras siguieron los modelos de los sevillanos López y Reinoso.

Concluido el trienio de gramática propiamente dicha, el libro v de Nebrija, sobre la medida de las sílabas, servía como tratado de poética para los estudiantes de cuarto año. Se conocen más de treinta ediciones novohispanas, unas a cargo de jesuitas como Santiago de Zamora, pero también fueron muy populares las de los sevillanos Reinoso y López. Más pragmático, el criollo Pedro Rodríguez de Arizpe, catedrático del seminario tridentino de México, escribió una Breve introducción para hacer versos latinos (1748, 1760). Por su parte, Manuel José de Rivas, “Preceptor de latinidad de esta ciudad de México”, dio a luz una Gramatical construcción de los himnos eclesiásticos, aparecida en la ciudad en 1738, 1741 y 1747, y que todavía alcanzó una reimpresión en Madrid en 1768. En ella el autor explica el género de metro empleado en cada uno de los himnos del breviario (dactílico, sáfico, trocaico, entre otros) y los “construye”, es decir, traduce al castellano, previa exposición, en un prólogo, de sus criterios para hacer una buena versión al romance.

El ciclo de humanidades culminaba con la retórica, el quinto año. De nuevo, al lado de los manuales transatlánticos, pulularon las ediciones locales, con escritos de autores peninsulares y criollos. Es de destacar que, si en gramática y poética se alternaron compiladores jesuitas con franciscanos, mercedarios, clérigos seculares y probables laicos, los impresos de retórica y las antologías de textos fueron tarea, con pocas excepciones, de miembros de la Compañía. Varios de los tratados de retórica, obra de autores de los siglos xvi y xvii, siguieron empleándose en el xviii, a veces retocados por continuadores. Tal fue el caso del jesuita Francisco Pomey, cuyo Novus candidatus rhetoricae, reimpreso profusamente en Lyon en la segunda mitad del xvii, alcanzó cinco ediciones en México a principios del siguiente siglo.[11] La retórica del siciliano Pedro María de la Torre salió en México en 1738, y en 1753 la adaptó el también jesuita Mariano Vallarta, quien agregó un tratado de poética.[12] El antes mencionado sacerdote secular, Rodríguez de Arizpe, dedicó a sus alumnos del seminario tridentino Artis rhetoricae syntagmata (1764). De ese modo, ya en vísperas de la expulsión de los jesuitas se hace presente el clero secular, listo para tomar la estafeta de la educación de los criollos.

Si bien los preceptos gramaticales se derivaban de Nebrija y sus múltiples comentaristas, la enseñanza del latín no se reducía a la memorización de las reglas, declinaciones y conjugaciones. Un ejercicio escolar de capital importancia lo constituía la imitatio, consistente en proponer a los estudiantes la redacción de composiciones propias, pero que semejaran en lo posible el estilo de cierto autor latino, en verso o prosa. Se trataba de una gimnasia progresiva que partía de lo más simple y se proponía dotar al estudiante de un estilo propio, basado en el conocimiento y manejo de los clásicos. Para esto era indispensable contar con los textos mismos de los autores, pero no era fácil llevarlos al aula ni pedir a los estudiantes que los compraran, por lo que algunos preceptores elaboraron antologías.

Tal fue el caso del jesuita Bernardino de Llanos (1560-1639), quien publicó anónimamente en 1604 una amplia antología de autores en prosa, con el título Solutae orationis fragmenta, en casi 400 páginas, con pasajes de Cicerón, Esopo (traducido del griego al latín), César y Salustio, entre otros prosistas, todos paganos. Al año siguiente editó Poeticarum institutionum liber, una antología poética de 530 páginas que combinaba la exposición de las nociones teóricas de epopeya, comedia, poema bucólico, sátira, elegía, poesía lírica, epigrama, epitafios, con ilustraciones o exempla tomados de Virgilio, Horacio, Ovidio, Catulo, Claudiano, Silio Itálico, Marcial. Al lado de ellos incluyó una sección de poetas cristianos (pp. 374-486), pero no aquellos de los primeros siglos, sino autores renacentistas y de la contrarreforma. Dedicó espacio también a formas poéticas más recientes, como los laberintos o los emblemas y concluyó con una brevísima antología de autores latinos novohispanos.[13] A la muerte de Llanos el también jesuita Tomás González, su discípulo, reeditó las antologías con adaptaciones de su mano, con tanto éxito que aún seguían imprimiéndose en la primera mitad del siglo xviii.

Para ese ejercicio de la imitación, al lado de los textos mismos de los autores clásicos existía una copiosa literatura auxiliar, compuesta, ante todo, por polianteas y manuales de emblemática. Las primeras, como se sabe, eran enciclopedias que recopilaban citas de los más diversos autores, agrupadas tópicamente. El estudiante, el poeta y el autor de oraciones profanas o sacras podía acudir a aquellos tesauros para ver, recopilado, lo que decenas de autores habían escrito sobre el agua, sobre la virtud, la honra, la piedad u otro asunto cualquiera. Esas citas, que vestían de erudito a quien las empleaba, eran llevadas, como piedras de reúso, para la construcción del nuevo texto. Había polianteas en latín y en español, pero la más popular de todas era sin duda la Officina, de Ravisio Textor, múltiples veces editada en Europa y citada o saqueada por autores novohispanos, Sor Juana incluida.[14] Es verdad que no se imprimieron en México, pero su presencia en Nueva España la atestiguan las citas de autores criollos y los catálogos de libreros y de remesas de libros.

Al lado de las polianteas estaba la casi inagotable veta de la literatura emblemática. Iniciada por Andrea Alciato (1492-1550), tanto circulaban sus Emblemata que alcanzaron una impresión en México, en 1577. Se trata de un fenómeno tan vasto como difícil de mensurar.[15] Desde un principio esa figura híbrida del emblema, compuesta de un mote o rubro, de una figura pintada y de un epigrama explicativo a la vez que enigmático, despertó la imaginación de literatos, pintores y otros artistas. La citada antología poética de Llanos no olvidó un apartado acerca de “jeroglíficos, símbolos, emblemas, esquemas, blasones” (pp. 336-353). Apenas hay poema, pieza teatral, arco de triunfo, sermón, desfile de máscaras con sus carros alegóricos, donde no se perciba el eco de Alciato y su cauda de seguidores.[16] Hoy resulta arriesgado intentar la interpretación de un texto y de numerosas pinturas coloniales sin tener en cuenta la tenaz presencia de tópicos emblemáticos como el águila, el sol, la cigüeña, la serpiente que se muerde la cola, símbolo de la eternidad, etcétera.

En poesía, aparte de lo expuesto en los manuales que enseñaban la métrica según el libro v de Nebrija, había prontuarios de versos para auxiliar a los vates. En México se publicaron al menos dos, el del mercedario Pedro Reinoso Rivera, Artificiosum vocabularium poeticum (1734, María de Rivera), previsto en su totalidad para la versificación latina. Dividido en siete centurias, cada una la destinó a un metro. A continuación incluyó 28 vocabularios de pies poéticos en razón de sus acentos métricos.[17] Para la versificación castellana, en cambio, no se publicaron tratados teóricos como el Discurso poético de don Juan de Jáuregui,[18] ni tampoco los populares índices de rimas. Apenas se encuentra, ya en vísperas de la independencia, el Diccionario de todas las voces puramente poéticas y de los principales nombres mitológicos para la más fácil inteligencia de pinturas y poesías,[19] del capitán Jerónimo Torrescano. Si bien las figuras mitológicas aparecen por igual en la poesía latina que en la española, el autor se sitúa sin ambigüedad en el ámbito del castellano. No sobra notar que, tal como ocurría con la literatura emblemática, la obra de Torrescano asocia las figuras poéticas con las pictóricas.

Si es verdad que toda la formación literaria de los jóvenes criollos se impartía en latín, ¿de qué modo se convertían en autores en lengua castellana? La pregunta es compleja y exige ser tratada por varias vías. Baste aquí recordar que uno de los ejercicios previstos en las lecciones –complemento de la imitación– era la traducción, llamada entonces versión, translación o construcción. No se trataba sólo de suplantar unos términos por otros, sino de construir un nuevo objeto literario en romance, de producir “un periodo figurado y elegante, arreglado a los prolijos preceptos de la gramática, ya sea de poesía o de prosa”,[20] al decir de Manuel de Rivas. Para él una buena versión era el “crisol de los estudiosos peritos en esta arte”. Sin duda ese crisol era uno de los grandes laboratorios que permitían el paso del buen estilo latino al castellano. Al margen del aprecio de cada autor por la práctica de la traducción, el hecho mismo de ejercerla introducía un puente entre dos lenguas, lo que exigía al estudiante el dominio de ambas. El padre Llanos, al destacar la importancia del buen manejo de los tiempos de los verbos latinos, proponía repasarlos en clase, declarando los “tiempos de latín en romance y de romance en latín”. De ese modo el estudiante se haría “más concepto de las cosas teniendo ante los ojos esa correspondencia” entre ambas lenguas.[21] En otras palabras, si bien la formación de los letrados se llevaba a cabo a través de la lengua y la literatura latinas, el desarrollo mismo de las lecciones tenía como referente explícito o tácito el idioma materno, el único de la calle.

Con el paso del tiempo, la poesía y la prosa castellanas fueron ganando terreno incluso en los medios académicos. Pero se trató de un proceso de gran lentitud. Las mencionadas antologías de textos de comienzos del siglo xvii, tantas veces reimpresas, incluían junto a los autores consagrados algunos poemas de estudiantes de la ciudad, siempre en latín, como el resto del libro. Otro tanto ocurría en las páginas preliminares de muchos impresos, en especial los de carácter académico. Se sabe también de compilaciones manuscritas en las que abundan los poemas latinos. Muchos han sido rescatados por estudiosos como Ignacio Osorio, pero hace falta aún levantar censos y realizar verdaderos estudios acerca del valor literario de esas poesías y sobre sus autores.[22]

A pesar de la preponderancia del latín en el mundo académico, hasta donde hay noticia el único autor que dio a las prensas un poemario latino de creación propia, con su nombre al frente, fue el jesuita Tomás González, que publicó, hacia 1643, Epigrammata aliqua.[23] El monumental Poema heroico, o como dice su título original, De Deo heroica, del antiguo jesuita Diego José Abad (1727-1779), fue la obra cumbre de la poesía latina colonial, y alcanzó una edición en Cádiz en 1769 y cuatro posteriores en Italia, donde el autor estaba exiliado. En cambio, en México no apareció en latín. Sin noticia de Abad, el oratoriano Juan Benito Díaz de Gamarra, su paisano y amigo, publicó en Cádiz Musa americana, seu de Deo carmina, para uso de los estudiantes de latinidad del Colegio de San Miguel.[24] Habían transcurrido apenas dos años del extrañamiento de los jesuitas, y tal vez por eso Gamarra publicó anónima la obra. Mientras tanto, desde Ferrara, Abad revisó y amplió su manuscrito mexicano y lo dio a la imprenta en tres ediciones con un texto cada vez más amplio y pulido: Venecia, 1773, Ferrara, 1775 y Cesena, 1780.[25] En México, en cambio, sólo apareció una versión castellana, a partir de la primitiva edición de Cádiz: Musa Americana. Poema que en verso heroico latino escribió un erudito americano sobre los Soberanos Atributos de Dios, México, Zúñiga, 1783. Lo tradujo “en octava rima” el bachiller Diego Bringas, antiguo colegial de San Ignacio, de Querétaro, quien ni siquiera fue capaz de identificar al autor ni servirse de la edición definitiva.

Para un abierto predominio de la poesía castellana en las prensas novohispanas hubo que esperar hasta finales del siglo xvii. Sigüenza introdujo en su Triunfo parténico (1683), fruto de dos torneos poéticos, once composiciones de otros tantos vates latinos, frente a 39 en castellano. En la lengua del Lacio aparecieron “dos anagramas, cuatro poemas en estrofas sáficas y cuatro epigramas, más setenta versos de otra composición”, de carácter panegírico.[26] Un siglo después, con motivo de otro certamen universitario, convocado en 1791 con motivo de la exaltación al trono de Carlos iv, se publicaron cuatro oraciones en honor del rey, dos en latín. En cuanto a la poesía, junto a doce poemas castellanos de varia extensión: cantos, romances endecasílabos, odas y liras, sólo hay dos epigramas latinos.

Para citar un caso revelador, en las postrimerías del siglo xviii el poeta michoacano José Agustín de Castro (1730-1814), recurriendo a la suscripción pública, sacó un poemario de su exclusiva autoría, en dos tomos. El primero, Miscelánea de poesías sagradas, se complementaba con la Miscelánea de poesías humanas (Puebla, 1797). Aún sacó un tercer tomo, la Colección de poesías sagradas (México, 1809). Cada uno ronda las doscientas páginas. En el primero apenas si hay un epigrama latino a la crucifixión, acompañado de versión castellana. En el segundo Castro recurre a numerosos epígrafes latinos y publica alguna traducción de Anacreonte (del latín) y otras de Horacio, antecedidas por el texto. En el tercero, de nuevo en vena religiosa, todo está en español. Pero el incuestionable triunfo del romance no debe llamar a engaño. El latín está presente, ante todo, en las traducciones y en los epígrafes; además, el autor asegura que algunos de sus poemas adoptan métrica latina. Todo ello prueba que los tratados latinos de poética y retórica –por esos años aún se imprimían– seguían presentes en los versos españoles de vates como Castro.

Fuera de duda, no todos los preceptores tenían capacidad e interés suficientes para hacer de sus alumnos consumados latinistas. Y a la inversa, hubo maestros aplicados que se enfrentaron a los escasos resultados de sus grandes esfuerzos. El padre Llanos, por ejemplo, declaró que la parquedad de los preceptos contenidos en las artes de gramática dificultaba a los muchachos una sólida comprensión –les impedía adquirir “más concepto”– de las distintas reglas. Con frecuencia había experimentado “cuán atrás se halla [un estudiante] y cuán impedido para componer bien, prosa o verso, y para la destreza en hablar y entender latín y para interpretar [traducir] autores”. Esa constatación lo llevó a componer un manual de Advertencias para mayor noticia de la grammatica, y reducir al vso, y exercicio los preceptos della. El manual, de 148 páginas, se imprimió en 1615, 1631 y 1645.[27] Una cosa era que todos los letrados pasaran por un entrenamiento escolar más o menos riguroso en latín y humanidades; en la práctica, ello no implicaba que todos salieran grandes latinistas. A pesar de los esfuerzos de los mejores maestros (para no hablar de los mediocres), pecaría de ingenuo quien creyera que la mayoría de los millares de estudiantes de la época colonial salían de las aulas convertidos en probados maestros, aptos para cualquier ejercicio literario en poesía y prosa.

Con mejores o peores resultados, el hecho de que los estudiantes dedicaran un trienio a la gramática, más un año completo a la poética y otro al estudio de la elocuencia, nos acerca a una de las claves de cómo se formaban los copiosos escritores y poetas presentes en el panorama de las letras virreinales. Todo letrado, al menos en principio, durante sus tres años de gramática latina había aprendido las reglas para el dominio de esa lengua, y leído, imitado y traducido a varios de los más importantes autores latinos, poetas, oradores e historiadores, así paganos como cristianos. Acto seguido dedicaba un bienio al aprendizaje de las reglas de versificación latina y los preceptos de la elocuencia.

mostrar La facultad de artes. Facultades mayores

Al concluir el ciclo de humanidades los escolares que no abandonaban las aulas tenían dos opciones. La primera, dirigirse a la Universidad de México (o a la de Guadalajara, a partir de 1792) a seguir una carrera jurídica en las facultades de Derecho Civil (leyes) o de Derecho Eclesiástico (cánones). En tal caso, su futuro estaba bien en el foro secular o en la administración de los numerosos tribunales eclesiásticos. Sin embargo, la inmensa mayoría de los estudiantes pasaba de las humanidades a la filosofía o, como se decía entonces, a estudiar artes.[28]

El curso de artes, llamado informalmente de filosofía, consistía en un ciclo trienal de lecciones que preveía el estudio, durante el primer año, de lógica elemental, también conocida como súmulas, por el nombre del manual en que solía aprenderse. A continuación, durante otro año se cursaba lógica superior, a veces acompañada de nociones de metafísica. Por último, en el tercero se adquirían nociones de filosofía natural y, en ocasiones, también de ética. Por regla general –y los jesuitas novohispanos fueron muy estrictos para la observancia de este punto– se enseñaba física especulativa a partir de los libros de Aristóteles. Otros profesores, más audaces, se atrevían a incorporar nociones de física moderna, a veces con la excusa de discutir si tenían o no fundamento los sistemas copernicano o newtoniano. El ciclo completo se denominaba curso de artes y era frecuente que lo enseñara de principio a fin un solo profesor. Si en el colegio o la universidad había suficiente disponibilidad de profesores, cada año un maestro iniciaba el cursus, a fin de recibir a los estudiantes de nuevo ingreso. De otro modo los escolares debían incorporarse a un curso empezado o esperar a que se abriera uno nuevo. Los estudiantes y graduados de dicha facultad solían denominarse artistas o filósofos.

A partir del siglo xvi se puso de moda que algunos profesores dieran a la imprenta los propios apuntes de clase derivados de su enseñanza a lo largo de uno o más trienios de filosofía. Al volumen, que incluía conjuntamente las súmulas o lógica elemental, la lógica superior y la filosofía natural, se lo denominaba “curso de artes”. También era frecuente que un mismo curso se editara en tres o cuatro tomos escalonados. La costumbre de publicar los cursos pasó de París a España y sus dominios, donde tuvo gran éxito el manual del dominico segoviano Pedro de Soto (1494-1560), que fue adoptado de forma más o menos obligatoria por la Universidad de México. Pero no se trataba del único. El agustino fray Alonso de la Vera Cruz (c 1504-1584) imprimió en México, entre 1554 y 1557, un curso de artes que era enseñado a veces en la universidad y, más frecuentemente, en los colegios y conventos de la orden agustiniana. Los jesuitas, por su parte, contaron con el curso del padre Antonio Rubio (1548-1615), elaborado en México, donde el autor enseñó filosofía y teología. Empezó a aparecer en 1603, y uno de los volúmenes circuló como Lógica mexicana (Colonia, 1605). El curso gozó de enorme boga editorial en varias ciudades de la Europa católica durante la primera mitad de la centuria.[29]

Desconocemos durante cuánto tiempo siguieron enseñándose en Nueva España los manuales de Soto, fray Alonso y Rubio. A lo largo de los siglos xvii y xviii muchos profesores, en especial miembros de las distintas órdenes, pero también clérigos seculares, redactaron cursos de propia autoría para dictar sus lecciones, los cuales, salvo contadas excepciones, quedaron manuscritos. Hasta donde han sido examinados, se trata de cursos muy refractarios a la filosofía y a la ciencia modernas. Antes bien, suelen aferrarse a una concepción cualitativa de la naturaleza, no cuantitativa, muy en la línea del aristotelismo escolástico. Al parecer esa valoración se aplica por igual a los cursos elaborados por franciscanos, dominicos y jesuitas. En la actualidad la Biblioteca Nacional conserva un buen número de tales manuscritos que, si bien comienzan a ser estudiados, requieren una atención mayor a la prestada hasta hoy.[30]

Al lado de los mencionados cursos, cuya elaboración siguió verificándose durante el resto del periodo colonial, en el siglo xviii se asiste a la impresión de unos cuantos, en México y Puebla, que conviene repasar de modo muy somero. El dominico guatemalteco Pedro Zapiain, doctor por la universidad de su patria, publicó en México un Cursus philosophicus iuxta [...] Div. Thomae Aquinatis doctrinam, en 1754.[31] Mientras no se lo estudie, es difícil saber si el autor, al declararse tomista, está en verdad alineado con un tomismo estrecho, análogo al de los mencionados cursos manuscritos, o bien se abre a un cierto eclecticismo. En todo caso los estudiosos han percibido toques eclécticos en las páginas de otro dominico, el francés Antoine Goudin (1639-1695), autor de una Philosophia thomistica (Lyon, 1671) que alcanzó decenas de reediciones, una de ellas en Puebla, el año mismo de la expulsión de los jesuitas, 1767. Denota una mayor apertura a los nuevos métodos y a la ciencia moderna el curso de otro francés, el matemático franciscano François Jacquier (1711-1788), autor de unas Institutiones philosophicae (Roma, 1757, cuatro tomos). A diferencia de Goudin, el Jacquier nunca se imprimió en México, pero los cursos de ambos aparecen reiteradamente recomendados en los planes de estudios de seminarios conciliares y colegios novohispanos a raíz de la expulsión de la Compañía. Su eco llegó hasta las primeras décadas del México independiente.

Otro curso ecléctico, sólo que más proclive que los anteriores a la filosofía y ciencia modernas, es el del conocido oratoriano criollo Juan Benito Díaz de Gamarra (1745-1783), cuyos Elementa recentioris philosophiae se imprimieron en México en 1774. El libro, momento cumbre de nuestra tibia Ilustración filosófica, desató gran polémica en la medida que rompía con los tradicionales cursos tomistas, al grado de que no faltaron denunciantes deseosos de que la Inquisición condenara el manual.[32] Al lado suyo, figuras como José Antonio Alzate (1737-1799) y Joaquín Velázquez de León (1732-1786), formados según los manuales filosóficos tradicionales, no produjeron nuevos cursos; sus escritos los aproximan más a los científicos, en el actual sentido del término, que a los filósofos. Lo mismo cabría decir del médico y profesor universitario José Ignacio Bartolache (1739-1790), que en el primer y único cuaderno de sus Lecciones matemáticas (1769) definió el método de esta ciencia como “un exactísimo y rigurosísimo orden de hallar, y enseñar las verdades incógnitas”.[33] La lógica, como fundamento y pórtico de los cursos tradicionales de filosofía, empezaba a pasar a un segundo plano.

El periodo colonial se cierra con las Institutiones philosophicae del matemático, físico y apologeta François Para du Phanjas (1724-1797). Antiguo miembro de la Compañía, al desaparecer ésta se volvió clérigo secular y, a raíz de la Revolución francesa, juró la constitución. Su obra gozaba de simpatía entre los sectores más avanzados y resulta notable que se imprimiera en 1809 para los estudiantes del ex jesuita colegio de San Ildefonso de México.[34] Los nuevos tiempos se estaban anunciando.

En suma, luego de los cursos más o menos renovadores de Soto, Veracruz y Rubio, estudiados en México durante el siglo xvi y la primera mitad del xvii, franciscanos, dominicos, jesuitas y también clérigos seculares[35] habrían procedido a elaborar sus propios cursos de artes, la mayoría de los cuales quedaron manuscritos. En ellos parece perpetuarse una rutinaria reafirmación de los puntos de vista aristotélicos tomistas. Sólo en el último tercio del siglo xviii, al calor de las reformas borbónicas y luego de la expulsión de los jesuitas, se perciben vientos de cambio en los manuales adoptados para la enseñanza de la filosofía, cambios que resultan más acusados conforme se llega al siglo xix.

Suele afirmarse que el curso de artes no aportaba nada fundamental en lo tocante a la preparación de los futuros literatos, a los cuales les bastaba con haber concluido el ciclo de humanidades. No obstante, la formación filosófica proporcionaba instrumentos para un mayor rigor conceptual y analítico a los egresados de gramática y retórica. Por lo demás, artes era la puerta de los grados universitarios de bachiller, licenciado y doctor.[36] Los grados, a su vez, abrían el camino a los empleos que entonces se juzgaban dignos de un letrado, y a los honores y reconocimientos públicos. En una sociedad como la novohispana, donde había mayor número de aspirantes que de cargos, adornarse con un grado académico daba una ventaja adicional para competir por las posiciones más disputadas. Téngase en cuenta que la parte sustancial de la administración civil y eclesiástica del virreinato estaba a cargo de graduados. Como ya lo decía en 1603 Bernardo de Balbuena:

Desde el menor oficio a los mayores

todo es sombra de borlas y de grados.[37]

En efecto, la élite intelectual de la Nueva España se hallaba integrada de modo preponderante por graduados universitarios. Es cierto que las órdenes religiosas no acudían en masa a la universidad y que cada una poseía estudios particulares para sus novicios. Sin embargo los agustinos, dominicos y mercedarios acostumbraban enviar a sus miembros más distinguidos a obtener el grado de doctor en teología. Los jesuitas, si bien no solían graduar a sus religiosos, al dedicar una parte apreciable de sus esfuerzos a la instrucción se mantenían en contacto indirecto pero constante con la universidad, dado que buen número de sus alumnos externos acudía a recibir grados. Muestra de ese interés es que la orden acabó fundando una cátedra para leer la doctrina de Suárez en las aulas universitarias. Otro tanto hicieron los franciscanos. Renuentes a la universidad durante siglos, acabaron financiando una cátedra de Escoto. Así pues, no sólo los letrados laicos y del clero secular se graduaban; lo hacían también los miembros más destacados de la mayoría de las órdenes.

Basta dar un vistazo a las carátulas de los libros impresos tan sólo en la ciudad de México en el periodo colonial para advertir la creciente presencia de autores universitarios. Durante el siglo xvi, de cada diez libros apenas uno procedía de graduados. Durante la primera mitad del siglo siguiente uno de cada cuatro era de universitarios. A fines de la centuria la proporción de graduados había aumentado ligeramente. Por último, al cabo del siglo xviii, cuando el número de impresos se había incrementado como nunca antes, uno de cada cinco títulos correspondió a universitarios. Dicho de otro modo, y en espera de estudios que redondeen estas cifras, durante el siglo xvi cada tres años y medio se imprimió un libro por obra de universitarios; en la primera mitad del xvii la proporción había aumentado a 2.84 títulos por año; a fines de la centuria se publicaban 8, y cuando estaba por concluir el xviii se había alcanzado una media anual de 14.4 impresos de autores universitarios. A medida que el mercado editorial se volvía mucho más amplio y diversificado, el número absoluto de impresos cuyos autores eran graduados, lejos de disminuir, se incrementó.[38]

El proceso para la obtención de los grados era muy complejo, y aquí lo trataré de forma muy somera. Durante el siglo xviii hubo más de cincuenta colegios con docencia estable, diseminados en las principales ciudades del virreinato.[39] De ellos, algunos se limitaban a la enseñanza de la gramática y la retórica. Otros, equipados con una mejor planta profesoral, también instruían en artes. Quien concluía el ciclo de humanidades recibía una “cédula” de su profesor o de su colegio en la que constaban sus estudios, pero ello de ningún modo equivalía a un grado académico. Para obtener éste era indispensable acudir a una universidad. Durante casi 250 años la única institución con facultad para graduar en todo el virreinato era la Real Universidad de México;[40] a partir de 1792 surgió la Real Universidad de Guadalajara, con los mismos derechos.

El curso trienal de artes se podía estudiar en las aulas universitarias, pero también en no menos de cuarenta colegios regidos por franciscanos, dominicos, mercedarios, carmelitas, jesuitas y también por el clero secular. Este último tenía colegios como el de San Nicolás de Valladolid y, sobre todo, los seminarios tridentinos, uno por cada obispado. Cuando un colegial concluía el programa de artes se le extendía un certificado. Con ese papel en mano podía acudir a una universidad a solicitar el grado de bachiller.

El procedimiento para obtener el grado de bachiller en artes lo seguían tanto los estudiantes foráneos como aquellos colegiales que optaban por cursar artes en la ciudad de México con los jesuitas, con las otras órdenes o en el seminario conciliar. La universidad, por su parte, establecía diversos requisitos para graduar; uno de ellos era el de someter al aspirante a un examen de suficiencia ante un tribunal de doctores que, si lo encontraban apto, autorizaban el otorgamiento del grado, previo pago de una cuota fija, a menos que fuera admitido gratis, por pobre.[41] La inmensa mayoría de los letrados tenía que contentarse con el grado de bachiller en artes y, si venían de fuera, solían regresar a sus lugares de origen a buscar una colocación como auxiliares de párrocos, si eran clérigos, o cualquier otro cargo que exigiera formación de letras, como el de notario, administrador de una hacienda o profesor de gramática.[42]

Los pocos que podían y querían llevar adelante su carrera literaria debían vincularse por algún tiempo a la universidad, lo que los obligaba, con pocas excepciones, a permanecer en México, o bien, en las postrimerías de la época colonial, en Guadalajara. Ser bachiller en artes era el prerrequisito forzoso para quienes aspiraban a cursar en las facultades de Medicina o Teología. Los que optaban por el derecho civil (leyes) o el derecho eclesiástico (cánones) podían –como ya adelanté– ingresar directamente a cualquiera de las dos facultades con sólo presentar su “cédula” de gramática y retórica. En la práctica, muy pocos estudiantes optaban por pasar de retórica a una carrera jurídica, pues la mayoría prefería ingresar a leyes o cánones después de cursar artes. Ese carácter propedéutico de Artes hacía que se la considerara facultad “menor”, mientras que las otras cuatro mencionadas, Medicina, Teología, Leyes y Cánones, eran calificadas de mayores.

Para todo grado de bachiller se exigía al aspirante completar el programa lectivo de la facultad elegida y cumplir con los requisitos específicos de cada una. Por lo mismo, si un bachiller en artes pretendía graduarse también en facultad mayor, debía seguir, durante otros cuatro o cinco años, los cursos correspondientes a la nueva disciplina. Sólo entonces podía solicitar el segundo bachilleramiento.[43] Conviene señalar que, durante casi todo el virreinato, la medicina se cursó exclusivamente en las aulas universitarias de México y, sólo desde 1792, también en Guadalajara. Todo aspirante a médico debía, por lo tanto, establecerse en una de estas ciudades. En cuanto a las carreras jurídicas, durante el siglo xvii sólo en la universidad y en el seminario conciliar de Puebla se dictaban esas cátedras. A lo largo del xviii algunos seminarios conciliares se fueron sumando a la lista. En cambio, ningún colegio jesuita ni de las otras órdenes religiosas abrió lecciones jurídicas, lo que, de nuevo, obligaba a los estudiantes a concentrarse en una de las dos universidades. El caso de la teología es más complejo, pero los procedimientos eran análogos.

Se sabe que, durante el siglo xviii, una docena de colegios jesuitas y la mayoría de los siete seminarios conciliares enseñaban teología. Otro tanto hacían los ocho o diez colegios de las demás órdenes y del clero secular. Sin embargo, el apreciable número de instituciones docentes no debe llamar a engaño. Un recuento de los grados en teología concedidos por la Real Universidad de México entre 1553 y 1738 revela un total de 1 765 bachilleres. De ellos, el 62% cursó en las propias aulas de la Universidad de México y sólo el 38% lo hizo en los aproximadamente 25 colegios donde se enseñaba teología. Del total de graduados, el 19% procedía de colegios jesuitas, mientras el otro 19% de seminarios conciliares y de colegios de otras órdenes.[44] Esto significa que, no obstante la multitud de colegios donde podía estudiarse teología, la universidad, en la capital del virreinato, concentraba en sus aulas a dos tercios del total de los teólogos.

Una vez que alguien se bachilleraba en cualquier facultad, podía optar por los grados mayores de licenciado y doctor. A diferencia de las prácticas actuales, entonces no se requerían cursos adicionales para la licenciatura y el doctorado. El aspirante a licenciado debía someterse a un examen en el que podían interrogarlo todos los doctores de su facultad. A su vez, el doctorando obtenía el grado en una solemne ceremonia celebrada en la catedral y que, durante dos siglos, iba acompañada de un desfile a caballo por las calles principales de la ciudad. Se trataba de una celebración mediante la cual el claustro general de doctores acogía en su seno a un nuevo socio. No implicaba, pues, como en los grados de bachiller y licenciado, un examen de suficiencia académica. En suma, para los grados mayores, en vez de cursos, los aspirantes cumplían con diversos actos y ritos académicos, privados y públicos y –algo determinante– tenían que pagar gruesas sumas de dinero en derechos y propinas. Un grado de bachiller en artes mediante examen de suficiencia costaba 29 pesos. En cambio, uno de licenciado en todas las facultades valía 600. El costo del grado de doctor variaba, pero en el siglo xvii fluctuaba entre los mil y los tres mil pesos.

Para tener una idea de lo que tales sumas representaban, baste decir que los sueldos de los catedráticos universitarios oscilaban entre cien y setecientos pesos anuales. Esto significa que los grados mayores, en especial el de doctor, sólo estaban al alcance de las familias más pudientes, con solvencia para hacer una erogación tan alta, de una sola vez y en metálico. En contadas ocasiones un estudiante pobre lograba el patronazgo de un padrino dispuesto a hacer los gastos indispensables. Figuras tan destacadas de las letras virreinales como Juan Ruiz de Alarcón o Carlos de Sigüenza y Góngora nunca reunieron la suma indispensable para el grado doctoral y quedaron al margen del cursus honorum académico y mundano. Por lo mismo, si un autor novohispano ostenta sólo los grados de bachiller o licenciado, ello no implica una formación académica deficiente sino que, con toda probabilidad, pertenecía a un estrato social medio o bajo.

mostrar Colegios y universidades, antes y después de los jesuitas

Ni duda cabe, los colegios de los jesuitas gozaban de gran prestigio y se hallaban implantados en cerca de veinte ciudades virreinales. Algunos sólo enseñaban gramática y retórica; otros, en menor número, también artes; sólo unos cuantos teología. Varias de las ciudades con colegios de la Compañía, como México, Puebla, Oaxaca, Valladolid, Mérida, Guadalajara, Ciudad Real de Chiapas o Durango también eran sede episcopal. En todas ellas, a partir de la segunda mitad del siglo xvii y en la siguiente centuria, fueron surgiendo seminarios tridentinos, a cargo del respectivo obispo y regidos por el clero secular. En su mayoría lograron muy pronto gran afluencia de estudiantes.[45] Por lo demás, las cabeceras episcopales solían alojar también conventos importantes, que a veces tenían escuelas abiertas a un público más amplio que el de sus novicios. Así, durante el siglo xviii los agustinos mantenían colegios importantes en México (San Pablo), en Valladolid y en Guadalajara; los dominicos, en México, Oaxaca y Puebla; los mercedarios, en México, Guadalajara y Puebla. Sin embargo, la actividad docente de franciscanos y carmelitas durante el Siglo de las Luces está poco estudiada. Esto significa que cada una de las grandes ciudades tenía una variada oferta de centros donde formar a los futuros letrados. Y lo que vale para sedes de obispado cuenta también, en alguna medida, para centros urbanos de menor rango político y eclesiástico, pero quizá más poblados y pujantes. Así, desde Querétaro, aparte de los jesuitas, los franciscanos del convento de Santiago enviaban, de tiempo en tiempo, estudiantes laicos a graduarse en artes a la universidad. En Celaya también concurrían los centros docentes de jesuitas y franciscanos, mientras en el real minero de Zacatecas tanto jesuitas como dominicos formaban escolares artistas que de cuando en cuando se graduaban en la universidad. De lo expuesto parece pues evidente que la Compañía de Jesús nunca ostentó el monopolio docente, como tiende a creerse.

Los colegios coloniales eran instituciones complejas y de carácter muy diverso.[46] El modelo más difundido era, sin duda, el de los jesuitas. La Compañía sólo se asentaba permanentemente en una ciudad cuando había acumulado el número suficiente de rentas para sostenerse sin sobresaltos. Además de las actividades apostólicas, como predicar y confesar, a veces ponía escuela de primeras letras y, en ocasiones, de gramática. Sin embargo, para la fundación de un colegio propiamente dicho era necesario que un donante aportara una gruesa suma para la edificación de una casa y la compra de renta bastante con la cual sostener de modo permanente un número determinado de colegiales que vivirían de esa renta. Si la orden autorizaba un proyecto y lo mismo hacían las restantes autoridades civiles y eclesiásticas, el colegio empezaba a cobrar forma. Las características peculiares de la nueva fundación dependían de la voluntad del donante y de sus negociaciones con la Compañía. En ocasiones se trataba sólo de un colegio-residencia, para que en él vivieran, en régimen de internado, los estudiantes becados y aquellos otros cuyos padres podían pagar una colegiatura anual para su manutención. Tal fue el caso de San Ildefonso en México durante la época jesuítica. Los internos, por lo tanto, debían acudir a otra parte a tomar sus lecciones. Por ello resultaba más conveniente que el mismo colegio albergara dormitorios para los internos y aulas donde los propios jesuitas impartieran los cursos. Esta segunda modalidad fue la más extendida. Importa mucho señalar que los colegios así fundados no pertenecían a la orden. Ella se limitaba a administrar sus rentas –que corrían en contabilidad aparte–, a gobernar la casa y, si era el caso, a dictar lecciones. Se concretaba, pues, a tomar a su cargo un colegio que poseía bienes propios y, por consiguiente, medios autónomos de subsistencia.

En ocasiones el donante –al que podemos llamar también fundador y patrono– no se dirigía a los jesuitas sino a frailes de otra orden o al obispo. En Puebla los dominicos tomaron a su cargo el colegio de San Luis, fundado en el siglo xvi por don Luis de León Romano. En Valladolid el obispo Vasco de Quiroga fundó, a mediados del siglo xvi, un colegio para la formación de futuros clérigos de su obispado, le asignó alguna renta de su propio peculio, y lo puso al cuidado del rey y del cabildo eclesiástico.[47] Por su parte, los seminarios diocesanos, llamados también tridentinos o conciliares, eran colegios fundados con dinero procedente de los diezmos de un obispado, y no de los bienes particulares del obispo. Todos ellos estaban directamente sujetos a la tutela del prelado en turno, quien nombraba y despedía a los catedráticos y a los administradores. Al lado de estos colegios en sentido propio, pues contaban con rentas autónomas, las órdenes religiosas tenían escuela en sus casas principales para la educación de sus novicios y por lo común admitían a estudiantes externos que, según el caso, estudiaban en sus aulas gramática y retórica, artes y a veces teología. Se trataba, por lo tanto, de un panorama tan complejo como diverso.

Durante el virreinato no existió una instancia centralizada para regular lo tocante a la educación. Había usos y costumbres extendidos en torno a aspectos como el de los contenidos lectivos y una cierta gama de manuales aptos para la enseñanza de gramática, artes y teología. Por lo mismo, los colegios se ajustaban a ellos en la medida de sus recursos y del carácter de sus estudiantes. Esa semejanza en los programas de estudio permitía que un escolar se desplazara de un colegio a otro si lo creía conveniente o le era necesario, y en él podía proseguir su programa lectivo. De igual manera, cualquiera que concluía su curso de artes podía acudir a una universidad y someterse a un examen, análogo para todos. No obstante, cada colegio era completamente autónomo y dependía de las propias autoridades para su gobierno y administración. Ni siquiera los colegios a cargo de jesuitas formaban una suerte de federación. El de Zacatecas, por ejemplo, nada tenía que ver con los de México o Puebla. En última instancia, todos dependían del padre provincial, pero éste solía ocuparse de los negocios de cada instituto de modo particular.

Con todo, los colegios virreinales tenían un común denominador: carecían de licencia para graduar. Sólo la Real Universidad de México –y, en su momento, la de Guadalajara– tenían autorización del rey, confirmada más tarde por el papa, en el caso de México, para otorgar los grados de bachiller, licenciado y doctor en las cinco facultades de Artes, Teología, Medicina, Derecho Civil y Derecho Eclesiástico o Cánones. De modo que, como ya expuse, si un estudiante de cualquiera de los colegios pretendía grados académicos debía dirigirse a una universidad. La de México llegó a establecer convenios con varios de los colegios para “incorporar” sus estudios, es decir, para darles validez académica como una de las precondiciones para la concesión del grado. La universidad no era, como se ha creído, la instancia suprema para regular y reconocer los estudios de todo el territorio. Sin embargo, el monopolio que detentaba en lo tocante a la concesión de los grados daba lugar a que estudiantes de todas partes se dirigieran a ella y se sometieran a sus exámenes si aspiraban a graduarse y a obtener los beneficios derivados de las borlas.

Conviene examinar el asunto de la expulsión de los jesuitas en esa coyuntura de florecimiento de decenas de colegios de muy diverso carácter. Se sabe bien que uno de los flancos de las reformas borbónicas en el Nuevo Mundo consistió en imponer, en definitiva, la secularización de las parroquias.[48] En la medida en que la primera evangelización de los indígenas fue obra principalmente de los frailes, éstos quedaron en calidad de párrocos en gran número de pueblos. A medida que el clero secular se hizo más numeroso y que se incrementó el poder de los obispos, el rey apoyó la política tendiente a encerrar a los frailes en sus conventos y entregar las parroquias a los clérigos, pero los regulares se resistieron durante siglos. Esa pugna por los espacios de poder y de gobierno eclesiástico se decidió sólo en 1754, cuando una perentoria cédula real ordenó la secularización de todas las parroquias en manos de los regulares. A partir de entonces en todos los obispados la cura de almas pasó al clero secular. La expulsión de los jesuitas de los dominios de Carlos iii, decretada 13 años después, tuvo el propósito de borrar del escenario a la orden religiosa más poderosa e influyente.

A una con el decreto de expulsión, la corona acordó confiscar, en favor de la Real Hacienda, todos los bienes de la Compañía. Para coordinar la requisa y posterior venta de aquellas propiedades se creó la llamada Junta de Temporalidades. En un primer momento fueron decomisados también los colegios y sus rentas, pero al año siguiente el rey ordenó a la junta, en respuesta a diversas peticiones, que:

En las casas o colegios de [estudiantes] seculares cuia dirección, y enseñanza estaba a cargo de los Regulares de la Compañía, no se ará novedad ni aplicación [confiscación], dejándoles las rentas que fueren privativas de esos establecimientos, restableciendo, y mejorando la misma enseñanza, y el gobierno y educación de la juventud de ellos.[49]

De la orden real se desprenden varios puntos de interés. Ante todo, la corona admitió que una parte de esos colegios poseían rentas “privativas” suyas, y que los regulares sólo tenían “a cargo” el gobierno y la enseñanza de los estudiantes. Por ende, dado que no eran propiedad de la orden, no les afectaba la confiscación, y sus rentas deberían seguir sin novedad. En segundo lugar, se habla de restablecer y mejorar la “enseñanza, y el gobierno y educación de la juventud”. No se trataba, por lo tanto, de suprimir la función docente de esos centros sino de reformarla.

Lo ordenado por la cédula no quedó en letra muerta. Pronto las distintas juntas locales de temporalidades empezaron a devolver los edificios y las rentas de aquellos colegios provistos de dotación propia a los cabildos civiles y a las autoridades del clero secular, cuando los demandaban. Más pronto o más tarde se reabrió un buen número de ellos, con nuevos estatutos, nuevos manuales para la enseñanza de artes, y puestos al cuidado, durante el resto del periodo colonial, del clero secular.

En efecto, si se calculan en once las ciudades con colegios que enseñaban gramática, retórica y artes durante el periodo jesuítico,[50] en la mayoría de ellas se reabrieron instituciones alternativas luego de complicados procesos que duraron, en promedio, entre cinco y diez años, una vez superados los desajustes inmediatamente posteriores a la expulsión y la confiscación de los bienes. En México San Ildefonso, fundado en 1612 como residencia de estudiantes, volvió a tomar alumnos a partir de 1768, y en adelante combinó sus funciones tradicionales de internado con la docencia regular de gramática, retórica y artes.[51] Sus Constituciones del Real y más Antiguo Colegio de San Pedro, San Pablo y San Ildefonso (aprobadas en 1774 y relaboradas en 1779, manuscritas) sirvieron de pauta para la reorganización de otros colegios, como el de Zacatecas, abierto en 1786 con base en las viejas rentas, y bautizado como San Luis Gonzaga.[52] En Puebla primero se abrieron, secularizados, San Ignacio y San Jerónimo, y en 1790 se fundieron con el nombre de Colegio Carolino. Por lo que hace a Guadalajara, el edificio del antiguo Colegio de Santo Tomás sirvió de sede a la Real Universidad de Guadalajara al erigirse en 1792.[53] En Querétaro y Celaya los centros docentes se reabrieron en 1778 y 1796, respectivamente, el primero con el título de real. Menos noticias tengo acerca de Mérida, Oaxaca y Pátzcuaro. En cuanto a Durango, el seminario conciliar existía desde 1721, pero sólo en calidad de residencia de estudiantes, por lo que éstos acudían a recibir sus lecciones al Colegio de San Javier, de la Compañía.[54] Al ser éste suprimido, el seminario combinó funciones de internado con actividades docentes a partir de 1773. Esto permite sugerir que la reforma se apoyó en las rentas del instituto recién clausurado.

Como se desprende de la apretada relación anterior, la expulsión de los jesuitas no dejó “un gran vacío educativo” en la Nueva España. De entrada, buen número de los colegios que administraban fueron reformados y reabiertos luego del cierre derivado de la expulsión. Al propio tiempo, y es necesario insistir en esto, la enseñanza no era monopolio de la Compañía. Baste con mencionar a la universidad, en la que el influjo de la orden era sólo indirecto, como señalé. En ella, aparte de los estudiantes que se formaban en artes, se enseñaban las cuatro facultades mayores de Medicina, Teología, Leyes y Cánones. Por su parte, las diversas órdenes religiosas tuvieron en todo tiempo centros docentes con estudiantes internos y externos, algunos de los cuales obtenían grados universitarios. Más importante aún, el clero secular, a través de los seminarios diocesanos y de otros colegios, como el de San Nicolás, tenía una atrayente oferta educativa que, sobre todo en Puebla y Guadalajara, era muy procurada por los estudiantes. Rodolfo Aguirre, al cuantificar a los graduados del siglo xviii, calculó que, en el momento de la expulsión, los seminarios diocesanos (cuyo número era menor que el de los colegios jesuitas) atraían ya a un tercio de los estudiantes de artes, y el número crecería al cerrarse las aulas de los regulares.[55]

Otro indicio de que la expulsión de los jesuitas de ningún modo dejó al virreinato “en la barbarie” lo aportan las cifras disponibles hasta hoy en torno a matrículas y a grados de bachilleres en artes en la Universidad de México. Quienes se han adentrado en el dédalo de estimar su población estudiantil y el número de graduados[56] han coincidido en advertir que el pico de matrículas y de grados se alcanzó en la década de 1750. A partir de entonces hay un gradual pero insoslayable descenso. La expulsión tuvo lugar en ese momento de receso y, ni duda cabe, contribuyó a acentuarlo. Pero, ¿en qué medida y por cuánto tiempo? Veamos, en primer lugar, el comportamiento de las matrículas en los años cruciales.

mostrar Matrículas en la Real Universidad de México 1750-1799

Como puede apreciarse, los años cincuenta muestran un número máximo de matrículas en ambas columnas, mientras que la década de los sesenta, al final de la cual ocurre la expulsión, revela una baja. Ésta aparece menos acusada en el caso de los estudiantes foráneos que se matriculaban en México para graduarse en la universidad. Por lo que hace a las matrículas de la ciudad, los años setenta marcan una cifra bajísima, con una ligera recuperación en los ochenta y un abierto repunte en el último decenio del siglo que, sin embargo, no alcanza las cifras tope de los años cincuenta. Las cifras relativas a las matrículas de foráneos resultan sorprendentes, pues no revelan reducciones sensibles con motivo del extrañamiento de los regulares, que se aprecian con toda claridad en los libros de las matrículas de la ciudad.

Algo semejante revelan las listas de graduados de bachilleres en artes. Los estudiosos también perciben una lenta caída después de los años cincuenta, más acentuada en la siguiente década y, a partir de entonces, una franca recuperación.[57] Se ha calculado que, entre 1703 y 1810, la universidad graduó a un total de 13 636 bachilleres en artes, una media de 127 anuales. Antes del extrañamiento se alcanzaron 8 844, lo que da un promedio anual de 144. Con posterioridad, y hasta 1810, los graduados fueron 4 792, con una baja en el promedio a 114. El año de la expulsión alcanzaron a bachillerarse 149 artistas; el siguiente, sólo 82; el punto más bajo se alcanza en 1769, con 77, y a partir de entonces hay un proceso sostenido de recuperación. El impacto de la caída respecto de los promedios previos a 1767 alcanzó el 21%. Esto significa que, en los 42 años siguientes, la universidad siguió graduando a casi un 80% de los estudiantes que laureaba con anterioridad. Y eso sin contar con que Guadalajara empezó a crear sus propios bachilleres a partir de 1792.

Como se desprende de lo anterior, la historiografía que tiende a estudiar la historia de la educación colonial sólo en razón de la actividad de los jesuitas incurre en graves errores de perspectiva, y sus conclusiones resultan tan parciales como imprecisas. Por suerte, el más de medio siglo que transcurre entre el extrañamiento de la orden y la creación de la primera república empieza a ser mejor estudiado. De esas investigaciones se deriva que, a pesar del golpe que significó la orden de Carlos iii, el virreinato no se internó en ningún páramo cultural. Antes bien, una compleja gama de instituciones educativas preexistentes, muy en particular los seminarios conciliares, abrieron sus puertas a los estudiantes expulsados de los colegios recién clausurados, y a la vuelta de dos o tres lustros la recuperación era notable. Además, varios de aquellos colegios, una vez reformados y puestos a cargo del clero secular, reabrieron sus puertas con notable éxito. Se crearon también nuevas instituciones para acoger a estudiantes de gramática y artes, e incluso una segunda universidad. Se trata también de los años de nuestra Ilustración, cuando surgen el Colegio de Minería, la enseñanza de la botánica y se refuerza la de la anatomía con la cátedra fundada en el Hospital de los Naturales.[58] Son años de una efervescencia de ideas sin precedentes, y nunca antes los letrados dieron tanto quehacer a los impresores locales.

Podemos pues concluir que, a todo lo largo del siglo xviii, los aspirantes a letrados tuvieron a su alcance una rica gama de colegios, así como la Universidad de México (y la de Guadalajara, al final de la centuria) para formarse en gramática, retórica, artes y en las facultades mayores. Es cierto que ese dilatado proceso de formación se basaba, en todos sus niveles, en el manejo de la lengua latina; sin embargo, los ejercicios para adquirir pericia en la lengua del Lacio llevaban por reflejo a la necesidad de dominar también la materna. Los futuros letrados solían estudiar latinidad y artes en sus lugares de origen y, acto seguido, quienes querían y podían obtener grado académico acudían a la universidad a solicitarlo. A continuación, los pocos que se aventuraban a cursar las facultades mayores solían concentrarse en México, primero, porque leyes, cánones y medicina sólo se cursaban en la universidad, pero además, porque la capital donde se concentraban las máximas autoridades civiles y eclesiásticas era también la sede de la corte y la capital de las oportunidades. Esa vasta fábrica de letrados, administrada por jesuitas, franciscanos, dominicos, agustinos, mercedarios, carmelitas y un número creciente de miembros del clero secular, se vio gravemente afectada a raíz del extrañamiento de la Compañía. No obstante, éste ocurrió en un momento en que decenas de instituciones educativas seculares y regulares estaban en condiciones de absorber buena parte de la demanda estudiantil. Además, durante el resto del periodo colonial se reestructuraron varios de los antiguos colegios jesuitas y se fundaron nuevas instituciones, algunas de abierto carácter ilustrado.